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XX

Daniel regresó a México como lo había previsto desde el momento en que oyó la noticia del golpe militar. Emilia se hizo cargo de vender lo poco que habían acumulado, guardar en cajas todos los libros del doctor Cuenca, pagar la última renta y entregar la llave de la casa. Después emprendió el viaje a Chicago, en busca de la universidad y de un futuro que no pensara en la guerra.

Eran las diez de una mañana oscura cuando llegó a la ciudad aprisionada por su invierno. Nevaba y el aire corría desde el lago hasta los rostros de la gente. Emilia no había imaginado jamás que el frío pudiera lastimar así. Mientras lidiaba con el aprieto de caminar sobre la nieve por primera vez, iba gritándole al cielo gris que se le venía encima. Y fijándose en todo, menos en dónde ponía los pies, tembló sobre el hielo resbaladizo. Cargada con su equipaje y sus furias, intentó no caerse haciendo piruetas durante unos segundos, pero llevaba demasiados bultos y pensaba demasiadas cosas como para conservar el equilibrio. Así que sin meter ni las manos, dio con la cara en la nieve. Toda mojada, helándose, pensó que se lo merecía, por negarse a la evidencia, por huir de su destino, por pretenciosa. ¿Qué hacía ella, nacida para su bien en las tibiezas de un país tropical, rendida sobre un charco de nieve sucia, harta, cansada y sola como nunca pensó que sabría estar? ¿Qué buscaba si bajo las estrellas de su casa, tenía el lugar más tibio y grato del mundo? ¿Ser médico?

Quiso llorar, pero la intimidó la idea de sus lágrimas congelándose. Así que mordió una colección de agravios y se levantó. No estaba ese sitio para entregarse a disquisiciones y nostalgias. Tenía en su bolsa las señas de una casa de huéspedes, se propuso llegar ahí y no volver a salir hasta que las ventiscas se acallaran.

Dos meses después seguía nevando. Sin embargo, ella había aprendido a caminar en el hielo, se había inscrito como oyente en la Universidad de Northwestern y trabajaba en el laboratorio de Hogan, el amigo de su padre, con quien ella se había entendido de maravilla desde el momento en que lo conoció. Hogan tenía un interés por las plantas medicinales sólo comparable al de los Sauri, y acogió a Emilia bajo los frascos de su refugio y el desamparo de su reciente viudez, con un cariño mezcla de voluntad paterna y pasión juvenil. Le ahorró todos los problemas legales que hubiera tenido, como extranjera con pasaporte de turista, para encontrar trabajo en cualquier otra parte. Era un hombre sencillo y sabio. Cerca de él Emilia revolvía dos sentimientos encontrados: extrañaba como nunca el entusiasmo y la música de su padre, pero recuperaba, como en ningún lugar, su fervor. Iba por las mañanas a la universidad y pasaba las tardes ayudando a Hogan cerca de Hyde Park. Se daba trajines desde el amanecer hasta mucho después de que la ciudad se hundía en la oscuridad temprana de su largo invierno. Por dentro, el paisaje de Emilia se parecía al de la ciudad. A ratos intentaba la luz, la certeza de que tenía razón, la ironía como un alivio para su nostalgia y su incertidumbre, pero la mayor parte del tiempo la ensombrecían las noticias que iban llegando de México. Cada catástrofe recibida en la distancia tendía a crecer por las noches. Llenaba de ruidos todo su día, después de la cena entretenía a la dueña de la casa y a los otros huéspedes tocando el chelo con el frenesí de un violinista húngaro, pero cuando llegaba el tiempo de quedarse sola, al apagar la luz de su recámara, lo negro se le agolpaba como un tumor en todo el cuerpo. Extrañaba a los Sauri, a Milagros, a Zavalza y como si no le sobraran aflicciones, tenía siempre en mitad del cuerpo la peor de sus preguntas: ¿Daniel estaría vivo?

No lograba dormir sino en la madrugada, para despertar unas horas después. Entonces, de un brinco salía de la cama aunque fuera domingo, y empezaba algún trajín. Estudiaba de un modo que sorprendía a sus maestros. No sabían bien qué hacer con una alumna sin papeles para comprobar su paso por la carrera de medicina, que entendía y hablaba de algunas enfermedades y síntomas como si fuera una graduada. El doctor Hogan, que hubiera querido ponerle azúcar en las heridas y consolarla por arte de magia de las penas que la veía rumiar, la invitó a las prácticas de hospital que tenía con los alumnos del último grado. Ahí, el modo en que la vio moverse, tocar a los enfermos y, sobre todo, indagar sus emociones para relacionarlas con sus pesares, lo encantó.

