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– El motivo de la visita de Ira y de que se quedara a pasar la noche con nosotros el día que os conocisteis fue algo que había oído aquella mañana -siguió diciendo Murray-. Ella le dijo que quería abortar.
– No, ya se lo había dicho la noche anterior, le dijo que iba a Camden para que le practicaran un aborto. Allí había un médico a quien acudía mucha gente rica, en la época en que abortar era un asunto problemático. Su decisión no fue una sorpresa total. Había titubeado durante semanas, insegura de lo que debía hacer. Tenía cuarenta y un años, era mayor que Ira. No se le notaba en la cara, pero Eve Frame no era una niña, y le preocupaba tener un hijo a su edad. Ira lo comprendía, pero no podía aceptarlo y se negaba a creer que tener cuarenta y un años pudiera ser un obstáculo entre ellos. No era muy cauto, ¿sabes? Tenía esa faceta arrolladura con la que se empleaba a fondo, y así puso todo su empeño en convencerla de que no tenían nada de que preocuparse.
Creía haberla convencido, pero surgió un nuevo problema: el trabajo. La primera vez, a Eve ya le había resultado muy duro ocuparse de su carrera y al mismo tiempo de su hija, Sylphid. Cuando ésta nació, Eve sólo tenía dieciocho años y por entonces era una estrella de Hollywood en ciernes. Estaba casada con aquel actor, Pennington, famoso en mi juventud. Carlton Pennington, el héroe del cine mudo, con un perfil que respondía exactamente a los cánones clásicos. Un hombre alto, esbelto, garboso, de cabello negro y lustroso como ala de cuervo y bigote oscuro. Elegante hasta el tuétano. Era un miembro importante tanto de la aristocracia social como de la erótica, y su carrera se beneficiaba de la interrelación de ambas. Era un príncipe de cuento de hadas y, al mismo tiempo, un hombre dotado de una gran energía sexual, de modo que una tenía garantizado que la llevaría al éxtasis en un Pierce-Arrow de carrocería plateada.
Los estudios de cine convinieron la boda. Los dos habían tenido gran éxito como pareja estelar, y el actor fascinaba tanto a Eve que los estudios decidieron que debían casarse. Y, una vez estuvieran casados, deberían tener un hijo. Con todo esto se pretendía acallar los rumores de que Pennington era homosexual, cosa que era, por supuesto.
A fin de casarse con Pennington, Eve primero tenía que librarse de su primer marido, un individuo llamado Mueller, con quien se había fugado cuando sólo tenía dieciséis años. Era un patán que acababa de regresar de la Armada, donde había servido durante cinco años, un alto y fornido americano de origen alemán, hijo de un tabernero de Kearny, cerca de Newark. Sus antecedentes eran vulgares, tanto como lo era él mismo, una especie de Ira sin su idealismo. Ella le conoció en un grupo teatral del barrio. Los dos querían ser actores. El se alojaba en una pensión y ella iba a la escuela de enseñanza media y aún vivía en casa de sus padres; huyeron juntos a Hollywood. Así fue como Eve acabó en California, fugándose de casa cuando era niña con el chico del tabernero. Al cabo de un año era una estrella y, para librarse de Mueller, que era un don nadie, los estudios contrataron al marido. Este apareció en unas pocas películas mudas (eso formaba parte de la paga), e incluso consiguió un par de papeles de duro en las primeras películas habladas, pero su relación con Eve quedó prácticamente borrada de los registros… hasta mucho más adelante. Pero ya volveremos a Mueller. La cuestión es que Eve se casa con Pennington, una jugada maestra para todo el mundo. Se celebra la boda en los estudios, tiene el bebé y durante doce años lleva con Pennington la vida de una monja.
Incluso después de casarse con Ira, solía viajar con Sylphid a Europa para que la hija viera a Pennington, quien después de la guerra se instaló en la Riviera francesa. El actor pasó los años que le quedaban de vida en una finca que se alzaba en las colinas detrás de Saint Tropez. Se emborrachaba todas las noches, siempre en busca de una presa, y era un famoso amargado y venido a menos que deliraba y despotricaba de los judíos que mandan en Hollywood y habían arruinado su carrera. Eve iba con Sylphid a Francia para ver a Pennington, se iban los tres a cenar a Saint Tropez y él se bebía dos botellas de vino y se pasaba el rato mirando a algún camarero. Luego enviaba al hotel a madre e hija. A la mañana siguiente iban a desayunar a la finca y el camarero estaba en el comedor en albornoz y todos comían higos frescos. Eve volvía a casa desolada, y con lágrimas en los ojos le contaba a Ira que el tipo estaba gordo y borracho y que siempre había algún chico de dieciocho años durmiendo allí, un camarero, o un vagabundo de la playa, o un barrendero municipal, y que nunca podría volver a Francia. Pero volvía y, para bien o para mal, Sylphid tuvo dos o tres encuentros con su padre en Saint Tropez, adonde la llevaba Eve. Debía de ser una situación muy violenta para la niña.
Después de Pennington, Eve se casa con un especulador inmobiliario, un tal Freedman, quien, según Eve, se gastó cuanto ella tenía, pero consiguió que le cediera la casa. Así pues, cuando Ira aparece en la escena radiofónica neoyorquina, naturalmente se enamora de él. El noble forzudo capaz de doblar barras de hierro, expansivo, inmaculado, una gran conciencia ambulante que insistía machaconamente en la justicia y la igualdad para todos. Ira y sus ideales habían atraído a toda clase de mujeres, desde Donna Jones a Eve Frame, y toda la gama de personalidades problemáticas entre una y otra. Las mujeres acongojadas enloquecían por él. Qué vitalidad tenía, qué energía. Era un gigante revolucionario parecido a Sansón. Tenía una especie de caballerosidad rústica. Y olía bien. ¿Recuerdas el olor de Ira? Era un olor natural. Lorraine solía decir: «Tío Ira huele como el jarabe de arce». Y era cierto. Olía a savia.
