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Presos en el escándalo de la vida, los Sauri gozaron diez años de pausado y bien avenido matrimonio sin que el azar o la fortuna les dieran la sorpresa de un hijo. Al principio habían estado tan ocupados en sí mismos que no tuvieron tiempo de turbarse porque sus eufóricos encuentros diarios no tenían más consecuencia que la paz de sus cuerpos. Empezaron a preguntarse por una criatura sólo cuando se conocían tan bien uno al otro que con los ojos cerrados él podía evocar la forma y el tamaño preciso de cada una de las pequeñas y limpísimas uñas en que terminaban los pies de su mujer, y ella podía decir con su memoria la exacta distancia entre la boca y la punta de la nariz de su marido, mientras trazaba con su dedo en el aire las curvas de su perfil. Josefa sabía que la blanca hilera de dientes con que sonreía Diego Sauri, por igual que pareciera, tenía un matiz distinto en cada diente. Y él sabía que su mujer, además de ser una especie de diosa regida por las leyes de una intensa armonía, tenía muy alto el paladar y las anginas invisibles.
Acaso les quedaron resquicios desconocidos, pero no muchos más de los que cada quien desconoce de sí mismo. Así que se dedicaron a buscar la llegada de un hijo que les contara lo que ni ellos imaginaban de sus deseos y sus alcurnias. Seguros de que habían hecho todo lo necesario para engendrar un ser humano sin conseguirlo, decidieron intentar lo que siempre les había parecido innecesario: desde beber infusiones de una yerba llamada Damiana por Josefa Veytia y Turnera diffusa por los conocimientos botánicos de Diego Sauri, hasta contar las lunas para conocer los días fértiles de Josefa y enfatizar entonces la pasión de sus cuerpos que de tanto empeño se habían puesto aún más briosos y precipitados que de costumbre.
Todo esto, apoyándose en las consultas y siguiendo los consejos del doctor Octavio Cuenca, un médico con el que Diego había intimado la primera tarde rojiza que pasó en la ciudad de Puebla, y al que con los años y los descubrimientos compartidos quería como a un hermano con jetatura.
Desde que la menstruación sorprendió la precoz adolescencia de Josefa Veytia, un fiero y venturoso mayo, hasta esas fechas, ella había recibido la roja visita con la luna en cuarto menguante, así que a los trece días de esa luna, Diego Sauri cerraba la botica y ni el periódico leía durante los siguientes tres. Sólo descansaban de su intensa labor creadora para que Josefa diera unos tragos enormes del agua en que hervía por dos horas el bulbo de unas flores parecidas a los lirios, que la yerbera del mercado llamaba Oceoloxóchitl y su marido Tigridia Pavonia. Él había encontrado su nombre científico y la descripción de sus efectos curativos en el libro de un español que en el siglo XVI recorrió la Nueva España haciendo el recuento de las plantas usadas por los antiguos mexicanos. Su corazón había latido más rápido mientras leía: “Algunos dizen que si las beuen las mugeres les ayuda a concebir". Entonces puso sus esperanzas en los conocimientos de los indios, porque empezaba a perderlas en los de los médicos y las sustancias que él mismo preparaba en su botica. Había tomado y hecho tomar a su señora cuanta píldora encontró sobre la tierra, y empezaba a sentirse harto de vivir con las esperanzas como un hielo, paralizándole hasta la placidez de los días que la ciudad les regalaba.
Vivieron varios años regidos por la desazón de que sus cuerpos, tan hábiles para encontrarse, no lo eran para salir de sí mismos, hasta que un día trece, Josefa se vistió de madrugada, y cuando su marido abrió los ojos al deber de hacerle un hijo, encontró vacío el lugar que ella entibiaba con su cuerpo en el lado izquierdo de la cama.
– Ya no juego -dijo al verlo entrar a la cocina, buscándola con el asombro todavía en la cara-. Abre la botica.
Diego Sauri era uno de esos extraños hombres que respetan sin preguntas los designios de la autoridad divina encarnada en su mujer. Le había costado mucho tiempo de estudio su condición de agnóstico, había incluso convencido a Josefa de que Dios era un deseo de los hombres, pero contaba con el Espíritu Santo que presentía entre las sienes de aquella dama. Por eso fue a vestirse y bajó a olvidar la pena entre los matraces, las balanzas y los olores de la botica que atendía en el primer piso de su casa. No volvió a pedirle nada hasta varios días después. Un amanecer, cuando la luz empezaba a hundirse en la tiniebla de su recámara, se atrevió a preguntarle si quería que lo hicieran porque sí. Josefa asintió, recobró la paz y no se volvió a hablar del, hijo. Poco a poco, hasta creyeron que sería mejor de aquel modo.
