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Sauri ocupaba parte de una antigua mansión colonial que sobrevivió con heroísmo a los once sitios padecidos por la ciudad de Puebla durante los primeros sesenta años del siglo XIX, y a la división de sus tres patios en los centros respectivos de tres casas distintas. Fue la única herencia de Josefa Veytia, y con ella le bastó para ser la más satisfecha de todas las mujeres que algo heredaron por esos tiempos. Tenía una larga historia, pero Josefa la recibió sin conocer más que la última. Don Miguel Veytia, el hermano de su padre, aficionado a los toros y las peleas de gallos, cuya más entrañable propiedad era una tienda de libros sobre el portal de Iturbide, tuvo una encandilada tarde de abril el atrevimiento de apostársela al valor de un gallo pinto. Su amigo de jaleos y dominó, un español sin escudos que era el mayor comerciante de la ciudad por ahí de mil ochocientos ochenta y uno, se empeñaba en denostar la bravura de tal gallo.
– Ese animal se ve muy indio -había dicho el español mordisqueando un cigarro.
– Por eso es más bravo -le contestó Veytia, que todas las noches jugaba a los dados con el comerciante y tenía establecida con él una eterna polémica empeñada en dilucidar qué sangre era más valiente, si la de los indios o la de los españoles.
– ¿Le apostarías tu tienda con todo y libros? -preguntó el español.
– ¿Qué apuestas tú? -respondió el tío de Josefa.
– Mi parte de la Casa de la Estrella -dijo el español, sacando de su bolsa la vieja escritura de la casa fragmentada.
Miguel Veytia aceptó el acuerdo dándole la mano a su amigo y disculpándose porque él no acostumbraba cargar por todas partes las escrituras de su librería. La fortuna hizo que el gallo indio clavara el pico cuatro segundos después que el colorado, y que el peninsular aquel estuviera tan lleno de alcohol como una bota de cuero. Nadie ha cumplido una apuesta con tanto rigor. Por más que don Miguel se empeñó en no aceptarlo, el título de propiedad de la Casa de la Estrella fue puesto en la bolsa de su saco una y otra vez por la contumacia de su amigo. Veytia terminó por aceptarlo, pensando en que al día siguiente podría devolvérselo sin reparos al comerciante mesurado y sensato que era aquel asturiano cuando estaba en sus cabales. Por desgracia para tan leal apostador no hubo día siguiente. Antes de la madrugada discutió con la navaja de alguien más borracho y mejor armado.
– Díganle a Veytia que se quede con la casa -fueron sus últimas palabras.
Mientras lloraba la pérdida de su bullicioso compañero de ferias, Miguel Veytia mantuvo las escrituras en un cajón y se olvidó de ellas. Pero cuando Josefa su sobrina dio en enamorarse del recién llegado Diego Sauri, el honorable coleccionista de cajas y experto en libros antiguos no encontró mejores dueños para la Casa de la Estrella que esos dos jóvenes poseídos por un fuego del que su memoria encanecida guardaba algunas cenizas. Gracias a ese regalo, la sociedad conyugal formada por Josefa Veytia y el boticario falto de pesos que era Diego Sauri, inició sin mayores abismos económicos la indescifrable travesía del matrimonio. No se sabía bien a bien de qué vivirían, pero al menos ya tendrían en dónde vivir.
Los Veytia descendían de un señor Veytia que emigró de España para ayudar a la fundación de la ciudad en el año de 1531. Y desde que aquel primer Veytia se había atrevido a cruzar el océano del modo en que se cruzaba por esos años, todos los que heredaron su apellido, con la reciente excepción del tío Miguel, heredaron con él la certeza de que Puebla era el mejor lugar para vivir y morirse que ser humano alguno pudiera escoger. Así que ninguno tuvo jamás entre sus ambiciones la de viajar y nadie, en trescientos cincuenta y dos años, había tenido la ocurrencia de emprender una luna de miel que acarreara el peligro de perder de vista los volcanes. Sabiéndolo, Josefa guardó en secreto los planes viajeros en que la involucraba Diego Sauri, guardándolos hasta que la Santa Madre Iglesia le hubiera impuesto la obligación de obedecer a su marido antes que a nadie. Como no se les ocurrió ningún lugar cercano al que partir el mismo día de la boda, Josefa pasó la primera semana de amores con Diego en la semivacía y soleada Casa de la Estrella.
