39053.fb2 Mal De Amores - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 25

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XXIV

El restorán se llamaba Sylvain, tenía un espacio abierto al público que pudiera pagarlo y varios gabinetes reservados. Emilia y Daniel con su insólito invitado ocuparon una mesa pequeña cerca de la ventana. Don Refugio eligió un pescado en salsa verde, un guiso de cerdo con alubias y una botella de vino tinto, mientras Emilia dudaba todavía de que supiera leer. Daniel se divertía viendo quién entraba al sitio. Durante el tiempo en que ellos ordenaban sus platillos, los gabinetes privados se iban llenado de generales con facha de políticos y de políticos con garbo de generales. Entraban haciendo escándalo y saludándose a gritos de un lado a otro del lugar. Daniel los observaba con la avidez de quien ha sido arrancado de ese cogollo y no tardó ni cinco minutos en descubrir varios amigos con los que había hecho la guerra contra Huerta en el norte.

– Por nosotros no te preocupes -le dijo Emilia, que lo veía estirar la cabeza, desesperado por ir al encuentro de las aventuras y pasiones que había abandonado dos meses antes. Extendió una sonrisa de princesa que otorga su conformidad para que alguien se suicide si así lo desea, y lo palmeó en la espalda sugiriéndole que fuera en busca de sus antiguos amigos.

Don Refugio hubiera podido empezar a jactarse de la veracidad de su pronóstico sobre la pareja, pero pensó que lo prudente era callarse y esperar sin problemas su ambicionada sopa. Tomó un bolillo de la panera y criticó un servicio que no traía la mantequilla al tiempo en que pedía la orden. Luego se puso a conversar con Emilia como si desde el principio hubieran estado solos, y le contó su vida. Había crecido en una hacienda del general Santa Anna, de donde lo recogió un cura jesuita cuya primera pasión en la vida fueron las matemáticas, las flores y los puntos de coincidencia entre religiones que el mundo consideraba opuestas. De él aprendió a leer y a escribir, a hacer cuentas, a cuidar jardines y a confundir la resurrección con la reencarnación. Cuando el jesuita murió, ciego y mal visto por quienes nunca entendieron la necesidad de conciliar los extremos, ni en las matemáticas, ni en la religión, ni en la política, Refugio tenía treinta y dos años. Encontró trabajo en la casa de un pintor de murales religiosos con el que vivió hasta que Porfirio Díaz alzó en armas al país, diciéndose liberal y protector de los pobres. Entonces estuvo dos años en el ejército, suficientes para aprender a cabalidad que lo mejor que uno podía hacer en la existencia era vivir pobre o rico pero siempre a buen resguardo de un ejército. La pobreza no se curó con el triunfo de Díaz y la vida volvió a regirse por la negación de un futuro promisorio para cualquiera que fuera un cualquiera. Refugio regresó a trabajar como jardinero en una hacienda de Morelos. Ahí se hizo al ánimo de casarse con una mujer de ojos bizcos y alma noble, que tras darle una hija murió a los quince días del parto. Fue poco después de semejante pérdida cuando empezó a reconocer en su interior los poderes adivinatorios. Presintió que su hija moriría de tifo y desde entonces se había dedicado a correr cada vez que sentía cerca la enfermedad. Peregrinó de una ciudad a otra, trabajando con un fabricante de campanas en Querétaro, con un notario en Veracruz, con unas putas en Córdoba, con el inventor de una despencadora de maguey en Tlaxcala, con un libanés que vendía telas cerca de Mérida, con un médico que curaba los huesos nomás tocándolos y con unas monjas milagreras encargadas de cuidar un santuario. En la ermita de las monjas, podando los rosales del atrio, había conocido a una viuda de buen ver que llegó desde Zacatecas a pedir los favores de la Virgen. Como lo que buscaba era un marido, a los tres días de no encontrarlo decidió que Refugio era el enviado de la madre de Dios, y le pidió matrimonio. Sólo para aceptar tal propuesta, Refugio resolvió no hacer caso de sus premoniciones, seguro de que todas le llegaban por el lado de su primera mujer, misma que con el caso debía estar tan celosa que por eso le hacía sentir peligros en los que no quiso pensar. De la viuda se enamoró a los cincuenta años como un chiquillo, a su amparo aprendió a comer con tenedores y a vestirse como patrón, a jugar ajedrez, a escuchar a Bellini y a dormir con ganas de que la noche le procurara sorpresas. Se vio en la obligación de abandonar aquel prodigio de mujer, que no había hecho sino cuidarlo como a un rubí desde el día en que tuvieron amores junto a la ermita, cuando soñó que los hijos de ella, que le odiaban y acusaron de braguetero desde el día en que llegó a Zacatecas, habían resuelto matarlo. Huyó de su ventura y desde entonces andaba por el mundo extrañando los brazos de la viuda y oyendo premoniciones, con la cabeza llena de futuro y mezcal, y el estómago lleno de tormentos cuando el mezcal daba con él como con un elegido en el que perpetrar sus maleficios. Vivía con una nieta a la que llamaba hija, una muchacha de quince años, enferma y encinta, pero febril y dichosa como una cabra en su primera vida. También Emilia le había resumido su biografía sin evitar detalle importante. Empezando con su apego a una madre dos veces inteligente a quien recordaba como una sonrisa entre las flores de su corredor y su devoción por un padre que cantaba como quien reza entre los tarros de porcelana y los libros antiguos de su botica, y terminando con su viaje a Chicago y su regreso en pos del hombre por el que había perdido el corazón a los cinco años y del que no pensaba separarse jamás. Cuando dijo esto sintió un aviso de temblor entre las pestañas, pero se lo tragó con una elegancia que don Refugio atestiguó considerándola lo mejor que le había pasado en muchos días, después por supuesto de la generosa comida que puso fin a su ayuno de tanto tiempo.