En el año de 1892, Josefa Veytia era una mujer de treinta y tantos que se había acostumbrado a caminar con la espalda orgullosa de una bailarina de flamenco, que despertaba siempre con un plan nuevo en la cabeza y se dormía siempre después de haberlo llevado a cabo, que coincidía con su marido en la hora de los deseos y jamás le negó el placer de saberse acompañado en el juego que tantos hombres juegan solos. Siempre tenía entre los ojos hundidos y redondos una pregunta, y en el borde de sus labios la paz contagiosa de quien no urge las respuestas. Usaba el cabello levantado sobre la nuca altiva que a Diego le gustaba besar a media tarde, como un anticipo de la luz con que su cuerpo desnudo iluminaría el anochecer. Por si fuera poco, Josefa tenía el don que equilibra la necesidad de las palabras con la premura de los silencios. Las conversaciones entre ellos no se morían nunca. A veces hablaban hasta la medianoche como si apenas acabaran de conocerse y otras los despertaba el alba urgidos de contarse el último sueño.
La noche en que descubrió que la luna había crecido al doble del tamaño que tenía siempre cuando la primera mancha roja sobre sus blanquísimos calzones le anunciaba el tormento que eran sus menorragias, Josefa inició el coloquio diciendo que sentía miedo. Ella no conocía nada más puntual que su agónica menstruación: faltaban tres cuartos para las once de la mañana cuando por primera vez la sintió correr entre sus piernas, un sábado cinco de mayo en que la ciudad toda temblaba de olor a pólvora y orgullo, poco antes de iniciarse un simulacro de guerra con el que se festejaba el triunfo sobre el ejército invasor francés, varios años atrás. Cuándo la campana mayor de catedral sonó ronca para anunciar que había llegado la hora del combate, ella y su hermana Milagros estaban en el balcón, saludando con pañuelos a los grupos de tropa y pueblo armado que atravesaban las calles para cubrir las trincheras y las alturas de los templos. El mundo de entonces tenía el hábito de la guerra, y celebraba los grandes peligros como un vértigo de la costumbre. Como parte de ese mundo, Josefa sintió correr la sangre por sus muslos y en lugar de aterrarse giró en redondo gritando: "¡Estoy herida, pero no me pienso rendir!"
Esa noche la luna brillaba en cuarto menguante. Desde entonces, siempre, durante doscientos quince meses, la sangre llegó con la luna en cuarto menguante. De ahí que Josefa hubiera dicho "tengo miedo", al ver llegar la luna llena sin que una gota de sangre le hubiera negado el paso a su ambición procreadora.
Levantando la vista Diego Sauri perdió los ojos en la contemplación de su mujer, mientras se dejaba regañar por ella que saltó sin más de la luna a reprocharle su apego al mentidero de los periódicos. Porque sólo era culpa de los periódicos, la iba oyendo decirle, a los que dedicaba una buena parte de su vida, que él llevara tres días sin escucharla y con la cabeza mareada por la marcha contra la nueva reelección del presidente de la república. El dictador tenía siete años de mandar cuando Diego empezó a repetir que no podía quedarse ahí mucho tiempo más, y desde entonces otros nueve se habían amontonado sin que Josefa tuviera más aviso de su caída que la ilusión con que su marido se dedicaba a preverla.
Temiendo que los reproches no terminaran nunca si él no se hacía cargo del asunto relacionado con la luna, Diego aceptó levantarse y salir del comedor a la tibia noche de junio. Una luna inmensa lo regía todo.
– Con razón la adoraban los antiguos -dijo mientras sentía el cuerpo de su esposa ceñírsele cálido y apacible.
– ¿Quieres que te lo haga? -preguntó.
– Creo que ya me lo hiciste -dijo la señora Sauri. Y lo dijo con tal melancolía que su marido le soltó la cintura para escudriñar su cara y preguntarle qué demonios le había hecho.
– Un hijo -soltó Josefa con el aire que le quedaba entre los labios.
Guiado por la redondez absoluta del vientre que fue haciendo su mujer, Diego Sauri afirmó siempre que dentro guardaba los ambiciosos sueños de una niña. Josefa le pidió que no predijera lo que no podía saberse y él respondió que sabía todo desde el quinto mes y que ella perdía el tiempo tejiendo con estambre azul, porque la criatura sería niña y la llamarían Emilia para honrar a Rousseau y hacerla una mujer inteligente.