Al principio, el hecho de que Eve viaje con su hija para visitar a Pennington enfurece a Ira. Creo que se daba cuenta de que no lo hacía sólo para que Sylphid tuviera oportunidad de ver a su padre, sino porque Pennington aún conservaba algo atractivo para ella. Y tal vez fuese cierto. Puede que fuese su homosexualidad, o tal vez su alcurnia. Pennington procedía de una antigua y acaudalada familia californiana, con cuyo dinero vivía en Francia. Parte de las joyas que Sylphid llevaba eran españolas y pertenecían a la colección de la familia de su padre. Ira me decía: «Su hija está en la casa con él, en una habitación, y él está en otra habitación con un marinero. Eve debería proteger a su hija de esas cosas. No debería llevarla a Francia para que vea lo que ocurre. ¿Por qué no la protege?».
Conozco a mi hermano, y sé qué es lo que quiere decir. Lo que quiere decir es que le prohibe volver allí. Le dije: «Tú no eres el padre de la chica, y no puedes prohibirle nada. Si quieres terminar con el matrimonio por ese motivo, adelante. De lo contrario, sigue casado y aguántalo».
Era la primera vez que le insinuaba lo que deseaba decirle desde el principio. Tener una aventura con ella era una cosa. Una actriz de cine… ¿por qué no? Pero ¿el matrimonio? Eso sería un error evidente en todos los sentidos. Esta mujer no tiene ningún contacto con la política y, sobre todo, no lo tiene con el comunismo. Se conoce al dedillo los complicados argumentos de los novelistas Victorianos, puede recitar los nombres de los personajes de Trollope, pero no tiene idea de cómo es la sociedad ni de la realidad cotidiana. A esta mujer la viste Dior, tiene unas prendas fabulosas, un millar de sombreros con velito, zapatos y bolsos de piel de reptil. Gasta montones de dinero en ropa. En cambio, Ira gasta sólo cuatro dólares con noventa y nueve centavos en un par de zapatos. Encuentra una de sus facturas, la de un vestido de ochocientos dólares. Ni siquiera sabe lo que eso significa. Abre el armario, mira el vestido e intenta imaginar cómo es posible que cueste tanto. Es comunista, y la actitud de su mujer debería haberle irritado desde el principio. ¿Qué es, pues, lo que explica que se haya casado con ella y no con una camarada? ¿No podría haber encontrado a alguien en el partido que le apoyara, que estuviera a su lado en la lucha?
Doris siempre le excusaba y hacía concesiones, salía en su defensa cada vez que yo hablaba de esto. «Sí», decía, «es comunista, un gran revolucionario, un miembro del partido con ese entusiasmo suyo, y, de repente, se enamora de una actriz irreflexiva que viste las chaquetas entalladas y las faldas largas que están de moda ese año, que es bella y famosa, que está en remojo, como una bolsita de té, en sus pretensiones aristocráticas, y eso contradice el criterio moral de Ira… pero están enamorados». «¿De veras?», replicaba yo. «Me parece que se trata de credulidad y confusión. Ira no es nada intuitivo en el aspecto sentimental. La falta de intuición sentimental concuerda con la clase de radical inflexible que es. Esos dos no armonizan psicológicamente.» Pero Doris me contradice, justificándole nada menos que por medio del poder destructivo del amor. «El amor», dice Doris, «el amor no es lógico, la vanidad no es lógica, Ira tampoco lo es. En este mundo cada uno de nosotros tiene su propia vanidad y, por lo tanto, su propia ceguera a medida. Eve Frame es la de Ira».
Incluso en el funeral de Ira, al que asistieron veinte personas, Doris se levantó y pronunció un discurso sobre este mismo tema, ella que temía hablar en público. Dijo que Ira había sido un comunista con debilidad por la vida, un comunista apasionado que, sin embargo, no estaba hecho para vivir en el enclave cerrado del partido, y eso fue lo que le trastocó y acabó por destruirle. Gracias a Dios, no era perfecto desde el punto de vista comunista. No podía renunciar a lo personal. Por muy militante y testarudo que intentara ser, lo personal seguía teniendo la máxima importancia para él. Una cosa es que seas fiel al partido y otra que seas quien eres y no puedas reprimirte. No podía suprimir ninguna de sus facetas. Ira lo vivía todo personalmente, a fondo, incluidas sus contradicciones.
Bueno, quizá sí, quizá no. Las contradicciones eran indiscutibles. La franqueza personal y el secretismo comunista, la vida hogareña y el partido, la necesidad de un hijo, el deseo de tener una familia… ¿debería un miembro del partido con sus aspiraciones desear un hijo de esa manera? Uno podía imponer un límite incluso a sus contradicciones. ¿Un hombre de la calle se casa con una artista? ¿Un treintañero se casa con una mujer que tiene más de cuarenta y una hija adulta que todavía vive en casa? Las incompatibñidades eran interminables. Claro que en eso estribaba el desafío. En el caso de Ira, cuanto más erróneo era algo, tanto más correcto.
Le dije: «La situación con Pennington no tiene arreglo, Ira. La única manera de corregirla es no estar ahí». Le dije más o menos lo mismo que O'Day le dijera cuando se relacionó con Donna: «Esto no es política, esto es la vida privada. No puedes aplicar a la vida privada la ideología que aplicas al gran mundo. No puedes cambiarla. Tienes lo que tienes y, si es insoportable, te marchas. Esa mujer se casó con un homosexual, vivió doce años sin que la tocara un marido homosexual y sigue relacionándose con él a pesar de que el tipo se comporta delante de su hija de una manera que ella considera perjudicial para el bienestar de la chica. Debe de considerar que aún sería más perjudicial para Sylphid no ver en absoluto a su padre.
Está atrapada en un dilema, lo más probable es que cualquier dirección que tome sea incorrecta, así que deja de preocuparse, que sea lo que Dios quiera».
Entonces le pregunté: «Dime, ¿hay otras cosas insoportables? ¿Otras cosas que quisieras cambiar? Porque si las hay, olvídalas. No puedes cambiar nada».
Pero Ira vivía para el cambio. Esa era la razón de su vida, el motivo por el que vivía con tantas dificultades. Era muy propio de él que tratara todo como un desafío a su voluntad. Siempre tenía que esforzarse. Debía cambiarlo todo. Para él, ésa era la finalidad de estar en el mundo. Todo cuanto quería cambiar estaba aquí.
