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Acuérdate de mí una vez al día, las demás espántame -le pidió Daniel mientras le recorría el perfil con el dedo, como si quisiera llevárselo dibujado. Luego la soltó y se echó a correr.
Entrando a la casa encontró en su camino los ojos de Milagros Veytia. Le dio un abrazo.
– Me partes en dos, yo no tengo quince años -protestó Milagros.
– Convence a Emilia -dijo él guiñándole un ojo. Luego salió a encontrarse con su hermano.
Salvador Cuenca era cuatro años mayor que Daniel. Llevaba tres estudiando leyes en la Universidad de Chicago cuando su hermano llegó a inscribirse. Ambos compartieron desde entonces el arrebato por esa quimera que unos imaginaban como una gran revolución y otros como el mágico acceso a un nuevo régimen que les daría el derecho a elegir autoridades como en cualquier país que se dijera moderno.
Se parecían. Salvador también era desasido pero febril, de pocas palabras pero enfático, escurridizo y sonriente, de ímpetu fantasioso y educación estricta.
Aquella noche, mientras Daniel daba con Emilia y sus recuerdos buscando la certeza de que tenía un asidero que al mismo tiempo lo hacía vulnerable, Salvador descubrió a Sol García. Vio su figura entre las sombras cuando ella se levantó a gritarle vivas tras su concierto. Luego, al prenderse la luz del escenario, la miró unos segundos a medio alumbrar y sintió que nadie le había parecido más luminoso en toda su vida.
Tras el discurso de Daniel, el candil de la sala se la mostró completa y quiso ir hacia ella como algo natural.
– Me llamo Salvador Cuenca -le dijo extendiendo la mano-. ¿Y usted?
– Soledad García y García -dijo Sol abriendo una sonrisa perfecta-. ¿Tú eres hermano de Daniel?
– Él es hermano mío -dijo Salvador.
– Yo soy como hermana de Emilia -explicó.
– ¿Y de dónde les sale la hermandad? -preguntó Salvador.
– De las ganas -dijo Sol.
– No creo que haya un lugar más legítimo -contestó Salvador-. ¿Tú dónde vives? ¿En el cielo?
– Aquí en Puebla -dijo Sol.
– ¿Por qué nunca te había visto?
– Vivo en otra Puebla -explicó.
– ¿En cuál? -preguntó Salvador extendiendo un brazo. para invitarla a sentarse en un sillón cercano.
Atraída, por el imán que la hacía colocarse siempre en medio de las situaciones difíciles, Milagros Veytia se acercó a sugerirle a Sol que ella hiciera las preguntas.
– ¿Dónde vives tú? -preguntó Sol contenta de no haber tenido que explicar el mundo en que vivía.
– En Chicago. Ya lo informó Daniel, que no se puede quedar con los secretos -dijo Salvador y se soltó a contar las dificultades por las que habían atravesado para volver, por cuán poco tiempo podrían quedarse, cómo veía él las cosas en el país, cuánta falta hacía una organización que agrupara el trabajo de los inconformes con la dictadura y todo lo que tenía entre ceja y ceja de una mañana a la siguiente.
Sol lo escuchó con tal avidez que Salvador quiso contarle todas las cosas que hacía además de estudiar. Terminó hablando hasta de lo que se le atoraba en la lengua frente a la mayoría de la gente, hasta de sí mismo y sus ambiciones para después, para cuando la dictadura hubiera desaparecido y las personas como él pudieran vivir con la conciencia en paz y el futuro como algo menos incierto.
Cuando el doctor Cuenca le avisó que debían irse a la junta en casa de los Serdán, Salvador no quería desprenderse de aquella escucha. Extendió con tristeza una mano firme y recibió a cambio la suave mano de Sol y el claro de sus ojos sin decir nada. Siempre fue tímida, pero nunca se había sentido tan incapaz de hablar.
– Me dicen Sol -dijo por fin-. Sol con un solo García.
– Muchas gracias Doña Sol. No se haga de dos maridos -pidió Salvador al despedirse esgrimiendo la sonrisa ladeada de los Cuenca.
Cuando Sol nació sus padres discutieron tanto y con tantas personas cómo llamarla que a la hora del bautizo todavía no habían logrado ponerse de acuerdo, y para que no hubiera ni problemas entre ellos, ni resentimientos familiares, ni carencias, le dieron al cura parroquial una lista de nombres que el sacerdote derramó sobre su cabeza junto con el agua bendita de la pila y con la misma solemne irresponsabilidad de quien tenía la costumbre de cometer barbaridades cada vez que trataba con ese sacramento.
