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XXVI

Se lo puso en palabras hasta el amanecer, cuando ambos ya sabían que estaba dicho. No iría con él. Ni siquiera tuvo ánimos para vestirse y acompañarlo.

– Traidora -dijo Daniel desde la puerta de la recámara.

Metida en un camisón blanco, Emilia hundió la cabeza bajo la almohada y se perdió entre las sábanas. Oyó la voz de Salvador apurando a Daniel y se mordió la mano en un puño para no rogarle que se quedara.

Una hora después, caminaba en los andenes de la estación de San Lázaro, junto con Ignacio Cardenal y doce curas pálidos. Custodiándolos, Salvador cerraba la fila. Afuera llovía y el agua golpeaba los techos haciendo ruido. Vestido con la sotana negra y el cuello blanco que se había probado el día anterior, Daniel no tenía que fingir para ser el más entristecido y solemne de los clérigos. Miraba al suelo y movía los labios como diciendo una oración, cuando Emilia se cruzó en su camino para besarlo en la boca y prenderse con todas sus fuerzas a la sotana que le cubría el cuerpo. Estaba empapada y jadeante.

– Quiero quedarme -le dijo Daniel a Salvador.

– No pidas imposibles -respondió Emilia otra vez sobre su boca. El tren empezó a moverse. Emilia empujó a Daniel hasta el vagón desde el cual Cardenal le extendía la mano. Un viento helado acompañó el temblor con que Emilia se empeñó en sonreír, hasta que el ruido del hierro moviéndose bajo la lluvia fue alejándose.

Se quedó unas semanas en el hospital, esperando a que los moribundos murieran y los curables recobraran la vida con que a diario se buscaban la muerte. La ciudad había recuperado cierta calma, pero a Emilia su aspecto le parecía desolador. Extrañaba a Daniel en cada esquina, en cada callejón, en el centro de la indiferencia que regía el Paseo de la Reforma, frente a la puerta caída de una iglesia, sentada frente a la mesa de su primer café, hundida en la tina vacía de la casa que la cercaba con su silencio, despierta a media noche con la boca lastimada de tanto morder el brillante de su boda. Llevaba el anillo en la boca todo el tiempo, como un recordatorio de la culpa que no quería perder. ¿Lo había traicionado? ¿Podía llamarse traición a la simple voluntad de no volver al desorden, al litigio, a las mañanas sin quehacer, a la renuncia del mundo cuerdo y fértil que era también su vocación y su destino? Despertaba con esas preguntas como un pedazo de sol irrumpiendo en la oscuridad, y una noche tras otra se le tergiversaban los horarios. Aceptó que el insomnio rigiera sus días y se dedicó a imaginar trucos para no dejarse vencer por la tristeza, cuando la oscuridad se le abría en dos. Volvió a la música con un chelo que Refugio le consiguió prestado de una iglesia, leyó tramos de Las mil y una noches, hizo guardias nocturnas y escribió cartas como si se las dictaran. Además, llevaba un diario escrupuloso describiendo para Daniel sus emociones y tristezas, sus esperanzas y arrepentimientos. Alguna vez, la vida sería tan generosa que ambos tendrían tiempo para sentarse a leer lo que se le había ido ocurriendo en esa época ciega que no se cansaba de abominar, pero que tampoco hubiera cambiado por otra. Antes que seguirlo sin más hasta convertirse en una sombra, había elegido perderlo. Y tras elegir se sentía sola, ruin, soberbia y cretina.

Volvió a ser una escucha esencial. Oyó desde a los enfermos infecciosos hasta a las mujeres que velaban a sus heridos esperando que el destino se apiadara de ellas. Oyó desde a Refugio con sus temores hasta a Eulalia su hija, cada vez más enferma y más apta para disimularlo. Oyó sin tedio y sin tregua hasta que aprendió a verse como una aguja más en el pajar lleno de agujas al que se acogía.

Una mañana a finales de septiembre, Refugio llegó a buscarla. Su nieta había ordeñado como si nada las tres gotas de leche de las dos vacas flacas que dormían con ellos en el establo de Mixcoac. Se movía como si ningún mal tuviera, pero Refugio había visto cruzar la mitad de su ánima desde el amanecer y tenía un miedo atroz a quedarse sin lo único que la vida le había dejado.

