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Durante los meses de turbulencia y abismos que siguieron a la noche en que Emilia cruzó el umbral, llevada en vilo por un Daniel cobrizo y despeinado, Josefa dio en repetir un aforismo en torno al tiempo haciendo con las pasiones lo que el viento con el fuego: "Si son breves como la llama de una vela, las devasta. Si son grandes como un incendio, las alimenta."
Emilia dejó ir a Daniel sin un solo reproche y sin querer enterarse de a dónde iba. Zavalza recibió a Emilia sin preguntarle a dónde había ido y sin un solo reproche. Luego, el tiempo empezó a correr sobre el arrojo y el agravio de cada quien.
Los días se hicieron meses y la vida un intenso litigio con sus estragos y venturas. Zavalza y Emilia volvieron a trabajar juntos. Hablando siempre de los demás, de sus purulencias y sus padecimientos, de sus posibles curas o sus irreparables muertes, se hicieron una pareja incapaz de reposo. Aprendieron a estar cerca una jornada y otra como piezas de un mismo reloj. Cada día más gente llegaba al consultorio de Zavalza buscando cura, y la encontraba en ese par de necios, capaces de pelearle al destino hasta los infortunios físicos más inesperados.
Un mediodía en septiembre de 1912, Zavalza se presentó en la botica para pedirles a Emilia y a Diego que lo acompañaran. Diego tenía una idea del asunto que lo llevaba y pensó que Zavalza merecía completo el placer de la intimidad al mostrarlo, así que se disculpó alegando que no podía dejar sola su botica y vio a Emilia salir, inocente y ávida, tras la prisa de Antonio.
A principios de año, los dueños de una finca en las afueras de la ciudad la habían puesto a la venta en mucho menos de su valor, porque se iban del país como de la peste. Zavalza oyó a Josefa comentar el asunto y corrió a comprar la ganga. Durante varios meses conservó en secreto el destino que pensaba darle a ese lugar. Emilia lo veía desaparecer a media mañana o llegar un poco tarde a la consulta de las cinco, sin decir una palabra.
– Tiene una novia y quiere mantenerlo en secreto -le comentó Emilia a su madre.
– Imposible -aseguró Josefa-. Esos secretos son lo primero que se sabe.
Con el dinero que no se había gastado en ir a Europa y casarse, Zavalza convirtió la finca en un pequeño hospital. Por fin había quedado listo para enseñárselo a Emilia.
– Es casi todo lo que tengo y es mucho más de lo que pude ambicionar -dijo cuando estuvieron en la puerta.
Emilia Sauri recorrió el lugar con más entusiasmo del que hubiera puesto en todos los días de sorprenderse con las maravillas de Europa. Fue y vino de un cuarto a otro, se imaginó y dispuso cómo acomodar los muebles, abrió y cerró las ventanas, aprobó el exacto verde del pasto en el jardín, y cuando creía que ya nada podía faltar, un Zavalza resplandeciente la condujo a la pequeña sala de operaciones, donde todos los instrumentos y aparatos eran modernos como un cine.
Zavalza había dado con aquel equipo gracias a los buenos oficios del cónsul norteamericano en la ciudad, un viejo sonrojado y sonriente a quien curó de una dispepsia que él creía crónica y que por lo mismo le tenía al menos tanta ley como a su patria. El embajador de los Estados Unidos en México tenía un empeño personal en devastar al régimen de Madero, y en su afán por lograrlo le contaba a su gobierno toda suerte de historias sobre la inseguridad en las vidas y propiedades norteamericanas. Para apoyar su versión necesitaba tener siempre a mano el relato de un último desfalco, de un grupo de compatriotas perseguidos o en bancarrota, cualquier desventura. Los aparatos que brillaban en la sala de operaciones, los había encargado él mismo para tejer y apoyar la invaluable anécdota de un infeliz e inexistente médico, que habiendo trasladado a México un equipo carísimo, lo abandonó intimidado por la persecución y el horror que lo cercaba, sólo por ser extranjero en régimen maderista. Cuando el embajador terminó de probar su cuento, puso a la venta el equipo y por medio del risueño cónsul en Puebla, Zavalza lo compró en la quinta parte de su precio.
