39053.fb2 Mal De Amores - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 22

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XXI

Emilia Sauri entró a México por una aduana que no había recibido viajeros en mucho tiempo. Mientras revisaba su pasaporte y viéndole la facha de muñeca vestida en el extranjero, el guardia aduanal le preguntó qué se le había perdido en un lado del mundo, tan perdido para la gente como ella.

– ¿Me creería que la vida? -le contestó Emilia sin descomponer su gesto de princesa.

– No -le dijo el guardia sellándole un papel de entrada impreso en las garigoleadas épocas de la dictadura.

– ¿Aquí quién manda ahora? -preguntó Emilia.

– El que va pudiendo -dijo el guardia y se perdió en una explicación larguísima sobre los diferentes militares insurrectos, para su gusto legales o ilegítimos gobernantes de la plaza en los últimos meses. Emilia se detuvo a oírlo hablar el idioma que hacía tiempo no sonaba en sus tímpanos, y no supo qué hacer con el gusto que le provocaba escucharlo, sino prometerse que no volvería a vivir más de un mes en otro sitio del planeta.

Antes de bajar hasta la frontera, Emilia había estado en San Antonio y ahí supo por Gardner el nombre del pueblo desde el cual escribió Daniel su último artículo. Claro que hacía casi dos meses que no sabía una palabra de su rumbo, pero Gardner la consoló recordando que esas desapariciones ya se habían dado otras veces.

– Es un gato -dijo Gardner cuando la vio llorar al mostrarle el telegrama en que Milagros lo daba por muerto y le pedía que lo buscara-. Nació con siete vidas, habrá perdido una -volvió a decir al principio de la cena. Luego se bebió nueve whiskys sin agua. Cuando llegó el postre lloraba más que Emilia.

– Oye, ten mesura que la viuda soy yo -dijo Emilia rasgando una sonrisa como arcoiris en la tempestad de sus lágrimas.

Pasó la noche en el desordenado cuarto de soltero que Howard le ofreció con el orgullo de quien presta un palacio, y en la mañana, después de un desayuno para el que tuvo hambre por primera vez en muchos días, salió, rumbo a la frontera, en busca de las seis vidas que debían quedarle a Daniel. Sus conversaciones con Howard le habían alimentado tanto la esperanza, que durante el viaje hasta se dijo varias veces que su tía Milagros era una exagerada. Pero en cuanto el guardia cerró su pasaporte, y la autorizó a entrar en busca de lo que tenía perdido, el desaliento volvió a prenderla por entero. ¿Adónde iba ella con su persona y su tonta ilusión de encontrarse a Daniel en alguna parte? Estaba entrando a un país, no a la sala de su casa, y a un país cuya frontera con los Estados Unidos era inmensa y cuya extensión no le cabría en los ojos por más que la recorriera de arriba a abajo toda su vida. ¿De dónde sacaba su tía Milagros que ella podría dar con Daniel buscándolo por el norte de México? Como si el norte de México fuera a caberle en una mano en cuanto lo pisara, como si el norte de México fuera un parque y no esa extensión negra y seca que recorrió durante días sin encontrar nada.

Era martes cuando entró a un pueblo que la recibió callado y silvestre. Igual que por otros, caminó buscando que las calles tuvieran nombres de héroes y las banquetas piedras oscuras y bien organizadas. Pero el lugar no tenía para recibirla sino un clima seco y unas casas chaparras con las que Emilia no sabía cómo tratar. No sabía a quién preguntarle por quién, ni qué demonios estaba haciendo ahí que no fuera penar como un perro vagabundo.

