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VII

El siglo fue cambiando muchas cosas, no nada más en lugares que Emilia creía sólo vivos en la imaginación de su padre, como Panamá, donde se firmó un tratado con los Estados Unidos para hacer un canal que abriera en dos la cintura de América, o Inglaterra, donde tuvo a bien morir una reina cuya vida duró una eternidad, o Japón y Rusia, que se mantuvieron en guerra durante cuatro años, sino en México, el país cuyas noticias sacudían los desayunos de su casa, y en Puebla, la ciudad que aprendió a querer junto a los pasos de su madre y bajo la lengua inclemente de su tía.

Resguardadas por la costumbre de la paz, habían llegado al país más novedades de las que Diego Sauri hubiera podido imaginar. Veinte mil kilómetros de vías ferrocarrileras cruzaban frente a las minas y los campos sembrados de henequén, hortalizas y granos para la exportación. Yacimientos de oro, plata, cobre y zinc creaban pueblos de la noche a la mañana. Compañías inglesas y norteamericanas contendían por la fertilidad endemoniada de los pozos petroleros. Se multiplicaron las plantas de textiles, las fundidoras, las fábricas de papel, yute, glicerina, dinamita, cerveza, cemento, jabón. Todo esto a una velocidad incontenible que iba convocando catástrofes al tiempo en que florecía.

Por ahí de 1904, las tertulias en la casa del doctor Cuenca cedieron los espacios de inocencia musical y literaria que tuvieron alguna vez, a la discusión sin tregua de los desperfectos acarreados por la bonanza modernizadora y el autoritarismo del régimen que la prohijaba: los salarios compraban cada vez menos, el país se liaba sin remedio a los ires y venires de la economía estadounidense, el ferrocarril socorría el enriquecimiento de los más ricos, los mineros discriminaban la mano de obra de los mexicanos, el progreso de la república se daba en desorden y las reglas de la política estaban regidas por la improvisación y el capricho.

Los domingos en la noche, el poeta Rivadeneira volvía a la intimidad de sus diarios y reproducía, dueño de una memoria sin equívocos, cada una de las intervenciones que escuchaba. Sabía como nadie quién de los asistentes era más lúcido, quién más hábil, quién más bravucón, quién más valiente.

A mediados de 1907, registró las muestras de rabia y desolación provocadas por la noticia de una matanza de obreros en Cananea, una mina de cobre en el norte del país. La información, llevada a la tertulia por un hombre delgado y medio calvo, de ojos ardientes y voz firme, hijo de una empobrecida familia de fabricantes zapateros, llamado Aquiles Serdán, provocó desde gritos de furia hasta silencios de piedra.

Ya en su casa, Rivadeneira resumió lo sucedido, mientras esperaba que Milagros Veytia se metiera por fin en la cama que compartían cuando las noches eran avaras con el resto de su destino. El doctor Octavio Cuenca hizo esa tarde el mejor análisis de cuantos pudieron hacerse:

"Esta sociedad -dijo apesadumbrado-, que hace cincuenta años soñábamos republicana, democrática, igualitaria, racional, se nos entrega ahora gobernada por minorías, autoritaria, lenta, cerrada sobre sí misma, y cosida por sus peores tradiciones coloniales."

A fines de ese año, una comisión de poblanos obsequiosos tuvo la ocurrencia de hacerle un regalo al gobernador Mucio Martínez, el hombre que llevaba muchos años haciendo su voluntad sobre la gente y las tierras del estado.

Pensando en un regalo para quien parecía tenerlo todo, estos señores dieron con la idea de un gran álbum que agrupara el reconocimiento y las firmas de los hombres más importantes de la ciudad.

No faltaron ofrecidos dispuestos a buscar celebridades. Tampoco faltaron decenas de celebridades anuentes. ¿Quién que fuera dueño de algo, aunque sólo fuera prestigio, no iba a ponerlo a los pies de quien protegía su derecho a poseerlo?

Firmaron todos. Los dueños de latifundios que ni por tren podían recorrerse en un solo día, los dueños de las fábricas en las que los obreros trabajaban dieciocho horas diarias, los dueños de las tiendas y los honores. Todos los posibles firmantes, y hasta varios de los imposibles.