Emilia escuchó a su amigo contar toda esa historia de intrigas que tanto lo había beneficiado, mientras caminaba de un lado a otro de la sala, tocándolo todo. Por fin se detuvo en Zavalza y lo abrazó.
– Creí que tenías una novia -dijo.
– ¿Habrías perdido la calma? -le preguntó Zavalza acariciando la melena de rizos que Emilia había puesto cerca de su nariz como un bálsamo.
– No tengo derecho -dijo Emilia cobijada por los brazos y el temple de Zavalza. Olía a tabaco y colonia fina. Cerca de su cuerpo sintió la dócil emoción de la paz, y la encontró tan nueva que se dejó salir de la boca una canción de amores a cuyo ritmo se puso a bailar.
Durante el año que estuvo ausente, las cartas de Daniel llegaban desde los sitios más inesperados. A veces eran juguetonas, escritas con prisa. A veces demoradas y tristes. El humor de Emilia cambiaba con ellas, subía y bajaba por las cuestas de la rebelión antigobiernista en que se había metido Daniel, al no encontrar en Madero al gobernante justiciero que esperaban.
Daniel había vuelto a Morelos y al sur de Puebla, había sido nombrado correo y contacto entre los campesinos del sur y los rebeldes antimaderistas en el norte, había viajado, escrito proclamas, ayudado en la redacción de planes, y pasado más hambres que nunca. Durante un tiempo los rebeldes en el norte hicieron temblar al país, tomaron Chihuahua y parte de Sonora, antes que el gobierno pudiera darse bien cuenta de lo que pasaba. Daniel los había acompañado como periodista escribiendo notas para un periódico en Chicago y otro en Texas. Los acompañó también cuando empezaron a perder frente a una milicia fuerte, que reorganizó un general heredado del porfiriato al que Madero hizo responsable de la campaña contra el norte. Se llamaba Victoriano Huerta. Daniel no hizo sino trabajos de intelectual y abogado hasta que los rebeldes tuvieron que enfrentarse al nuevo ejército en Rellano. Ese día hasta los niños dispararon contra los federales. Después, todo fue ir perdiendo y escapando hasta que no hubo otro remedio que buscar refugio en Texas.
Cuando le abrió la puerta de su casa en la ciudad de San Antonio, el doctor Cuenca, erguido y altanero como en sus mejores días, pero casi ciego y con tantos males como pueden caber en un corazón exhausto, no podía creer que todos sus esfuerzos educativos hubieran terminado por conducir a su hijo a la condición de ruina en que llegaba.
– ¿De cuál equívoco sales? -le preguntó.
Un náufrago hubiera tenido mejor aspecto que el costal de huesos en que lo habían convertido las desventuras. Daniel apestaba a una mezcla de pólvora con infierno, tenía costras en la cara, la camisa herida en el hombro derecho, el pantalón inmenso con una pierna agujereada, los zapatos con las suelas desprendidas y un aire de pena en el gesto con que intentaba sonreír.
Después de comer y bañarse, durmió tres noches con sus días. Despertó un martes como a las seis de la tarde y encontró sobre él la mirada vigilante del doctor Cuenca. Conservaba en sus rasgos de anciano la concordia que rigió siempre su vida. Daniel se frotó los ojos con las manos como si necesitara aprisionar bajo ellos una imagen de armonía indiscutible.
– Lástima que no salí a ti -le dijo.
La siguiente semana hablaron de sol a sol, comieron en desorden y a deshoras, durmieron ratos largos en horarios inusitados y llegaron a un acuerdo: Daniel había estado perdiendo sus fuerzas y su valor en el intento por mermar el poder de un hombre que no lo tenía, había luchado junto a sus enemigos más débiles, contra los que guerreaban en su nombre, pero contra su nombre se irían más temprano de lo creíble. Entonces, la libertad de prensa, parlamento y palabrerío que nadie había valorado en esos años, volvería a enterrarse bajo los cadáveres de hombres inocentes. Los demás, los que nada tenían que perder, se matarían entre sí tras causas y nombres inevitables e imposibles, y la revolución correría por el país sin tregua ni destino, hasta quién sabía cuándo.