Pero en cuanto quieres apasionadamente lo que se encuentra más allá de tu alcance, estás listo para la frustración, te estás preparando para cuando te obliguen a ponerte de rodillas.
«Si pusieras todas las cosas insoportables en una columna», le dije a Ira, «trazaras una línea debajo y las sumaras, ¿el resultado sería "totalmente insoportable"? Porque, de ser así, aunque te hayas instalado ahí anteayer, aunque el matrimonio sea flamante, debes irte. Tu tendencia, cuando cometes un error, es la contraria: te quedas. Tiendes a corregir las cosas de esa manera vehemente con la que tanto le gusta corregir cosas a esta familia. Eso es lo que me preocupa ahora».
Ya me había hablado del tercer matrimonio de Eve, el que siguió a su enlace con Pennington, el matrimonio con Freedman, así que le dije: «Esto parece un desastre tras otro. ¿Y qué es lo que vas a hacer exactamente, reparar los desastres? ¿Vas a ser el Gran Emancipador tanto en el escenario como fuera de él? ¿Es ése el motivo inicial que te llevó a conquistarla? ¿Vas a demostrarle que eres un hombre más imponente, mejor que el gran astro de Hollywood? ¿Vas a demostrarle que un judío no es un capitalista voraz como Freedman, sino una máquina de hacer justicia como tú?».
Doris y yo ya habíamos cenado en su casa; había visto en acción a la familia Pennington-Frame, así que le largué también eso. Se lo largué todo. «Esa hija es una bomba de relojería, Ira. Resentida, adusta, siniestra, una persona que se concentra estrictamente en exhibirse, aunque, por otra parte, se mantiene por completo distante. Es una persona de carácter fuerte, acostumbrada a conseguir lo que quiere, y tú, Ira Ringold, te interpones en su camino. Cierto, también tú tienes un carácter fuerte, eres más corpulento, mayor que ella y, además, hombre. Pero no podrás darle a conocer tu voluntad. Así, en lo que respecta a la hija, no puedes tener ninguna autoridad moral sobre ella, debido precisamente a que eres más corpulento, mayor y hombre. Eso va a ser una fuente de frustración para un magnate en el campo de la autoridad moral como tú. La hija descubrirá en ti el significado de una palabra que jamás habría aprendido de su madre: resistencia. Eres un obstáculo de dos metros de altura, un riesgo para su tiranía sobre la estrella que es su mamá.»
Le hablé sin pelos en la lengua. En aquella época yo también era fogoso, y la irracionalidad podía alterarme, sobre todo cuando procedía de mi hermano. Fui más vehemente de lo que debería haber sido, pero no exageré en absoluto. La noche que fuimos a cenar con ellos lo vi todo con claridad. Yo habría dicho que a nadie podía pasarle desapercibido, pero Ira se indignó. «¿Cómo sabes todo esto?», replicó. «¿Cómo lo sabes? ¿Quieres decírmelo? ¿Porque eres muy listo o porque yo soy muy idiota?» «En esa casa vive una familia de dos miembros, Ira», le dije, «no una familia de tres, sino de dos, que no tienen más relación humana concreta que la existente entre ellos. En esa casa vive una familia que no puede encontrar la escala correcta de nada. La hija chantajea sentimentalmente a la madre, y no vas a vivir feliz como protector de alguien que está sometido a chantaje emocional. Nada está más claro en esa casa que la inversión de la autoridad. Sylphid es la que blande el látigo. Es evidente que la hija guarda un rencor enconado a su madre. Es evidente que la hija se la tiene jurada a la madre por alguna fechoría imperdonable. Es evidente que ninguna de las dos es capaz de contener esas emociones que las sobreexcitan. Desde luego, esas dos no tienen precisamente una relación placentera. Jamás existirá nada que se parezca a un acuerdo modesto y razonable entre una madre asustada y su hija petulante y mimada».
«La relación entre una madre y una hija o un hijo no es tan complicada, Ira», le dije. «Entiendo de hijas. Una cosa es que estés con tu hija porque le tienes cariño, porque la quieres, y otra que estés con ella porque te aterra. La cólera de la hija porque su madre vuelve a casarse sentenciará vuestra vida familiar desde el principio. "Todas las familias dichosas se parecen, y las desgraciadas lo son cada una a su manera." Sólo te estoy describiendo la manera en que esa familia es desgraciada.»
Fue entonces cuando se picó conmigo. «Mira, no vivo en la avenida Lehigh», me dijo. «Quiero a Doris, es una esposa y una madre estupenda, pero no me interesa el matrimonio judío burgués con las dos vajillas. Nunca he vivido según las convenciones burguesas y no tengo ninguna intención de empezar ahora. ¿Me propones que abandone a la mujer que quiero, un ser humano con talento, maravilloso, cuya vida, por cierto, tampoco ha sido un lecho de rosas, que la abandone y huya debido a esa chica que toca el arpa? ¿Ese es para ti el gran problema de mi vida? El problema de mi vida es ese sindicato al que pertenezco, Murray, es lograr que el puñetero sindicato de actores pase de donde está atascado a donde le corresponde. El problema de mi vida es el guionista de mi programa. Mi problema no es el de ser un obstáculo para la hija de Eve… soy un obstáculo para Artie Sokolow, ése es el problema. Me siento con ese tipo antes de que entregue el guión, lo repaso con él y no me gusta mi papel, Murray, y se lo digo así. No voy a representar ese puñetero papel si no me gusta. Me peleo con él hasta que me da un texto capaz de transmitir un mensaje que es socialmente útil…»
La agresividad con que reaccionaba a su falta de comprensión era propia de Ira. La cabeza le trabajaba, desde luego, pero no lo hacía con claridad sino tan sólo con fuerza. «Me tiene sin cuidado que te pavonees por el escenario y les digas a los guionistas cómo tienen que hacer los guiones», repliqué. «Te estoy hablando de otra cosa. No me refiero a lo convencional, lo no convencional, lo burgués o lo bohemio, sino a una casa donde la madre es una patética alfombra para que la hija la pisotee. Es absurdo que tú, el hijo de nuestro padre, que creciste en nuestra casa, no reconozcas lo explosivos que pueden ser los arreglos domésticos, lo funestos que son para la gente. Los altercados enervantes, la desesperación cotidiana, la negociación a cada hora. Es una familia completamente echada a perder…»
A Ira no le costaba nada decirte «que te jodan» y no volver a verte. Era incapaz de modulación. Mete la primera, cambia bruscamente a quinta y adiós. Yo no podía detenerme, no paraba, por lo que me dijo que me jodieran y se marchó. Al cabo de un mes y medio le escribí una carta y no me contestó. Entonces le telefoneé, pero no se ponía al aparato. Al final fui a Nueva York, le acorralé y le pedí perdón. «Tenías razón y yo estaba equivocado. Eso no es asunto mío. Te echamos de menos, queremos que vuelvas a casa. Si quieres venir con Eve, muy bien… si no quieres, no la traigas. Lorraine te echa de menos…» Etcétera. Quería decirle: «Te has fijado en la amenaza errónea. Lo que te amenaza no es el capitalismo imperialista, lo que te amenaza no son tus acciones públicas, lo que te amenaza es tu vida privada. Siempre ha sido así y siempre lo será».