Al doctor Cuenca le llevaron el álbum cuando ya estaba repleto de bendiciones y firmas notables. Nadie podía desconfiar de un hombre tan austero y generoso, de un hombre con un diagnóstico tan preciso, de un hombre tan fino que le daba vergüenza cobrar por su trabajo, de un hombre cuya única rareza consistía en curar gratis a los pobres.

Diego Sauri llegó de visita con Emilia bajo el brazo, la tarde en que el doctor Cuenca revisaba sonriente las genuflexiones verbales de sus compatriotas.

– ¿Qué le parece, mi amigo? -le preguntó el doctor Cuenca.

– Puras abyecciones -dijo Diego metiendo la nariz en el libro-. ¿Qué piensa usted hacer?

– Ya hice -contestó sin alardes el doctor.

Diego tomó el libro y empezó a hojearlo hasta encontrar la firma de su amigo: Una sola herencia quiero dejarles a mis hijos: parálisis en la espalda ante el tirano.

Diego sonrió pasándose la mano por la cara.

– Pero con su permiso voy a recortarlo. ¿No pensará usted meterse en un lío de este tamaño? Creo que no necesito recordarle quién es el gobernador.

– No -dijo el doctor Cuenca-. Pero vamos a dejar el mensaje. Hay placeres que uno no debe negarse. ¿Verdad hija? -le preguntó a Emilia.

Tres días después llegó la orden de aprehensión: una semana de cárcel por escandalizar borracho a las tres de la mañana.

– Usted no se ha emborrachado jamás -enfureció Diego Sauri.

– Pero no es mal argumento -dijo el doctor Cuenca-. La queja está firmada por tres vecinos. Despreocúpese, no me pasará nada. Ya ve cuántas veces entra y sale José Olmos y Contreras.

Olmos era director del diario La voz de la Verdad, y en efecto, Diego Sauri lo había visto entrar y salir de la cárcel como quien entra y sale de ejercicios espirituales: inmutable.

Igual que él salió el doctor Cuenca ocho días después. En la puerta de la cárcel, cerca de medianoche, lo esperaban sus amigos de cada domingo, lidereados por el boticario Sauri, las hermanas Veytia y Emilia muriéndose de sueño.

Desde entonces, el doctor y sus amigos quedaron registrados como peligrosos. Repentinamente, dos o tres amigos de amigos de amigos quisieron asistir a las tertulias, y como no hubiera sido posible negarles la entrada a personas que aparentaban tantísimo interés por el arte, la medicina y el trato con los espíritus de los que ahí se hablaba tanto, las reuniones de los domingos perdieron de una semana para la siguiente todo su contenido político y exageraron su vocación por el teatro, la música y otras artes. La primera y fundamental: el disimulo.

No se hablaba con frecuencia de los problemas sociales ni se hacían críticas al gobierno, todo parecía cosa de canción y poemas, pero todos los que debían saber algo lo sabían y cuanto secreto creció en ese mundo de conspiradores se guardó entre ellos como se guardan los tesoros.

Daniel Cuenca, que al terminar el bachillerato quiso estudiar leyes, acudía como su hermano Salvador a una universidad en el sur de los Estados Unidos. No había cumplido veinte años cuando empezó a viajar por Chihuahua y Sonora para conocer a los grupos de liberales dispuestos a levantarse contra Porfirio Díaz. Sin embargo, los domingos, de eso no se habló nunca una palabra en voz alta y todo se resolvía preguntándole al doctor por la salud de sus muchachos y el éxito que conseguían en sus estudios.

Entre semana, los tambores escondidos el domingo llamaban a guerra de boca en boca y de carta en carta.

Emilia los oía a veces a sus espaldas y a veces en el centro mismo de su despabilada y hermosa cabeza adolescente. Su fiesta de quince años se aprovechó para hacer en casa de los Sauri la primera reunión de un club antirreleccionista. Tales agrupaciones, no sólo no estaban prohibidas, sino que abundaban como una muestra poco peligrosa de la voluntad democratizadora del gobierno. El cumpleaños de Emilia terminó entre vivas a la patria y mueras al autoritarismo.

– ¿Algún día va a regresar ese estúpido? -le preguntó a Milagros, por ahí de las tres de la mañana, ya medio ebria del oporto que su padre servía como aderezo del jolgorio democratizador.

Al siguiente domingo, Emilia llegó a la casa de los Cuenca con sus padres y el chelo que había prometido tocar en público por primera vez.