No fue fácil para Daniel aceptar los argumentos de su padre, pero de tanto oírlos ajetreando su lengua, de tanto acomodarlos en su cabeza ardiendo, no le quedó más remedio que ver con la lucidez de un viejo desencantado lo que no había entendido con la inteligencia febril de sus veinticuatro años. Su hermano Salvador, compañero asiduo de sus primeras luchas, perdía el tiempo de un modo más seguro, pero no menos enfadoso. Había vuelto a la ciudad de México y hacía política con los maderistas. El doctor Cuenca estaba arrepentido hasta los dientes de haber puesto en sus hijos el germen de pasión por la política que ahora los consumía. Pero ya era muy tarde para pretender arrancarla, y lo que el hombre intentaba era buscar sin darse aliento las razones con que mantenerlos lejos del peligro.
A pesar de haber convencido a Daniel de la necesidad de abandonar una guerra sin destino, de la que cada vez entendería menos, porque nada puede entenderse en el bullicio del odio desatado, en vano había buscado trabajos estables y destinos que él quisiera aceptar. Tenía en San Antonio varios amigos, con uno de ellos encontró un puesto en un despacho de abogados, pero Daniel no quería litigar en inglés, ni arreglar herencias y divorcios de infelices sin más causa que sus personas. No le interesaba hacer carrera como abogado y menos en un país que no era el suyo, pero, por un tiempo, nada agradecía más que la tranquilidad cerca de su padre. Lo sabía más débil de lo que al hombre le gustaba aparentar y más enfermo de lo que aceptaba. Dejarlo solo en ese momento hubiera sido la peor de las tonterías. Para entonces Daniel no tenía más guerra ni sentía mejor deber que el de hacerle compañía. Se dedicó a trabajar en las mañanas y a contemplarlo por las tardes. San Antonio era una ciudad apacible, cuyo ritmo lento mitigaba su vocación de audacia y le producía una calma a veces equiparable a la felicidad. Sin embargo, el doctor Cuenca sabía que su paz era falsa y que si no lo ayudaba pronto a encontrarse una pasión, él la encontraría por su cuenta y de seguro en el regreso a la política.
– Cuenta tu país, no lo combatas -dijo un día ilusionado con la posible salvación de su vástago.
Conocía la habilidad de su hijo para escribir en inglés y español, recordaba el castellano elocuente de sus cartas y el éxito de sus envíos al periódico de San Antonio en el que había publicado muchas veces, le sugirió que se volviera periodista de tiempo completo, que caminara el mundo, que buscara la corresponsalía de varios diarios norteamericanos y que recuperara en cuadernos y cuartillas todo lo que pudiera guardar del México que se desvanecía y del que poco a poco iría naciendo.
Semejante sugerencia dejó a Daniel pensativo un rato largo. No estaba muy seguro de que seria posible ganarse la vida haciendo algo tan placentero, pero le pareció que sería un buen modo de seguir practicando su ambición de imposibles. Al día siguiente fue a las oficinas del periódico al que durante un año le había enviado notas desde Chihuahua y Sonora. Lo recibió Howard Gardner, un hombre joven de actitud despistada, cuya conversación nerviosa resultaba una mezcla feliz de juicios contundentes y sentencias escépticas. Era el jefe de redacción y en la práctica el director del diario, porque el director nominal era el dueño y ése pasaba por ahí cada vez con menos frecuencia y más apremio, daba diez instrucciones, se acataban cuatro y la vida volvía a correr transparente y sosegada como el río que podía verse desde las ventanas del edificio. Howard resultó ser un apasionado de los artículos escritos por Daniel, le contó entre risas el modo en que había llegado a necesitar la llegada de una de sus historias cuando el tedio quería comerse las tardes, le preguntó más de siete veces cómo estaban las cosas down there, lamentó la guerra, abrazó a su corresponsal como si lo hubiera estado extrañando y le hizo traer de la administración la paga que ahí le tenían.
– Yo siempre supe que no te habías muerto -dijo el editor con una tibieza en los ojos que ruborizó a Daniel.
No esperaba encontrarse con alguien así, había previsto dar con un gringo de ánimo indiferente y otra vez tuvo que reconocer verdad en un dicho de Milagros: la vida está hecha para desconcertarnos.
