39053.fb2 Mal De Amores - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

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XXV

Dispuesta a esperar que Daniel apareciera, Emilia Sauri se acomodó frente a una mesa, le sonrió condescendiente al mozo que le llevó café y se aisló de ese rincón perdiéndose en otros.

A ella, que había crecido en un ambiente poblado de conversaciones, el soliloquio se le había hecho un hábito placentero tras tanto viajar y vivir sola. Apenas conseguía un rato sin quehacer, su cabeza se convertía en una feria de recuerdos y fantasmas que jamás se conocieron en vida, pero que ella tuvo la cortesía de presentar y hasta volver amigos. No sabía bien ni en qué momento había empezado a manifestarse aquel conjunto de presencias que conversaban entre sí frente a ella, pero había parejas sin cuyas conversaciones y consejos no hubiera podido vivir. Una de ésas, la que hacían el difunto doctor Cuenca y la señorita Carmela, su maestra en la primaria. La memoria de tan nobles difuntos se empeñaba siempre en discutir dentro de su cabeza los defectos y cualidades de Daniel. El doctor Cuenca, que en vida defendió poco a su hijo de los embates que Emilia quiso hacerle, de muerto llegó a crear una inconmensurable lista de elogios para su muchacho. En cambio, la señorita Carmela, que vio en Emilia a la hija que no pudo darle su irremediable soltería, era la encargada de enlistar los defectos del muchacho siempre que Emilia tenía tiempo y ganas de oírla.

Empezaba a llover cuando la discusión llegó a un grado tal de encono entre los contendientes que Emilia ya no quería seguir escuchando. Esa tarde, ante las acusaciones de egoísmo y frialdad que la señorita Carmela utilizó para criticar a Daniel, porque a veces hablaba con una voz metálica que aunque no dijera nada hostil lo convertía en el hombre más hostil del mundo, el doctor Cuenca había sacado a relucir el virtuosismo con que el muchacho metía sus dedos en la tibieza del pubis que dormía con Emilia y se lo acariciaba hasta despertarle completo el cuerpo y hacer que de su garganta brotaran como luces las más extraordinarias onomatopeyas.

Segura de que ambos tenían razón, Emilia trató de ahuyentarlos agitando la cabeza como si ésa fuera la única parte de su organismo que entonces le estorbara. Cuando volvió en sí tenía las piernas cruzadas bajo el vestido y una mano sobre la otra para detenerse la ira que empezó a provocarle estar de nuevo esperando, con el ansia de siempre, la llegada impuntual de aquel extravagante con quien iba por la vida. Entonces vio entrar al comedor a un hombre delgado de ojos oscuros y rizos morenos que jalaba con elegancia de una traba a la que iban atados cinco baúles con ruedas. Lo vio de lejos acercarse y hablar con uno de los meseros. Vio cómo la cara del mozo cambiaba poco a poco con las palabras de aquel hombre y luego vio salir al cocinero que sonreía como en fiesta.

– El señor va con su biblioteca hasta la despensa del patio -le dijo a voces a un muchacho destinado a enseñarle el camino y ayudarlo con su equipaje.

Emilia se preguntó cuál sería la encomienda que un hombre así tendría que cumplir en el fondo de una cocina, cuando oyó a los meseros decir que por fin había llegado al hotel alguien capaz de componer el refrigerador.

Frente a la mesa en que bebía despacio un café frío, Emilia vio desfilar a una procesión rumbo a la cocina y la siguió.