Su cuerpo se reflejó en la ventana de cristal de una tienda de clavos y herramientas. Se miró flaca, despeinada, ojerosa, cargando cuatro bultos y una incertidumbre, con cara de ser extraña hasta para sí misma. Y no tuvo mejor ocurrencia que sentarse a llorar otra vez. Desde ese pueblo había escrito Daniel su último envío al periódico de San Antonio, pero eso no quería decir que ahí estuviera. Conociendo su prisa, su incapacidad para estarse quieto, su ambición de absoluto, Emilia pensó que si algo mandó de ahí, habría sido al pasar siguiendo a quién sabe qué rebelde, qué noticia, qué vanidad, qué gloria, qué desfalco. Se preguntó con cuál de los bandos estaría Daniel y sin sombra de duda se contestó que estaría con los que perdieran. ¿Y quiénes irían a perder el litigio que se había desatado por el país? Qué importaba, pensó Emilia secándose los ojos con un pañuelo en el que Josefa había cosido su nombre diminuto y preciso. ¿Por qué no habría salido ella como su madre? ¿Por qué Daniel no sería un hombre estable y generoso como su padre? ¿Por qué había tenido ella la peregrina fortuna de enamorarse así? Habiendo tantos hombres, existiendo Zavalza con su paz y hasta el boticario Hogan con su adoración de viejo que todo lo veía perfecto. ¿Por qué no podía ella librarse de la fuerza que la empujaba hacia un hombre que hasta muerto podría estar? Daniel: con sus ojos como preguntas, su pelo sobre la frente, su cabeza poblada de ocurrencias. Daniel poniéndole las manos donde nadie, metiéndose a su entraña como a su propiedad, llamándola cuando él quería y largándose cuando se hartaba de mirarla. Daniel echándole a latir el corazón entre las piernas, rogándole, maldiciéndola. Daniel pudriéndose quizá en mitad de una sierra encallecida y remota, Daniel que en dos años no le escribió una letra. Si en secreto había soñado con su muerte, ¿por qué salía corriendo a buscarlo en cuanto alguien temía que fuera verdad su quimera?

Lloró con la cabeza metida entre las piernas, bajo un sol de desierto que nadie desafiaba a esas horas, hasta que el olvido la tomó entre sus brazos y el instinto la empujó a buscar una sombra. En la tarde se levantó de nuevo a caminar el pueblo chaparro y medio vacío. Pero ni una calle, ni una voz, ni un pedazo del pantalón café con que lo había visto irse, ni de su cartera, su sombrero de paja o su cantimplora, encontró por ahí tirados a un azar que no fuera su memoria. Oscureció. Tanto y tan negro que Emilia tuvo un miedo de los que había perdido vagando por el mundo con su altiva soledad a cuestas. Sintió hambre, un hambre que se comería pelón a un buey de esos que en Puebla se guisaban escondidos bajo salsas de colores y que ella aún no se acostumbraba a mirar asados, con todos sus pellejos y su sangre chispeando como estrellas, cuando se parten en pedazos. Se detuvo frente a un lugar que olía justo a eso, a buey quemándose sobre las brasas, y empujó la puerta de un túnel que debía ser una fonda abierta al público, aunque no tuviera letreros ni buscara más clientela que aquella que adentro hablaba dando unas voces exageradas. Buscó una mesa en torno a la cual depositar sus bultos y su persona, sus ojos hundidos, su cansancio, y sin más se acomodó indagando con la mirada si alguien podría acercarse a preguntarle qué deseaba.

El lugar estaba lleno de hombres bebiendo, pero ella no se intimidó con eso que le parecía un paisaje poco inquietante. Los hombres juntos tienen que beber porque si no tendrían que hablar a secas, y a secas los hombres no pueden hablar más que de negocios. Del fondo del túnel, acudió una mujer alta y gorda, con las facciones más perfectas que Emilia hubiera visto jamás señoreando un rostro. Tenía la voz ronca y las manos fuertes. Le preguntó qué deseaba, como se lo hubiera preguntado a una vieja amiga. Después le llevó lo que había, acomodándose cerca para verla cucharear mientras le preguntaba en hilera todo lo que quiso saber de ella. Desde a dónde iba y de dónde venía, hasta si no había encontrado muy dura la carne de caballo y los motivos por los cuales tenía los ojos hinchados como sólo se hinchan los ojos de llorar por las necedades de un hombre.