Aceptó sin reticencia una amistad que le aparecía cuando más la necesitaba y salió del periódico conversando con Howard Gardner como si lo conociera de años. Tras cuatro horas y varias cervezas, cada cual sabía la vida y vicisitudes de cada uno. Al salir del bar oscuro y ruidoso que había albergado sus confesiones, caminaron diciéndose un último secreto, con el brazo de uno sobre los hombros del otro, y la certeza de que habían dado con un cómplice, notándose en la cadencia embriagada y cavilante de sus pasos. Un millón de estrellas agujereaban el cielo de la noche.
– Como para besar a una mujer -dijo Howard señalándolas al despedirse.
Daniel entró silbando a casa de su padre, y se acomodó junto al sillón en que reposaba, a contarle la gloria y los presagios que había descubierto. El doctor Cuenca lo escuchó recordándose, con ese gusto que les brota a los padres cuando descubren en sus hijos la luz que los iluminó alguna vez.
– Parece que diste con tu particular Diego Sauri -dijo invocando la amistad que lo unía con el boticario. Y como si tal alusión le hubiera destrabado una duda que se le atoraba en el pecho desde que vio entrar a su hijo, se atrevió por fin a preguntarle por Emilia.
– Emilia es un lujo -contestó Daniel cargando cada palabra. Luego se hundió en un mar de lágrimas ebrias y delirantes, en un desconsuelo sin vuelta que no se había permitido jamás.
Al decidir refugiarse en San Antonio, le había escrito a Emilia dándole cuenta exacta de su situación por dentro y por fuera. En el sobre puso, además de la carta, un mechón de su pelo y una fotografía en cuyo borde escribió un mensaje llamándola única razón de mi vida. Después no había sido capaz de volver a escribirle. Lo avergonzaba su alejamiento y no quería confesarle que a pesar de no tenerla cerca, estaba en paz y no era desgraciado. Todo eso lo lloró poniendo su cabeza infantil y borracha contra el regazo del padre benévolo que jamás encontró en Cuenca mientras fue niño. Los viejos se permiten audacias de las que no eran capaces cuando el mundo los tenía como ejemplo de intrepidez y reciedumbre.
Mientras Daniel iba soltando pesares, el doctor Cuenca lo peinaba con los dedos de su mano artrítica y titubeante, sin decir una palabra, hasta que el sueño se robó la cabeza de su hijo con todo y sus desventuras. Era diciembre y estaban a dos noches de la Navidad. Eso fue todo lo que Daniel pudo pensar cuando abrió los ojos en la madrugada, sobre el aterido regazo de su padre. No podía decirse cuánto tiempo había pasado así, no recordaba ningún sueño, su padre aún apoyaba una mano en su cabeza.
El doctor Cuenca murió el 23 de diciembre de 1912. Un aviso de Daniel llegó a la Casa de la Estrella once días después. La sensación de miedo que había padecido cuando lo mandaron al colegio y que sólo superó a los trece años tras pasar una noche en el panteón, volvió a tomarlo por completo. Estaba solo y perdido como nunca desde entonces. Josefa fue al hospital con la noticia y Emilia quedó encargada de contársela a Diego. Hacía rato que su mujer se resistía a enfrentarlo con nuevas catástrofes, no sabía de dónde había salido ella con esa debilidad, pero sabía muy bien que ni de política ni de pérdidas podía hablar con su marido sin sentirse culpable. Como si de ella dependieran la paz y la condición eterna de la vida humana, como si ella fuera la que se las negaba al ajetreado corazón con que su marido contendía con la fatalidad.
Emilia se quitó la bata blanca, buscó a Zavalza y se lo dijo igual que si leyera un veredicto. Él apretó los labios y le puso una mano en la mejilla, ella cerró los ojos y dio la vuelta.
Casi cuatro semanas después, sin haber logrado consolar ni a sus padres ni a Milagros, Emilia llegó a San Antonio. Cargaba una valija de gobelino, un maletín lleno de frascos, una bolsa con dineros de toda la familia, el chelo que un día le regaló el doctor Cuenca y la certeza de que el médico había muerto para obligarla a encontrarse con su hijo.