Con los años, Milagros Veytia se había especializado en montar escenarios y dirigir espectáculos. Aquella tarde no dejó que su sobrina entrara a la sala por donde entraron los demás, sino que la hizo ir al jardín y brincar por una ventana escondida tras del telón.

– Así nadie te verá antes de tiempo.

– Pero si ya me tienen muy vista -alegó Emilia.

– No como vienes hoy -dijo la tía.

A Milagros, su sobrina le pareció siempre una criatura excepcional. Pero esa tarde la encontró como recién tocada por una gracia extraña y misteriosa. Había crecido bien. Seguía teniendo la perfecta nariz de su madre, aunque la varicela le había dejado ahí una pequeña marca de su paso. Milagros aseguraba que ese toque de imperfección la hacía aún más elocuente.

– Es tan perfecta que sugiere un equívoco -le dijo a Josefa cuando ella se la enseñó preocupada.

Los ojos que su padre le llevó de la costa eran oscuros y grandes como un enigma. Milagros elogió siempre los buenos huesos de su cara. Según decía su hermana Josefa, porque le daba placer mirarse en ellos. Emilia tenía, como Milagros, los pómulos salidos, la frente amplia, las cejas altas y precisas.

Cuando era niña, se auguraba que Emilia no sería muy alta. Para esas predicciones Milagros tenía un argumento irrefutable:

– Los perfumes nunca se han envasado en garrafas y los diamantes no alcanzan jamás el tamaño de un ladrillo.

Como si debiera inutilizar aquellos alegatos, entre los once y los quince años Emilia creció hasta ser un poco más alta que su tía.

– Ya deja de crecer -le dijo Milagros la tarde del concierto-, pareces una planta tropical.

– Ay tía -contestó Emilia encogiendo los hombros.

– Ay tía. ¿Qué respuesta es esa? Nunca des respuestas así. Es mejor callarse cuando no sabe uno qué decir.

Emilia empuñó el arco de su chelo y lo cruzó por las cuerdas. Un sonido corto y arisco le respondió a Milagros, que se había parado junto al telón y le hacía señas para que caminara hasta su silla en el centro del escenario.

– Ésa es una respuesta mejor -le secreteó antes de apagar la luz y dejarla en penumbras buscando la silla.

Por primera vez Emilia llevaba una falda larga. Su madre le había hecho un traje de seda clara, idéntico al que ilustraba la penúltima portada de La Moda Elegante.

– Todavía camina como niña -se dijo Milagros Veytia jalando los cordones con que movía su telón y encendiendo la luz para que comenzara el espectáculo.

Emilia no miró a quienes aplaudieron para recibirla como si estuviera en el centro de un teatro de ópera. Cerró los ojos y se puso a jugar con el Bach riguroso que le había aprendido al doctor Cuenca durante dos tardes a la semana en los últimos tres años.

Su público era un grupo de estrafalarios engarzado en el corazón de una ciudad que sólo reconocía las artes del dinero, que había olvidado entre guerras el afán de armonía que le dio origen, que murmuraba en la calle y le rezaba tras las puertas a un dios inmisericorde y analfabeta.

Su público forjaba los domingos una quimera audaz: los ángeles nunca bajaron del cielo a trazar las calles de la ciudad -la leyenda fue falsa, como siempre-; los ángeles nacían entre esas calles, sólo era cosa de verlos y de irlos educando para su alada y misteriosa profesión.

Dentro de aquel sueño latía sin remedio la solemnidad liberal del siglo XIX, pero también la convicción de todo buen poblano, por ilustrado y agnóstico que se dijera, de que no era posible regatearle a la ciudad el trato con aquellos que acompañaron su nombre hasta el día en que Ignacio Zaragoza venció al perfecto ejército francés en la batalla de Loreto y Guadalupe, el ardiente 5 de mayo de 1862.

Puebla era la Puebla de los ángeles. Si no los hubo nunca cruzando su cielo, era porque vivían en esa tierra. Al menos eso creían los hombres y mujeres que ese domingo le aplaudieron a Emilia Sauri como si ya fuera un ángel.

Emilia estaba acostumbrada a la calidez de aquel grupo, pero nunca supo escuchar sus aplausos sin algo de vergüenza. Apenas terminó, hizo una caravana y corrió a ocultarse tras la tela negra que Milagros Veytia había considerado una perfecta bambalina.

