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Aquella noche de 1948, en el mitin de Henry Wallace en Newark, conocí también a Eve Frame. Estaba con Ira y su hija, Sylphid, la arpista. No vi nada de lo que Sylphid sentía por su madre, desconocía la pugna que existía entre ellas hasta que Murray empezó a contarme todo lo que me había pasado desapercibido en mi adolescencia, todo lo relativo al matrimonio de Ira que yo no comprendí entonces, y quizá no habría podido comprender, o que Ira me ocultó durante los años en que le veía cada dos meses, cuando iba a casa de Murray o yo le visitaba en la cabana, la «choza», como él la llamaba, en el villorrio de Zinc Town, al noroeste de New Jersey.
Ira no se retiraba a Zinc Town tanto para vivir cerca de la naturaleza como para tener el contacto más estrecho posible con las realidades básicas de la vida. En pleno noviembre se bañaba en un estanque que era un fangal, en lo más crudo del invierno recorría los bosques nevados con raquetas en los pies o, en los días lluviosos, viajaba en su coche de Jersey, un Chevy cupé del 39, usado, y hablaba con los granjeros y los viejos mineros del cinc, a quienes trataba de hacer entender cómo los estaba exprimiendo el sistema. Le gustaba cocinar salchichas y judías en las brasas de la chimenea, y hasta preparaba así el café, todo para recordarse, después de haberse convertido en Iron Rinn y contar con un poco de dinero y fama, que seguía siendo tan sólo un «patán trabajador», un hombre sencillo de gustos sencillos y unas expectativas que durante los años treinta se habían encarrilado, y que había tenido una suerte increíble. Acerca de su cabana en Zinc Town, solía decir: «Me sirve para practicar la pobreza, por si acaso».
La cabana aportaba un antídoto y un refugio de la calle West Eleventh, el lugar donde uno tenía que eliminar sudando los malos vapores. Era también un vínculo con los primeros días de vagabundeo, cuando sobrevivía entre desconocidos por primera vez y cada día era duro, inseguro y, como sería siempre para Ira, una batalla. Tras irse de casa a los quince años y cavar zanjas durante un año en Newark, Ira había aceptado empleos en el ángulo más noroccidental de Jersey, como barrendero en varias fábricas, en ocasiones de bracero en una granja, vigilante, factótum, y luego, durante dos años y medio, hasta casi los diecinueve y dirigiéndose al oeste, aspirando aire en pozos a trescientos metros de profundidad, en las minas de cinc de Sussex. Después de la explosión, cuando el lugar aún estaba humeante y con un olor repugnante a dinamita y gas, Ira trabajaba con un pico y una pala junto con los mexicanos, como el más humilde de los humildes, era lo que llamaban un zafrero.
En aquellos años, las minas de Sussex estaban desorganizadas y eran tan provechosas para la Compañía de Cinc de New Jersey y tan desagradables para sus trabajadores como lo eran las minas de cinc en todo el mundo. La mena se refinaba y convertía en cinc metálico en la avenida Passaic de Newark, y se procesaba también como óxido de cinc para pintura. Aunque en la época en que Ira compró su cabana, a fines de los años cuarenta, el cinc de Jersey estaba perdiendo terreno ante la competencia extranjera y las minas se encaminaban ya a su extinción, aquella primera inmersión en una vida brutal (ocho horas bajo tierra cargando los escombros de roca y la mena en las vagonetas, ocho horas soportando los terribles dolores de cabeza, aspirando el polvo rojo y pardo y cagando en los cubos de serrín… y todo ello por cuarenta y dos centavos la hora) fue lo que le atrajo de nuevo a las remotas colinas de Sussex. La cabana de Zinc Town era la expresión abiertamente sentimental de solidaridad por parte del actor radiofónico con el don nadie rudo y prescindible que fue en otro tiempo, «una estúpida herramienta humana si alguna vez existió una», como él mismo se calificaba. Otra persona, tras haber alcanzado el éxito, podría haber deseado abolir esos atroces recuerdos para siempre, pero Ira necesitaba que la época que carecía de importancia fuese tangible de alguna manera, pues de lo contrario se habría sentido irreal y cruelmente desposeído.
Yo ni siquiera había sabido que cuando iba a Newark -cuando, al finalizar las últimas clases, paseábamos por el parque de Weequahic, rodeábamos el lago y terminábamos en el simulacro que había en nuestro barrio del Nathan de Coney Island, un local llamado Millman's, para comer una frankfurt con «un poco de todo»-, él no iba a la avenida Lehigh solamente para visitar a su hermano. En aquellas tardes, al salir de la escuela, cuando Ira me hablaba de sus años de soldado y lo que había aprendido en Irán, de O'Day y lo que éste le había enseñado, de su reciente ex vida como obrero de fábrica y sindicalista, de sus experiencias juveniles, cuando recogía escombros en las minas, buscaba refugio de una vivienda donde, desde el día de su llegada, se sintió mal recibido y rechazado por parte de Sylphid, y cada vez peor con Eve Frame, debido a su imprevisto desprecio hacia los judíos.
Murray le explicó que Eve no despreciaba a todos los judíos, no a los de éxito que ocupaban puestos clave y a los que veía en Hollywood, Broadway y el mundo de la radio, no, en general, a los directores, actores, guionistas y músicos con los que ella había trabajado, a muchos de los cuales se les veía con regularidad en el salón en que había convertido su casa de la calle West Eleventh. Dirigía su desprecio a la variedad: el judío estereotipado que veía comprando en los grandes almacenes, la gente corriente con acento neoyorquino que trabajaba detrás de los mostradores o que atendía sus propias tiendecitas en Manhattan, los taxistas judíos, las familias judías a las que veía conversando y paseando por Central Park. Lo que le volvía loca en las calles eran las señoras judías que la amaban, que la reconocían, que se le acercaban y le pedían su autógrafo. Esas mujeres habían sido su público de Broadway, y ella las despreciaba. Sobre todo no podía dejar que las ancianas judías pasaran por su lado sin soltar un gruñido de asco. «¡Mira esas caras!», decía, estremecida. «¡Mira esas caras horribles!»
– Era una enfermedad -decía Murray-, esa aversión que tenía por el judío insuficientemente disfrazado era una enfermedad. Podía avanzar en paralelo a la vida durante mucho tiempo. No con la vida, sino paralela a ella.
Podía ser del todo convincente en el papel ultracivilizado, de gran señora, que había elegido. Su voz suave, su dicción precisa… En los años veinte, el inglés elegante era un estilo que practicaban muchas chicas norteamericanas que deseaban ser actrices. Y en el caso de Eve Frame, que por entonces iniciaba su carrera en Hollywood, ese estilo cuajó, se endureció. El inglés elegante se endureció a la manera de las capas de cera, sólo el pabilo ardía en el centro, ese pabilo encendido que no tenía nada de elegante. Ella conocía todos los gestos, la sonrisa benévola, la reserva dramática, todos los gestos delicados. Pero entonces se desvió por aquella trayectoria paralela suya, que se parecía tanto a la vida, y hubo un episodio que podría dejarte patitieso.
– Y yo nunca vi nada de eso -le dije-. Siempre fue amable y considerada conmigo, me tenía simpatía, procuraba que me sintiera cómodo, lo cual no era fácil. Yo era un chico excitable y ella conservaba en gran parte la aureola de actriz de cine, incluso en aquella época de la radio.
Mientras iba hablando, rememoraba aquella noche en el Mosque. Ella me decía (y a mí me resultaba imposible saber qué decirle a ella) que no sabía qué decirle a Paul Robeson, que en su presencia se quedaba muda. «¿Le admiras como yo?», me susurró, como si los dos tuviéramos quince años. «Es el hombre más guapo que he visto en mi vida. Es vergonzoso… no puedo dejar de mirarle.»
No se me ocultaba lo que ella sentía, porque no había podido dejar de mirarla, como si, mirándola lo suficiente, pudiera obtener algún significado. La miraba no sólo por la delicadeza de sus gestos, la dignidad de su porte y la elegancia indeterminada de su belleza (una belleza que oscilaba entre el exotismo misterioso y una suave reserva, cuyas proporciones variaban continuamente, un tipo de belleza que debía de haber sido fascinante en su apogeo), sino por cierto estremecimiento visible a pesar del gran dominio de sí misma, una volatilidad que en aquel entonces asocié a la pura exaltación que debía de comportar el hecho de ser Eve Frame.