Lo que más atraía a Emilia de su nuevo maestro, era su teoría de que los males físicos algo tienen que ver con los mentales, su entonces loca idea de que la locura podía curarse con mezclas medicinales, y la nostalgia preverse con remedios de botica. Emilia sabía por su padre y su experiencia, que había yerbas capaces de alegrar un espíritu desolado. Buscando, buscando, junto con Hogan y una colección interminable de cartas a Diego Sauri, dio en preparar un brebaje que devolvía la sonrisa a los melancólicos y paliaba el dolor de un ánimo trastornado.

Hogan había empezado a usar ese tipo de mezclas, primero sólo en casos sin esperanza, cuando tras haberlo probado todo, el enfermo seguía tan mal que corría el riesgo de morir. Pero después también en casos leves, algunos de los cuales se resolvían como por hechizo. Descubrió en Emilia una cualidad para curar la melancolía que no sólo se relacionaba con sus brebajes, sino con las horas que ella dedicaba a escuchar afligidos. No importaba si su palabrerío era incoherente, reiterativo o necio, no importaba si seguían hablando a la media noche, Emilia jamás les mostraba hartazgo, y tras oír y oír la maraña de un pensamiento desolado, conseguía ayudar a los dueños de la madeja a encontrar una punta con la cual empezarse a tejer un alivio. Hogan la hizo su asistente para todos los casos que acusaban problemas mentales o desórdenes del corazón. Lo demás: la distinta actividad de las neuronas, los ritmos cardiacos y sus despropósitos, qué científico estaba dando con cuál antiséptico, por qué motivos el doctor Alexis Carrel había ganado el Premio Nobel, quién descubrió cómo detectar la difteria o por qué razón convenía que un buen médico fuera lector de Shakespeare y la mitología griega, se lo enseñaba de a poco, mientras hablaba de un caso perdido, de una investigación reciente, de una duda que parecía incurable. A veces, en mitad de una lección expresada con la contundencia sajona del buen Hogan, Emilia lo interrumpía para recordar un aforismo de su primer maestro.

– Decía Cuenca que no hay casos perdidos, sino médicos que no encuentran.

Hogan era un hombre alto, color de rosa y enérgico, al que Emilia podía volver púrpura de la risa, y blando como un panqué de la ternura. Hubiera querido conocer a los Sauri, a Milagros, al poeta Rivadeneira, a Zavalza y por supuesto a Daniel Cuenca. En poco tiempo supo de ellos tantas cosas, que le habría parecido lógico reconocerlos si los encontraba en mitad de una calle. Tan atractivas le parecían algunas de sus costumbres, que instauró en su casa unos domingos parecidos a esos que Emilia describía como el rumbo de su infancia. Hogan era un poeta malogrado, pero entre más se le acentuaba la nostalgia por su mujer, se volvía más prolífico. Así que se dio el encargo de inaugurar las tardes del domingo con la lectura de sus versos. Después, Pauline Atkinson, una vieja amiga de Hogan, gran cocinera y descendiente de inmigrantes griegos, tocaba el piano con sus manos pequeñas y precisas haciendo un dueto con Emilia y su chelo.