Emilia le contó todo lo que le cabía entre la blusa y la espalda, desde su pasión por la medicina hasta su endemoniada necesidad del hombre cuya foto llevaba apretujada en un relicario junto a la de sus padres y Milagros.

– ¿Y éste vale que lo llores tanto? No se le ve lo milagroso por ninguna parte -dijo la mujer tras revisar minuciosa el gesto del muchacho cuyo rostro sepia Emilia acariciaba con la punta de su índice. Siguió, sin detenerse a esperar respuesta, diciendo que ni para qué se lo preguntaba, que cada mujer tiene su necedad entre los pechos y que si ésa era la suya por algo debía ser, donde hasta había dejado la paz y los pasteles gringos para correr en busca de su cadáver. Emilia se deleitó escuchando su voz ingeniosa y ronca, hasta que la palabra cadáver la devolvió a la desazón que la regía desde que recibió el mensaje de Milagros. Viéndola estremecerse, la hermosa gorda se levantó del banco sobre el que plegaba su cuerpo igual que un elefante, y la cobijó entre sus brazos acariciándola como a un bebé. Le ofreció su casa para pasar la noche y volvió a la cocina diciendo que antes de hacerla entrar iba a traerle un agua con canela.

La cocina empezaba tras el último punto iluminado en el fondo del túnel. Desde donde estaba Emilia, no se veían sino una luz y un muro tras el que podría burbujear una cocina como la de su madre: con cada olla en un hueco para su tamaño, cada cazuela con un lazo de color, prendida a la pared en la que completaba un rompecabezas perfecto, y en el centro de todo, una ventana abierta al patio por la que se asomaban los jazmines como presagios. Soñaba la cocina de Josefa con la mirada puesta en la pared blanca que le impedía mirar la del hostal, cuando un hombre con la cabeza cubierta por un trapo salió a la luz llevando un tazón en la mano. Lo guiaba, a punta de cucharazos, la gorda hostelera, usaba un delantal cubriéndole las piernas, cojeaba un poco y era delgado como un pez. Emilia tenía los ojos tan cansados y el corazón tan confuso, que lo mismo podría estar viendo sólo un fantasma, pero vio frente a ella, completo y sin remiendos, a Daniel Cuenca.

– ¿Esto es tu alma? -preguntó la hostelera quitándole el trapo de la cabeza.

Emilia miró a Daniel de arriba a abajo como si necesitara unir los pedazos de su cuerpo para reconocerlo.

– ¿Qué te pasó en la pierna? -preguntó empeñada en controlar el temblor de su cuerpo.

– Me tropecé -contestó Daniel-. ¿Tienes frío?

– No sé -dijo Emilia acercándose para tocar con su mano la barba de muchos días sobre las mejillas de Daniel-. ¿Estás ahí abajo?

– Idéntico -aseguró Daniel.

– ¿No te habías muerto? -preguntó Emilia.

– Varias veces -contestó.

una seña de la hostelera todos los hombres apretados en su cantina se pusieron de pie y una canción burlona corrió por el salón.

– ¿Eso es todo lo que tienen que decirse? -preguntó la gorda.

– En público sí -dijo Emilia.

No se necesitó más para que la hostelera pusiera a su disposición la cama que había cobijado el escandaloso amor de sus progenitores, una española audaz y un tarahumara sin prejuicios. Doña Baui del Perpetuo Socorro, que era el nombre con el que esa mujer ostentaba el cruce de su origen, no aceptó a cambio el dinero que Emilia puso en su delantal como una flor en cuaresma, se lo devolvió alegando que después hablarían de eso y la ayudó a desaparecer tras la puerta y Daniel. Al día siguiente, se levantó temprano a difundir que en el segundo piso de su casa dormía una doctora.