En el pequeño espacio entre esa tela y la puerta que daba al jardín, estaban escondidos y le aplaudían sin juntar las manos para no hacer ruido, los intérpretes de los siguientes números: el poeta Rivadeneira, en su carácter de maestro de ceremonias, un compositor con su guitarra y tres mujeres vestidas de tehuanas que bailarían acompañando su nueva canción, una cantante de ópera que andaba de trabajo en la ciudad y se dejó invitar a comer mole con ajonjolí a cambio de tres arias italianas, una pareja disfrazada para bailar el Dúo de los paraguas y una niña de ocho años que cantaba en náhuatl.

Entre ellos, atravesado justo en el camino de Emilia, estaba el gesto cómplice de un niño crecido que no era y era el Daniel de su memoria. Tenía la misma sonrisa, traía en sus ojos al mismo enredador, pero cuando la jaló hacia él con un abrazo y varias palabras aventurándose en su oído, el nuevo Daniel enhebró en las emociones de Emilia Sauri el terror a un intruso. Ella nunca había sentido el corazón latiéndole tan abajo.

– Hija, después saludas -susurró Milagros Veytia como si gritara-. Ahora sal a dar las gracias.

Emilia volvió al escenario y dio las gracias con unas caravanas largas y una sonrisa quieta.

– Tienes ojos de feria -le dijo Daniel cuando la tuvo cerca otra vez.

– ¿Cuándo llegaste? -preguntó Emilia.

– No me había ido -contestó Daniel y se pasó los dedos de una mano por la frente y la cabeza.

Hacía tres años que no se veían y los dos habían cambiado, pero algo al mismo tiempo extraño y viejísimo tejió una trenza entre ellos.

– Emilia, sal otra vez -pidió la tía Milagros.

– Ya no quiero -le contestó Emilia acuclillándose mientras le mandaba una sonrisa enorme y negaba moviendo las manos de un lado a otro por si ella no podía oírla.

– Niña chirrisca -dijo Milagros en voz baja cerrando el telón y antes de dirigirse a un cantante para que tomara su lugar en el escenario.

Los claros sonidos de una música triste empezaron a salir de la guitarra esgrimida por un hombre que la tocaba tan de prisa que a veces sonaba como arpa. Emilia y Daniel habían apoyado una frente contra la otra para poder escucharse, y hablaban quedo bajo la voz dolorida y filosa que iba cortando el aire del salón.

No recordarían sus palabras, porque más que oírse estaban perdidos cada cual en cada uno. Daniel veía a Emilia con la sorpresa de quien descubre que un juguete ha mutado en diosa. Tenía los ojos vivos de la niña que él conoció, pero miraba con la destreza de una mujer y su boca se había convertido en un milagro que ambicionó para sí. Emilia no podía creer que los ojos de animal desafiante que tenía el Daniel de su infancia hubieran adquirido el lujo que los aclaraba. Le habían crecido las manos, tenía los dedos largos y se notaban sus venas latiendo bajo la piel. Había adelgazado, casi lucía cuerpo de hambriento y su piel asoleada tenía un aire de campo. De puro sentirlo cerca, Emilia se dejó llorar dos lágrimas típicas de su condición Sauri que odió con toda su condición Veytia.

Llorona de azul celeste -le dijo Daniel repitiendo la canción que acompañaba su diálogo.

– Estúpido -le contestó Emilia mientras se levantaba de golpe.

Llorona y majadera -canturreó Daniel yendo tras ella.

Emilia saltó por la ventana hacia el jardín. Él la siguió como antes.

– ¿Ya no les tienes miedo a los fantasmas? -le preguntó al dar con ella en la penumbra de la huerta.

– Menos del que ahora me sacas tú -contestó Emilia dándole la espalda, pero sin moverse de junto a él.

– ¿Me tienes miedo? -le preguntó apoyando los brazos sobre sus hombros.

– Sí -dijo Emilia hurgando en la oscuridad y sin voltear a verlo, pero asida como algo muy aprendido a los brazos que descansaban en ella.

– Volví para verte -se dejó decir Daniel.

Emilia seguía teniéndolo a sus espaldas. No quería mirarlo, pero tampoco podía impedirles a sus manos que lo apretaran, ni quiso correr de sus palabras. Se quedó quieta, escuchándolo como si oyera una caída de agua que iba dándole sosiego.