– ¿Recuerdas el día que conocí a Ira? -le pregunté a Murray-. Los dos trabajabais juntos, quitando los bastidores de tela metálica, en la avenida Lehigh. ¿Qué hacía él en tu casa? Era en octubre del cuarenta y ocho, pocas semanas antes de las elecciones.
– Ah, aquel día… qué malo fue. Lo recuerdo muy bien. El estaba de mal talante, y por la mañana vino a Newark para estar con Doris y conmigo. Durmió dos noches en el sofá, y era la primera vez que ocurría eso. Fue un matrimonio desacertado desde el principio, Nathan. No era la primera vez que Ira tropezaba con esa piedra, la mujer pertenecía al otro extremo del espectro social. Estaba claro como el agua. La enorme diferencia de temperamento e intereses. Cualquiera podía verlo.
– ¿Ira no podía verlo?
– ¿Verlo Ira? Mira, por tratar este asunto con generosidad, de entrada estaba enamorado de ella. Se conocieron, fue un flechazo y lo primero que hizo él fue comprarle uno de esos estrafalarios sombreros para el desfile de Pascua que ella jamás se pondría porque sólo le interesaban los modelos de Dior. Pero él no sabía qué era Dior, y le compró ese ridículo y caro sombrero y se lo envió a casa después de su primera salida juntos. Enamorado y lleno de emoción ante la estrella de la pantalla. Estaba deslumhrado. Era, en efecto, una mujer deslumbradora… y el deslumbramiento tiene su propia lógica.
¿Qué vio ella en aquel patán corpulento que llega a Nueva York y consigue trabajo en un melodrama de radioteatro? Pues no es difícil adivinarlo. Tras un breve aprendizaje, él deja de ser un simple patán y se convierte en un astro de Los libres y los valientes, ahí tienes. Ira asumía a los héroes que representaba. A mí nunca me convenció, pero el oyente medio creía en él como la encarnación de esos héroes. Tenía un aura de pureza heroica. Creía en sí mismo, y por eso entra en la sala y zas, acierta en la tómbola. Acude a una fiesta y ahí está ella, la actriz solitaria, cuarentona, tres veces divorciada, y ahí está esa nueva cara, ese nuevo tipo, ese ser humano alto como un pino, y ella está necesitada de cariño, es famosa y se le rinde. ¿No es eso lo que sucede? Toda mujer tiene sus tentaciones, y rendirse es la de Eve. Externamente él es un gigante puro, larguirucho, de manos enormes, que ha sido operario de fábrica y estibador, y ahora actor. Esa clase de tipos son muy atractivos. Resulta difícil creer que alguien tan rudo pueda ser también tierno. Tierna rudeza, eso es lo bueno de un hombretón desmañado… esa clase de cosas. Es irresistible para ella. ¿Cómo no iba a serlo un gigante? Para ella, en la dureza a que Ira ha estado sometido durante buena parte de su vida hay algo exótico. Tenía la sensación de que él había vivido de veras y él, tras haber escuchado su historia, experimentaba lo mismo con respecto a ella.
Cuando se conocen, Sylphid está pasando el verano en Francia con su padre, y Ira no presencia la relación familiar. Lo que presencia son esos impulsos maternales de ella, fuertes aunque sui géneris, y viven su idilio durante todo el verano. Él se quedó huérfano de madre a los siete años, y ansia los cuidados atentos y refinados que ella le prodiga. Viven solos en la casa, sin la hija, y desde que él se instaló en Nueva York ha vivido, como buen miembro del proletariado, en algún tugurio del Lower East Side. Vive en tugurios baratos, come en restaurantes baratos, y de repente los dos están aislados en la calle West Eleventh, es verano en Manhattan y todo es estupendo, es la vida como un paraíso. La imagen de Sylphid está por toda la casa, Sylphid de pequeña con un delantalito, y a él le parece estupendo que Eve quiera tanto a su hija. Ella le cuenta la historia de sus horribles experiencias con el matrimonio y los hombres, le habla de Hollywood y los directores tiránicos y los productores incultos, la terrible falta de elegancia, y es Ótelo al revés: «… era extraño, en serio, era extraño hasta el exceso; era lamentable, asombrosamente lamentable». El la amaba por los peligros que ella había pasado. Ira está perplejo, encantado, y ella le necesita. Su físico y su carácter le impulsan, y se lanza de cabeza. Ella es una mujer que excita las emociones tiernas y tiene una historia que contar, una mujer espiritual con escote. ¿Quién mejor para activar el mecanismo protector de Ira?
Incluso la lleva a Newark para que nos conozca. Tomamos una copa en casa, y entonces vamos todos a The Tavern, en la avenida Elizabeth, y ella se comporta bien. No hay nada inexplicable. Parecía sorprendentemente fácil saber qué pensar de ella. La noche en que Ira la trajo a casa por primera vez y salimos a cenar, yo mismo no vi en Eve nada raro. Es justo decir que no fue sólo Ira quien no intuyó cómo era ella en realidad. No sabe cómo es porque, a fuer de sincero, nadie lo habría sabido enseguida, nadie podría haberlo sabido. Cuando estaba en sociedad, Eve era invisible tras el disfraz de una gran cortesía. Y por ello, lo que otros hacen lentamente, Ira, como digo, debido a su naturaleza, lo hacía lanzándose de cabeza.
Lo que percibí de entrada no fueron las insuficiencias de Eve, sino las de Ira. Me pareció una mujer demasiado inteligente para él, demasiado refinada y, ciertamente, demasiado cultivada. Pensé que era una actriz de cine con cabeza. Resultó que había leído concienzudamente desde niña. Creo que no había una sola novela en mis estanterías de la que no pudiera hablar con conocimiento de causa. Aquella noche, incluso dio la impresión de que la lectura era su placer más profundo. Recordaba los complicados argumentos de las novelas del siglo XIX. Yo daba clases sobre esos libros, y ni siquiera así los recordaba en detalle.
Desde luego, Eve mostraba la mejor de sus facetas. Y, ciertamente, como todo el mundo al conocer a alguien, como todos nosotros, mantenía una prudente vigilancia del peor de sus lados. Pero no había duda de que tenía un lado bueno, estaba allí, parecía auténtico y no era ostentoso, lo cual resultaba cautivador en una persona de tanto renombre. Veía, por supuesto, no podía dejar de verlo, que aquélla no era necesariamente una unión de almas, veía la más que probable inexistencia de cualquier afinidad entre ellos. Pero aquella noche me deslumbraba aquella actitud que tomaba por modestia y discreción en contraste con tanta belleza.
No olvides el efecto de la fama. Doris y yo habíamos visto en nuestra adolescencia aquellas películas mudas que ella interpretara. Siempre actuaba con hombres mayores que ella, altos, a menudo canosos. Ella tenía un aspecto juvenil, de hija, incluso de nieta, los hombres siempre querían besarla y ella siempre se negaba. En aquel entonces eso era suficiente para caldear la atmósfera de un cine. Una de sus películas, tal vez la primera, se titulaba La cigarrera. Eve es la cigarrera que trabaja en un club nocturno, y recuerdo que al final de la película hay una fiesta benéfica a la que la lleva el dueño del club. Se celebra en la mansión que tiene en la Quinta Avenida una aristocrática y pomposa viuda, y allí visten a la cigarrera con un uniforme de enfermera y se pide a los hombres que pujen para besarla. El dinero así recaudado será para la Cruz Roja. Cada vez que un hombre supera la puja de otro, Eve se cubre la boca con la mano y suelta una risita, como una geisha. La puja es cada vez más alta, y las robustas damas de sociedad que contemplan la escena parecen horrorizadas. Pero cuando un distinguido banquero de negro bigote, Carlton Pennington, ofrece la astronómica cifra de mil dólares y se acerca para darle a Eve el beso que todos esperábamos ver, las señoras se apresuran a apiñarse para mirar. Al final de la escena, en lugar del beso en el centro de la pantalla, se ven sus espaldas encorsetadas que lo oscurecen todo.