– ¿Por qué tendría que ser tonta llamándose Deifilia? -preguntó Josefa acariciando el nombre de su bisabuela.
– Porque partiría del error de creerse hija de Dios y no hija nuestra. Y esta niña es hija nuestra.
– Hasta que saque la cabeza -argumentó Josefa, que había pasado buena parte de su preñez temiendo que se le escapara el prodigio.
Como buen hombre del Caribe, Diego Sauri estaba acostumbrado a no discutir con los milagros y reía siempre que su mujer expresaba sus temores, dudando de su habilidad para no equivocarse a la hora de hacer los vericuetos de una oreja o igualar el color de los ojos. Porque ¿cómo podía saber lo que estaba haciendo, si su intervención era igual a la que podría tener un ánfora?
– Un ánfora chiflada -dijo Diego Sauri levantándose a darle un beso.
Tenía los hombros fuertes y los ojos claros iluminando la oscuridad de unas ojeras precoces, la altura mediana del padre que Josefa guardaba en su memoria, las palmas de sus manos marcando un acertijo, las yemas de los dedos hábiles y atinadas. Se movía aún como el nadador que había sido, acechaba los guiños de su mujer con el deseo entre los labios.
– No empieces -se preocupó Josefa-. Has estado entrando y saliendo por el camino de la criatura sin ningún respeto durante todo este tiempo. La podemos lastimar.
– No afirmes cosas de ignorante, Josefa. Pareces poblana -dijo él volviendo a besarla.
– Soy poblana. Que tú vengas de una tierra de salvajes no es mi culpa.
– ¿Salvajes los mayas? -dijo Diego-. Por estas tierras no había pasado un pie humano cuando Tulúm era un imperio de dioses terrenales.
– Los mayas desaparecieron hace siglos. Ahora todo eso es selva y ruinas -dijo ella jugando con la vanidad de su marido.
– Todo eso es un paraíso. Tú lo vas a ver -contestó Diego levantándola del sillón de bejuco en que tejía y empujándola hacia su cama mientras le desabrochaba el camisón.
Una hora más tarde Josefa abrió los ojos y aceptó:
– Tienes razón, es un paraíso.
– ¿Verdad? -dijo su marido mientras le acariciaba la redonda y palpitante barriga. Luego, volvió como vuelven los hombres a la tierra y preguntó: -¿Tendrás algo de comer?
Esperaba, recordando las palabras de su amigo el doctor Octavio Cuenca acerca de la relación exacta entre el momento en que una embarazada entra en febril actividad y la cercanía de su parto, cuando sintió a Josefa volver de la cocina como un relámpago.
– Me está saliendo agua -dijo.
Diego saltó de la cama como si estuviera viéndola caerse, pero Josefa adquirió de golpe una calma propia de quien ha parido diez criaturas, y sin más tomó las riendas del asunto, negándose a que Diego llamara a un doctor en su ayuda.
– Tú me juraste que te harías cargo solo -recordó Josefa.
– ¿Cuándo? -preguntó Diego.
– La noche del día en que nos casamos -le contestó Josefa para terminar la discusión y dedicarse de lleno al escándalo que recorría su cuerpo.
Por mucho tiempo había creído que aquel dolor sería como un lujo. Durante las horas que siguieron no lo dudó ni un minuto, pero hasta el último rincón de su cuerpo aprendió entonces que algunos lujos cuestan lo que valen y que la íntima orgía de parir es, más que un dolor, una batalla que por fortuna se olvida con la tregua.
Nueve horas después, Diego le puso entre los brazos el cuerpo lustroso y cálido de su criatura.
– Ya ves cómo adiviné -dijo él soltando unas lágrimas gordas que le corrieron por la cara hasta que se las chupó con la lengua antes de sonreír.
– Y está completa -contestó Josefa, revisándola como si en ella cupiera el firmamento.
– Eres más valiente que Ixchel -afirmó Diego extendiéndole un algodón con alcohol y solución de marihuana. Después le besó la punta de la nariz y se llevó a la niña todavía desnuda. Empezaba a salir el sol terco de los inviernos mexicanos. Eran las siete de la mañana del doce de febrero. Josefa cerró los ojos y se durmió con la paz de espíritu que había perdido nueve meses antes.
Cerca del mediodía despertó del primer sueño incompleto de su vida.
– Diego, ¿quién es Ixchel? -preguntó aún prendida a las imágenes de su quimera.
Radiante como una abuela precoz, su hermana Milagros se acercó a contestarle que Diego dormía y que Ixchel era la diosa maya de la luna, las aguas y los curanderos, encargada por eso de proteger el parto y los embarazos.