Qué le dijo no importó gran cosa, no se recuerdan nunca las palabras cuya suma nos convence. Una por una no las hubiéramos creído jamás.

Emilia le abrió la palma de una mano y se la llevó a la boca, la probó un rato con los labios y después le encajó una mordida con la que se tragó todo lo que no pudo contestarle a ese hablador que había estado lejos tanto tiempo.

– ¿Habré perdido las mañas? -le preguntó dejándose abrazar.

Milagros Veytia se había echado a la oscuridad del jardín desde que le abrió la cortina al penúltimo número de su espectáculo, y buscaba a sus sobrinos como un tigre furioso.

Le gustaban las sombras y la humedad del jardín, pero ni eso la sosegó. El último número estaría a cargo de Daniel y cómo iba a salir ella con que andaba perdido.

Los vio desde lejos recargados contra un árbol y pensó que de no estar furiosa les confesaría que daba envidia verlos.

– ¿Me pueden explicar por qué abandonan su deber? -les preguntó de lejos para que la oyeran acercarse-. A ti Danielito ¡qué rápido se te olvidó la revolución! Ayer ibas a incendiar el país y mira dónde has venido a poner toda tu lumbre. Y tú Emilia ¿cómo vas a explicarle a tu madre dónde encontraste el lodo que acarreas en el vestido? Vamos, muévanse de su atolondramiento que apenas alcanzamos a llegar a tiempo para el número de este diablo -dijo palmeando a Daniel.

– ¿Qué va a hacer? -preguntó Emilia que no acertaba a imaginar si su amigo se había vuelto cantante o poeta en el tiempo que ella lo había perdido.

– Va a decir unas palabras -dijo la tía.

– ¿Otras? -preguntó Emilia en voz baja.

Daniel y su hermano Salvador estaban en Puebla para asistir a una reunión clandestina de varios clubes antirreleccionistas. Volvían del norte llenos de información y cruzados por una rabia nueva. Dos semanas antes habían estado con Ricardo Flores Magón y otros mexicanos presos en California. Regresaron en tren. Cada tanto se detenían para conversar con otros líderes de inconformes. Un año antes, había fracasado un intento de revuelta armada contra el gobierno, pero a pesar de la cárcel y los muertos, no había dejado de promoverse una segunda. Esto último se podía decir frente al público heterogéneo de una velada como aquella, pero en el ánimo de despistar a los soplones y convencer a los indecisos informando vaguedades acerca de la democracia y sus urgencias, se creyó necesario un breve discurso a cargo de Daniel.

Emilia sólo encontró lugar en el suelo, junto a Milagros. Ahí se puso en cuclillas a mirar a Daniel más que a escucharlo. La encantaron sus piernas largas, su espalda delgada y sus hombros tensos. Le gustaba la voz que salía de su garganta y el hechizo que tenía entre los ojos.

Pausado y ceremonioso, Daniel empezó con unas palabras sobre la necesidad de un cambio en la organización social que hiciera posible reponer con sangre nueva la de tantos honrosos restos del pasado. Pero poco a poco, la sonrisa y los ojos de encanto con que Emilia lo miraba, lo llevaron a describir un país lastimado por la infamia y las acciones de los viejos chochos que lo tenían bajo su gobierno. Daniel se había hecho adulto bajo el influjo del anarcosindicalismo y las corrientes socialistas que tenían tomadas algunas aulas y muchos sindicatos en los Estados Unidos. Estaba lleno de fe y fiebre. Hablaba con la pasión de un soldado que invoca la batalla. Oyéndolo, Emilia se sintió fuera de aquel territorio y de verdad sintió el miedo que había dicho tener.

Apenas unos años antes habían ido en tren hasta Veracruz, con sus padres y la tía regañándolos cuando sacaban la cabeza por la ventana para oler el verde encendido de los cañaverales, apenas se habían correteado frente al primer mar que vieron sus ojos. Apenas hacía poco Emilia creía conocerlo tan bien como aún recordaba sus rodillas huesudas, sus manos empujándola al agua. Sin embargo, había pasado una eternidad.

¿Por qué los hombres crecían para volverse extraños, para que los tomara esa pasión por la política que a ella le daba tanto terror como a su madre? ¿Por qué lo estaba oyendo contar una tragedia sobre otra y en vez de taparse los oídos y correr a esconderse, seguía quieta y en calma como si aún lo escuchara junto al estanque contando sus hazañas de la semana?