Eso era impresionante en 1924, como lo era Eve. Su sonrisa radiante, su desesperanzado encogimiento de hombros, la expresividad que obtenían los actores de entonces con los ojos… ella dominó todo eso cuando aún era una chiquilla. Sabía transmitir la frustración, hacer una exhibición de mal genio, llorar con la mano en la frente, y también sabía realizar las divertidas caídas de culo. Cuando Eve Frame era feliz, corría dando pequeños brincos. Brincaba de felicidad, y eso era encantador. Interpretaba a la cigarrera o la lavandera pobre que conoce al pez gordo, o a la niña rica y mimada que se pirra por el cobrador del tranvía. Eran películas sobre el cruce de las barreras de clase, con escenas callejeras de los inmigrantes pobres llenos de ruda energía y luego escenas en los comedores de los privilegiados americanos ricos, con todos sus reparos y tabúes. Como en las novelas del joven Dreiser. Hoy sería imposible aguantar esas cosas. Habría sido difícil aguantarlas entonces, de no ser por ella.
Doris, Eve y yo éramos de la misma edad. Ella empezó a trabajar en Hollywood cuando tenía diecisiete años, y luego, todavía mucho antes de la guerra, actuó en Broadway. Doris y yo la habíamos visto desde el gallinero en alguna de esas obras teatrales, y la verdad es que lo hacía muy bien. Las obras no eran nada del otro mundo, pero como actriz de teatro tenía un estilo personal, distinto del que la había hecho popular como la juvenil protagonista de películas del cine mudo. En el escenario mostraba talento para lograr que cosas que no eran muy inteligentes lo parecieran, y cosas que no eran en absoluto serias lo pareciesen un poco. Su perfecto equilibrio en el escenario resultaba extraño. Como ser humano, Eve acabó exagerándolo todo y, en cambio, en el escenario era la encarnación de la moderación y el tacto y no exageraba en absoluto. Y entonces, después de la guerra, la escuchábamos en la radio porque a Lorraine le gustaba, e incluso en aquellos programas de Radioteatro Americano aportaba un aire de buen gusto a un material que era bastante desagradable. Tenerla en nuestra sala de estar, echando un vistazo a las estanterías, hablar con ella de Meredith, Dickens y Thackeray… en fin, me preguntaba qué estaba haciendo con mi hermano una mujer de su experiencia y sus intereses.
Esa noche no imaginé que iban a casarse, a pesar de que Ira se sentía claramente halagado en su vanidad y, en The Tavern, ante un plato de langosta, setas y otros ingredientes servidos en el caparazón del crustáceo, se le veía excitado y orgulloso. Es el restaurante de más tono donde comían los judíos de Newark, y ahí, en compañía de Eve Frame, el epítome de la clase alta teatral, está el palurdo de la calle Factory de Newark, sin un ápice de inseguridad en su persona. ¿Sabías que Ira había trabajado de ayudante de camarero en The Tavern? Era uno de los humildes trabajos que desempeñó tras abandonar la escuela, y no le duró más que un mes. Era demasiado corpulento para cruzar la puerta de la cocina cargado con las bandejas. Lo despidieron después de que hubiera roto el milésimo plato, y fue entonces cuando se marchó a las minas de cinc, en el condado de Sussex. Así pues, han pasado casi veinte años y esa noche está de regreso en The Tavern, convertido en astro radiofónico y presumiendo ante su hermano y su cuñada. El triunfador satisfecho de sí mismo.
El dueño de The Tavern, Teiger, Sam Teiger, ve a Eve y se acerca a la mesa con una botella de cava. Ira le invita a tomar una copa con nosotros y le deleita con el relato del mes: que trabajó en el local como ayudante de camarero, en 1929, y como su vida no se ha saldado con un fracaso, todo el mundo se divierte con la comedia de sus desventuras y la ironía de que Ira haya regresado al restaurante. A todos nos gustó el espíritu deportivo con que se refería a sus viejas heridas. Teiger entra en su despacho, sale con una cámara y nos hace una foto de los cuatro cenando, y luego la cuelga en el vestíbulo del local, junto con las fotografías de los demás notables que han cenado ahí. No habría habido ninguna razón para que esa foto no hubiera seguido en la pared hasta que The Tavern cerró tras las algaradas de 1967, si Ira no hubiese figurado en la lista negra unos años antes. Tengo entendido que la descolgaron de la noche a la mañana, como si en realidad hubiera fracasado.
Volviendo a la época en que comenzó su idilio, de noche regresa a la habitación que ha alquilado, pero gradualmente deja de hacerlo y finalmente se instala en casa de ella. No son unos niños, la mujer no ha recibido mucho afecto últimamente, y estar ahí encerrados, en la casa de la calle West Eleventh, como un par de delincuentes sexuales atados a la cama es algo que rebosa de pasión, maravilloso. La intriga espontánea de esa situación al inicio de la edad mediana. Prescindir de toda reserva y lanzarte de cabeza a la aventura. Es el escape de Eve, su liberación, su emancipación, su salvación incluso. Ira le ha dado un nuevo guión, por si ella lo quiere. A los cuarenta y un años, Eve estaba convencida de que todo había terminado, y en cambio se ha salvado. «Bueno», le dice a Ira, «se acabó el deseo, pacientemente alimentado, de mantener las cosas en perspectiva».
Ella le dice cosas que nadie le había dicho hasta entonces. Califica su relación de «esa cosa nuestra extremada y dolorosamente dulce y extraña»; le dice: «Hace que me disuelva una y otra vez»; «en medio de una conversación con alguien, de repente no estoy ahí». Le llama mon prince. Cita a Emily Dickinson. Para Ira Ringold, de Emily Dickinson. «Contigo en el desierto / Contigo en la sed / Contigo en el bosque de tamarindos / El leopardo respira… ¡por fin!»
Bueno, Ira tiene la sensación de que es el amor de su vida. Y con respecto al amor de tu vida no piensas en los detalles. Si llegas a encontrarlo, no lo desperdicias. Deciden casarse, y eso es lo que Eve le dice a Sylphid cuando la muchacha regresa de Francia. Mamá vuelve a casarse, pero esta vez con un hombre maravilloso. Es de suponer que Sylphid aceptará eso. Sylphid, un personaje del guión anterior.
Eve Frame representaba el gran mundo para Ira. ¿Y por qué no debía ser así? El no era ningún niño, había estado en muchos sitios brutales y él mismo sabía ser brutal. ¿Pero Broadway? ¿Hollywood? ¿Greenwich Village? Todo eso era enteramente nuevo para él. No se distinguía por su perspicacia en lo que afectaba a los asuntos personales. Había aprendido mucho por sí solo y también gracias a O'Day. Era largo el camino recorrido desde la calle Factory. Pero todo eso tenía que ver con la política. Y tampoco en esta faceta descollaba por su agudeza mental. Sus actitudes no eran en modo alguno el resultado del pensamiento. El vocabulario marxista seudocientífico, la jerigonza utópica que lo acompañaba… administra tales cosas a una persona con tan escasos estudios, tan poco educada como Ira, adoctrina a un adulto que no es hábil en la actividad mental con el encanto intelectual de las grandes ideas generales, inculca a un hombre de inteligencia limitada, un tipo excitable que está tan enojado como Ira… pero ése es otro tema, la relación entre la amargura y la falta de pensamiento.
Me preguntas cómo acabó en Newark aquel día que os conocisteis. Ira no tendía a comportarse de manera favorable para poder solucionar los problemas de un matrimonio. Y eran los primeros tiempos, sólo habían transcurrido pocos meses desde la boda con la estrella de la escena, la pantalla y la radio y su traslado a la casa de ella. ¿Cómo podía decirle que era un error? Al fin y al cabo, él no carecía precisamente de vanidad. No, a mi hermano no le faltaba engreimiento, pero sí sentido de la proporción, tenía un instinto teatral, una actitud presuntuosa hacia sí mismo. No creo que le importara convertirse en alguien de importancia acrecentada. Esa es una adaptación que la gente parece capaz de llevar a cabo en setenta y dos horas, y, en general, el efecto es vigorizador. De repente, todo se llena de posibilidades, todo está en marcha, todo es inminente. Ira inmerso en el drama, en todos los sentidos de la palabra. Ha llevado a cabo un control exhaustivo del relato de su vida. De improviso sostiene la ilusión narcisista de que ha surgido de las realidades del dolor y la pérdida, de que su vida no es inútil, cualquier cosa menos eso. Ya no se pasea por el umbrío valle de sus limitaciones. Ya no es el gigante excluido y consignado a ser el desconocido para siempre. Irrumpe con ese valor impetuoso, y ahí está, ha salido de la oscuridad que le confinaba, y está orgulloso de su transformación. El júbilo de haberlo logrado, el sueño ingenuo… ¡lo ha conseguido! La nueva era, el mundano Ira. Un hombre importante con una vida importante. Peligro.