– ¿Ya la viste? -le preguntó Josefa.
– Como bordada por los ángeles -contestó Milagros con la contundencia que Josefa disfrutaba en su voz desde que eran niñas. Cuatro años mayor que ella, Milagros le regaló el aplomo que no tuvo su madre y la quiso por todos los hermanos que le faltaron a su familia. Era un poco más alta y bastante más terca, tenía como ella los pómulos prominentes y la melena oscura, podía sonreír como un ángel y enceguecer de furia como todos los diablos. Josefa estaba orgullosa de pertenecer a su estirpe. Por más que la gente las encontrara tan distintas que parecía difícil imaginarlas congeniando, había entre ellas un pacto remoto que las hacía comprenderse con los ojos. Milagros tenía también los ojos hundidos y curiosos, sólo que ella no estaba en paz sin las respuestas, le urgía saberlas todas, conocer hasta el último lugar del mundo, hendir sus dudas siempre que le apretaban la garganta cruzándose por ella. Era por eso que no se había casado con ninguno de los tantos que la desearon. No sabían las respuestas, para qué destinarles el destino. Tenía su libertad como pasión primera y su arrojo como vicio mejor. Solía desbaratar un argumento con la luz ominosa de su mirada despreciándolo, y era lectora como pocas y erudita como ninguno. Le gustaba desafiar a los hombres con el acervo de sus conocimientos científicos y se divertía memorizando poemas y buscándose retos. Odiaba el bordado pero era una bruja para diseñar sus vestidos o cambiar el ambiente de un cuarto con sólo mover algunos cuadros. Era drástica en sus juicios y exigente con los ajenos, disimulada en sus afectos, desprendida en sus pertenencias, cautivadora con sus historias. Tenía por su hermana Josefa una predilección que nunca intentó disimular y era capaz frente a ella de deponer cualquiera de sus armas. Por el sólo haberse enamorado de Josefa con mirarla, Milagros quería a Diego Sauri como a un hermano y hubiera dado por él la misma vida que daría por su hermana. Además compartía con su cuñado creencias y fantasías políticas y lo ayudaba a sobrellevar las críticas y llamados a la cordura que de tanto en tanto hacía Josefa esgrimiendo para el caso su afilada y pertinente lengua. Al contrario de Josefa, cuyo espíritu conciliador la ayudaba a pasar sin apuro entre los preceptos y prejuicios que regían el mundo en que vivían, Milagros se llenaba de furia cada vez que un juicio ajeno le parecía irrespetuoso y poco universal. Jamás pasaba de largo frente a la posibilidad de una batalla ideológica acerca de Dios, las religiones, la fe, el absoluto y otros riesgos.
Desde la cama, Josefa la vio caminar hasta la cuna en que dormía su hija.
– Según la hora y el día en que ha nacido, tu niña es Acuario con ascendente Virgo -dijo Milagros-. Un cruce de pasiones y dulzuras que le dará tanta dicha como penas.
– Yo sólo quiero que sea feliz -ambicionó Josefa.
– Lo será muchas veces -dijo Milagros-. Alumbrará su vida la luna en cuarto creciente que aún se veía en el cielo cuando nació. Rigen este mes la Osa Mayor, la Cabellera de Berenice, Procyon, Canopo, Sirio, Aldebarán, el Pez Austral de Eridano, el Triángulo Boreal, Andrómeda, Perseo, Algol y Casiopea.
– ¿La luz de tantas estrellas le hará ser una mujer dueña de sí misma, con un cerebro sensato y un corazón devoto de la vida? -preguntó Josefa.
– Eso y más -dijo Milagros detenida bajo el tul de la cuna.
Josefa le pidió que repitiera para ella el conjuro que escuchaban desde siempre las mujeres de su familia cuando nacían.
Milagros aceptó rendirse a la tradición familiar para que nada le faltara al rito que la convertiría en madrina. Puso la mano sobre la cabeza de su sobrina y recitó:
– Niña que duermes bajo la mirada de Dios, te deseo que no lo pierdas jamás, que vayas por la vida con la paciencia como tu mejor aliada, que conozcas el placer de la generosidad y la paz de los que no esperan nada, que entiendas tus pesares y sepas acompañar los ajenos. Te deseo una mirada limpia, una boca prudente, una nariz comprensiva, unos oídos incapaces de recordar la intriga, unas lágrimas precisas y atemperadas. Te deseo la fe en una vida eterna, y el sosiego que tal fe concede.