Porque había vuelto, y eso parecía ser el único peso que reconocía su boca como una adivinanza haciendo crecer la euforia con que Daniel iba prediciendo un futuro justo, un país que aprendería de golpe y sin regreso el vértigo de la democracia.

Aún no había informado nada que no estuviera en los periódicos, nada que Emilia no le hubiera oído a su padre, pero todos le gritaban bravos, vivas, mueran, y sólo hubo silencio cuando Aquiles Serdán, el más radical de los líderes antirreleccionistas, tomó la palabra para reconocer en los muchachos Cuenca a unos militantes imprescindibles para la causa de la libertad.

Nada más a Emilia le disgustaron tantos elogios.

– De seguro la causa queda en otro sitio -le comentó a Milagros Veytia.

A su alrededor todo era un festejo. Los hombres y mujeres de cada domingo estaban aún más eufóricos que de costumbre. Muchos de ellos se acercaron para abrazarla y bendecir su música, para felicitar a sus padres por la hija que les había crecido como de repente, para decirles lo bonita que era y el arrobo que provocaba.

Olvidada del chelo y sus encantos, Emilia no quería saber nada sino cuánto tiempo iba a quedarse en la ciudad el mentiroso de Daniel.

– Dijo que había vuelto para verme -les contó a las hermanas Veytia.

– ¿No te dio gusto? -le preguntó Josefa.

– Creí que volvía para quedarse.

– Imposible, hija. No se lo tomes a mal, ya tendrá tiempo para quedarse cuando cambien las cosas -le pidió Milagros.

– ¿Y cuándo van a cambiar las cosas? -preguntó Emilia.

– No me pidas que adivine. Ese juego es especialidad de tu padre -dijo Milagros.

– ¿Cuándo se va?

– Tendrá que ser rápido, pero no sé. Tú pregúntaselo.

– No lo quiero ver. Vámonos -le pidió a Josefa en un tono que desentonaba con el júbilo general.

Desde el centro mismo de la conversación que bullía en un grupo vecino al que hacían las tres mujeres, la voz de Diego Sauri, que siempre andaba oyendo dos cosas a la vez, salió para preguntarle a Emilia a dónde quería irse. No recibió respuesta. Su hija tenía los labios apretados y una luz de ira en los ojos con que lo miraba.

Diego estaba envuelto en el humo de un cigarro y antes de abandonar a su grupo de escuchas terminó su crítica al viejo presidente de la república: otro escondería sus atrocidades, éste las exhibe. Restablecer el orden llama a los crímenes de sus rurales. Y como si nada se larga con cuatro trenes llenos de basura a inaugurar más vías de tren. Y tú Emilia no inventes irte a ninguna parte, ven y déjame que te abrace. Estoy orgulloso de ti. Las mujeres como tú van a cambiar este país.

– ¿De qué hablas, papá? -le preguntó Emilia cuyo humor no estaba para discursos.

– De ti -dijo acercándose a darle un beso-. ¿Qué te pasa? ¿No estás contenta? Tocaste muy bien, vino tu amigo Daniel, ¿por qué tienes cara de dolor de muelas?

– Daniel vino para volver a irse.

– ¿Eso te pasa? -preguntó Diego olvidando a sus contertulios para dedicarse por completo a explicarle a su hija lo importante que estaba siendo el trabajo de Daniel en la frontera norte-. ¿No quieres tener un amigo que hace su deber?

– Quiero tener un amigo que no se vaya.

Diego escuchó lumbre en los labios de su hija. Nunca quiso enterarse de que iba creciendo y en ese momento, frente a la voz y los ojos que esgrimía, tuvo que aceptarla distinta y distante como una desconocida. Un dolor no imaginado le cruzó el ánimo: no eran la misma cosa. Para asirla, aunque fuera un rato más, como había sido, le pasó un brazo sobre los hombros y caminó con ella.

Fueron juntos hasta el estanque. Emilia no podía tener conversaciones largas en otro lugar de esa casa. Cuando su padre intentó hablarle después de abrazarla, ella lo fue llevando hacia aquel silencio.

Diego y su hija no habían conocido un desacuerdo en toda su vida. A ella le gustaba tanto su padre que no necesitó desafiarlo jamás. Siempre le parecía que la razón y las mejores ideas estaban de su parte y si en algo lo creía equivocado fue tan insignificante que nunca consideró necesario contradecirlo. Lo mismo le sucedía a Diego: encontraba a Emilia tan perfecta y adorable como el futuro que tanto le gustaba predecir.