Además, yo le había dicho ya que era un error, y después de eso no nos hablamos durante un mes y medio, un distanciamiento que sólo terminó porque fui a Nueva York, le expliqué que me había equivocado, le rogué que no me guardara rencor y logré hacer las paces. Me habría pegado un tiro si lo hubiera intentado por segunda vez. Y una separación total habría sido terrible para los dos. Yo había cuidado de Ira desde que nació. A los siete años empujaba su cochecito infantil por la calle Factory. Tras la muerte de nuestra madre, cuando mi padre volvió a casarse y una madrastra vino a vivir con nosotros, si yo no hubiera estado presente, Ira habría terminado en un reformatorio. Teníamos una madre estupenda; y ella tampoco se lo pasaba muy bien. Estaba casada con nuestro padre, lo cual no era nada fácil.
– ¿Cómo era vuestro padre? -le pregunté.
– Es muy triste entrar en eso.
– Ira decía lo mismo.
– Es que no hay otra cosa que decir. Teníamos un padre que… bueno, mucho después supe de dónde sacaba su energía, pero por entonces ya era demasiado tarde. En cualquier caso, tuve más suerte que mi hermano. Cuando murió nuestra madre, tras aquellos meses terribles en el hospital, yo ya iba a la escuela. Luego conseguí una beca en la Universidad de Newark. Estaba encaminado. Pero Ira seguía siendo un crío, un muchacho díscolo, rudo, lleno de desconfianza.
¿Has oído hablar del funeral del canario en el antiguo distrito primero, cuando un zapatero enterró a su canario? Esto te mostrará lo duro que era Ira… y hasta qué punto no lo era. Fue en 1920. Yo tenía trece años y Ira siete, y en la calle Boyden, a un par de calles de distancia de nuestra vivienda, había un zapatero remendón, Russomanno, Emidio Russomanno, un anciano esmirriado, menudo, de grandes orejas, cara demacrada y perilla blanca, que llevaba un traje raído y viejísimo. En el taller tenía un canario que le hacía compañía. Se llamaba Jimmy, y vivió mucho tiempo. Pero comió algo que no debía y se murió.
Russomanno se quedó desolado. Contrató a una banda de desfiles, alquiló un coche fúnebre y dos coches de caballos y, tras poner al canario de cuerpo presente sobre un banco, en el taller de zapatero, una hermosa exhibición con flores, velas y un crucifijo, hubo un cortejo fúnebre por las calles del distrito, pasaron por delante del comercio de Del Guercio, en cuya fachada había cestos de almejas y una bandera americana en la ventana; por delante del puesto de frutas y verduras de Melillo, la panadería de Giordano y la de Mascellino, la panadería Italian Tasty Crust de Arre, la carnicería de Biondi, la guarnicionería de De Lucca, el taller de reparación de coches de De Cario, la tienda de café de D'Innocenzio, la zapatería de Parisi, el taller de bicicletas de Nole, la latteria de Celentano, los billares de Grande, la barbería de Basso, la barbería de Esposito, el puesto de limpiabotas, con las dos viejas sillas de comedor llenas de cortes sobre una plataforma, en las que los clientes tenían que sentarse para que les lustraran los zapatos.
Hace cuarenta años que desapareció todo eso. El Ayuntamiento derribó todo el barrio italiano en 1953, a fin de hacer sitio para levantar altos bloques de pisos de bajo alquiler. En 1994 demolieron los bloques de pisos, salió por la televisión nacional. Por entonces llevaban veinte años deshabitados. Eran inhabitables. Ahora no queda absolutamente nada. Sólo Santa Lucía, eso es lo único que se mantiene en pie. La iglesia parroquial, pero sin parroquia y sin parroquianos.
El café de Nicodemi en la Séptima Avenida, el Café Roma y el banco D'Auria, en la misma avenida. Ese era el banco donde, antes de que estallara la última guerra, le dieron crédito a Mussolini. Cuando Mussolini tomó Etiopía, el sacerdote hizo sonar las campanas de la iglesia durante una hora. Aquí, en Estados Unidos, en el distrito primero de Newark.
La fábrica de macarrones y la de medallas, la tienda junto al monumento y el teatro de marionetas, el cine, los callejones donde jugaban a las bochas, la fábrica de hielo, la imprenta, los clubes y restaurantes. El cortejo fúnebre pasó ante el tugurio del gángster Ritchie Boiardo, el café Victory. En los años treinta, cuando Boiardo salió de la cárcel, levantó el Vittorio Castle en la esquina de la Octava y Summer. Gente del mundo del espectáculo viajaba desde Nueva York para cenar en el Castle. Es ahí donde comió Joe DiMaggio cuando fue a Newark. El Castle fue donde DiMaggio y su novia dieron la fiesta de su compromiso. Desde el Castle, Boiardo mandaba despóticamente sobre el distrito primero. Ritchie Boiardo controlaba a los italianos en el primero y Longy Zwillman a los judíos en el tercero, y esos dos gángsters siempre estaban en guerra.
Pasadas las docenas de tabernas del barrio, el cortejo giró de este a oeste, avanzó al norte por una calle y al sur por la siguiente, en dirección a la casa de baños municipal de la avenida Clifton, el edificio arquitectónico del primer distrito más extravagante después de la iglesia y la catedral, la gran casa de baños pública adonde mi madre nos llevaba de pequeños a bañarnos. Mi padre también iba allí. La ducha era gratis, y había que pagar un centavo por la toalla.
Depositaron al canario en un pequeño ataúd blanco, y lo llevaron entre cuatro hombres. Una gran multitud se había reunido, tal vez diez mil personas, a lo largo de la ruta que seguía el cortejo. La gente se apretujaba en las escaleras de incendios y los tejados. Familias enteras se asomaban a las ventanas de sus pisos para contemplar la comitiva.
Russomanno iba en el coche detrás del féretro, Emidio Russomanno, llorando mientras todos los demás del primer distrito se reían. Algunas personas se descoyuntaban de risa hasta tal punto que acababan echándose al suelo, pues no podían mantenerse en pie y reír de esa manera. Incluso los portadores del féretro se reían. Por respeto al deudo, la gente en la acera procuraba mantener un semblante serio hasta que el coche de Russomanno había pasado, pero aquello era demasiado jocoso para ellos, sobre todo para los niños.
El nuestro era un barrio pequeño lleno de crios: crios en los callejones, crios que llenaban los porches, crios que salían en tropel de los bloques de pisos e iban de estampida desde la avenida Clifton a la calle Broad. Durante todo el día y, en verano, la mitad de la noche, se oía a esos niños que intercambiaban gritos. Adondequiera que uno mirase, pandillas de niños, batallones de niños, dedicados a arrojar monedas como si fuesen tejos, jugar a los naipes y a los dados, chupar polos, jugar al derribo de estacas y a la pelota, encender fogatas, asustar a las chicas. Sólo las monjas provistas de palmetas podían dominar a los muchachos. Había millares de pendencieros chiquillos italianos, hijos de los operarios que habían tendido las vías férreas, pavimentado las calles y cavado las alcantarillas, hijos de los buhoneros, obreros fabriles, traperos y taberneros, chicos llamados Giuseppe, Rodolfo, Raffaele y Gaetano, y un solo muchacho judío que se llamaba Ira.
Bueno, los italianos se lo estaban pasando en grande. Jamás habían visto nada parecido al funeral del canario, y jamás volverían a verlo. Desde luego, había habido cortejos fúnebres con anterioridad, bandas que tocaban melodías lúgubres y deudos que desfilaban por las calles. Había festividades a lo largo del año, con procesiones de santos que se habían traído desde Italia, centenares de personas que veneraban al santo especial de su sociedad, al que vestían de gala, y deambulaban enarbolando el pendón bordado del santo y llevando cirios del tamaño de desmontadores de neumáticos. Y cuando llegaba la Navidad, en Santa Lucía instalaban el presepio, una reproducción de un pueblo napolitano que representaba el nacimiento de Jesús, un centenar de figuritas alrededor de María, José y el Bambino. Los gaiteros italianos desfilaban con un Niño Jesús de yeso, detrás del cual iba la gente en procesión, cantando villancicos italianos. A lo largo de las calles había vendedores de anguilas para la cena de Nochebuena. La gente acudía en masa a las celebraciones religiosas, metía billetes de un dólar en los pliegues de la túnica de la imagen de yeso del santo y arrojaba pétalos de flores desde las ventanas, como confeti. Incluso soltaba pájaros enjaulados, palomas que volaban alocadas por encima de la multitud, desde un poste de teléfono al siguiente. En una de esas fiestas, las palomas debían de desear no haber visto nunca el exterior de la jaula.