La pasión del doctor Hogan era contemplar las estrellas. Tenía un telescopio fijo en las alturas de su casa y sabía los nombres, el color y los movimientos de soles, cometas, aerolitos y lunas cuya luz se había apagado hacía siglos, pero aún iluminaba el sueño de los hombres. Así que por la noche hacía subir a sus invitados a una torre construida en su patio, y los sometía a un sinnúmero de mediciones y escrutinios, ya hechos antes por alguien en lugares más científicos, pero no menos apasionados que los suyos. Siempre había una colección de visitantes que enriquecían cada domingo con nuevas aficiones, espectáculos y pasatiempos. En los domingos de Hogan, Emilia conoció desde a un fotógrafo, famoso no sólo por su destreza sino por su colección de reverenciales conocimientos sobre los inicios de la fotografía en los experimentos de un genio italiano del siglo XVI, hasta a Helen Shell, sobrina de un ilustre empresario y homeópata, amigo de Hogan, rubia y hechicera estudiante de filosofía, recién liberada del yugo que había sido su vida de rica neoyorkina, educada para no dar golpe. El filósofo William James era uno de sus afanes primeros, el otro era enamorarse dos veces por semana de un hombre distinto. Trabó con Emilia una amistad que alimentaban los domingos contándose despacio todo lo que les pasaba durante la semana. En medio de la descripción minuciosa con que un científico belga discernía los misterios del átomo, de la entonación sublime con que un historiador se preguntaba por qué los chinos no descubrieron Europa, de la humildad con que un matemático aclaraba que su ciencia no sólo era un instrumento de exploración, sino también un método de autodisciplina, o de las disquisiciones de un economista sobre la existencia del papel moneda en oriente, tres siglos antes de que en 1640 los occidentales imprimieran los primeros billetes de que se tiene constancia, Emilia y Helen navegaban entre anécdotas menores y fantasías impostergables. Hogan, que las oía cuchichear por lo bajo, mientras algún sabio documentaba sus dudas o disertaba sobre los muchos descubridores que duermen en el anonimato, no entendía cómo Emilia podía recordarlo todo para luego conversar con él sobre las nociones del tiempo o admirarse de que la idea de ponerles un índice a los libros sólo se hubiera generalizado hasta el siglo XVIII, cuando a su parecer ella no había puesto su mente en nada de lo sucedido durante la tertulia.

Al preguntarle cómo conseguía hacerse de dos conversaciones al mismo tiempo, Emilia le contestó que tal práctica estaba en la condición genética de todas las mujeres de su familia. Y que algunas, como su tía Milagros, eran capaces de captar hasta cuatro. Quizás se debiera al país en que habían vivido, en México pasaban tantas cosas al mismo tiempo que si uno no atendía varias a la vez, terminaba por ir siempre atrás de los hechos fundamentales. Ahí estaba como ejemplo la revolución que seguía cuatrapeándolo todo. Después de asesinar a Madero, Victoriano Huerta -a decir de Diego Sauri el traidor más gran de que había dado la historia de México- se quedó con la presidencia de la República y antes de terminar 1913 había cerrado el Congreso, acallado la prensa, puesto en la cárcel a varios legisladores y asesinado al más prominente. Sin críticos públicos de por medio, se regaló facultades extraordinarias y pospuso para nunca las elecciones. Lo que había sucedido después, nadie, por mucho que pudiera mirar y comprender al mismo tiempo, podía siquiera contarlo completo. En el sur seguían levantados los zapatistas. En Sonora, Coahuila y Chihuahua estaban en armas desde un gobernador maderista hasta Pancho Villa, un antiguo forajido, educado en la sabiduría vaquera de la sierra. Según discernía Diego Sauri, en una de esas largas cartas que Emilia leía y releía: el país que sepultó a Madero como gobernante, volvió a reconstruirlo como símbolo de su esperanza. Las fuerzas de la contrarrevolución habían sido suficientes para darle un golpe a la frágil democracia maderista, pero no para restablecer un acuerdo nacional. Por todo el país, durante un cruento y largo año y medio, se levantaron en contra del usurpador, unidos por el odio que le tenían, aunque no por un acuerdo común sobre qué había de hacerse al retomar el gobierno, los grupos y los intereses más distintos. Hasta que destruyeron al ejército porfiriano que Madero no supo desbaratar en vida, y lograron que Huerta renunciara y se fuera al exilio como cualquier combatiente en derrota, pero libre y vivo como no dejó irse al presidente que había derrocado. Los ejércitos rebeldes entraron a la ciudad de México unidos por la victoria, pero divididos en sus causas y ambiciones. Unos representaban al norte laico y emprendedor, ilustrado y arribista, indiferente y ambicioso, otros se erguían en la defensa de la herencia indígena y colonial, buscaban la repartición de las tierras y una justicia que solucionara sus miserias y desdichas de toda la vida. La hora del triunfo -escribió el boticario- se ha vuelto también la hora de la ruptura y el enfrentamiento.