Ciertas noches yo no podía dormir. Le decía a Doris: «¿Por qué no la deja? ¿Por qué no puede dejarla?». ¿Y sabes lo que respondía Doris? «Porque es como todo el mundo, sólo nos damos cuenta de las cosas cuando han terminado. ¿Por qué no me dejas tú? ¿No tenemos todos los ingredientes que dificultan la convivencia? Las discusiones, los desacuerdos, lo que todo el mundo tiene, la pizca de esto y de aquello, los insultos que se amontonan, las pequeñas tentaciones que se acumulan. ¿Crees que no estoy enterada de que hay mujeres que se sienten atraídas por ti? ¿Profesoras de la escuela, mujeres del sindicato, intensamente atraídas por mi marido? ¿Crees que no sé que, cuando volviste de la guerra, durante un año no sabías por qué seguías conmigo y te preguntabas a diario por qué no me dejabas? Pero no me dejaste, porque, en general, eso es lo que hace la gente. Todo el mundo está insatisfecho, pero en general no se rompe, y, sobre todo, no rompen las personas que, a su vez, han sido abandonadas, como tú y tu hermano. Cuando pasas por lo que vosotros habéis pasado, valoras muchísimo la estabilidad, probablemente la valoras en exceso. Lo más difícil del mundo es cortar el nudo de tu vida y marcharte. La gente se amolda a todas las adaptaciones que haga falta, incluso a la conducta más patológica. ¿Por qué, en el aspecto sentimental, un hombre como él se relaciona con una mujer como ella, y viceversa? El motivo habitual es que los defectos se amoldan entre ellos. Ira no puede abandonar su matrimonio de la misma manera que no puede abandonar el Partido Comunista.»
En fin, luego estaba el bebé. Johnny O'Day Ringold. Eve le dijo a Ira que cuando ella tuvo a Sylphid, allá en Hollywood, las consecuencias fueron distintas para ella que para Pennington. Este iba diariamente a su trabajo en los estudios y todo el mundo lo aceptaba, pero ella iba a trabajar en una película, dejaba a la criatura con una niñera, lo cual significaba que Eve era una mala madre, descuidada, egoísta, y todo el mundo se sentía mal, incluida ella. Le explicó que no podría volver a pasar por eso. Había sido muy duro, tanto para ella como para Sylphid. Le dijo a Ira que, en muchos aspectos, esa tensión era lo que había dado al traste con su carrera en Hollywood.
Pero Ira observó que ella ya no trabajaba en el cine, sino en la radio. Pertenecía a la élite radiofónica, y no acudía diariamente al estudio, sino sólo dos días a la semana. No era lo mismo, en absoluto, y además Ira Ringold no era Carlton Pennington. El no la dejaría en la estacada con la criatura, y no les haría falta una niñera, al diablo con eso. Si era necesario, él mismo criaría a su Johnny O'Day. Una vez que Ira le había hincado el diente a algo, no estaba dispuesto a soltarlo. Y Eve no tendría que soportar como antes el acoso de la gente. Así pues, él creyó que también la había convencido en ese aspecto. Al final, ella le dijo que tenía razón, que no era lo mismo, ni mucho menos, accedió a tener el niño, y él se sintió eufórico, en el séptimo cielo… deberías haberle oído.
Entonces, la noche antes de que fuese a Newark, antes de que os vierais, ella se vino abajo y le dijo que no podía seguir adelante. Sentía muchísimo negarle algo que él deseaba tanto, pero no podía pasar de nuevo por todo aquello. Esto se prolongó durante horas, ¿qué podía hacer él? ¿En qué beneficiaría a nadie, a ella, él o el pequeño Johnny, que ése fuese el telón de fondo de su vida familiar? Estaba desolado, y discutieron hasta las tres o las cuatro de la madrugada, pero el asunto quedó zanjado para él. Era un hombre persistente, pero no podía atarla a la cama y tenerla allí durante otros siete meses, hasta que diera a luz. Si ella no quería tener el niño, no había nada que hacer. Así pues, le dijo que la acompañaría a Camden para que abortara. No estaría sola.
Mientras escuchaba a Murray, no podía evitar los recuerdos de mi relación con Ira, unos recuerdos cuya persistencia incluso desconocía, de cuando engullía vorazmente sus palabras y sus convicciones de adulto, claros recuerdos de cuando paseábamos por el parque de Weequahic y me hablaba de los míseros chiquillos que había visto en Irán.
– Cuando llegué a Irán, los naturales de allí padecían todas las enfermedades imaginables -me contó Ira-. Como eran musulmanes, se lavaban las manos antes y después de defecar, pero lo hacían en el río, el río que estaba delante de nosotros, por así decirlo. Se lavaban las manos con la misma agua en la que orinaban. Sus condiciones de vida eran terribles, Nathan. Los jeques estaban al frente de aquello, y no eran unos jeques románticos, sino como el dictador de la tribu, ¿comprendes? Recibían dinero del ejército, a fin de que los nativos trabajaran para nosotros, y nosotros dábamos a los nativos raciones de arroz y té. Eso era todo. Arroz y té. Qué condiciones de vida… nunca había visto nada igual. Durante la depresión tuve que afanarme para encontrar trabajo, no me habían criado en el Ritz… pero aquello era diferente. Cuando teníamos que defecar, por ejemplo, lo hacíamos en cubos militares, unos cubos de hierro. Alguien tenía que vaciarlos, así que lo hacíamos en el vertedero de basura. ¿Y quiénes crees que estaban allí?