Llegando ahí, todos se colocaron alrededor del nuevo huésped, frente al gran refrigerador vacío. El hombre abrió un maletín pequeño en comparación con sus baúles, pero grande en comparación con su figura que parecía hecha para no cargar nada jamás, y sacó un desarmador, unas pinzas, una llave inglesa, unos cables eléctricos. Después, abrió dos de los baúles que llevaba parados sobre ruedas y exhibió dentro cuatro libreros perfectos. El tiempo empezó a correr sobre la curiosidad general y la parsimonia con que el hombre se hundía en los libros y hurgaba como un médico en las tripas del refrigerador, que no servía desde mil novecientos trece, año en que hasta el último experto en aparatos eléctricos salió del país rumbo a Cuba. Una hora y varias consultas después, el refrigerador empezó a zumbar como un avispero y todos los que lo conocieron en salud coincidieron en que había recuperado su voz de siempre.

– ¿Usted de dónde es experto en refrigeradores? -le preguntó Emilia al señor de los baúles.

– Yo soy experto en libros -contestó él-. Me llamo Ignacio Cardenal. Es un placer conocerla -dijo inclinándose hasta la mano de Emilia.

– Emilia Sauri, para servirle -dijo Emilia.

– ¿Para servirme? Tenga cuidado con lo que dice.

– Es un modo de hablar, como decir mucho gusto -explicó Emilia deslumbrada con las maneras de aquel señor tan raro.

– Yo vengo de España -dijo el señor Cardenal- y ahí no se entiende así.

– Entonces me desdigo.

– En eso parece usted española.

– Soy mezcla -dijo Emilia.

– Buena mezcla -contestó Cardenal-. ¿Así les han quedado las demás?

– Ha habido de todo. Como en las enciclopedias -dijo Emilia.

– ¿Usted sabe de enciclopedias?

– Mi padre tiene una que adora y que me heredó en vida. Pero yo no la quiero tanto como usted a la suya: la dejo en mi casa cuando salgo de viaje.

Pues hace usted mal. Ya ve qué útiles resultan.

– ¿Lo ayudan a todo?

– Menos a venderlas.

– ¿Usted vende enciclopedias?

– Las hago, las empasto, las vendo.

– Las pasea.

– Vine a venderlas, pero me encontré con que les ha dado por la revolución. Ahora nadie compra nada para los días de ocio. Y el ministro ese que me dijo que viniera, pues se ha marchado.

El hombre, un español de habla educada y modales de intelectual, le contó a Emilia que había pasado por México hacía cuatro años, y que entonces le encargaron dos docenas de enciclopedias para las bibliotecas. Había vuelto con ellas, pero ni quien lo reconociera, ni quien las quisiera. Iba a tener que cambiarlas por unos días de hotel y un pasaje de vuelta, si alguien se las cambiaba. Si no, tendría que dedicarse a componer refrigeradores hasta juntar para el regreso.

Un dejo en su modo de hablar y en sus ojos inteligentísimos lo hacían tan atractivo y cercano como si fuera un conocido de siempre. Algo por el estilo debió pensar él de Emilia. Fueron a sentarse a una mesa y se pusieron a hablar como si les regalaran el tiempo. Ésa era una cosa buena de la guerra: todo estaba como suspendido, esperando a que algo que dependía de otros se resolviera en algún momento.

Mientras, el tiempo no iba a ninguna parte y la gente metida en él tampoco tenía que moverse demasiado. Esperar era la gran actividad de los que luchaban contra nadie. Y para esperar no había mejor cosa que un buen rato de conversación. Así que Ignacio Cardenal, el editor engañado, y Emilia Sauri, la médico sin hospital, pasaron el resto de la tarde platicando, como si se la debieran.