Clausurado el pasado, los mexicanos empezaron a pelearse el futuro. Y volvió la guerra. Daniel iba y venía de unos a otros, pero tenía el corazón con los villistas y zapatistas, por más que su cabeza le dijera que la ignorancia y la ferocidad de esos caudillos no podría gobernar un país tan complicado como el que habían conquistado a la fuerza. Sentía por ellos una admiración que no lo cegaba respecto de sus ineptitudes y excesos. Al menos eso derivaba Emilia de la lectura memoriosa de los artículos que le publicaba el periódico dirigido por Howard Gardner.

Las cartas de los Sauri llegaban tarde y mal, tal vez más de la mitad de los pliegos que Josefa y Diego destinaron a contarle a su hija hasta el más mínimo detalle de todo lo que pasó frente a sus ojos o su imaginación en esos años, aún ha de estar durmiendo en algún rincón de esos que esconden los deseos que alguna vez fueron imposibles. También llegaban cartas de Milagros, que aunque a diario protestara preguntando qué necedad podría haberse llevado a su sobrina, entendía mejor que nadie la chifladura que la mantenía tan lejos. Como una novedad con olor a infancia, empezaron a llegar cartas de Sol, que había pasado de su luna de miel a un embarazo seguido de otro. En sus mensajes rumiaba un tedio mezclado de temor que creía esconder, prudente y bien portada, como siempre. Las cartas más fieles y precisas eran las de Zavalza, y las que no llegaron nunca fueron las de Daniel. Emilia se acostumbró a vivir con su silencio como un reproche, porque desde el principio había decidido llorarlo como a esos muertos que se van cuando aún no hemos colmado nuestro deber para con ellos. Daniel -se había dicho- podía dividirse en dos: uno era el que se montaba con ella en un cuerno de la luna, el que le embebía todos los sueños porque ningún sueño era mejor que la realidad cuando él la colmaba. El otro era un traidor que se subía al caballo de la revolución para irse a hacer la patria, como si pudiera haber patria en otro lugar que no fuera su cama en común.

– Al principio el mundo se descomponía hasta oler feo cuando él no estaba. Hoy ha perdido algo de su aroma, pero ya no lo necesito para respirar -le confesó un domingo de filosofías a su amiga Helen Shell, haciéndola sonreír con indulgencia. Como si a pesar de su paz simple y juguetona, envidiara el perfume de aquella pasión que no lograba comprender, ni acudiendo a las luces de sus más admirados filósofos. Eso de pensar todo el tiempo en el mismo hombre, de tener los deseos puestos en él desde la infancia, de extrañarlo como el primer día y de llevar dos años sin tratos sexuales con ningún otro, le parecía una costumbre escandalosa y una actitud más transgresora e inmoral que cualquiera de las que pudieran ocurrírsele a la sucia mente del pastor protestante, bajo cuyos sermones recontando pecados, ella había crecido.

Con Helen Shell y sus afanes aventureros, Emilia iba al teatro cuando sentía que el mundo quería cercarla. Con Helen compartió lecturas, pasión por las novelas nuevas, por los poemas raros, por las conversaciones hasta la madrugada. Con Helen viajaba a Nueva York de vez en cuando. Se dejaba deslumbrar por los puentes y las extravagancias de una ciudad que la conquistó de a poco y para siempre.

Una mañana, al mismo tiempo en que Helen entró a recogerla para ir a la estación, rumbo a un viaje con el que habían fantaseado durante meses, llegó de México un telegrama urgente. Emilia iba a abrirlo cuando Helen, que era una entusiasta del futuro planeado, le rogó que no lo arruinara abriendo noticias que pudieran turbarlo. Emilia dudó unos minutos, después escuchó el ruego de su amiga segura de que nada bueno podría caber en un sobre enviado con urgencia desde un mundo en guerra. No se atrevió siquiera a indagar el remitente, sabía de quiénes podría venir, no quiso saber de quién. Tampoco tuvo el valor para dejarlo cerrado sobre la mesa de su recámara. Lo puso en lo más hondo de su bolso y lo llevó con ella.