Fue así como aquella inocente acabó llamándose de golpe María de la Soledad Casilda de la Virgen de Guadalupe de los Sagrados Corazones de Jesús y de María.
Con esa letanía se le dio gusto a su padre, que consideraba Soledad un nombre sonoro y contundente digno de acompañar sin más el cuerpo de su hija, a su abuela materna empeñada en ponerle a la niña el mismo nombre duro con el que ella vivía, a su madre que como toda mexicana con riesgos en el presente y temblor ante el futuro acudía para todo asunto a la dulce y muda presencia de la Virgen de Guadalupe, y a su abuela paterna que no era muy dada a tratar con los santos porque consideraba torpe meterse a pedirle algo a gente que por muchos méritos que tuviera no tenía ni de chiste el poder de los iluminados corazones de María y Jesús que, como cualquiera debía saber, eran importantes miembros del poderío central. Porque no en balde Jesús formaba parte de la Santísima Trinidad y María era su madre.
Total, de todo ese barullo resultó que la niña creció con dos nombres. El que le puso su padre y el que le dio su madre con aquella su vocación de quedar bien con todo el mundo, incluidas las dos partes en que su cabeza siempre acababa dividiendo el mundo para no tener que elegir demasiado: María José le dijo, desde que la tuvo entre sus brazos al volver de la ceremonia hasta que la niña cumplió siete años y enfrentó su fe de bautismo, cuando la llevaron a inscribir al colegio. Entonces supo que su primer nombre era Soledad y que estaba sola frente a eso y la rigidez de las monjas que así la llamaban.
Por ese tiempo, Evelia García de García, su madre, una mujer a quien la paciencia de Josefa mantenía como amiga más por serle fiel a la mutua infancia en que se quisieron, que por cualquier otro interés o afinidad, empezó a llevarla de visita a la casa de los Sauri. Emilia fue la primera en llamarla Sol.
No se le olvidaría nunca. Estaba sentada junto a su madre en un sillón acolchonado de los que Josefa Sauri tenía en su sala contra todas las leyes de la elegancia tradicional y a favor de la paz y el descanso de quienes la frecuentaban, cuando llegó del jardín, chapeada y brillante, una niña dos años menor que desde el primer día se hizo cargo de ella como si fuera la mayor.
– ¿Invitas a Soledad a jugar contigo? -le había pedido Josefa al verla entrar.
– Ven Sol. Te enseño mis tesoros -dijo Emilia sin más trámite.
Se hicieron amigas esa tarde y habían crecido buscándose, adivinando que una tenía lo que a otra le faltaba y que no había mejor manera de sentirse completas que andar juntas. Con el tiempo aprendieron tanto una de la otra que a primera vista eran menos profundas sus diferencias. Sólo ellas sabían que en momentos extremos, cada una era cada cual de la misma intensa y remota manera.
Por eso, cuando Salvador la dejó sin saber qué decirse de aquella conversación, y tras él vio pasar a Daniel corriendo, Sol buscó a su amiga y supo sin haber estado nunca ahí que la encontraría en el jardín.
Emilia seguía sentada cerca del estanque. Empezaba a caer una lluvia de gotas pequeñas.
– ¿Estás llorando? -le preguntó Sol agachándose para mirar de cerca su cara.
– Ya voy a terminar -dijo Emilia sacando de su bolso un pañuelo delgado de los que llegaban de Holanda. Luego abrazó a su amiga un largo rato. Sol la recibió sin hablar y estuvieron así hasta que las dos empezaron a mecerse.
Emilia había dejado de llorar y silbaba una cancioncita que iba marcando el ritmo con que bailaban abrazadas como dos osos.
– Conocí a Salvador -dijo Sol.
– ¿Te gustó? -preguntó Emilia interrumpiendo su música.
– Sí -le contestó Sol.
– Pobre de ti -dijo Emilia y retomó el silbido donde lo había dejado pendiente.
Abrazadas y silbando las encontró Josefa Sauri cuando salió a buscarlas. Había terminado de ayudar a su hermana para que la casa de los Cuenca no quedara hecha un caos.