El día de San Miguel, los italianos vestían de ángeles a un par de niñas. Desde las escaleras de incendios a cada lado de la calle, las hacían oscilar sobre la multitud, sujetas de unas cuerdas. Eran chiquillas delgadas, con túnicas blancas, coronas y alas, y la gente guardaba un silencio respetuoso cuando aparecían en el aire, entonando alguna plegaria, y cuando las chicas dejaban de ser ángeles, la multitud enloquecía. Era entonces cuando liberaban a las palomas, cuando estallaban los petardos y alguien acababa en el hospital con un par de dedos arrancados de cuajo.
Así pues, un animado espectáculo no era nada nuevo para los italianos del primer distrito. Unos personajes divertidos, una continuación de lo que se hacía en el viejo país, ruido y peleas, unos malabarismos pintorescos… nada nuevo. Desde luego, los funerales tampoco eran nuevos. Durante la epidemia de gripe murió tanta gente que fue necesario alinear los ataúdes en la calle. Eso fue en 1918. Las funerarias no daban abasto. Durante todo el día las comitivas iban detrás de los féretros y recorrían los tres kilómetros desde Santa Lucía al cementerio del Santo Sepulcro. Había unos ataúdes minúsculos para los bebés. Tenías que esperar tu turno para enterrar a tu pequeño, hasta que los vecinos hubieran enterrado al suyo. Un terror inolvidable para un chico. Y, sin embargo, dos años después de la epidemia de gripe, el funeral de Jimmy el canario… bueno, eso los superó a todos.
Aquel día todo el mundo se desternillaba de risa, excepto una persona. Ira era el único habitante de Newark que no compartía la broma. Yo no era capaz de explicársela. Lo intenté, pero él no comprendía. ¿Por qué? Tal vez porque era estúpido o tal vez porque no lo era. Es posible que se debiera tan sólo a que no había nacido con la mentalidad del carnaval; quizá sea algo que les sucede a los utópicos. O tal vez se debía a que nuestra madre había muerto pocos meses antes y el pequeño Ira no quiso asistir al funeral. Prefirió estar en la calle, jugando con una pelota. Me rogó que no le hiciera quitarse el mono y vestirse para ir al cementerio, e intentó esconderse en un armario, pero de todos modos fue con nosotros. Mí padre se encargó de que lo hiciera. En el cementerio miró cómo la enterraban, pero se negó a darme la mano o dejarme rodearle con un brazo. Miraba al rabino con el ceño fruncido, furibundo. No quiso que nadie le tocara o consolara. Tampoco lloró, ni una sola lágrima. Estaba demasiado enojado para llorar.
Pero cuando murió el canario, todo el mundo en el funeral se reía excepto Ira. Sólo conocía al pájaro por haberlo visto en el taller del zapatero, camino de la escuela, y miraba la jaula colgada en la ventana. No creo que nunca entrara en el local y, sin embargo, aparte de Russomanno, era el único de los presentes que lloraba.
Cuando yo empecé a reírme -porque era divertido, Nathan, divertidísimo-, Ira perdió por completo el dominio de sí mismo. Era la primera vez que veía a Ira en ese estado. Empezó a sacudir los puños y gritarme. Incluso entonces, era un chico corpulento, y yo no podía refrenarlo, y, de repente, la emprendió a manotazos con un par de chicos que estaban a nuestro lado y que también se morían de risa, y cuando intenté tomarlo en brazos y evitar que un montón de crios le zurrase la badana, uno de sus puños me alcanzó la nariz. Era un crío de siete años, pero tenía tanta fuerza que me rompió el puente. Empecé a sangrar, era evidente que me había roto la nariz, y Ira echó a correr.
No lo encontramos hasta el día siguiente. Había dormido detrás de la fábrica de cerveza, en la avenida Clifton. No era la primera vez que hacía tal cosa. En el patio, bajo el muelle de carga. Mi padre lo encontró ahí por la mañana. Cogiéndolo por el pescuezo, lo llevó a rastras a la escuela, y le hizo entrar en el aula donde ya había dado comienzo la clase. Cuando los chicos vieron a Ira, con el mono sucio de haber pasado toda la noche fuera, y a su padre, que le hacía entrar de un empujón, se pusieron a gritar: «¡Llorica!», y ése fue el apodo que Ira tuvo a partir de entonces durante varios meses. Llorica Ringold. El chico judío que lloró en el funeral del canario.
Por suerte, Ira fue siempre más corpulento que los demás niños de su edad, era fuerte y sabía jugar al balón. Habría sido un atleta de primera de no haber sido por su mala visión. Si en el barrio le respetaban era por lo bien que jugaba al balón. Pero ¿y las peleas? A partir de entonces, estuvo continuamente metido en peleas. Así fue como empezó su extremismo.
Fue una bendición, ¿sabes?, que no creciéramos en el distrito tercero con los judíos pobres. En el distrito primero Ira fue siempre un judiazo bocazas, intruso entre los italianos, y así, por corpulento, fuerte y beligerante que fuese, Boiardo nunca llegó a verle como una figura local que mereciera entrar en su pandilla. Pero en el distrito tercero, entre los judíos, podría haber sido diferente. Allí Ira habría sido el paria oficial entre los chicos. Aunque sólo fuese por su corpulencia, probablemente habría llamado la atención de Longy Zwillman. Por lo que yo tenía entendido, Longy, que era diez años mayor que Ira, tuvo muchos puntos de contacto con él cuando crecía: un chico furioso, corpulento, amenazante, que también había abandonado la escuela, que era intrépido en una pelea callejera y que tenía un aspecto imponente junto con algo de cerebro. En el contrabando de licor, en el juego, en las máquinas expendedoras automáticas, en los muelles, en el movimiento obrero, en el negocio de la construcción… Longy acabó por hacerse rico. Pero incluso cuando estaba en la cima, cuando estaba asociado con Bugsy Siegel, Lansky y Lucky Luciano, sus amigos más íntimos eran los chicos con los que creció en las calles, los chicos judíos del distrito tercero como él mismo, a los que costaba muy poco provocar. Niggy Rutkin, su pistolero; Sam Katz, su guardaespaldas; George Goldstein, su contable; Billy Tiplitz, su encargado de las apuestas; Doc Stacher, su máquina de sumar. Abe Lew, el primo de Longy, dirigía para él el sindicato de los empleados de comercio al por menor. Ah, sí, Meyer Eüenstein, otro chico de la calle procedente del gueto del tercer distrito… cuando fue alcalde de Ñewark, Eüenstein prácticamente controlaba la ciudad para Longy.
Ira podría haber terminado como uno de los sicarios de Longy, desempeñando lealmente uno de sus trabajos. Estaba maduro para que lo reclutaran. No habría habido nada aberrante en ello, pues el delito era lo único para lo que aquellos muchachos se preparaban. Era el siguiente paso lógico. Poseían esa violencia que hace falta como táctica comercial en el fraude organizado para inspirar temor y ganar por los pelos a la competencia. Ira podría haber empezado su carrera en Port Newark, descargando el whisky de contrabando procedente de Canadá de las lanchas rápidas y cargándolo en los camiones de Longy, y, como éste, podría haber terminado con una mansión de millonario en West Orange y una soga alrededor del cuello.
Cuan voluble es, ¿no te parece?, quién acabas siendo, cómo acabas siendo. Tan sólo un pequeño accidente geográfico hizo que la oportunidad de dejarse embaucar por Longy nunca se le presentara a Ira. La oportunidad de emprender una carrera de éxito obligando con amenazas a los competidores de Longy, de apretar las clavijas a los clientes de Longy, de supervisar las mesas de juego en los casinos de Longy. La oportunidad de terminar con ellos testificando durante dos horas ante el comité Kefauver antes de ir a casa y ahorcarse. Cuando Ira conoció a alguien más duro y más listo que él, que iba a influirle poderosamente, ya estaba en el ejército; y no fue un gángster de Newark, sino un obrero metalúrgico comunista quien operó la transformación en él. El Longy Zwillman de Ira fue Johnny O'Day.