– Amén -dijo Josefa desde su cama, poniéndose a llorar.
– ¿Ahora puedo decir el mío? -preguntó Milagros.
Era más que una mujer hermosa que a veces se vestía como un dibujo de Le Moniteur de la Mode y usaba los sombreros más finos que podía diseñar madame Berthe Manceu, porque también tenía en su guardarropa una colección de los mejores huipiles que se hubieran bordado jamás. Acostumbraba ponérselos en las ocasiones solemnes y era capaz de caminar por la calle con el cabello en trenzas sobre la cabeza y aquella ropa de india como una bandera de colores cayéndole por el cuerpo. Así estaba vestida esa mañana. Josefa la miró admirándola y le pidió que siguiera.
– Niña -dijo Milagros con la solemnidad de una sacerdotisa- yo te deseo la locura, el valor, los anhelos, la impaciencia. Te deseo la fortuna de los amores y el delirio de la soledad. Te deseo el gusto por los cometas, por el agua y los hombres. Te deseo la inteligencia y el ingenio. Te deseo una mirada curiosa, una nariz con memoria, una boca que sonría y maldiga con precisión divina, unas piernas que no envejezcan, un llanto que te devuelva la entereza. Te deseo el sentido del tiempo que tienen las estrellas, el temple de las hormigas, la duda de los templos. Te deseo la fe en los augurios, en la voz de los muertos, en la boca de los aventureros, en la paz de los hombres que olvidan su destino, en la fuerza de tus recuerdos y en el futuro como la promesa donde cabe todo lo que aún no te sucede. Amén.
– Amén -repitió Josefa bendiciendo la fe y la imaginación de su hermana.
Cobijada por los deseos de su madrina, Emilia comió y durmió con una sensata placidez los primeros meses de su vida. A sus oídos no llegaban las historias de horror que su padre leía en los periódicos, pero lo escuchaba todas las mañanas contarle lo que sucedía en el mundo, opinar sobre las cosas que lo perturbaban o entristecían y describirle las sorpresas del día con la certidumbre absoluta de que la conmovían tanto como a él.
Josefa aseguraba que la niña era demasiado pequeña para interesarse en el surgimiento del partido laborista en Inglaterra, la anexión de Hawai a los Estados Unidos, la pérdida de cosechas y la mortandad de ganado por todo el país. Regañaba a su marido por entristecerla hablándole de la prohibición de las corridas de toros, del desastre de que se reeligieran los gobernadores o se gastaran cien mil pesos mensuales en obras para el imposible desagüe del Valle de México. Diego respondía diciendo que ella hacía peor hablándole de la Inglaterra de Charlotte Brontë y leyéndole Shirley en voz alta.
– Eso lo hago para dormirla -dijo su madre.
– Los avatares de Julián Sorel o las penas de Ana de Ozores ¿qué le interesan? -preguntó Diego-. Yo por lo menos le cuento la realidad.
– Sí, pero toda la realidad. Hasta lo del impuesto al tabaco ha de saber la pobre niña. Cuando cerraron El Demócrata, le repetiste durante una semana los nombres de los redactores encarcelados.
– Sirvió que se lo contara -dijo Diego Sauri. Y luego dirigiéndose a la niña: -Por fin se le grabó a tu madre una arbitrariedad del gobierno.
– Las sé todas. Pero no te fomento la ira porque no quiero que te encierren también a ti.
– ¿A mí por qué? -preguntó Diego.
– ¿Quieres que te lo diga?
– No-. El señor Sauri se pasó el dedo sobre el bigote rojizo que se había dejado crecer para celebrar la llegada de su hija.
Ambos sabían, aunque lo hablaban poco, que Josefa tenía razón. Hacía más de tres años que en la botica habían empezado a reunirse todos aquellos que por motivos justificados, viejos anhelos democráticos o pura vocación conspirativa, tenían algo en contra del gobierno. Primero los acercó el azar, luego el acuerdo, después la necesidad. Y para ese momento, un día sí y otro también, había en la botica algún parroquiano dispuesto a insultar al gobernador delante de cuanto cliente la pisaba. Así las cosas, Diego no tardaría en pasar de antirreleccionista a temerario, y como andaba el mundo, pasar de temerario a loco y de loco a preso sería asunto de un rato.
– Vamos a mudar la tertulia política a la casa del doctor Cuenca -dijo Diego.
– Bendito sea Dios -contestó Josefa tranquilizada con la noticia.
– ¿Cuál de todos? -preguntó el señor Sauri. -Cualquiera que te haya inspirado esta vez -contestó su mujer.