– ¿Entonces tú eres doctora? -le preguntó para ayudarla a esconder la emoción que la avergonzaba.

– Sí -dijo Emilia aceptando por primera vez, en voz alta, que también esa pasión la había tomado desde niña y que tampoco de esa quería separarse jamás.

– No te amohines, hay cosas que no tienen remedio -dijo el viejo acariciando con su mano huesuda y temblorosa la mano curva y clara de la muchacha-. Tú no lo sabes, pero le llevas muchas vidas a tu hombre -dijo y dedicó la siguiente media hora de su conversación a informarle cuántas reencarnaciones parecía llevar encima el espíritu que ella albergaba en su cuerpo.

Eran más de las seis de la tarde y un temblor de copas y juramentos tenía en vilo al lugar entero, cuando Daniel regresó a la mesa cargado de historias. Una más fantástica que la otra, las resumió durante la siguiente hora y media. Para Emilia, lo que pusieron en claro era que de todo ese pleito entre villistas, zapatistas y carrancistas, lo único definitivo era que los verdaderos perdedores serían los liberales, los de en medio, los como ellos.

– De nada sirve lamentar los tiempos en que se vive -dijo Refugio que para ayudarse a oír la cantidad de crímenes indescifrables, traiciones completas y esperanzas a medias de las que habló Daniel, había empezado a beber anís con brandy desde que lo vio llegar a la mesa.

– Refugio tiene una hija que está enferma -dijo Emilia interrumpiendo la euforia con que Daniel contaba las idas y vueltas de la revolución, como si fueran las anécdotas de un libro de suspenso.

– Nunca te importa lo que importa -contestó Daniel. La besó condescendiente y sugirió que empleara el resto de la tarde en visitar a la hija de Refugio, mientras él terminaba una conversación.

Emilia fue con don Refugio hasta el corralón en que vivía por el pueblo de Mixcoac. Ahí conoció a su nieta, frágil y risueña, empeñada en esconder la enfermedad que le había tomado el cuerpo con una violencia cuyos síntomas escondía. A solas, mientras Emilia la revisaba haciéndole preguntas, la muchacha le pidió guardar el secreto en tomo a la gravedad de todo lo que le sucedía, que dijera que así la tenía el hambre, total, había tanta hambre y tanta gente con su aspecto que quién iba a imaginarse algo peor.

– Si uno se ha de morir -le dijo-, mejor dar la sorpresa que andar fastidiando desde antes.

Su mal no tenía remedio. Emilia lo supo casi de mirarla. Pero descansar y comer bien la ayudaría a vivir más tiempo del que viviría trabajando hasta que su cuerpo, como el de un animal derrotado, no pudiera moverse. Le pidió que se dejara ayudar, que se estuviera quieta, que no madrugara para la ordeña, ni fuera con su marido a repartir la leche por la ciudad.