– Están empapadas -les dijo.
– Lo de menos es lo de afuera tía Josefa -le contestó Sol que estaba por completo al tanto de la discrepancia entre la madre y la hija y se proponía suavizarla.
– Pobrecitas. Vengan, vamos a ver si podemos dormir.
– Nadie duerme cuerdo lleva a cuestas la fantasía de la revolución -dijo Milagros Veytia acercándose.
– ¿Ya te dijo Sol que deslumbró a Salvador? -le preguntó a Emilia.
– Es incapaz -contestó Emilia.
– Pero si yo la vi.
– Incapaz de decirlo -explicó Emilia.
– ¿Y a ti qué te pareció él? -quiso saber Josefa-. Tu mamá diría que es muy mal partido.
– Entonces ¿qué crees que me pareció?
– El hombre ideal -dijo Emilia.
– Casi -dijo Sol-. Por suerte, tardará tanto en regresar que para entonces estaré casada.
– ¿Con quién? -preguntó Emilia.
– Con alguno -contestó Sol en el tono que usaba para hablar de los inabordables designios de su madre.
– Eso si tú quieres -dijo Milagros Veytia.
– Voy a querer -le contestó Sol, como si adivinara el futuro.
– Por lo pronto vámonos o no vuelves a salir con nosotras -pidió Josefa viendo el reloj de la Waterbury Company que movía su péndulo en la sala de los Cuenca.
La buena pero poco ingeniosa Evelia García, como la calificaba Milagros Veytia, y su intachable pero colérico marido, como lo llamaba la propia Evelia, esperaban a su hija detenidos en la puerta de su casa frente a la Plazuela del Carmen.
Eran las diez y cuarto de la noche cuando las cuatro mujeres llegaron ahí en el auto que Rivadeneira les había prestado.
En cuanto las tuvo cerca pero aún con el coche andando, el señor García empezó a gritar. Sin que mediara mayor trámite calificó de inmorales a las Veytia y a la gente con que ellas se reunían los domingos y le reprochó a su hija lo que él consideraba un acto de libertinaje que manchaba la honra de su apellido y ponía en riesgo su condición de mujer decente.
– Pero si le traemos a su prenda más cuidada que nunca -gruñó Milagros cuando terminó de estacionarse.
– Mejor no hables Milagros -le pidió Josefa al ver el gesto de los García. Y saltando del coche con una destreza inusitada se disculpó por la tardanza.
– A ustedes no hay nada que perdonarles, ya las conocemos -dijo el señor García, que tenía a su mujer paralizada de terror-. ¿A qué horas vas a bajarte Soledad? -preguntó.
– Cuando a usted se le haya aquietado el tono de voz -dijo Milagros Veytia.
– A mí no tiene por qué bajárseme ningún tono, señora -dijo el señor García-. Soledad es mi hija y yo mando en ella. Por fortuna no me tocó ser padre de ustedes.
– Dice usted bien, la vida nos salvó de esa desgracia -dijo Milagros.
– Deje bajar a mi hija si no quiere que le diga al gobierno a qué dedican sus reuniones -contestó el señor García.
Sol iba sentada justo atrás de Milagros y en voz baja le pidió que la dejara salir.
– Como ve usted, la niña quiere bajarse -le dijo Milagros al señor García-. Lo mismo pasó en la reunión de la que venimos. Ella hubiera querido salir antes, pero no la dejábamos. Nos parecía necesario que usted se diera cuenta de que a cualquier hora está a salvo si la protegemos nosotras -agregó.
– ¿Acepta usted que había peligros? -preguntó el señor García.
– Sí -dijo Milagros-. Incluido el de la policía. Cualquier peligro de los que usted se imagina.
– Yo no imagino, señora.
– Perdóneme. Debí suponer que un hombre como usted no tiene ese vicio -dijo Milagros abriendo la puerta y bajándose para dejar salir a Sol.
Se había puesto para esa tarde uno de sus más vistosos huipiles, y se veía tan imponente con aquella ropa que apenas estuvo abajo suavizó incluso al aire que la rodeaba. La elegancia de su cuerpo en medio de tantos bordados pareció atemperar también al señor García.
– Después de todo no le pasó nada -dijo el hombre revisando a su hija mientras intentaba imaginar, quizás por primera vez, de qué demonios estaba hecha Milagros Veytia. Cambió de tono.