Toda la ciudad supo que en ocho días la pareja Sauri Veytia no salió de la cama y que Josefa no fue ni para abrirle la puerta a su madre, cuando al cuarto día esa mujer que se consideraba un dechado de prudencia tuvo el arrojo de llamar para asegurarse de que vivían. La recién casada se había asomado al balcón con la melena suelta y cubriéndose sólo con la camisa blanca que su marido llevaba puesta durante la boda, y había dicho para que la oyeran hasta las nubes, que no podía bajar.
Después de aquella escena, ya nadie consideró digno de preocupación el aviso de un viaje de bodas sin destino preciso, dedicado a recorrer el país juntando yerbas y pócimas, durante varios meses. La familia más bien agradeció que ese par de extravagantes la dejara respirar con libertad mientras se iba haciendo al ánimo de asumirlos como eran.
Cuando Diego y Josefa volvieron cargando una colección de arcones que cuidaban como si en ellos viajara el tesoro de la corona inglesa, después de andar por todas las sierras o valles transitables que encontraron en quinientos kilómetros a la redonda, la parentela los acogió como a los pródigos más queridos y añorados desde aquél cuyo retorno cuenta la Biblia.
Con la paz de ese recibimiento, Josefa y Diego se instalaron en la Casa de la Estrella y dedicaron cuanto tiempo y dinero fueron teniendo libre a lo largo de los años, a convertirla en la taza de plata que según ellos había sido alguna vez.
En los bajos de la casa, Diego Sauri puso una botica con olor a madera y brillos de porcelana. Eran de cedro desde los estantes sobre los que descansaban los tarros hasta el mostrador y la mesa de trabajo en el laboratorio de la trastienda, y no le faltaba un remedio. Para cualquier dolencia tenía Diego solución entre sus frascos blancos y sus cientos de cajitas numeradas y olorosas. Tardó muy poco tiempo en convertir su local en algo mucho más refinado y completo que una droguería como cualquier otra. Tenía en ella desde agua de Anhalt para la debilidad de los ancianos, hasta polvos de cocaína.
Durante el tiempo que vivió en Europa, había juntado en pequeñas cajas los principales remedios de cada lugar. Había aprendido las fórmulas para obtener muchos de ellos y podía distinguir para qué servía el polvo de cada una de sus cajitas, aunque cualquiera los hubiera confundido a todos con el mismo talco para después del baño.
Para fines del siglo, el corredor del segundo piso era un espejo apretujado de plantas y flores, por el que entraba el sol de un modo casi violento. Emilia descubrió los encantos de aquel túnel iluminado en cuanto fue capaz de gatear, y durante algunos meses llevó manchadas las rodillas y las palmas de sus manos con el polvo hasta entonces invisible del mosaico.
La primera vez que Emilia se puso de pie, Josefa Veytia la vio de lejos, asida al brocal de una maceta, levantando la cabeza como una bailarina, y bendijo la hora en que había sembrado la hilera de plantas que acompañaba como una selva la audacia de su hija. Emilia vio los ojos de su madre, la oyó llamarla bajo, con el temor de quienes miran a una equilibrista que anda sobre un hilo en las alturas, y fue soltándose de un tiesto para arriesgar dos pasos hasta la siguiente, mientras Josefa se inundaba en la sal de dos lágrimas enormes.
Ajeno al gran acontecimiento, Diego Sauri estaba en el laboratorio anexo a su tienda preparando los famosos polvos dentífricos del general Quiroga: una mezcla de coral rojo, cremor tártaro, asta de ciervo calcinada, talco de Venecia, cochinilla y esencia de clavo, que se había puesto de moda ese año y que él vendía siempre acompañada por la anticomercial especificación de que el mejor dentífrico era uno mucho más sencillo, que se preparaba con la mezcla de dos partes de carbón de corteza de pan y una parte de quina, todo finamente pulverizado.