– No me pida que me muera desde hoy -le contestó la muchacha con un aplomo irrefutable.

Emilia prometió volver al día siguiente y se dejó acompañar por don Refugio y su pena borracha hasta la puerta de su casa en la colonia Roma.

– Se va a morir mi Eulalia ¿verdad? -le preguntó cuando iban de camino, sin detenerse a escuchar respuesta-. De remate, se van a ir estos cabrones que tanta hambre y tanto susto han traído, para que vengan unos todavía más cabrones. Eso te lo profetizo desde ahora: van a ganar los otros. Y sólo porque saben bien que eso quieren, ni siquiera porque sean más valientes o más vivos que éstos.

Emilia lo abrazó sin darle respuesta y entró a la casa. No tenía qué decir. Hubiera querido llenar su silencio con un palabrerío mentiroso que confundiera la certezas del viejo, pero no lo sintió digno de esa treta. Eran casi las once. Subió las escaleras segura de que Daniel ya estaría de regreso, pero Consuelo no sabía nada de él y se dedicó a estorbar sus cavilaciones con un parloteo sobre lo imposible que había sido conseguir en el mercado algo decente para ofrecerles de cenar. Todos los ultramarinos habían cerrado, no se sabía qué billetes valían ni por cuánto tiempo y a ella le urgía salir de los impresos por el gobierno en boga porque si, como decía la gente, acababan ganando los carrancistas, al cabo de un año ella tendría dos baúles de inservibles bilimbiques sobre los que llorar su dispendio.

Emilia la oyó como a un ruido más en mitad de la tormenta que sentía acercarse sin otro aviso que la pasión con que había visto a Daniel coquetear con la política en el restorán. Sabía de siempre que a él no le bastaba la guerra de sus cuerpos juntos para vivir en paz, que no quería vivir en paz, y que por más intentos que su imaginación hiciera para conservarlo, él buscaría siempre en otras partes un sostén para su índole inquieta y su idólatra veneración por la aventura. Tal vez de eso estuvieran hechos los temperamentos políticos, de una incapacidad para detenerse demasiado en el mundo privado, pero ella estaba cansándose de lidiar con un hombre cuyo empeño parecía puesto en negarse la dicha de una intimidad bien arropada.

Un rato dio pasos de un lado a otro de la sala hasta que llamó su atención la silla en que años antes había pasado una noche de vigilia esperando a que el mismo Daniel, con su risa indisciplinada y su cuerpo enredador, llamara a la puerta. Ese solo recuerdo bastó para hacerle correr desde la frente hasta las piernas toda la rabia que le provocaban siempre sus inútiles reflexiones. Y no quiso permitirse una más. Le dio las buenas noches a Consuelo y se puso un camisón de seda francesa que el inglés guardaba en un ropero para solaz de sus pasajeras amantes.

Se metió en la cama sintiendo la tersura de la tela contra su cuerpo de recién casada y negándose a llorar ni una lágrima que lamentara su desierta noche de bodas.

Daniel volvió en la madrugada. Entró sigiloso a la recámara en que Emilia dormía imperturbable como una escultura entre las sábanas. La penumbra empezaba a romperse cuando metió a la cama su cuerpo aún embriagado por una mezcla de noticias, disquisiciones y tragos. Emilia lo sintió acercarse y despertó abriendo enormes unos ojos de pregunta que en el acto volvió a cerrar. Su melena en desorden cubría las dos almohadas, Daniel se acostó sobre la oscuridad anárquica de esos rizos liándose en su olor como un buen agüero, luego rodeó con un brazo la cintura ladeada y profunda que casi rompía en dos el talle de Emilia y pegó su cuerpo desnudo al único sitio que presintió despierto en el de ella.

El sol de las nueve los alcanzó volteados al revés, sobre sí mismos, ajenos a cualquiera de las pasiones que en otro momento pretendían separarlos. Preso en el cuerpo de esa mujer de la que salían estrellas mientras iba gimiendo su nombre como si lo bendijera, Daniel volvió a sentir que el mundo era un desperfecto por el que resultaba estúpido vagar. Se bebió a Emilia como a una pócima que apaciguó hasta la última de sus inquietudes, durmió un rato largo sin que un solo deseo le turbara los sueños. Cuando despertó era mediodía y el lugar que junto a su cuerpo debía ocupar Emilia había perdido su tibieza desde horas atrás.