Bajo los rizos en desorden de su cabeza, Cardenal tenía una mente noble y un corazón ingenioso. Le describió a Emilia su vida y sus amores en España. Tenía una esposa guapísima a la que recordó como la mujer más fiera y bien plantada de Bilbao, y tres hijas paridas a semejanza suya y con los mismos ojos con que él había conseguido enamorar a la madre. Habló de su desproporcionado amor a los libros y de la bancarrota en que había ido dejando a su familia por causa de tan inútil amorío. Comparándose con el editor en quiebra, Emilia respondió hablando de Daniel, de la medicina, de sus maestros, de sus viajes, de su destino sin destino, de sus dudas. Salieron del restorán y caminaron por los alrededores del hotel como si la ciudad no estuviera llena de asaltantes y percances a la vuelta de cada esquina, como si el atardecer rebosara de luz y las chispas de lluvia que había dejado el aguacero no mojaran su cabeza y sus hombros. Les pareció hermosa la ciudad lastimada y oscura que recorrieron hablando sin tregua de sus vidas. Hubieran podido caminar toda la noche, pero un atisbo de sensatez y un hambre para la que no encontraron nada en su recorrido, los devolvieron al hotel cerca de las nueve, seguros de que en esa ciudad no había comida sino en sitios privilegiados. Se conocían para entonces bastante mejor que algunos que se llaman amigos de toda la vida. Comparaban el tamaño de sus manos cuando Daniel entró al comedor, impetuoso y sonriente, como si fueran las cuatro y cuarto.

– ¿Quién es éste? -le preguntó a Emilia señalando al español como a un intruso.

– Éste es el señor con el que he pasado la tarde conversando. ¿Quién eres tú? -le preguntó Emilia.

– Mucho gusto señor -dijo Daniel sin mirarlo, pero sin quitar sus manos de los hombros de Emilia.

– El gusto es mío -dijo Ignacio sabiendo a la perfección quién era Daniel y quiénes sus antepasados-. Usted será el caballero que tuvo a esta señora esperándolo toda la tarde.

– Yo no pretendo ser un caballero. Y la señora es mi mujer.

– No me dijo que estuviese casada -aclaró Ignacio.

– Más que casada -dijo Daniel mirando a Emilia.

– Peor que casada -dijo Emilia encarándolo-. Ignacio es mi amigo, le conté todo y no entiende cómo alguien con mi cabeza puede estar metida en algo así.

– ¿Tu amigo? ¿Cuándo han podido ser amigos un hombre y una mujer? ¿Y cuándo se mete uno con la cabeza en algo así? -siguió preguntando Daniel.

– Yo no dije que alguien con su cabeza -corrigió Cardenal-. Dije que alguien con la sabiduría de sus emociones.

– ¿Y éste qué sabe de tus emociones y sus sabidurías?

– Suficiente -dijo Emilia.

– ¿Me podrá decir entonces qué demonios quieres de mí? -preguntó Daniel.

– Te lo puedo decir yo -contestó Emilia-. Quiero que te estés quieto.

Daniel soltó una carcajada de potro feliz, echó hacia atrás el pedazo de pelo que le caía sobre los ojos y pidió un brandy para celebrar la demanda. Esa mañana, cuando él despertó, ¿quién sino ella era la que había entrado en movimiento? ¿Quién sino ella se había ido a buscar líos en la Cruz Roja, a meter su limpísimo coño a ese lugar lleno de enfermos contagiosos?, preguntó.

– Estás borracho -dijo Emilia nerviosa y arrebatada.

– Todos estamos borrachos. Este lío no es sino una borrachera. De poder. De sangre. De altruismo trasnochado. De alcohol en el mejor de los casos. Pero todos andamos borrachos todo el tiempo. Tú, por ejemplo: ¿qué tienes que andar buscando la muerte entre moribundos? ¿Qué buscas metiéndoles la mano en la boca a los enfermos de peste?

– ¿Cómo sabes que lo hice?

– Porque me voy, pero no te dejo -contestó Daniel-. Todo lo sé de ti. Desde cómo te brilla la entrepierna hasta la estupidez con que haces filantropía.

Emilia dejó su asiento, se acercó a él, le pasó la mano por el cabello y lo besó en la boca con sabor a brandy de toda la tarde.

Sin moverse de su silla, Ignacio Cardenal disfrutó el espectáculo. Si lo daban frente a él con tantísima frescura, no tenía por qué disimular su arrobo. El modo en que esa pareja había pasado sin más del pleito al beso, le pareció memorable.