Daniel tenía ese pueblo como su último centro de operaciones, y a él regresaba tras sus viajes por la sierra, sus visitas a los centros petroleros, sus idas y vueltas en trenes que no tenían más fin que ir y venir tomados por quien mejor los tomara. La zona había sido incluso rica, pero desde que cinco años antes la cruzaban por su cuenta las sublevaciones, jamás se tenía segura la cena de cada noche. Daniel pagaba su comida y su estancia en el hostal lavando trastes y pisos, cosa que para su fortuna alguien todavía necesitaba. Porque la gente había ido deshaciéndose de sus necesidades tanto y con tan buen empeño, que nadie necesitaba ya ni de un panadero ni de una costurera, mucho menos de un abogado convertido en periodista. Tampoco se apetecían buenas cocineras, porque para preparar la comida que podía encontrarse, bastaban fuego y un poco de voluntad. Las leyes eran algo que de momento estaba guardado en un cajón, esperando a ser necesario en un futuro más bien remoto, y los abogados, si no sabían lavar trastes o disparar una treinta treinta, eran completamente inútiles. De entre todos los profesionistas, los únicos respetados y necesarios por el rumbo eran los médicos. No importaba su grado de conocimiento ni mucho menos su especialidad, cualquier dentista sin título se buscaba como un trozo de oro. Así las cosas, Emilia y Daniel, que quién sabe cuánto tiempo hubieran podido pasar encerrados, lamiéndose, pidiendo perdón, cogidos de sí mismos, fueron bajados de su nube menos de cinco horas después de haber caído uno sobre otro.

Para las siete de la mañana habían llegado al hostal más de quince enfermos. Baui los había clasificado según sus dolencias, esperando a que Emilia despertara alguna vez del sueño de amores en que perdía su tiempo. Pero como luego de un rato de espera no se oía tras su puerta una palabra, la hostelera entró sin más al antiguo cuarto de sus padres y como si los cuerpos entreverados que vio frente a ella estuvieran conversando en una mesa de su cantina, les pidió que en cuanto acabaran su danza se vistieran, porque Emilia tendría que cambiar de actividad durante la mañana. El cíclope formado por Emilia y Daniel puestos en sí mismos, ni siquiera se turbó con la irrupción de la señora Baui: a ojos cerrados, siguió ejecutando la diligencia en que se había ocupado casi toda la noche. La hostelera aceptó que no le contestaran, porque entendió que le habían entendido, y antes de abandonar el cuarto sentenció que les daba diez minutos: tres para repatriarse del mundo en que andan y siete para lavarse y bajar.

Antes de las ocho ya estaba Emilia enfrentando a una clientela heterogénea y explosiva cuyas enfermedades iban del simple dolor de estómago a las

heridas más horrendas que sus ojos hubieran visto: brazos a medio arrancar, manos sin dedos, troncos con las piernas pudriéndose, cabezas desorejadas, tripas de fuera. En cualquier otra circunstancia el espectáculo que fue llamada a resolver la hubiera hecho llorar de impotencia, pero tocada como aún estaba por los bríos con que el amor exorciza la derrota, se propuso ir de uno en uno, de lo imposible a lo sencillo, buscando la solución para cada pena de las que se ponían en sus manos. Daniel, dueño de una humildad que ella no le conocía, estuvo dispuesto a ser su ayudante desde ese momento, y mientras iba tras ella, apuntando los nombres y las condiciones de cada enfermo, se maldecía por la impotencia que le impidió ser médico. Desde siempre se había sabido incapaz de contemplar el dolor sin inmovilizarse, y como aprendió que esa debilidad no debía ser propia de su género, prefirió no exponerse a mostrarla. Por eso no quiso estudiar medicina, por eso había existido entre él y su padre un abismo que sólo sortearon al final, por eso huía de Emilia y su facilidad para lidiar con las enfermedades y el dolor, sin turbar su ánimo. Varias veces, durante la mañana, quiso salir corriendo del ostentoso horror al que Emilia se enfrentaba, natural y comprensiva. Él quería desmayarse a cada tramo, aunque trataba de mirar lo menos posible, concentrado en el nombre del enfermo que escribía despacio junto a su edad y sus síntomas. Emilia pensó en salir primero de los heridos graves y de los niños, pero casi todos los enfermos eran niños y heridos de guerra. Una parturienta no hubiera tenido en esos rumbos la imprudente idea de quitarle su tiempo al médico. Así que los tomó a todos a la vez, en un esfuerzo que Daniel aseguró que sólo conduciría al caos, pero que con la ayuda de la gorda hostelera, de su voz de comandante y su capacidad organizadora, se convirtió con el paso de la mañana en una actividad no sólo posible, sino casi bien ordenada. Viéndola transitar entre los enfermos, Daniel supo que Emilia era más fuerte que él, más audaz que él, menos ostentosa que él, más necesaria en el mundo que él con todas sus teorías y todas sus batallas. ¿A qué podía ella temerle si no la había inmutado el cuerpo lleno de hoyos de un hombre que sobrevivió a su fusilamiento?