– En alguna otra parte habrá un hombre preocupado por ustedes. ¿Qué me dices de tu marido, Josefa? -preguntó tratando de que se olvidara su grosería.
– Su marido es un hombre de criterio bien formado -dijo Milagros dando la vuelta para subirse al coche que arrancó haciendo un escándalo de guerra.
Anselmo García había pasado la mañana en su rancho viendo cómo marcaban a las reses con la gran G de su apellido. Era tarde para sus horarios y la cólera le había quitado las energías que le quedaban. Por ventura para las mujeres de su familia, estaba exhausto, tenía sueño y entró en la casa sin decir una palabra.
– Pobre de tu amiga -dijo Milagros Veytia rumbo a casa de su hermana-, debe ser agotador vivir con un hombre así. Y mira que llamarlo "mi cielo". ¿Te puedes imaginar la idea que tiene del infierno? Con razón le teme tanto a condenarse.
– Le tiene miedo a todo. Te lo he dicho mil veces -contestó Josefa-. Y el miedo aturde. Yo creo que el miedo mata más gente que el valor.
– Pero se siente y ¿qué hace uno? -preguntó Emilia.
– No dejarse vencer. El que nunca siente miedo es un suicida, pero el que sólo sabe sentir miedo es otro.
– Pues yo ahora sólo tengo miedo -dijo Emilia.
– Estás cansada. Mañana te sentirás valiente -le prometió su madre para consolarla-. Te quedas a dormir, ¿verdad Milagros?
– Si hago falta -contestó Milagros.
– Siempre haces falta -le aseguró Josefa. Diego no había llegado todavía de la junta clandestina y ella se propuso acordarse bien de sus opiniones sobre el miedo para poder dormir.
Dos horas después lo escuchó subir las escaleras. Un escándalo anunció su llegada porque al entrar tropezó con el largo cilindro de tela relleno de arena que ella ponía contra la puerta del pasillo, para que no se colara el aire hasta su cama.
– Ya estoy en la edad que resiente los chiflones -había dicho Josefa al colocarlo ahí tres meses antes. Los mismos tres meses que Diego había pasado protestando contra lo que llamó un ridículo artefacto propio del altiplano.
Cuando lo escuchó caer, Josefa corrió hasta él sin ponerse la bata ni pensar en los peligros de chiflón alguno.
– ¿Sobreviviste? -le preguntó al verlo en el suelo, guardándose una colección de improperios con la cabeza bajo los brazos.
– ¿Qué es lo que pasa? -preguntó Milagros saliendo al pasillo para encontrarse a su hermana echada sobre el cuerpo de Diego y hablándole al oído.
Tembló. En un segundo le cupieron muchas preguntas: ¿lo venían persiguiendo? ¿Le habían disparado? ¿Estaría muerto? Maldita fuera la santa idea de la revolución. ¿Para qué se habrían metido ellos donde nadie los llamaba?
– Se tropezó con el rodapiés que puse tras la puerta -explicó Josefa respondiendo a la pregunta que su hermana había hecho en voz alta y de paso a todas las que había recitado para sus adentros.
"Esto va a conducir a un pleito conyugal que no quiero presenciar", se dijo Milagros dando la vuelta tras hacerle a su hermana una seña con las manos, para enviarle su complicidad.
– ¿Por qué discuten? -le preguntó Emilia somnolienta cuando la vio entrar de regreso a la recámara que compartían algunas veces.
– Nada grave, se cayó tu papá -le contestó Milagros. Pero aún no lograba reponerse de la sensación de catástrofe que le había provocado su imaginación.
– ¿Qué?
– Se tropezó al entrar, pero está vivo -dijo Milagros-. Sabes, hija, yo también le tengo miedo a la revolución.
Emilia estaba acostumbrada a que Milagros hablara dormida, pero no a que dijera incongruencias mientras deambulaba por la recámara con su larga bata clara haciéndola parecer un fantasma. Así que en cuanto se creyó despierta del todo, se levantó y fue al pasillo a ver qué sucedía.
Para entonces Diego Sauri se había sentado en el suelo y Josefa hablaba de prisa pidiéndole disculpas.
– ¿Qué te pasó mi amor, mi corazón, mi luz, mi torero, mi tesoro? -dijo Emilia acercándose a su padre.