Salió de la recámara medio desnudo y llamándola a gritos como si la hubiera perdido en mitad de una batalla. Al verlo la señora Consuelo le dijo que Emilia se había ido hacía dos horas a visitar el hospital de la Cruz Roja. Daniel oyó esa información como un insulto y maldijo el momento en que a ella le había dado por la medicina. Estando el país como estaba, por qué no se le había ocurrido ser cantante o general, por qué médico, por qué esa profesión que ejercía, sin siquiera tener título, con el orgullo y la contundencia de una sabia, esa profesión que la hacía inaccesible cuando era urgente, cuando él la necesitaba como otros una cirugía. Profesión de mierda, profesión incapaz de olvidar el horror, profesión que todo lo abandonaba para no abandonar a un enfermo, profesión de locos, de masoquistas, de engreídos. Profesión para hombres feos, para viejas inmundas, para cuanto desencantado de la debilidad humana quisiera ser heroico, pero no profesión para la Emilia que acababa de abandonar su cuerpo, porque nada, mucho menos la mugre y el dolor, merecía el trato con la mujer cuyas secretas delicias y tesoros le pertenecían sólo a él y desde siempre.

Soltó al aire un juramento que hizo persignarse a Consuelo y se metió a bañar en busca de olvido y alivio para su sensación de traicionado.

Salió de la casa quince minutos antes de que Emilia volviera buscándolo para hablarle de las condiciones de pobreza y abandono en que estaban los hospitales, para decirle que la gente se moría de tifo y que el tifo daba por hambre y que si él y su guerra no sabían cómo arreglar tantos entuertos para qué se habían metido a intentarlo. ¿De qué demonios había servido la revolución?

No encontró para recibir todas sus preguntas más que una nota breve sobre la mesa del comedor diciéndole que estaría en el Hotel Nacional a partir de las cuatro. Ni un beso le dejaba en el papelito con su firma. Lo imaginó furioso, se regañó por haberlo dejado, luego se dio la razón, no podía convertirse en soldadera, ella también tenía quehaceres y destino, había hecho bien en ir a buscarlos. Comió un plato de sopa y se maldijo de nuevo, después subió las escaleras y se dedicó a cepillarse la cabeza para ver si se le aclaraban las ideas. El rito, siempre asociado a los consejos de Josefa, hizo que la extrañara como nunca. ¿Qué estaría haciendo a las dos de la tarde de ese viernes? ¿Comería frente a Diego hablando del país y de su hija como de dos imposibles? Llevaba dos años sin verlos, pero los cargaba a todas partes, la seguían en sus gestos, en sus furias, en su debilidad, en su esperanza. Los encontraba al verse en el espejo, al repetir el gesto de cansancio con que su padre se frotaba los ojos, al tararear la cancioncita que su madre chiflaba mientras se consumía en busca de algo extraviado, al pronunciar una frase de asombro, al guardarse una de dolor, al ir viviendo. ¿Qué tan canosa estaría la tía Milagros? ¿Quién ganaría el torneo mensual de ajedrez? ¿Cuántos poemas nuevos tendría Rivadeneira? ¿Sería verdad lo que le contaba su padre, Antonio Zavalza los visitaba a diario? ¿Tendría que agradecerle eso también?

Admitió que añoraba su mundo: la sopa de su madre, la música de su padre, los pequeños litigios de ambos, los cuentos de Milagros, los brazos de Zavalza, capaces de espantar el demonio de sus nostalgias. Nunca pensó que alguna vez le haría falta ese abrazo a sólo siete horas de haber dormido con Daniel. Un rubor le tomó la cara desprevenida, qué inconsecuencia la suya: extrañar a Zavalza. Como si el mundo no estuviera sobrado hasta el hartazgo de disparates. Dejó el cepillo. Coqueteándole al espejo se ató el pelo a la nuca y dio un pellizco en cada una de sus mejillas. Luego, con la cabeza todavía colmada de añoranzas, salió en busca de Daniel preguntándose si tendría una remota idea del tamaño del universo al que había abdicado para ir tras él.