Ira se interrumpió de repente. No podía hablar ni seguir andando. Cada vez que le ocurría eso, me alarmaba. Y como él lo sabía, agitaba una mano en el aire, indicándome que me quedara quieto y esperase, pues enseguida se le pasaría.
Le era imposible hablar de un modo equilibrado de las cosas que le desagradaban. Cualquier cosa que supusiera degradación humana podía alterar su porte viril casi hasta el extremo de hacerlo irreconocible, y le afectaba en especial, tal vez por su propia y atroz experiencia infantil, el sufrimiento y la degradación de los niños. Cuando me preguntó: «¿Y quiénes crees que estaban allí?», supe de quién se trataba por la manera en que empezó a respirar: «Ahhh… ahhh… ahhh». Jadeaba como si estuviera agonizando.
– ¿Quién, Ira, quiénes estaban allí? -le pregunté cuando se hubo recuperado lo suficiente para seguir adelante.
– Los niños. Vivían allí, y removían el vertedero en busca de comida…
En esa ocasión, cuando se interrumpió, me sentí más alarmado que nunca. Temeroso de que se quedara atascado, de que estuviera tan abrumado (no sólo por sus emociones sino también por una soledad inmensa que de improviso parecía despojarle de su fortaleza) que nunca más pudiera ser el héroe valeroso y enojado al que adoraba, supe que debía hacer algo, lo que estuviera en mi mano, y así intenté por lo menos completar su pensamiento.
– Y era horrible -le dije.
El me dio unas palmaditas en la espalda y reanudamos el paseo.
– Para mí lo era -replicó finalmente-, pero a mis compañeros de armas no les importaba. Nunca oí a nadie hacer ningún comentario, jamás vi que nadie, ninguno de mis compatriotas norteamericanos, deplorase la situación. Estaba enojado de veras, pero no podía hacer nada al respecto. En el ejército no hay democracia, ¿comprendes? No vas por ahí contándoselo a alguien de más graduación. Y aquello ocurría desde Dios sabe cuándo. En eso consiste la historia del mundo. Así es como vive la gente -entonces estalló-: ¡Así es como les hacen vivir!
Recorrimos todo Newark, a fin de que Ira me mostrara los barrios no judíos que yo no conocía: el distrito primero, donde él se había criado y que estaba habitado por los italianos humildes; Down Neck, donde vivían los irlandeses y polacos pobres… y Ira me explicaba que, contrariamente a lo que tal vez había oído decir a los adultos, aquellas gentes no eran simples goyitn, o gentiles, sino «trabajadores como los de todas las partes de este país, diligentes, pobres, impotentes, y que se esfuerzan un día tras otro por llevar una vida decente y digna».
Fuimos al distrito tercero de Newark, donde los negros habían ocupado las casas del antiguo barrio pobre de inmigrantes judíos. Ira hablaba con todo el mundo, hombres y mujeres, chicos y chicas, les preguntaba qué hacían, cómo vivían y qué les parecía la posibilidad de cambiar «el asqueroso sistema y el puñetero modelo de crueldad e ignorancia» que les impedía la igualdad. Se sentaba en un banco delante de una barbería de negros en la mísera calle Spruce, cerca del bloque de pisos de la avenida Belmont, donde se crió mi padre, y decía a los hombre reunidos en la acera: «Siempre me meto en las conversaciones de los demás», y se ponía a hablarles de su igualdad. Era en esas ocasiones cuando yo le veía más parecido al larguirucho Abraham Lincoln de bronce que está al pie de la ancha escalera que lleva al Palacio de Justicia del condado de Essex en Newark, el localmente famoso Lincoln de Gutzon Borglum, que está sentado y aguarda en actitud hospitalaria sobre un banco de mármol delante del palacio, con esa actitud sociable y la cara enjuta y barbuda que lo revela como un hombre sabio, serio, paternal, juicioso y bueno. Allí, enfrente de esa barbería de la calle Spruce, cuando Ira respondía a alguien que le había pedido su opinión que «¡el negro tiene derecho a vivir en cualquier puñetero sitio donde le apetezca pagar el alquiler!», me di cuenta de que jamás había imaginado, y no digamos visto, a un blanco tan bien dispuesto hacia los negros y tan a sus anchas con ellos.
– ¿Sabes, Nathan, qué es eso que la mayoría de la gente toma por malhumor y estupidez de los negros? Es una envoltura protectora. Pero cuando conocen a alguien que no tiene prejuicios raciales… ya ves lo que ocurre, no necesitan esa envoltura. Hay psicópatas entre ellos, claro que sí, pero ya me dirás qué colectivo humano no los tiene.
Un día Ira descubrió, delante de la barbería, a un negro muy anciano y severo a quien nada le gustaba tanto como descargar la bilis hablando con vehemencia sobre la bestialidad humana:
– Todo cuanto conocemos no se ha desarrollado desde la tiranía de los tiranos, sino la tiranía de la codicia, la ignorancia, la brutalidad y el odio de la humanidad. ¡El tirano maligno es cada hombre!
Fuimos allí en otras ocasiones, y la gente formaba un corro para escuchar la discusión de Ira con aquel impresionante hombre descontento que siempre vestía un pulcro traje oscuro y lucía corbata, y a quien todos los demás llamaban respetuosamente «señor Prescott». Allí estaba Ira, haciendo prosélitos negros, uno a uno, como una reedición de los debates entre Lincoln y Douglas de una forma nueva y extraña.
– ¿Todavía está usted convencido de que la clase trabajadora se conformará con las migajas de la mesa imperialista? -le preguntó Ira amablemente.
– ¡Lo estoy, señor! La masa humana, de cualquier color, siempre será insensata, apática, perversa y estúpida. ¡Si alguna vez dejan de ser tan pobres, serán todavía más insensatos, apáticos, perversos y estúpidos!