Saltó del vagón al andén invadido por un olor a galletas con mantequilla. Recién salida del caos que había tomado su país, y apenas hecho el recorrido por estaciones que cuando no olían a pólvora apestaban a muerto, Emilia se dejó consentir por aquel aroma y extendió el ansia de sus ojos en busca de Daniel. Lo descubrió en la distancia y esperó, sin llamarlo, a que él se acercara. Quiso grabarse su figura buscándola entre la gente. Quiso sentir que aún podía volver. Quiso darse un último respiro antes de aceptar que otra vez abandonaba el territorio de la cordura. Luego alzó una mano y la movió de un lado a otro mientras llamaba a Daniel diciendo su nombre. En cuanto lo tuvo cerca, se aferró al cuerpo de animal sitiado que le extendía los brazos.
Lloraron juntos toda una tarde y parte de la noche. Por ellos y por todos, por el sueño que acuñó el viejo Cuenca, por su mundo perdido y su mundo sin límites, por los asesinados y los asesinos, por la guerra que los separaba y la paz que no sabían buscarse. Después, la índole de sus cuerpos los hizo revivir. Amanecieron dormidos uno sobre el otro y estuvieron repitiendo esa ecuación hasta entrado el mediodía.
– No tengo remedio -dijo Emilia recorriendo con sus dedos el camino de huesos que abría en dos el pecho de Daniel.
El cielo de los siguientes días los miró caminar en las mañanas a lo largo del río hasta donde la ciudad terminaba y empezaban los campos bien sembrados y el sabor de la yerba creciendo sobre la tierra. Emilia conoció a Howard Gardner y lo volvió su cómplice y el testigo más fiel de sus dichas y ambiciones. Aprendió dónde comprar la mejor mantequilla y las verduras más tiernas, perdió el miedo a perderse y se acostó todas las noches bajo la oscuridad agujereada por luceros que cubría el desierto.
– Como para besar -decía Gardner levantando los ojos al despedirse de Daniel.
Emilia fue llenando la casa de plantas y convirtió las dos habitaciones de la pequeña vivienda cercana al río, en un rincón salpicado de cajas y cosas, dentro del que Daniel llegó a reconocer hasta el olor que imperaba en la Casa de la Estrella. Volver ahí todas las tardes lo confundía, desnudar a Emilia a cualquier hora era recuperarlo todo de golpe para perderlo en cuanto ponía los pies en la calle. Muy pronto, el consuelo de haberla recobrado se convirtió en nostalgia de todo lo demás.
– Traes a cuestas tu mundo -le dijo una tarde al volver del periódico.
– En cambio tú lo andas dejando en todas partes -contestó Emilia sin levantar los ojos del libro en que los tenía perdidos.
Daniel se inclinó para besarla y le quitó de las manos el tratado de anatomía que ella se había propuesto memorizar.
Cada tarde Daniel volvía del periódico acompañado por Howard y una noticia de México picándole la lengua. Primero un motín en Tlaxcala, después la erupción de un volcán en Colima, luego el principal puerto de Yucatán devastado por un incendio, y un anochecer frío, llevado por un telégrafo tartamudo pero exacto, el estallido, dentro del ejército, de una conspiración contra Madero, presidida por los más asiduos representantes de la vieja dictadura.
Como un ventarrón, levantando cosas para luego azotarlas contra el suelo, Daniel empezó a contar los detalles del cuartelazo contra Madero. Iba hablando de presos liberados por los militares rebeldes, de bombardeos contra civiles, de actos de pánico y barbarie, mientras metía ropa en una maleta y le participaba a Emilia que a la mañana siguiente volverían a México.
– No podemos quedarnos dichosos y quietos, cuando esto sucede -concluyó. Si él había acompañado a quienes se levantaron contra Madero por incipiente, lucharía contra quienes lo traicionaban por reformador.