– ¿Por qué no le dije, aquella primera vez que se quedó con nosotros, que mandara la boda a hacer puñetas y se librara de todo aquello? Porque aquel matrimonio, aquella mujer, aquella hermosa casa, los libros, los discos, los cuadros en la pared, la vida de ella, poblada de gentes de éxito, gente refinada, interesante, educada, era lo que él no había conocido jamás. Ahora tenía un hogar, algo de lo que siempre había carecido, y por entonces contaba treinta y cinco años. Treinta y cinco y ya no vivía en una habitación alquilada, ya no comía en cafeterías, ya no dormía con camareras, chicas de barra y mujeres peores, algunas de las cuales ni siquiera sabían escribir su nombre.
Cuando se licenció, al comienzo de su traslado a Calumet City para vivir con O'Day, Ira tuvo una aventura con una bailarina de strip-tease que tenía diecinueve años, una chica llamada Donna Jones, a la que Ira conoció en una lavandería. Al principio pensó que era alumna de la escuela, y ella, durante algún tiempo, no se molestó en hacerle salir de su error. Era menuda pero bien proporcionada, pendenciera, descarada, dura. Por lo menos superficialmente era dura. Y era una pequeña fábrica de placer. El chico tenía continuamente la mano en su cono.
Donna era de Michigan, de una pequeña ciudad turística junto al lago, llamada Benton Harbor. En verano trabajaba en un hotel de la orilla. A los dieciséis años, siendo camarera, uno de los clientes de Chicago la dejó preñada. No sabía cuál. Tuvo el niño, lo dio en adopción, se marchó de la ciudad, deshonrada, y acabó trabajando como bailarina de strip-tease en uno de aquellos garitos de Cal City.
Los domingos, cuando Ira no interpretaba a Abe Lincoln para el sindicato, tomaba prestado el coche de O'Day e iba con Donna a Benton Harbor, para visitar a su madre. Ésta trabajaba en una pequeña fábrica de caramelos y dulces de leche, un género que vendían a los veraneantes en la calle principal de la ciudad. Golosinas de población turística. El dulce era famoso y lo enviaban a todo Middle West. Ira habla con el tipo que dirige la fábrica, ve cómo hacen los dulces y enseguida me escribe diciéndome que se casa con Donna y se traslada con ella a la ciudad natal de la chica, donde vivirán en un chalé de una planta junto al lago y usarán lo que queda de su paga de separación para participar en el negocio de los dulces. Cuentan también con los mil pavos que él ganó a los dados en el transporte de tropas, cuando regresaban a casa… toda esa suma se podía invertir en el negocio. Aquella Navidad envió a Lorraine una caja de dulces de leche, de dieciséis sabores distintos: coco y chocolate, mantequilla de cacahuete, pistacho, menta con chocolate, frutos secos… fresco y cremoso, directamente de Fudge Kitchen de Benton Harbor, Michigan. Dime, ¿qué podría estar más alejado de ser un rojo delirante diabólicamente empeñado en derribar el sistema norteamericano que un tipo que envuelve dulce en papel de regalo y lo envía a su anciana tía durante las vacaciones de verano? «Golosinas confeccionadas junto al lago», dice el eslogan de la caja. No «Trabajadores del mundo, unios», sino «Golosinas confeccionadas junto al lago». Si Ira se hubiese casado con Donna Jones, ese eslogan habría regido su vida.
Fue O'Day, no yo, quien le convenció de que dejara a Donna. No porque una chica de diecinueve años anunciada en el Kit Kat Klub de Cal City como «Miss Shalimar, recomendada por Duncan Hiñes para comer bien», no porque el desaparecido señor Jones, el padre de Donna, fuese un borracho que pegara a su mujer y sus hijos, no porque los Jones de Benton Harbor fuesen unos patanes ignorantes y no una familia de la que alguien, al regresar a casa tras cuatro años de servicio militar, querría responsabilizarse permanentemente, que fue lo que yo intenté decirle de la manera más cortés posible. Mas para Ira, todo cuanto era una receta garantizada de desastre doméstico constituía el argumento en favor de Donna. El atractivo de los desvalidos. La lucha de los desheredados por ascender desde el fondo tenía un atractivo irresistible. Apuras la bebida y te tragas las heces: para Ira, la humanidad era sinónimo de penuria y calamidad. Hacia la penuria, incluso sus formas vergonzosas, el parentesco era indestructible. A O'Day le correspondió disipar el completo afrodisíaco que eran Donna Jones y los dieciséis sabores de dulce de leche. Fue O'Day quien le puso como un trapo por personalizar su política, y O'Day no lo hizo con mi razonamiento burgués. O'Day nunca se disculpaba por nada, lo suyo era mostrarle a uno el camino.
O'Day le dio a Ira lo que él llamaba un «curso de repaso en matrimonio, como perteneciente a la revolución mundial», basado en su propia experiencia matrimonial antes de la guerra. «¿Para eso viniste conmigo al Calumet? ¿A fin de prepararte para dirigir una fábrica de dulces o una revolución? ¡Estos no son tiempos para aberraciones ridiculas! ¡Esto es lo que hay, muchacho! ¡Es una cuestión de vida o muerte para las condiciones de trabajo tal como las conocemos desde hace diez años! Todas las facciones y grupos arreglan sus diferencias aquí, en el condado de Lake. Lo tienes ante los ojos. Si podemos mantener este nivel, si nadie abandona el barco, entonces, qué diablos, Hombre de hierro, ¡en un año, dos como máximo, las fábricas serán nuestras!»
Así pues, cuando llevaban unos ocho meses de noviazgo, Ira le dijo a Donna que todo había terminado y ella se tomó unas pñdoras y trató de matarse un poco. Más o menos al cabo de un mes (por entonces Donna había vuelto al Kit Kat y tenía un nuevo novio), el padre de la chica, el borracho de quien se había perdido la pista mucho tiempo atrás, se presenta con uno de los hermanos de Donna en la puerta de Ira diciendo que va a darle una lección por lo que le ha hecho a su hija. Ira está en el umbral, peleando con los dos, el padre saca una navaja y O'Day le da un puñetazo, le rompe la mandíbula y le arrebata el arma… Esa era la primera familia con la que Ira iba a emparentarse.
No siempre resulta fácil salir de semejante farsa, pero en 1948 el supuesto salvador de la pequeña Donna se ha convertido en el Iron Rinn de Los libres y los valientes y ya está preparado para su segundo gran error. Deberías haberle oído cuando supo que Eve estaba embarazada. Un hijo, una familia propia. Y no con una ex bailarina de strip-tease, a quien su hermano había desaprobado, sino con una actriz renombrada a la que adoraban los radioyentes de todo el país. Era lo más grande que se había cruzado en su camino, un asidero firme como no lo había tenido jamás. Apenas podía creerlo. Dos años… ¡y aquello! La inestabilidad había terminado para él.
– ¿Estaba embarazada? ¿Cuándo fue eso?
– Después de que se casaran. Sólo duró dos meses y medio. Por eso se alojaba en mi casa, donde os conocisteis. Ella decidió abortar.
Estábamos sentados en la terraza de la parte trasera y veíamos el estanque y, a lo lejos, la sierra que se alzaba al oeste. Vivo solo y la casa es pequeña, una habitación donde escribo, y hago la comida y como, una habitación de trabajo con baño y una cocinita en un extremo, una chimenea de piedra que forma ángulo recto con una pared forrada de libros y una hilera de ventanas de guillotina que dan al ancho henar y a un grupo protector de viejos arces que me separa de la carretera sin asfaltar. La otra habitación es la que uso para dormir, un cuarto de tamaño apropiado y de aspecto rústico con una sola cama, una cómoda con espejo, una estufa de leña, viejas vigas al descubierto y verticales en los cuatro ángulos, más estanterías de libros, una tumbona que utilizo para leer, un pequeño escritorio y, en la pared del oeste, una puerta de vidrio deslizante que da a la terraza donde Murray y yo tomábamos un martini antes de la cena. Yo había comprado la casa, adaptándola para el invierno (el propietario anterior la usaba como vivienda de verano) y, al cumplir los sesenta, me trasladé allí a vivir solo, en general, apartado de la gente. Eso fue cuatro años atrás. Aunque no siempre es deseable vivir de una manera tan austera, sin las actividades variadas que de ordinario componen la existencia humana, creo que hice la elección menos perjudicial. Pero mi reclusión aquí no es la historia que me he propuesto contar. No constituye una historia en ningún sentido. Vine aquí porque no quiero más historias. Ya he tenido la mía.