El día había sido generoso en desgracias con nombre, y él, acostumbrado a caminar entre cadáveres anónimos, había sentido verdadero espanto frente a los vivos a medias, pero con nombre, cuya podredumbre Emilia hubiera lamido si bastara con eso para curarlos.

– ¿Ésta es la redentora guerra que persigues? -le preguntó Emilia esa noche, tras beber de un trago media copa de aguardiente, y antes de probar el plato de frijoles que cuchareó junto con él y la hostelera.

– Así son todas las guerras -alegó Daniel. -Te lo dije -murmuró Emilia.

– Te crees perfecta -contestó él para iniciar el pleito que le urgía.

– Ella habla menos y hace más que otros -dijo la hostelera echando la leña necesaria para que ese fuego creciera.

Tras los deseos satisfechos, siempre queda un mundo que discutir. Se trenzaron en un litigio acompañado de tragos que terminó en el extremo de una borrachera triste como ninguna había conocido Emilia. Estaba rendida, y no necesitó demasiado aguardiente para incendiar su lengua y convertir su agravio de dos años en una colección de frases hirientes con las que se defendió bien de las ironías que Daniel usaba para hablarle de su valor como una prepotencia disimulada y de su entereza como una falta de sensibilidad a secas. Emilia aguantó una hora de aquel precipicio y después se dejó llorar como había querido hacerlo desde la mañana. Se le habían muerto en los brazos dos niños cuyo mal primero fue sólo falta de agua limpia, un soldado que había dejado el brazo bajo el caballo de su general y una mujer con la purulencia de un mal desconocido entre las piernas. No había tenido medicinas, le faltaba hilo limpio y tenía sólo dos agujas para suturar. Todas las curaciones que había hecho fueron sin un analgésico, y tuvo que mandar a morirse en su casa, por lo menos a seis personas que con diez días en un hospital como el de Chicago hubieran quedado libres de mal. Claro que esa guerra era una porquería, aunque así fueran todas las guerras. Ella no había querido enfrentarla, por eso había huido a otro mundo cuando la vio llegar, pero esa noche sabía de cierto que de esa guerra no podría irse nunca, aunque nunca la viera más que de lejos, aunque sólo le tocara rehacer su debacle y sus ruinas como mejor pudiera.

– Todas las guerras son mierda -dijo la gran gorda mezcla de tarahumara y valenciana, que escuchaba aquel pleito como uno más de los muchos pleitos entre borrachos que le había tocado avivar.

– Pero en todas hay héroes -contestó Daniel dando un trago largo de aguardiente.

Emilia lo miró como si hubiera dicho una verdad de nunca, y ambicionó para sí el alcohol que brillaba en sus labios, haciéndolo atractivo y heroico como no era diez segundos antes. Quiso esa imagen para tenerla siempre entre las cosas que guardara su alma, le chupó el aguardiente de la boca, y se lo fue llevando hasta la cama de tregua que a los dos les urgía.