Con una mirada impávida, Emilia dejó que Daniel hablara y maldijera un buen rato, hiciera planes e imaginara guerras, acordara con Howard la cantidad de envíos semanales que le haría, los lugares por los que iría en busca de historias, la gente a la que entrevistaría y los varios periódicos a los cuales Howard se encargaría de vender sus artículos. Luego, con la misma indiferencia con que Daniel había estado decidiendo sin pedirle su opinión, le participó que ella no cruzaría la frontera. Aún no acababa de llegar, aún le dolía la memoria de su viaje en tren a través de un país en destrucción, aún no tenía valor para intentar recuperarlo. Además, alegó, qué caso tendría que Daniel fuera a morirse en una guerra que ya no se sabía ni para dónde iba ni a quién defendía. Dijo que su madre tenía razón, que la política saca lo peor de los hombres y que las guerras vuelven poderosos a los peores hombres. Estaba segura de que Daniel se iría de todos modos, pero que no contara con arrastrarla de regreso. Le había prometido subir con ella hasta Chicago para conocer al doctor Arnold Hogan, famoso boticario y médico, con quien Diego Sauri llevaba una meticulosa y larga amistad por correspondencia.
– Yo no voy a cambiar de planes. Estoy cansada de ir y venir según el vaivén de tus antojos y los de la república -dijo.
Hablaba con la jarra del café en una mano y bajo los ojos de cachorro sonriente con que la escrutaba Howard Gardner, con un aplomo que a Daniel le recordó a la niña columpiando sus piernas en la rama de un árbol, y un inglés fluido y gracioso que le hubiera encantado a su padre y que usaba en honor y para regocijo del visitante. Cuando por fin cerró la boca, Howard le quitó la taza que temblaba en su mano izquierda y la besó en la mejilla sonrojada por el alegato.
Emilia le sirvió café sin interrumpir el silencio, y Howard se acomodó en un sillón de la sala dispuesto a seguir contemplando el espectáculo de aquel desacuerdo. Daniel había apoyado los codos sobre una mesa y escondía medio cuerpo entre ellos. Cerró los ojos, maldijo en voz baja, y no pudo pensar en nada que no fuera su ambición de tenerla. Lo arruinaba cuando le hablaba como si fuera un chiquito necio, al que había que explicarle la realidad poco a poco, pero con firmeza, para que la entendiera. Lo arruinaba cuando el viento de la indignación confundía sus mejillas y aclaraba sus juicios, cuando especulaba con la firmeza de un historiador y razonaba frente a sus arrebatos con la condescendencia de una vieja. Tanta vida entre adultos cavilosos había marcado sus pensamientos y era imposible discutir con ella porque tenía una perspicacia tan inflexible como la de Josefa, era temeraria como Diego y contumaz como Milagros. Él tenía muy pocos argumentos con los que persuadirla y ninguno era para usarse en público. Así que no se movió, ni dijo una palabra durante un largo rato, hasta que la rigidez del aire se hizo tal, que Howard bebió un último trago de café y tuvo a bien despedirse.
– Egoísta -dijo Daniel en cuanto se quedaron solos.
– Soberbio -le contestó Emilia.
– Insensible -dijo Daniel.
– Mártir -contestó Emilia.
Lo que siguió fue una pelea de animales desesperados, en la que se insultaron y mordieron, mientras se prometían olvido, distancia y odio eterno.
– Muérete -dijo Emilia librándose de la trabazón y los empujones a que habían llegado. Tenía un rasguño en la frente, encendidas las mejillas, abiertos los botones de la blusa.
– Sin ti -contestó Daniel deteniéndose a mirarla por primera vez desde que se inició la pelea. Por su padre que estaba más bonita que nunca-. Eres una salvaje -dijo agachándose para levantar su pantalón en busca del dolor que le producía una patada en la espinilla.
– ¿Te duele? -preguntó Emilia avergonzada.
– No -dijo Daniel caminando a buscarla. Bajo la blusa abierta le temblaban los pechos. Daniel metió su mano en el hueco que se abría entre y uno otro. Clareaba cuando juntaron sus cuerpos en busca de una tregua. Uno encima de otro, jugando a quererse como si el futuro no existiera, olvidaron sus cuitas. Deshicieron los juramentos de odio y se firmó la reconciliación. Sin embargo, ninguno se movió de la raya que pisaba al empezar la noche, y aunque se juraron tolerancia, memoria sin fisuras, lealtad, amanecieron sin un acuerdo para la luz que inundaba el día.
– Tanto te gusta ir a buscarla que acabarás encontrándola -le dijo Emilia.
– ¿A quién? -preguntó Daniel.-No me hagas nombrarla -pidió abrazándolo para espantarse el horror a la muerte con que se despidieron.