– Mire, señor Prescott, he estado pensando en ello y estoy convencido de que se equivoca usted. El mero hecho de que no haya suficientes migas para mantener a la clase obrera alimentada y dócil refuta esa teoría. Ustedes, caballeros, subestiman la proximidad del derrumbe industrial. Es cierto que la mayoría de nuestros trabajadores serían partidarios de Truman y el Plan Marshall si estuvieran seguros de que así conservarían sus empleos. Pero hay una contradicción: el grueso de la producción se canaliza hacia el material de guerra, tanto para las fuerzas norteamericanas como para las de los gobiernos títere, y eso es lo que está empobreciendo a los trabajadores norteamericanos.
A pesar de la misantropía, al parecer ganada a pulso, del señor Prescott, Ira procuraba verter cierta razón y esperanza en la discusión, inculcar, si no en el señor Prescott, por lo menos en el público agrupado en la acera, la conciencia de las transformaciones que se podían efectuar en las vidas de los hombres a través de la acción política concertada. Aquello era para mí, como Wordsworth describe los días de la Revolución francesa, «muy celestial»: «Era una dicha estar vivo en aquel amanecer. / ¡Pero ser joven era muy celestial!». Nosotros dos éramos los únicos blancos, rodeados por diez o doce negros, sin que por nuestra parte tuviéramos nada de lo que preocuparnos ni ellos tuviesen nada que temer: no éramos nosotros sus opresores ni ellos eran nuestros enemigos; el opresor y enemigo que nos consternaba a todos era la manera en que la sociedad estaba organizada y dirigida.
Después de la primera visita a la calle Spruce me invitó a tarta de queso en el local Weequahic Diner y, mientras comíamos, me habló de los negros que habían trabajado con él en Chicago.
– La fábrica estaba en el centro de la zona negra de Chicago -me dijo-. Casi el noventa y cinco por ciento de los empleados era de color, y ahí es donde interviene la mentalidad de la que te he hablado. Es el único lugar que conozco donde el negro está por completo en pie de igualdad con todos los demás. Así pues, los blancos no se sienten culpables y los negros no están siempre enojados. ¿Comprendes? Las promociones se basan exclusivamente en la veteranía, no hay ninguna maquinación.
– ¿Cómo son los negros cuando trabajas con ellos?
– Por lo que pude concluir, no sospechaban de nosotros, los blancos. En primer lugar, la gente de color sabía que todo blanco que el UE enviaba a aquella fábrica o bien era comunista o bien un compañero de viaje bastante fiel, por lo que no estaban inhibidos. Sabían que estábamos tan libres de prejuicios raciales como puede estarlo un adulto en esta época y esta sociedad. Cuando veías a alguien leyendo un periódico, casi podías tener la seguridad de que era el Daily Worker. El Chicago Defender y el Racing Form competían por el segundo lugar. Hearst y McCormick ejercían un dominio estricto de la prensa.
– ¿Pero cómo son en verdad los negros? Quiero decir, personalmente.
– Bueno, amigo, hay tipos terribles, si te refieres a eso. Es innegable, pero se trata de una minoría, y un recorrido en el ferrocarril elevado a través de los guetos de negros basta para mostrar a cualquiera de mente abierta lo que tuerce a la gente de esa manera. La característica de los negros que más me llamaba la atención era su carácter cálido y amistoso. Y, en nuestra fábrica de discos, su amor por la música. Allí había altavoces por todas partes, amplificadores, y todo el que deseaba tocar determinada melodía, siempre en horas de trabajo, sólo tenía que solicitarlo. Cantaban, bailaban… no era infrecuente que uno tomara a una chica de la mano y se pusieran a bailar. Cerca de la tercera parte del personal eran chicas negras, buenas chicas. Fumábamos, leíamos, hacíamos café, discutíamos a voz en grito, y el trabajo salía adelante sin tropiezos ni pausas.
– ¿Tenías amigos negros?
– Sí, claro que los tenía. Había un hombretón llamado Earl nosequé, y me gustó enseguida por su parecido con Paul Robeson. No tardé en descubrir que pertenecía a la misma clase de trabajador vago y corriente que yo. Earl tenía que hacer un recorrido tan largo como el mío en tranvía y ferrocarril elevado para ir al trabajo, y siempre procurábamos viajar juntos, a fin de tener a alguien con quien charlar. Earl y yo charlábamos y reíamos hasta la misma entrada de la fábrica, lo mismo que hacíamos durante el trabajo. Pero una vez dentro, donde había blancos a los que no conocía, Earl se ponía serio y se limitaba a decirme «hasta luego». Así estaban las cosas, ¿comprendes?
En las páginas de los cuadernillos marrones que Ira había traído de la guerra, mezclados con observaciones y manifestaciones de sus creencias, figuraban los nombres y direcciones en Estados Unidos de casi todos los soldados de ideología similar a la suya a los que había conocido durante el servicio. Había empezado a localizarlos, enviaba cartas a lo largo y ancho del país y visitaba a los que vivían en Nueva York y Jersey. Un día viajamos en coche a las afueras de Maplewood, al oeste de Newark, para visitar al ex sargento Erwin Goldstine, quien se había mostrado en Irán tan de izquierdas como Johnny O'Day («un marxista muy bien desarrollado», según Ira), pero que, como descubrimos, al regresar se había casado con una mujer cuya familia poseía una fábrica de colchones en Newark y ahora, padre de tres hijos, era partidario de todo aquello a lo que antes se oponía. Ni siquiera discutió con Ira acerca de la ley Taft-Hartley, las relaciones raciales y los controles de precios, y se limitó a reír.
La esposa y los hijos de Goldstine estaban ausentes, pasando la tarde con unos familiares, y nos sentamos en la cocina, tomando gaseosa mientras Goldstine, un hombre menudo y delgado, con el aire altivo y astuto de un tahúr callejero, se reía y burlaba de todo lo que Ira le decía. ¿Su explicación de su cambio de postura? «No sabía de la misa la media. Hablaba sin saber lo que decía.»