Me preguntaba si Murray habría reconocido ya mi casa como una réplica mejorada de la cabana de dos habitaciones en el lado de Jersey de la brecha acuática del Delaware, que era el querido retiro de Ira y el lugar donde tuve mi primer atisbo de la Norteamérica rural cuando fui allí, en los veranos de 1949 y 1950, a pasar una semana con él. Me encantó aquella primera vez que viví con Ira, solos los dos, en la cabana, y pensé en ese lugar en cuanto me mostraron esta casa. Aunque yo andaba buscando una vivienda de mayor tamaño, una casa más convencional, la compré enseguida. Las habitaciones tenían más o menos el mismo tamaño que las de Ira, y una situación similar. El largo y ovalado estanque era más o menos de la misma extensión que el suyo y estaba aproximadamente a la misma distancia de la puerta trasera. Y aunque mi casa es mucho más luminosa (con el paso del tiempo, las paredes de madera de pino descolorida que tenía la cabana de Ira se habían vuelto casi negras, los techos con vigas eran bajos, ridiculamente bajos para un hombre de su estatura, y las ventanas eran pequeñas y no tan numerosas),, estaba oculta junto a la carretera sin asfaltar, lo mismo que la suya, y si desde el exterior no tenía ese aspecto oscuro, lánguido, destartalado, que proclama «aquí vive un ermitaño, retroceded», el estado mental del propietario era discernible en la ausencia de un sendero a través del henar que condujera a la puerta principal con el cerrojo echado. Había un caminejo de tierra que serpenteaba alrededor del lado de la casa correspondiente a la habitación de trabajo y llevaba a un cobertizo abierto donde, en invierno, aparcaba el coche. Era una destartalada estructura de madera anterior a la casa, y podría haber sido trasladada desde el terreno de cuatro hectáreas lleno de maleza que poseía Ira.
¿Por qué razón conservo nítido el recuerdo de la cabana de Ira pese al tiempo transcurrido? Las imágenes más antiguas, de independencia y libertad, sobre todo, son las que perduran obstinadamente, pese a las dichas y los reveses que conlleva la plenitud de la vida. Y, bien mirado, la idea de la cabana no fue original de Ira, sino que tiene una historia: fue la idea de Rousseau, la de Thoreau, el paliativo de la choza primitiva, el lugar donde te despojas de todo y vuelves a lo esencial, al que regresas (aunque no sea el lugar del que procedes) para descontaminarte y eximirte de la lucha. El lugar donde te quitas, como si mudaras de piel, los uniformes que has llevado y los disfraces que te has puesto, donde prescindes de tus magulladuras y tu resentimiento, tu paz con el mundo y tu desafío al mundo, tu manipulación del mundo y el maltrato al que el mundo te somete. El hombre que envejece parte y se interna en el bosque. Es un motivo que abunda en el pensamiento filosófico oriental, taoísta, hindú, chino. El «habitante del bosque», la última etapa de la vida. Pensad en esas pinturas chinas del anciano bajo la montaña. El viejo chino completamente solo bajo la montaña, apartado de la agitación de lo autobiográfico. Ha entrado vigorosamente en competencia con la vida y, ahora, sosegado, entra en competencia con la muerte, atraído hacia la austeridad, lo último en lo que se especializa.
Los martinis habían sido idea de Murray. Una buena, si no una gran idea, puesto que beber al final de un día veraniego con una persona que me agradaba, hablar con alguien como Murray, me hacía recordar los placeres de la compañía. Habría gozado de la relación con mucha gente de no participar con indiferencia de la vida, de no haberme apartado de ella…
Pero la historia que estoy contando es la de Ira. Por qué a él le resultó imposible.
– Quería un chico -me dijo Murray-. Ansiaba ponerle el nombre de su amigo: Johnny O'Day Ringold. Doris y yo teníamos a Lorraine, nuestra hija, y cada vez que se quedaba con nosotros y dormía en el sofá, Lorraine siempre le levantaba el ánimo. A la pequeña le gustaba ver dormir a Ira. Era como contemplar desde el umbral el sueño de Lemuel Gulliver. El tenía mucho cariño a la chiquitína de flequillo negro. Y ella le correspondía. Cuando él venía a casa, la niña le pedía que jugaran con las muñecas rusas, encajadas unas en otras, que él le regaló por su cumpleaños, ya sabes, una rusa tradicional con babushka, toda una serie de ellas, de mayor a menor, hasta la última que tiene el tamaño de una nuez. Hay relatos sobre cada una de las muñecas y la dureza con que esa gente menuda trabajaba en Rusia. Entonces él ocultaba el juego entero en una de sus manazas, lo hacía desaparecer por completo bajo aquellos dedos espatulados, unos dedos tan largos y peculiares, los dedos que debió de tener Paganini. A Lorraine le encantaba cuando él hacía eso: la muñeca más grande de todas era su enorme tío.
Para el siguiente cumpleaños de Lorraine le regaló el álbum del coro y la banda del ejército soviético que interpretaban canciones rusas. Más de cien hombres en ese coro, y otros tantos en la banda. Los prodigiosos retumbos de los bajos, un espléndido sonido. Ella y Ira se lo pasaban en grande con aquellos discos. Las canciones eran en ruso, y las escuchaban juntos. Ira, que fingía ser el bajo solista, movía los labios como si pronunciara las palabras incomprensibles y hacía espectaculares gestos rusos, y, cuando llegaba el estribillo, Lorraine movía los labios como si pronunciara las incomprensibles palabras del coro. Mi niña tenía madera de comedianta.
Había una canción que le gustaba en especial. Era bonita, una canción folklórica parecida a un himno, triste y conmovedora, llamada Dubinushka, una sencilla canción acompañada por un fondo de balalaica. La letra de la Dubinushka estaba impresa en inglés en el reverso de la cubierta del álbum, y la niña se la aprendió de memoria y durante meses fue por la casa canturreándola.
Muchas canciones he oído en mi tierra natal,
Canciones de alegría y de pesar.
Vero una de ellas se grabó profundamente en mi
memoria:
Es la canción del trabajador corriente.
Ésta era la parte del solista, pero lo que a ella le gustaba era cantar el estribillo coral, porque contenía la palabra aupad.
Vamos, echad todos una mano,
¡Aupad!
Juntos, con más espíritu de equipo,
¡Aupad!
Cuando Lorraine estaba a solas en su habitación, alineaba todas las muñecas huecas, ponía el disco de Dubinushka y cantaba con tono trágico «¡Aupad! ¡Aupad!», mientras empujaba a las muñecas aquí y allá por el suelo.
– Espera un momento, Murray, espera -le dije.
Me levanté y fui al dormitorio, donde tengo el reproductor de discos compactos y el viejo fonógrafo. La mayor parte de los discos estaban en cajas y guardados en un armario, pero sabía en qué caja encontrar el que buscaba. Saqué el álbum que Ira me regaló en 1948 y extraje el disco con la interpretación de Dubinushka que hacen el coro y la banda del ejército soviético. Moví la palanca a 78 revoluciones por minuto, limpié el disco con un paño y lo puse en el plato. Apliqué la aguja en el margen poco antes de la última canción, subí el volumen lo suficiente para que Murray pudiera oír la música a través de las puertas abiertas que separaban mi dormitorio de la terraza y fui a reunirme de nuevo con él.