Durante el día, varias veces necesitó hurgar en su bolsa hasta encontrarlo y asegurarse de que aún estaba ahí. En la noche, entró al salón de baile de un hotel lujurioso en el este neoyorkino, en el que por primera vez se tocaba foxtrot y se dispuso a bailarlo con quien mejor se lo propusiera. Helen Shell había encontrado en la universidad a un hombre que por esos días era la ilusión de sus tardes, por el que, a su decir, no había perdido la cabeza porque tenía los pies demasiado grandes. Sin embargo, la noche en que fueron a bailar foxtrot, pasó su prueba de fuego, porque a pesar de los enormes zapatos con los que forraba sus pies de payaso, atrapó entre sus brazos el cuerpo de Helen y la mantuvo cerca de su rostro, dando vueltas con un garbo que provocó en la cintura con que ella lo seguía, un fuego que ningún otro galán había podido encender.

Emilia los miró surcar la gran pista de madera a media luz, sin más envidia que su añoranza y con un deleite de hermana mayor. Helen le llevaba tres años, pero ella la veía con la indulgencia de quienes crecen antes de lo esperado. Vivir entre moribundos, tener en el centro de los recuerdos la primera algarabía de una guerra y haber perdido ya un amor de toda la vida, la hacían irremediablemente menos joven que su amiga.

Habían pasado poco más de dos años desde el amanecer en que se despidió de Daniel. Sabía por los demás y por los reportajes que iba enviando Gardner, al mismo tiempo en que los publicaba, que Daniel llevaba todo ese tiempo de viajar por el país disfrazado de mujer, de gringo, de bandolero, de cura, de norteño cuando cruzaba el norte, de manta cuando vivía en el sur. Sabía por Milagros que unas seis veces había pasado por Puebla con la esperanza de que ella hubiera vuelto, y las mismas seis veces había dejado la ciudad jurando que no regresaría más. Esa noche, mientras Helen bailaba foxtrot, Emilia se empeñó en no cerrar los ojos, en mirarla reír o en tararear el ritmo juguetón que seguían sus pasos sin dejarse siquiera parpadear, porque temía hundirse en el recuerdo de las batallas, persecuciones, horrores y perseverancias que llenaban los escritos de Daniel. Pero mientras la música la hacía sentir mansamente cobijada, le tomaron el cuerpo las palabras de Daniel en su envío de una semana antes: "Como están las cosas, aquí ya no importa qué bando es más valiente, ni quién tiene la razón. Hace tiempo que todos la perdimos y que sólo son cobardes quienes huyeron con su causa a otra parte."

Una mano frente a sus ojos interrumpió el pesar de sus pensamientos y siguiéndola se levantó a bailar foxtrot como quien hace la guerra, divertida con sus pies y su brío, con el abrazo que la llevaba de un lado a otro, con la mezcla de castellano y escocés en que su pareja le preguntaba por su vida, con la sonrisa que iba acompañándola a oírse hablar de sí misma como de otra mujer.

Sólo cuando la música terminó y salieron del salón al cielo de la última noche de febrero, Emilia, todavía recargada en el brazo del rubio eufórico con el que había bailado, sintió debilitarse por completo su compromiso de no abrir el sobre. Buscó con ansia en el fondo de su bolso y cuando lo tuvo en las manos, se detuvo a leerlo a media calle. Un momento tardó en leer la voz de su tía Milagros, entrecortada y seca: Daniel estaba muerto. No sabían dónde, el último pueblo desde el que mandó noticias quedaba en el norte de México.

– ¿Qué pasa?-quiso saber Helen.

En el aire de la noche se dejaban sentir los meses de la cercana primavera, pero Emilia no se imaginó capaz de estar ahí cuando llegaran. Tomada de la cintura por su amigo de danzas, intentó una palabra, luego dio en llorar como si le hubieran encargado que inundara el mundo.

Al día siguiente empezó a preguntar cuál sería la manera más rápida de volver a México. No quiso ir a Chicago. Le escribió a Hogan una larga carta de agradecimiento y explicaciones, y tomó el barco que la llevaría a un puerto cercano a la frontera mexicana. Helen la acompañó hasta el muelle, estoica y bromista, sin una queja por el abandono que la entristecía, y con una cantidad de regalos y cosas -entre los que se incluían un maletín con instrumental médico, dos sombreros y varios potingues, a su entender imprescindibles para viajar- que triplicaron el equipaje con el que Emilia había llegado a Nueva York. Antes de abrazarla se comprometió a enviarle todas sus pertenencias a la casa de sus papás y le juró, sobre la fotografía de su nuevo novio, que la visitaría pronto.