– Venía pensando en ti y se me olvidó pensar en las trampas que me pone tu madre -le contestó Diego dejándose querer por su hija.
– ¿No será que te preocupó de más la junta esa? -preguntó Josefa que de repente dejó de sentirse malhechora y decidió echarle la culpa de todo a la reunión en casa de los Serdán-. ¿Por qué tienen que verse a media noche? Esos tipos son unos encaminadores. Como la junta es en su casa no corren el peligro de salir a estas horas a caminar por la ciudad como si fuera lógico.
– En Madrid a estas horas la gente anda cantando por los callejones. Lo que pasa es que esta ciudad es recatada y tediosa como una iglesia -dijo Diego Sauri levantándose.
– No empieces, Diego, que vives aquí porque quieres. En tu tierra ya te hubieran comido los piratas, los mayas o los federales -se defendió Josefa, que consideraba los ataques a la ciudad como insultos a su estirpe.
– Los federales nos van a comer a todos en alguna parte -dijo Milagros volviendo a salir de la recámara.
– ¿Por qué? -preguntó Emilia.
– No le hagas caso a tu tía, ya sabes cómo exagera -pidió Josefa.
– ¿Por qué la engañas? -indagó Milagros-. Si nos vamos a meter en esto, que lo sepa la niña que ya no es tan niña.
– ¿A qué llamas "esto", Milagros? -preguntó Josefa.
– A estar en contra de la dictadura, a tener amigos que trabajan para hacerle la guerra, a saber dónde están escondidos los exiliados políticos y cuántas armas consiguen sus partidarios -dijo Milagros.
Emilia los oía con los ojos creciéndole en la curiosidad. Ya le había dicho Daniel algunas cosas. Había presentido un peligro en que él se fuera, pero no se le había ocurrido pensar que la paz de su casa podría perturbarse.
– Tiene razón, Milagros -aceptó Diego-. ¿Cómo andas de sueño, Emilia? Te ves despierta como ardilla. Ven, vamos a platicar lejos del chiflón que puede matar a tu mamá.
– Ves cómo sí hay chiflón -dijo su mujer ayudándolo a levantarse y caminando con él hasta la estancia en el centro de la casa.
Después fue a la cocina a preparar un agua de azahares que pusiera en orden el estómago de toda la familia, y se instaló con él como auxilio en la conversación.
Eran más de las dos cuando Emilia regresó a su cama.
– Habrá que espantarse el miedo -le dijo a Milagros que aún estaba de pie dando vueltas por el cuarto.
– Nada le va a pasar a tu Daniel -aseguró Milagros sentándose junto a ella.
– Que te pudiera oír la diosa Ixchel -dijo Emilia.
– Ya me está oyendo -le contestó Milagros metiéndose por fin entre las sábanas.
La mañana del día siguiente sorprendió tarde a Josefa que desde siempre tenía la responsabilidad oficial de hacer las veces de un reloj. Eran casi las ocho cuando despertó con el ruido de protesta que hacían los pájaros del corredor, acostumbrados a la puntualidad cotidiana con que ella les quitaba las capas a sus jaulas. Como los pájaros, Emilia y Diego amanecieron también protestando por lo tarde que los había despabilado.
Emilia se fue a la escuela con una trenza a medio cepillar y la raya de la sábana aún marcada en una de sus mejillas. Diego abrió la botica sin haber preparado el jarabe de Ruibarbo y el vino de Peptona que tenía como encargos desde el sábado anterior. Sólo Milagros había desaparecido con el alba. Porque así era ella, olía la madrugada y se le abrían los ojos y el camino de las obsesiones.
Sin embargo, pensó Josefa mientras alborotaba en el aire las sábanas de su cama, a pesar del desbarajuste con que empezó el día, todo estaba más claro después de la conversación de media noche, y no había nada que temer aparte de lo imprevisto.
– Claro que en estos casos, lo imprevisto es justo lo que uno supone que debió prever -le dijo Milagros cuando se encontró con ella al regresar del mercado.
– Por eso te quiero, hermana -sonrió Josefa-, por la delicadeza con que me arruinas la vida.
– Te pongo en la realidad, Josefa, pero tú no vas a salir nunca de las novelas. Hago esfuerzos inútiles, todo lo quieres ver color de rosa.
– Las novelas están llenas de catástrofes -defendió Josefa.
– Entonces no te quejes de la realidad -contestó Milagros.