– Os merecéis -opinó, riéndose.

– Tú lo has dicho, cabrón -dijo Daniel, abandonando los labios que había sorbido como caramelos.

Durante la siguiente semana los tres fueron juntos al teatro en que una cupletista cantaba conjurando el desastre, a la zarzuela cuyas penas menores ayudaban a la gente a llorar sin vergüenza sus penas mayores, y también al circo, que Emilia no lograba separar del opresivo atardecer adolescente en que supo que Daniel estaba en la cárcel.

El espectáculo parecía repetirse idéntico: dos payasos, una caballista infalible, un domador de leones escuálidos, tres enanos en conflicto, un acróbata exhausto, cinco bailarinas de edad imprecisa. Todo lo celebraron ellos como si no lo hubieran visto nunca, como si la faramalla del circo fuera la perfecta gemela del desvarío en que vivían. Cuando tras columpiarse un rato la trapecista saltó al instante de vacío que se abría bajo ella, Emilia buscó el oído de Daniel y le dijo: "De todos los riesgos que he corrido por usted, el único que no hubiera corrido nunca es el de no haberlos corrido".

No sólo ellos vivían en vilo, la ciudad toda parecía suspendida entre un columpio y otro. Los combates en las afueras se oían como si estuvieran dentro. En las noches, sus habitantes buscaban farra como si fueran soldados con licencia. Cada día era el último, cada día algo se iba perdiendo y algo llegaba a marcar las costumbres y el sol de otra manera.

Daniel trabajaba desde temprano. Escribía crónicas y artículos para varios periódicos extranjeros. Pasaba el día entre revolucionarios de un bando y de otro. A unos los veía en sus oficinas y reuniones públicas, a otros a escondidas, por la noche, en sus casas o en las de quienes los albergaban corriendo toda clase de peligros. Los había conocido a unos y a otros cuando formaban parte del mismo ejército empeñado en echar de la presidencia al que asesinó a Madero. No había participado en las discusiones y litigios que los dividieron después. Creía por eso que todos tenían su parte de razón en el pleito y se negaba a darle a cualquiera de los bandos el derecho sobre su conciencia.

– Acaricias quimeras -le dijo Cardenal, hispánico y contundente-. Acabarás acusado de traidor por los dos bandos.

– No ha hecho sino acariciar quimeras desde que lo conozco -dijo Emilia.

– No hables como si tú vivieras en la tierra -dijo Daniel-. Cada mañana te hundes sin más en el infierno. ¿Existe una quimera mayor que la de pelearse a diario con la muerte a retazos?

Emilia Sauri había ofrecido sus servicios a la Cruz Roja. La aceptaron como a un vaso de agua en el desierto. Todo el que se ofreciera era necesario. Nadie le pidió un título, cada jornada era un examen profesional y para aprobarlo bastaba con mostrar el valor necesario. De las ocho de la mañana a las seis de la tarde, Emilia iba y venía aprobando cuanto examen le era posible. Sobraban enfermos y faltaban camas, había en el aire un olor a podrido y una queja repitiéndose sobre otra como la más siniestra letanía. Pero, como decía Daniel, ésa era la música que a ella le daba alientos. Para vivir no le bastaba su puro amor por él.

Cuando cualquiera de estos temas los alcanzaba por las noches, se abría un abismo que cerraban de golpe. El resto del tiempo vivían en la gloria. Al menos fue eso lo que Emilia le escribió a sus padres y lo que le confesaba su conciencia cuando tenía tiempo de oírla. Porque no era tiempo lo que le sobraba. En cuanto salía del hospital, Daniel la llevaba en vilo por la vorágine de la ciudad, ávido de romper el encierro y conversar con cuanto personaje interesante pudiera existir. Médicos y políticos, embajadores y cantantes, pintores y toreros, todo lo extraordinario que esa ciudad quiso acercarles fue amistando con ellos, aunque su intimidad sólo la permearon, en serio, Refugio con sus premoniciones y Cardenal con su empeño en la razón como primer y único método de análisis.