En cuanto estuvieron cerca del estanque, Emilia se sacó del pecho un montón de agravios contra quienes pretendían que el futuro invocara un desorden y un cambio que ella no veía necesarios. Su voz hendía el jardín haciendo reclamos. Diego se había sentado sobre un tronco cerca del estanque y la escuchaba con la cabeza entre las manos.

– Tú y todos éstos quieren meterse a una guerra -dijo Emilia-. ¿Por qué te gusta que Daniel se vaya a ver si alguien lo mata? ¿Para tener otro por el que lamentarse? Otro que les sirva de pretexto para insultar al gobierno. Odio todo esto, al idiota de Daniel ya hasta lo hicieron sentirse importante. ¿Para qué lo van a mandar a Estados Unidos? ¿Para que lo encierren como a Flores Magón? Odio todo esto. Los odio a ustedes.

Josefa, que recorría el jardín buscándolos, oyó la voz de su hija llegar desde el fondo. Caminó entre los árboles y cuando estuvo cerca no pudo aguantarse las ganas de intervenir.

– Emilia ¿qué te pasa? -dijo acercándose como una aparición y dueña de una furia que no se conocía-. ¿De dónde te sacas las estupideces que estás diciendo?

– Del corazón -dijo Diego con la voz derrotada-. ¿No la estás oyendo?

– ¡Muy mal, hija! -regañó Josefa-. Parece que tu papá habló en balde todos estos años. Tienes que pensar en quienes sufren este país.

– Y ¿quién piensa en mí? Ni a ustedes les importa lo que me pase -contestó Emilia.

– Estás diciendo tonterías -se aclaró Josefa-. Debe ser el cansancio. Mañana pensarás otra cosa, pero hoy pídele perdón a tu papá o no vas a tener ni derecho a cama.

– No la regañes Josefa, está triste y algo de razón puede que tenga. Ojalá y yo le pudiera guardar a Daniel en un ropero -dijo Diego levantándose del tronco. Movió las manos frente a su cara para espantarse el desánimo y caminó hacia su niña recién crecida.

– No me odies tontita. No ves que soy el único hombre en el mundo que te adorará siempre sin pedirte nada a cambio -dijo sacando de la bolsa de su viejísimo saco el pañuelo con su nombre que Emilia le había bordado durante la clase de costura el quinto año de primaria.

Emilia se lo agradeció encimando una media sonrisa a la tormenta que le corría por los ojos. Abrazó a su padre que empezó a cantarle despacio la canción de piratas con que lo arrullaba su abuela. No necesitó pedir perdón. Oyéndolo cantar, fue recuperando los pedazos de razón que le habían dado prestigio de prudente, fue llenando su cabeza y su corazón de cierto sosiego y aceptando lo que sabía desde que el doctor Cuenca estuvo en la cárcel: que el grupo de amigos al que pertenecía su familia, era un grupo de apóstatas, al que el gobierno consideraba su enemigo, sin más salida ni mejor destino que participar en la conspiración para derrocarlo.

Desde la casa llegó la voz de Daniel llamándola.

– ¿Dónde andas? Ya me voy.

– Junto al estanque -le contestó Emilia sosegada como el mar cuando por fin acaban de atormentarlo los ciclones-. Ven.

– Al estanque no, porque tú empujas -le dijo Daniel caminando hasta ellos.

Llevaba puesto el abrigo y Diego lo notó ansioso.

– ¿Tienes que irte ahora mismo? -le preguntó.

– Para mañana ya alguien habrá dicho que aquí estamos y de dónde dije que veníamos. Hablé de más.

– Ten cuidado -le dijo Diego.

Antes de irse tras su marido, Josefa le pidió un beso.

Daniel se había puesto un abrigo grueso, como el que usaban los soldados del ejército porfirista.

– Me lo consiguió la tía Milagros -le dijo a Emilia cuando sintió contra él su melena oscura.

– No salves a nadie que no se lo merezca -pidió Emilia hundiendo su cabeza bajo la solapa.

– ¿Perdiste mi piedra? -preguntó Daniel.

– Está bajo mi almohada -contestó Emilia peinándole con los dedos el mechón que siempre le caía sobre la frente.