– No le hagas caso, muchacho -me dijo-. Vives en Estados Unidos, el país y el sistema más grandes del mundo. Cierto que hay gente que las pasa putas. ¿Acaso crees que no las pasan putas en la Unión Soviética? El te dice que el capitalismo es un sistema de caníbales. ¿Qué es la vida sino un sistema de caníbales? Tenemos un sistema que está en armonía con la vida. Y por eso funciona. Mira, todo lo que los comunistas dicen del capitalismo es cierto, como lo es todo lo que los capitalistas dicen del comunismo. La diferencia estriba en que nuestro sistema funciona porque se basa en la verdad del egoísmo humano, mientras que el suyo se basa en un cuento de hadas sobre la hermandad de la gente. Es un cuento de hadas tan absurdo que tienen que desterrar a algunos a Siberia para que se lo crean. Para lograr que crean en su hermandad, tienen que controlar los pensamientos de la gente o liquidarla. Y entretanto, en Norteamérica, en Europa, los comunistas siguen con este cuento de hadas a pesar de que saben de qué se trata en realidad. Claro, durante cierto tiempo no lo sabes. Pero ¿qué es lo que no sabes? Conoces a los seres humanos, así que lo conoces todo. Sabes que ese cuento de hadas no puede ser posible. Cuando eres muy joven supongo que está bien. A los veinte, veintiuno, veintidós años está bien. ¿Pero luego qué? No hay ningún motivo para que una persona de inteligencia normal se trague ese cuento, este cuento de hadas del comunismo. «Haremos algo maravilloso…» Pero sabemos qué es nuestro hermano, ¿no? Es una mierda. Y sabemos lo que es nuestro amigo, ¿verdad? Pues más o menos otra mierda. Y nosotros también somos mierdas. ¿Cómo va a ser entonces un sistema maravilloso? No hace falta ser cínico ni escéptico, tan sólo la capacidad normal de observación nos dice que eso no es posible.
¿Quieres visitar mi fábrica capitalista y ver cómo se hace un colchón a la manera capitalista? Ven y habla con los auténticos trabajadores. Este tipo es un astro de la radio. No estás hablando con un obrero, sino con un astro de la radio. Vamos, Ira, eres un astro como Jack Benny [5], ¿qué diablos sabes tú del trabajo? Que el chico venga a mi factoría y verá cómo se hace un colchón, verá el cuidado que ponemos, verá cómo he de supervisar cada etapa del proceso para impedir que me jodan el colchón. Verá lo que es ser el perverso propietario de los medios de producción. Tienes que deslomarte trabajando las veinticuatro horas del día, mientras que los empleados terminan la jornada a las cinco. Ellos se van, y yo me quedo hasta medianoche, vuelvo a casa y no puedo dormir porque la contabilidad me baila en la cabeza, y, a las seis de la mañana, estoy ahí de nuevo para abrir el negocio. No dejes que te atiborre de ideas comunistas, muchacho. Son todo mentiras. Gana dinero. El dinero no es una mentira. El dinero es la manera democrática de apuntar los tantos. Gana dinero, y entonces, si todavía tienes necesidad de hacerlo, expresa tus ideas sobre la hermandad humana.
Ira se retrepó en el sillón, alzó los brazos para entrelazar sus manazas en la nuca y, sin disimular su desprecio, dijo en tono sarcástico (no a nuestro anfitrión, sino, como si quisiera irritarle al máximo, a mí):
– ¿Sabes cuál es uno de los mejores sentimientos de la vida, tal vez el mejor? El de no tener miedo. ¿Conoces la historia del necio mercenario en cuya casa nos encontramos? Tiene miedo. De eso se trata, ni más ni menos. Durante la Segunda Guerra Mundial, Erwin Goldstine no tenía miedo, pero ahora la guerra ha terminado y teme a su esposa, a su suegro, al recaudador de impuestos, todo le da miedo. Miras con tus ojazos el escaparate capitalista y quieres más y más, tomas más y más, adquieres, posees y acumulas, y ése es el fin de tus convicciones y el comienzo de tu temor. Yo no tengo nada de lo que no pueda prescindir, ¿comprendes? No he tropezado con nada que me ate e inmovilice como lo está un mercenario. Que llegase a abandonar la mísera casa de mi padre en la cañe Factory para convertirme en el personaje de Iron Rinn, que Ira Ringold, que sólo ha cursado un año y medio de enseñanza secundaria, haya conocido a la gente que conoce y tenga las comodidades que tiene ahora como miembro oficial de la clase privilegiada… todo eso es tan increíble que perderlo todo de la noche a la mañana no me parecería tan extraño, ¿sabes? ¿Comprendes lo que quiero decir? Puedo regresar a Middle West, puedo trabajar en las fábricas textiles y, si he de hacerlo, lo haré. Cualquier cosa antes que convertirme en un conejo como este tío. Eso es lo que eres ahora políticamente -añadió, mirando por fin a Goldstine-, no un hombre, sino un conejo, un conejo sin la menor importancia.
– Estabas cargado de sandeces en Irán y sigues estándolo, Hombre de Hierro -replicó Goldstine, y entonces se dirigió de nuevo a mí. Yo era la caja de resonancia, el actor que da pie al cómico, la mecha de la bomba-. Nadie podría escuchar jamás lo que dice, nadie podría tomarle jamás en serio. Este tío es un hazmerreír, incapaz de pensar, nunca le funcionó el tarro. No sabe nada, no ve nada, no aprende nada. Los comunistas se hacen con un pelele como Ira y lo utilizan. No ve más allá de sus narices -se volvió hacia Ira-: Fuera de mi casa, gilipollas comunista.
El corazón ya me latía con violencia antes de que viera la pistola que Goldstine había sacado del cajón de un armario de cocina, el cajón situado a su espalda, donde estaba la cubertería. Yo nunca había visto una pistola de cerca, excepto bien enfundada en la pistolera de un policía de Newark. El arma no parecía grande porque Goldstine era menudo, sino que era grande de veras, de un tamaño increíble, negra y bien hecha, moldeada, torneada… todos sus detalles expresaban con elocuencia lo que era capaz de hacer.
Aunque Goldstine estaba en pie y apuntaba con la pistola a la frente de Ira, su estatura apenas superaba a la de Ira sentado.