Escuchamos en la oscuridad, aunque ahora ni yo a él ni él a mí, sino ambos la Dubinushka. Era tal como Murray la había descrito: una canción folklórica parecida a un himno, hermosa, triste y conmovedora. Excepto por la crepitación del disco, un sonido cíclico que no era muy distinto de algún sonido nocturno natural y familiar en el campo y en verano, la canción parecía viajar hacia nosotros desde un pasado histórico remoto. No era en absoluto como estar en la terraza escuchando por la radio los conciertos nocturnos del sábado desde Tanglewood. «¡Aupad! ¡Aupad!» procedía de un lugar y un tiempo distantes, un residuo espectral de aquellos maravillosos tiempos revolucionarios en que cuantos anhelaban el cambio de una manera programática, ingenua, alocada, imperdonable, subestimaban cómo la humanidad destroza sus ideas más nobles y las convierte en una farsa trágica. ¡Aupad! ¡Aupad! Como si la artería, la debilidad, la estupidez y la corrupción humanas no tuvieran una sola posibilidad contra lo colectivo, contra el poder de la gente que, unida, con espíritu de equipo, se esfuerza por renovar sus vidas y abolir la injusticia. ¡Aupad!
Cuando terminó la Dubinushka, Murray guardó silencio y empecé a oír de nuevo todo lo que me había pasado desapercibido mientras le escuchaba: los ronquidos, gangueos y vibraciones de las ranas, los reyes de codornices en Blue Swamp, como se llamaba la zona de cañaverales al este de mi casa, con sus cues, quecs y quitics, y el acompañamiento chachareante de los abadejos. Y los somorgujos, el griterío y las risas de los somorgujos maníaco depresivos. Cada pocos minutos se oía el gemido de una lechuza blanca y, continuamente, por todas partes, el conjunto de cuerda de los grillos de Nueva Inglaterra interpretaba los chirridos de sierra, el Bartók de los grillos. Un mapache parecía reír con disimulo en un bosque cercano y, a medida que pasaba el tiempo, incluso creí oír a los castores que roían la corteza de un árbol, allí donde los afluentes del bosque alimentan mi estanque. Algún ciervo, engañado por el silencio, debía de rondar demasiado cerca de la casa, pues de improviso, en cuanto perciben nuestra presencia, su código morse de huida funciona velozmente: el bufido, los pasos pesados sin moverse del sitio, la estampida, el golpeteo de las pezuñas, su alejamiento a grandes saltos. Irrumpen grácilmente en los espesos matorrales y entonces, de una manera casi inaudible, corren para salvar la vida. Sólo se oía la respiración susurrante de Murray, la elocuencia de un anciano que inspira y espira serenamente.
Debió de transcurrir cerca de media hora antes de que él volviera a hablar. El brazo del fonógrafo no había vuelto a la posición inicial, y ahora también oía el chirrido de la aguja sobre la etiqueta del disco. No fui a detenerlo para no interrumpir lo que había acallado a mi narrador, fuera lo que fuese, creando la intensidad de su silencio. Me pregunté cuánto tiempo pasaría antes de que dijera algo, si no se limitaría a levantarse y pedirme que lo llevara de regreso a su casa, pues tal vez los pensamientos desencadenados en su mente requerirían toda una noche de sueño reparador para apaciguarse.
Pero, con una tenue risa, Murray habló por fin.
– Eso me ha afectado.
– ¿Ah, sí? ¿Por qué?
– Añoro a mi chica.
– ¿Dónde está?
– Lorraine murió.
– ¿Cuándo?
– Lorraine murió hace veintiséis años. En 1971, a los treinta años, dejando dos hijos y marido. Contrajo una meningitis y murió de la noche a la mañana.
– Y Doris está muerta.
– ¿Doris? Claro.
Fui al dormitorio, levanté la aguja y la coloqué en su lugar de reposo.
– ¿Quieres escuchar más? -le pregunté a Murray desde la habitación.
Esta vez él se rió de buena gana.
– ¿Tratas de ver cuánto puedo aguantar? Tienes una idea un tanto exagerada de mi fortaleza, Nathan. En Dubinushka he encontrado un rival digno de mí.
– Permíteme que lo dude -repliqué, mientras salía a la terraza y me sentaba en mi silla-. ¿Me decías…?
– Te decía… te decía… Sí, que cuando dieron la patada a Ira, Lorraine se quedó desolada. Sólo tenía nueve o diez años, pero se alzó en armas. Después de que despidieran a Ira por ser comunista, ya no saludaba a la bandera.
– ¿La bandera norteamericana? ¿Dónde?
– En la escuela -dijo Murray-. ¿En qué otro lugar se saluda a la bandera? La maestra intentó protegerla, la llevó a un lado y le dijo que era necesario saludar a la bandera, pero la niña se negaba a hacerlo. Estaba llena de cólera. La auténtica cólera de los Ringold. Quería mucho a su tío. Había salido a él.
– ¿Qué sucedió?
– Tuve una larga charla con ella y volvió a saludar a la bandera.
– ¿Qué le dijiste?
– Le dije que yo también quería a mi hermano, que tampoco me parecía correcto lo que le habían hecho. Le dije que pensaba como ella, que era una equivocación absoluta despedir a una persona por sus creencias políticas. Yo creía en la libertad de pensamiento, en la libertad de pensamiento absoluta. Pero le dije que uno no ha de ir por ahí buscando esa clase de pelea, que no es una cuestión importante. ¿Qué logras? ¿Qué estás ganando? Le dije que uno no provoca una pelea sabiendo que no la puede ganar, que ni siquiera merece la pena ganarla. Le dije lo mismo que intentaba decirle a mi hermano sobre el problema del discurso apasionado. A pesar de que no le sirvió de nada, intenté decírselo desde que era un niño pequeño. Lo importante no es estar enojado, sino estarlo por las cosas adecuadas. Le dije que lo considerase desde la perspectiva darwinista. El objetivo del enojo es hacerte eficaz. Ésa es su función de supervivencia, por eso nos enojamos. Pero si te hace ineficaz, déjalo caer como una patata caliente.
Cincuenta años atrás, cuando era mi profesor, Murray Ringold acostumbraba a actuar, convertía la lección en un espectáculo, ponía en juego una infinidad de trucos para conseguir nuestra atención. Enseñar era una actividad apasionante para él y, como persona, era estimulante. Pero ahora, aunque en modo alguno era un anciano que hubiera perdido por completo el vigor, ya no consideraba necesario hacerse trizas para que quedase bien claro lo que quería decir, sino que se aproximaba a un desapasionamiento total. Su tono era más o menos invariable, suave, no hacía el menor intento por orientarte (o viceversa) mediante la expresividad de la voz, el rostro o las manos, ni siquiera cuando canturreaba: «Aupad, aupad».
Qué frágil y pequeño parecía ahora su cráneo. No obstante, contenía noventa años del pasado. Era mucho lo que había allí dentro. Todos los muertos, por ejemplo, estaban allí, sus hazañas y sus fechorías convergían con todas las preguntas a las que no es posible responder, esas cosas acerca de las que uno jamás puede estar seguro… a fin de realizar una tarea precisa, la de pensar con imparcialidad y contar su historia sin demasiados errores.
Como sabemos, el tiempo avanza muy rápido cerca del final, pero Murray llevaba tanto tiempo cerca del final que, cuando hablaba como lo hacía, pacientemente, de una manera pertinente, con cierta insipidez -sólo interrumpiéndose de vez en cuando para tomar de buena gana un sorbo de martini-, yo tenía la sensación de que el tiempo se había disuelto para él, que no avanzaba ni rápido ni lento, que él ya no vivía en el tiempo, sino exclusivamente dentro de su propia piel. Como si esa vida sociable, activa y esforzada como meticuloso profesor, ciudadano y padre de familia hubiera sido un largo combate para alcanzar un estado desapasionado. Convertirse en un anciano decrépito no era insoportable, como tampoco lo era la insondabilidad de la nada. Tampoco era como si todo hubiese sido inútil. Había podido soportarlo todo, incluso despreciar, sin remisión, lo despreciable.
Pensé que la insatisfacción humana había encontrado en Murray Ringold a su digno rival. Había sobrevivido a la insatisfacción. Eso es lo que queda cuando todo ha pasado, la tristeza disciplinada del estoicismo. Esto es el enfriamiento. Durante tanto tiempo es tal el calor, todo en la vida es tan intenso… y entonces, gradualmente, el calor se reduce, llega el enfriamiento y luego las cenizas. El hombre que me enseñó a boxear con un libro ha vuelto para demostrarme cómo puedes boxear con la vejez.
Y es ésa una habilidad asombrosa y noble, pues nada te enseña menos sobre la vejez que haber llevado una vida vigorosa.