A principios de julio, el ejército carrancista entró a la capital tras vencer la resistencia de los convencionistas. Otra vez la capital cambió de gobierno, de moneda y de gobernantes. Más que nunca, Daniel creyó que podría convencer a unos de la necesidad de pactar con otros. Visitó al general que mandaba las tropas carrancistas, y habló y bebió con él toda una noche. Refugio opinó que se arriesgaba en balde pidiendo comprensión para unos derrotados que todavía no eran tales. Daniel rió con la certeza de sus aseveraciones, pero no pasó una semana antes de que pidiera perdón por sus dudas: los convencionistas recuperaron la ciudad con un golpe de suerte que sorprendió a todos menos a la plácida previsión de Refugio.

– Ahora sí -le dijo a Consuelo-, a gastarse sus bilimbiques porque ésta será su última estancia.

El dos de agosto los constitucionalistas volvieron para quedarse. Entonces, para su horror, Cardenal se encontró cayendo en el ánimo premonitorio de don Refugio. Esa misma noche le dijo a Daniel durante la escasa cena que Consuelo logró conseguirles:

– En cuanto haya un triunfador seguro te, van a perseguir. Nadie va a creer que eres amigo de unos y otros.

También de semejante premonición se rió Daniel. Pero Emilia tembló hasta el fondo de sus huesos. El hospital la necesitaba más que nunca, las refriegas del último mes habían dejado heridos a los que ella cuidaba sin preguntarse a qué bando pertenecían. Sin embargo, entre ellos había aprendido de qué tamaño eran ya el odio y la fiebre que movían a los ejércitos y podía imaginarse sin dificultad lo que los sanos harían con todo ese odio. No habría en ninguna de las partes comprensión y el que no estuviera con uno de los bandos, estaría contra ellos, sin remedio. Ése era el caso de Daniel, aunque se burlara soltando su risa como una apuesta a su favor, y era el viento que otra vez peinaba el mundo de Emilia, arrasando la casa de naipes que había logrado construir para su breve vida conyugal.

La lluviosa madrugada de un domingo, llegó a la ciudad Salvador Cuenca. Venía de Veracruz, el puerto donde hasta esos días residían el gobierno constitucionalista y su primer jefe, Venustiano Carranza. Llegó junto con un grupo de enviados especiales a trabajar en el ministerio de Relaciones Exteriores y fue a desayunar con Emilia y Daniel, que lo recibieron eufóricos tras varios años de no estar cerca. Salvador Cuenca se había acercado a Carranza y tenía su confianza y su apoyo. Estaba seguro de que los convencionistas acabarían perdiendo la parte de país que aún conservaban y de que mejor sería para todos que esto sucediera cuanto antes. Daniel estaba tan contento de verlo y tan seguro de que siempre habían coincidido en política, que con la misma placidez con que lo escuchó se soltó a hablarle de la necesidad de buscar acuerdos, de no dividir la revolución, de no perder a muchos de sus hombres útiles por culpa de unos prejuicios y un odio que sólo dañaban al país e impedían gobernarlo con generosidad y honradez. Salvador lo escuchó bebiendo a tragos lentos un café que encontró insípido y triste. Luego le explicó a su hermano el peligro en que lo habían colocado esos consejos, vertidos sin malicia en el oído de quienes los escuchaban con recelo y suspicacia. Tenía enemigos por todas partes, entre los generales con los que había conversado, y entre los enviados al extranjero que leían en la buena fe de sus artículos alabanzas a sus enemigos. Provocaba sospechas entre los villistas que lo creían obregonista y entre los carrancistas que lo aseguraban zapatista. No había para su destino más remedio que el exilio. Ya se haría cargo él de arreglarle un regreso cuando las cosas se calmaran, pero en los meses siguientes, lo mejor sería que viviera en otra parte. Había de momento demasiados asesinos desenfrenados, demasiadas furias sin cauce, como para que Daniel se quedara a desafiarlas con sus escritos y sus discursos sobre la civilidad y el buen gobierno.