Mientras hacía sus mezclas, a Diego Sauri le gustaba cantar fragmentos de arias famosas. El júbilo con que su mujer entró al laboratorio lo sorprendió a la mitad del Se quel guerrier io fossi.
– ¡Ya camina! -le anunció Josefa agachándose y poniendo en el suelo a la niña que había bajado en brazos hasta ahí. La tenía sostenida de la cintura y le pidió a su marido que se arrodillara para mandar a Emilia hasta sus brazos, pero él se negó con horror a tal experimento.
Burlándose de sus miedos Josefa la soltó y Diego no tuvo más remedio que agacharse. Miró a Emilia parada en el centro de su laboratorio, vestida de azul pálido, con las manos asidas al aire y los pies de una muñeca temblando en botas nuevas. Sus ojos no alcanzaban el pretil de las mesas, pero reconocían ese lugar como el rincón del hombre que cuando usaba un largo delantal blanco, andaba por un mundo que parecía el mejor. Muchas tardes la había bajado con él a verlo hacer mezclas y oírlo cantar sentada en una silla alta, pero ésa fue la primera vez que ella ponía los pies en el suelo de su padre.
El boticario tenía los brazos abiertos y en cada mano un matraz con diferente tintura. Emilia perdió los ojos en el morado intenso y caminó hasta su padre.
Gritando bravos, Diego dejó el matraz con la esencia de lirio florentino en las manos titubeantes de la niña a la que vio acercarse como un milagro y se dedicó a pronosticarle a su mujer una parte del luminoso futuro de su hija.
Tan bienaventurado discurso terminó cuando Josefa, practicando el deber femenino de la atención diversificada, descubrió a Emilia teñida de lila desde la punta del fleco hasta la punta de las botas blancas que apenas le había entregado el zapatero esa mañana.
El anochecer los sorprendió en el baño de la casa, con Emilia todavía a medio despintar y ellos lamentando el primer pleito de su larga vida conyugal. Entre doce palanganas y un vertiginoso olor al perfume del jabón que la Droguería Sauri encargaba a una importadora de productos ingleses, Josefa calificó a Diego de inconsciente y Diego se defendió llamando a su mujer quisquillosa. Cuando para las nueve de la noche Emilia tuvo a bien dormirse, aún medio pinta de manchas lilas, Josefa se sentó a llorar en el suelo del baño al que había vuelto para recoger las botas. Era un baño nada común el de los Sauri. Además de la tina con patas de leones y de las tres jarras de porcelana con su idéntico aguamanil, Diego instaló una regadera que les brindara el extraordinario placer del agua limpia mojando sus cabezas sin necesidad de ocupar las manos en sostener la jofaina.
– ¿Por qué han de bañarse mejor las plantas que uno? -le dijo a Josefa al verla regar la vegetación que reinaba en su corredor.
Tres días después había logrado convencer a un herrero de que gastara su tiempo copiando en grande un rociador de flores. El hombre aceptó porque la buena labia de Sauri le aseguró que si le salía bien, en la botica él vendería decenas de tan útil artefacto recomendando su uso como la más avanzada medida de salud preventiva.
Con la clientela no tuvieron el éxito que él esperaba, pero eso no le importó gran cosa. El hecho es que su regadera lo hacía feliz imperando en el baño de su casa, bajo el emplomado azul por el que discurría una luz del mismo color que tenía el aire de su niñez. También hizo feliz a Josefa, que en las mañanas cantaba valses bajo el agua, mirándose brillar el cuerpo con que lo embriagaba.
Cuando Diego entró a disculparse aceptando que había sido un error darle el matraz a su hija, el piso sobre el que se acomodó a llorar Josefa todavía estaba mojado por el desorden que había sido bañar a la niña.
– No tengo nada que perdonarte -dijo ella abriendo una sonrisa que él se agachó a besar. Después se fueron a dormir.
Josefa se apegó a su marido como a un derecho natural, con la paz de quien recupera el alma mientras acaricia el raro tesoro que hay en un hombre capaz de pedir perdón.