Emilia fue tras él y la encontró en el establo, haciéndose la dormida junto al único bote de ordeña. No había nada que hacer sino esperar junto al gesto apacible de Refugio, a que la vida terminara de irse en lo que Eulalia se empeñaba en fingir como un sueño. Era de noche cuando abrió los ojos, parecía ya tenerlos en otra parte. Antes de entrar en un largo monólogo con su abuelo alcanzó a decirle a Emilia:

– Tú no hagas trampa. No se vale morirse antes de tiempo.

Le compraron una caja blanca y la llevaron al panteón, llorándola como si fuera la única muerta entre los muchos muertos de esos días. Poco después, los trenes volvieron a llevar civiles de un lado a otro. Entonces Emilia decidió volver a Puebla. Alegando que necesitaba ver los volcanes del otro lado y que ya no era urgente su presencia en la Cruz Roja, se despidió de Consuelo y acordó con Refugio una invitación a ir tras ella en cuanto pudiera. Después, subió a un tren urgida de abrazarse una hilera de días al regazo inaplazable del mundo que la creció.

No avisó cuándo llegaría. Su experiencia en trenes le aconsejaba que era imposible preverlo. El viaje, sin embargo, fue menos demorado de lo que imaginó. Perdida en el campo aún verde y húmedo de octubre, dejó pasar el tiempo sin medirlo, sin lamentar el traqueteo y las incomodidades de un vagón cuyo pasado altanero había desbaratado la guerra y sus afanes. Ya en la estación, recorrió el andén desierto bajo la luz de una tarde que le envolvió los recuerdos, empujándola hasta la Casa de la Estrella como el viento empuja los veleros a la playa que los aguarda.

La botica todavía estaba abierta cuando ella saltó de un carro de alquiler y corrió hasta la entrada llamando a gritos a su padre. Recargado en el mostrador, frente a un legajo de escritos, Diego Sauri abrió los ojos hipnotizado por la imagen que veía acercarse y dijo el nombre de su hija, como si necesitara oírlo saliendo de sus labios para creer que la veía. Emilia sintió la voz de su padre como una mano sobre su cabeza. Sin darle la vuelta al mostrador, lo abrazó con el mueble de por medio, llorando y bendiciéndolo con un júbilo tal que Josefa, desde su cocina, oyó el jolgorio como quien oye un campanario. Bajó corriendo, aunque ya no solía correr desde que el año anterior se había rodado la escalera completa. Los encontró abrazados todavía, mirándose como si no pudieran creer que se miraban.

Sabiendo que se pondría a llorar hasta parecer loca si se dejaba, que se convertiría en añicos si corría llamándola, Josefa se detuvo en la puerta de la trastienda para tomar aire y secarse dos lágrimas con la manga del vestido. Luego silbó como acostumbraba hacerlo cuando su hija era niña y la recogía en el portón de la escuela. Al oír a su mujer, Diego soltó a Emilia y la vio irse hasta Josefa, en vilo, como quien necesita dar con una oración.

Inconforme y hermosa, haciendo más ruido que en sus mejores tiempos, Milagros apareció en la noche junto con Rivadeneira que, a pesar de la guerra, no había perdido un ápice de su elegancia. Cenaron juntos hablando de todo y nada, saltando de la ciudad de México a Chicago, del exilio de Daniel a la guerra como una infamia contra la que ninguno sabía ya qué hacer. Habían puesto parte de sus vidas en la búsqueda del país brioso que se adormecía bajo la dictadura, habían querido un país de leyes, en el que no se hicieran los deseos de un general. Pero de la guerra contra la dictadura no había salido más que guerra, y la lucha contra los desmanes de un general no había hecho sino multiplicar a los generales y a sus desmanes.

– En lugar de democracia conseguimos caos y en lugar de justicia, ajusticiadores -dijo Diego Sauri, irónico y entristecido.

– Daniel se empeña en creer que de algo han de servir tantos muertos -dijo Emilia.

– Como no sea para llamar más vivos a matarse -opinó Milagros que sufría cada fracaso como una herida.

Hablaban de las cosas de Emilia como si junto a ellos le hubieran sucedido y de las suyas como si Emilia las hubiera presenciado todas y cada una. Emilia habló de Baui, la norteña cuya mezcla de espíritus bravíos mandaba en el pueblo convulso en que improvisaron un hospital, imitó su manera de regañar a Daniel por su inútil prisa, y el tono en el que le decía burlona: Aunque corras, te vas a morir a la misma hora. Fue de una espalda a otra enseñando el masaje que había aprendido en el tren con la vieja curandera. Describió la ciudad de México en mitad de las catástrofes. Habló de Refugio y su delgadez atónita, llena de presagios, casándola con Daniel el mismo día en que vaticinó su separación. Contó de Eulalia asaltando una panadería para no quedarse sin el cocol de anís con el que había soñado más de tres noches. Luego imitó la agraviada solemnidad clerical que había tenido que fingir Daniel para entrar en la cuerda de curas exiliados, y el modo en que toda su actuación se vino a tierra cuando ella se cruzó en su camino para besarlo.