– Nadie quiere ser sensato, ni ponderado, ni bueno -dijo Salvador-. Sin ofender a Emilia, debo decir que el amor es un mal amigo de quienes hablan con hombres en guerra.

Explicó que tenía una oferta para Daniel y que esperaba que fuera tan cuerdo como para escucharla.

Al día siguiente saldría para Veracruz un grupo de curas extranjeros a los que expulsaba del país el ímpetu anticlerical en boga. Como eran más importantes que otros, y Carranza no quería demasiados líos con los jefes de la mitra, le había encomendado a Salvador que los pusiera en un tren a Veracruz y ahí los subiera a un barco que los llevara sin escándalo hasta España. Daniel podría y debía ir con ellos acompañado por Emilia, a la que sería fácil hacer pasar por monja hasta el momento en que zarpara el barco.

La expectativa de tan insólita aventura, palió la pena que a Daniel le provocaba la sola idea de abandonar la ciudad, justo cuando, a su parecer, las cosas estaban más cerca de volverse mejores, dado lo mal que se habían puesto en los últimos meses. Fantasioso y viajero por excelencia, se puso a pensar en lo completo que resultaría un reportaje narrando todo lo que irían viendo en el camino. Además, siempre podrían regresar clandestinos desde Cuba, y andar por el país sin identificarse, y sin que nadie supiera en dónde perseguirlos.

Aceptó la idea de Salvador a condición de que incluyera en la cuerda de presos a Ignacio Cardenal, cuya historia contó en un suspiro. Salvador estaba tan contento con la reacción de su hermano que aceptó la propuesta y hasta le prometió que intentaría vender las enciclopedias si el español quería dejarlas a su cargo por un tiempo. Total, para cuando Ignacio entró a la casa con su delgada elegancia y el aplomo inteligente de su cabeza, Daniel ya tenía puesta una sotana con la que ensayaba su destino de la mañana siguiente dando por hecho que nada mejor podría pasarle a él y a Emilia que acompañar al enciclopedista al menos en parte de su regreso a la patria. Ignacio se alegró hasta las lágrimas con la idea de volver a su país y a su mujer, pero tras dar las gracias por tan generosa oportunidad, le preguntó a Daniel si Emilia estaba de acuerdo en ir con ellos. Sorprendido por la pregunta, Daniel abandonó el espejo en que contemplaba los aspectos más cómicos de su disfraz. Emilia no había dicho que ella iría, aunque estuvo de acuerdo en que Daniel debía quitarse cuanto antes de ahí. Había besado a Salvador cuando aceptó meter a Cardenal entre los exiliados, pero a buen tiempo se había levantado de la mesa para salir corriendo al hospital. Daniel estaba seguro de que tendría todo arreglado para poder irse con ellos.

– ¿Qué tan seguro estás? -le preguntó Ignacio-. A veces actúas como si no la conocieras.

– Ella no me puede traicionar así -le contestó Daniel dejándose caer sobre un sillón.

– ¿Quién traiciona a quién, entre dos como ustedes? -le preguntó Cardenal antes de irse a recoger sus cosas.

Daniel se quedó solo con la duda como un clavel en el centro de su pecho. Emilia volvió temprano. Lo encontró en la recámara, jugando a elegir los libros que llevaría consigo. Desde la puerta lo miró un rato hacer que trajinaba, como si no la hubiera oído subir los escalones, tan despacio. Luego, caminó a tocar su cuerpo, único amuleto que ella necesitaba para soportarse, y lo abrazó hasta la impredecible luz del día siguiente.