Habían tenido suerte, no volvieron a disgustarse sino hasta la noche en que Emilia entró a su recámara llorando como no lo hacía desde las pesadillas de los dos años.
Poco antes ellos habían despertado tocados por el mismo deseo y se buscaron en la oscuridad para exorcizarlo con el ensalmo de sus cuerpos juntos, librándose del mismo precipicio.
Josefa besó el hombro de su marido agradeciendo que la prisa no le hubiera dado tiempo de salirse completa del camisón, y se vistió con la agilidad que habría invertido en terminar su guerra. Le preguntó a su hija qué había soñado y la dejó subirse a la cama para sosegarla abrazándola. Emilia respondió que no se acordaba.
– Trata de acordarte -le dijo Diego en el tono áspero con que se habla a los enemigos.
Emilia le respondió volviendo al llanto y Josefa tuvo a bien resolver las dudas de su marido diciendo que la niña tenía miedo de cantar y bailar en casa de los Cuenca el domingo siguiente. Furioso de haber vuelto a la realidad de modo tan abrupto, Diego le pidió a su mujer que no interpretara las emociones de su hija, y exigió que la niña dijera cuál había sido su sueño y volviera cuanto antes a su cama. Entonces Emilia se atrevió a decir que había soñado con el diablo, y que aunque Diego le había explicado mil veces que el diablo no existía, ella le había visto la cara burlona de Daniel Cuenca diciéndole "sí existo". Tras oírla, Diego increpó a Josefa por permitir que la niña tratara con gente que le hablaba del diablo y Josefa se defendió diciendo que era la cara del niño Cuenca y no el diablo lo que tenía espantada a su hija. Diego la llamó burra y ella le dijo que era él quien rebuznaba.
La luz del día siguiente los sorprendió en distintas camas por primera vez en diecisiete años de vida juntos. Josefa se había quedado dormida a un lado de Emilia, sin darse cuenta. Lo último que recordó fue que había estado un rato rascándole la espalda y riéndose del diablo y de Daniel Cuenca. Quién sabe qué soñaría, pero despertó con el peso de una plancha en el hueco del alma. Se levantó sin hacer ruido y caminó a su cuarto de labores en el otro lado de la casa. Ahí tenía un sillón de respaldo alto en el que se acomodaba a leer o a bordar, una mesa redonda de encino claro sobre la que siempre había un desorden de papeles que, en los últimos tiempos, le había servido para a enseñarle a Emilia el abecedario, un pequeño librero y un escritorio lleno de cajoncitos en el que guardaba desde las escrituras que la hacían dueña de su casa, hasta las notas de la mercería y la tienda de ultramarinos. Buscó en una caja forrada de tela, sacó un papel claro y escribió: Querido: Tienes razón, el diablo no existe, la niña no es tímida. ¡Cesen las armas! Josefa.
Cuando volvió del mercado había sobre la mesa del comedor un ramo de flores pálidas del que colgaba una notita que Diego escribió en el papel de sus recetas. Decía: La niña sí es tímida. Su papá espera rendirte las armas en mejor ocasión. Diego.
Para antes de la comida el pacto se formalizó sobre el terreno que lo había roto la noche anterior. Diego volvió de la botica chiflando, y entró hasta la recámara sin detenerse. Josefa reconoció el estilo de sus pasos y fue tras él preguntándose si se habría quitado los zapatos. Si Diego se quitaba los zapatos durante el día, era señal de guerra santa, si no, podía pensarse que sólo había ido al cuarto por una siesta de perro que hacía con los zapatos sobre la colcha, porque así era la costumbre yucateca. Al menos eso creía Josefa, cuya única referencia de lo yucateco provenía de su marido. Por eso, para ella, todo lo que Diego hacía distinto de los poblanos era señal de su origen. Llamarla lechuga en los momentos más arrobados era muestra inequívoca de su ser yucateco. Así la llamó esa tarde antes de rendir sus armas. Al día siguiente Emilia fue a su primer ensayo en la casa de los Cuenca.