– Al día siguiente, me dolía el cuerpo como si me hubieran dado de palos -dijo antes de probar el postre de merengue que le supo a cielo. Después, se puso a llorar sin tener otro por qué.

Eran casi las once cuando sonó la campana de la puerta y tras ella unos pasos atravesando el patio y subiendo la escalera. Emilia preguntó quién tocaba teniendo llaves mientras se oían los pasos entrando a la sala. Tan guapo como ella lo recordaba, con sus piernas largas, su amplia frente juiciosa, sus ojos de tregua y sus manos de ángel terrestre, Antonio Zavalza apareció en el comedor. Abriendo una sonrisa que despejó su cara todavía entre lágrimas, Emilia se levantó de la silla en que se columpiaba como una niña, y sin preguntarse qué se esperaba de ella, abrazó a Zavalza como lo que era, y lo llenó de besos que no quiso saber de dónde le salían.

Dócil y generosa, la vida se dispuso a ofrecerse como un riesgo menos drástico pero más audaz. Emilia fue a la universidad y pidió exámenes en busca de una constancia formal. Volvió a trabajar con Zavalza en el hospital nacido en los tiempos de calma y promesas anteriores a su última partida. Como si nunca le hubieran dolido el desencanto y las furias que lo cercaron al perderla entonces, Zavalza la recibió con la misma naturalidad con que se cede al encanto de la luna cruzando el medio día.

Emilia se limitó a hablar de su ausencia en el tono con que se habla de lo irremediable. Trabajaron como antes, compartiendo la intimidad que les daba ir y venir por los cuerpos ajenos como aún no se atrevían a andar por los suyos. Salían tarde, entraban con el alba, practicaban su profesión como quien se aferra a un asidero infalible. Emilia diagnosticaba y ejercía, entretenida y en calma como nunca se había sentido, con un aplomo de alumna que se acerca al maestro para mostrarle lo que no supo aprender con él, y al mismo tiempo con una sencillez de aprendiz.

Con la humildad de los que saben cuánto saben, Zavalza conversaba con ella sobre los nuevos descubrimientos médicos y la escuchaba contar sus afanes, su curiosidad, sus desfalcos. Pasaban las veladas y los domingos imaginando operaciones del corazón humano como la que Alexis Carrel había practicado con éxito en un perro. Trataban de aislar la vitamina A en el laboratorio de Diego, porque sabían que había conseguido hacerlo un químico de la universidad de Yale, y se proponían reproducir las pastillas contra la tristeza cuya fórmula cargó Emilia desde Chicago. Indagaban cuáles serían las cualidades curativas de unas yerbas que, puestas a fermentar por Teodora, producían unos hongos blancos con los que Emilia había visto desaparecer una gonorrea. Como si todo eso no les alborotara suficiente, el hospital y las consultas les dejaban dinero. A Zavalza no como para recuperar las riquezas que había perdido con la guerra, pero lo necesario para mantenerse bien en medio del desorden que eran

las finanzas del país. A Emilia un peculio escaso pero seguro, con el que ayudaba a sus padres, compraba los libros, le mandaba un cobijo a Refugio, consiguió un nuevo chelo y de vez en cuando hasta se hacía de ropa nueva. Así, sin más lazo formal que el modo en que se hablaban y la pasión con que iban imaginando el futuro, pasaron juntos más de un año. Cada quien en su casa, y compartiendo casi todo lo demás.

Tras la Navidad de 1916, sin haber recibido de Daniel más que una carta desde España dirigida a toda la familia, Emilia se dejó entrar en una temporada de silencio que sólo interrumpía para dirigirse a los enfermos o tratar con Zavalza asuntos del hospital. No pudieron contra ese silencio ni sus padres, ni Milagros, ni la suave temperancia de Sol, que había sido la única sobre cuyo enfaldo Emilia se había dejado llorar el hueco como un golpe que a veces era la pérdida de Daniel.

– Envidio el modo en que lo extrañas -le dijo Zavalza una noche.

– No lo extraño -dijo Emilia-. Me duele el reconcomio.

Habían caminado desde el hospital y hacía frío. Zavalza no quiso entrar para la cena. Emilia no le rogó que se quedara.

Subió despacio los escalones que llevaban al corredor de los helechos y se dejó caer entre dos macetas. Sentada en el suelo, bajo los cristales de la galería a medio iluminar por un montón de estrellas, estuvo un rato largo musitando resabios.

– ¿Vas a pasar ahí toda la noche? -preguntó Josefa asomándose por la sala.

– Una parte -contestó Emilia, tajante.

– Harás bien. Al cabo no tienes nadie que te quiera -dijo su madre, yéndose en busca de Diego.

Emilia los escuchó trajinar y discutir a lo lejos. Luego contestó suave al hasta mañana que le dieron, antes de ir a meterse en la cama de sus reconciliaciones.

Pasaba de medianoche cuando Emilia Sauri tocó a la puerta de la casa en que Antonio Zavalza vivía junto con dos perros y la soledad de su espera. Había caminado diez calles en la penumbra que cada tanto agujereaba un farol y estaba helada. Abrió los brazos en cuanto Antonio apareció, buscándole en los ojos la certeza de que venía por él y no por un vicario.

Todo en el mundo de Zavalza se avenía a la sencillez de quienes saben lo que quieren y no ambicionan paraísos perdidos sino espacios de luz en los que perderse. Era de los que andan por la vida seguros de que la felicidad se encuentra, no se busca, de que es algo que llega siempre, inevitable y puntual cuando menos se le espera. Emilia entró a su casa, más que como si la conociera, segura de que ahí le conocían. Y todo, desde los perros hasta la oscuridad perfumada con el olor de su dueño, la recibió como si muchas otras veces la hubiera visto irrumpir a medianoche. Despacio se quitaron la ropa, despacio recorrieron las aristas y anhelos de sus cuerpos, presos de un coloquio pendiente, sin desear otra cosa que tocarse, sin más queja que la celebración de su potestad sobre un reino cuya bienaventuranza no se cansaron de explorar.

La luz contra sus párpados le avisó a Emilia Sauri que debían ser más de las siete. Los abrió porque el hábito era mayor que su cansancio. Lo primero que encontró en el horizonte de sus ojos, fue una bandeja con el desayuno y tras ella, las manos de Zavalza recordándole todo lo que sabían hacer. Sintió un rubor en las mejillas y pensó, mirándolo ahí, como una contundencia contra la que nada quería hacer, que lo quería tanto como a Daniel y que no sabría cómo lidiar con eso.

– No le pienses mucho -dijo Antonio acariciando su melena en desorden.

Emilia le regaló una sonrisa mezcla de luz y dudas y tomó las manos que le paseaba por la cabeza para guiarlas a otros rumbos.

Eran las diez de la mañana cuando entró a su casa con la cara de una niña traviesa y un toque de aire en sus pasos. Reunidos en el comedor, los Rivadeneira y los Sauri la oyeron entrar y se miraron con la complicidad que el caso requería. Entre los cuatro hacían una cabeza de presagios tan apta como la de Refugio. Habían desayunado juntos para asegurarse de que estaban de acuerdo, y no debían preocuparse por Emilia que de seguro dormía por fin entre los brazos de Zavalza. Cuando la oyeron entrar, se miraron en silencio y siguieron bebiendo su café. Emilia irrumpió en ese silencio con el gesto de un pájaro y los besó a uno por uno. Fue a sentarse junto a su padre, se sirvió café, tomó aire y les dijo con una sonrisa:

– Soy bígama.

– El cariño no se gasta -le contestó Milagros Veytia.

– Ya iré viendo -dijo Emilia sin quitar de su boca la sonrisa de bienestar que le tenía tomado el cuerpo.

– Par de sinvergüenzas -soltó Josefa-. No he visto tanta fortuna ni en las novelas. Un hombre como Rivadeneira no aparece jamás. Pero dos, destinados a una misma familia, si lo ponemos por escrito no lo cree nadie.

– No son tan santos como tú crees -dijo Milagros-. Ellos también han de tener otros líos. ¿Verdad Diego?

– No sé si les alcance el cuerpo para tanto -dijo Diego.

– Ojalá y sí. Me sentiría yo menos culpable -ambicionó Josefa.

– ¿Tú de qué tienes que sentirte culpable?

– preguntó Emilia.

– De transigir con ustedes -respondió Josefa levantándose-. A ver cuál dios las protege.

– El tuyo -dijo Milagros-. Con el tuyo nos basta.