– Me das miedo, Ira -le dijo Goldstine-, siempre me has dado miedo. Eres un tipo violento, y no voy a esperar que me hagas lo mismo que le hiciste a Butts. ¿Te acuerdas de él? ¿Te acuerdas del pequeño Butts? Levántate y vete, Hombre de Hierro. Y llévate contigo al niño lameculos. ¿Nunca te ha hablado el Hombre de Hierro de Butts, lameculos? -me preguntó Goldstine-. Intentó matarle, ahogándole. Lo sacó a rastras del comedor… ¿No le has hablado al chico, Ira, de la época de Irán, de la cólera y los berrinches en Irán? Un tipo que pesa sesenta kilos se acerca al Hombre de Hierro con un cuchillo de los que usábamos para el rancho, un arma muy peligrosa, como puedes imaginar, y el Hombre de Hierro lo alza del suelo, se lo lleva del comedor, lo arrastra hasta el muelle y, agarrándole por los pies, lo sostiene sobre el agua. «Nada, paleto», le dice. «¡No, no, no sé nadar!», grita Butts. «¿No sabes?», replica el Hombre de Hierro, y lo deja caer al agua. Lo deja caer de cabeza, desde el muelle, al Shatt-al-Arab. El río tiene nueve metros de profundidad. Butts se va al fondo. Entonces Ira se vuelve y nos grita: «¡Dejad solo a ese patán de mierda! ¡Largo de aquí! ¡Que nadie se acerque al agua!». «Se está ahogando, Hombre de Hierro.» «Dejadle», dice Ira. «¡Atrás! Sé lo que estoy haciendo.» Alguien se lanza al agua para intentar el rescate de Butts, pero Ira salta tras él, le cae encima y la emprende a mamporros, le mete los dedos en los ojos, lo sumerge. ¿No le has hablado al chico de Butts? ¿Y de Solak? ¿Y de Becker? Levántate. Levántate y fuera de aquí, puñetero loco homicida.
Pero Ira no se movió, con excepción de los ojos. Estos eran como pájaros que quisieran salir volando de su cara. Se contraían nerviosamente y parpadeaban como yo nunca lo había visto hasta entonces, mientras todo su cuerpo parecía haberse osificado, adoptando una tirantez tan aterradora como el movimiento de sus ojos.
– No, Erwin -le dijo-, no con un arma apuntándome a la cara. Las únicas maneras de hacerme salir de aquí son apretar el gatillo o llamar a la policía.
Yo no podría haber dicho cuál de los dos era más temible. ¿Por qué no hacía Ira lo que quería Goldstine? ¿Por qué no nos levantábamos y nos íbamos? ¿Quién estaba más loco, el fabricante de colchones con la pistola cargada o el gigante que le provocaba para que disparase? ¿Qué ocurría allí? Estábamos en una soleada cocina en Maplewood, New Jersey, tomando Royal Crown a morro. Los tres éramos judíos. Ira había ido a saludar a un viejo amigo del ejército. ¿Qué les pasaba a aquellos tipos?
Cuando me puse a temblar pareció que cesaba la deformación de Ira causada por los pensamientos irracionales, fueran los que fuesen, que pasaban por su mente. Yo estaba sentado delante de él, en el otro lado de la mesa, y vio que me castañeteaban los dientes y me temblaban las manos sin que pudiera evitarlo. Entonces volvió en sí y se levantó lentamente de la silla. Alzó los brazos por encima de la cabeza, como en las películas, cuando los atracadores gritan: «¡Esto es un atraco!».
– Esto ha terminado, Nathan. Se suspende la pelea debido a la oscuridad.
Pero a pesar de la naturalidad con que dijo eso, a pesar de la rendición implícita en el gesto de alzar burlonamente los brazos, mientras salíamos de la casa por la puerta de la cocina y nos dirigíamos por el sendero al coche de Murray, Goldstine nos seguía con la pistola a pocos centímetros del cráneo de Ira.
Sumido en una especie de trance, Ira condujo por las tranquilas calles de Maplewood, a lo largo de las cuales se sucedían las agradables casas unifamiliares en las que vivían los judíos antes residentes en Newark y que últimamente habían adquirido sus primeros hogares, sus primeros jardines y sus primeras afiliaciones al club de campo. No era la clase de gente ni la clase de barrio que le harían temer a uno la posibilidad de encontrar una pistola en el cajón de la cubertería.
Sólo cuando hubimos cruzado la línea de Irvington y nos dirigíamos a Newark, Ira se volvió hacia mí y me preguntó si estaba bien. Me sentía fatal, aunque ahora no tan asustado como humillado y avergonzado. Me aclaré la garganta para asegurarme de que no se me quebraba la voz.
– Me he meado en los pantalones -le dije.
– ¿De veras?
– Creí que iba a matarte.
– Has sido valiente, ya lo creo, has estado muy bien.
– ¡Cuando bajábamos por el sendero me he meado en los pantalones! -dije airadamente-. ¡Maldita sea! ¡Mierda!
– Yo he tenido la culpa. No debí llevarte conmigo a casa de ese capullo. ¡Y el tío va y saca un arma! ¡Un arma!
– ¿Por qué lo ha hecho?
– Butts no se ahogó -dijo Ira de repente-. Nadie se ahogó, nadie iba a ahogarse.
– ¿Le echaste al agua?
– Sí, claro que le eché al agua. Ese era el patán que me llamó judiazo. Ya te lo conté.
– Lo recuerdo -pero lo que me había contado sólo era una parte de la historia-. Fue la noche que te asaltaron, cuando te dieron la paliza.
– Sí, me dieron una paliza, es cierto, después de que sacaran del agua a ese hijo de puta.
Ira me dejó en casa, donde no había nadie, y pude dejar la ropa mojada en el cesto, darme una ducha y tranquilizarme. Mientras me duchaba temblé de nuevo, no tanto porque recordara la escena, allí sentados, a la mesa de la cocina, Goldstine apuntando con su pistola a la frente de Ira, ni porque recordara los ojos de éste, como si quisieran salir volando de la cabeza, sino porque pensaba: «Una pistola cargada con los cuchillos y los tenedores… en Maplewood, New Jersey. ¿Por qué? ¡Por Garwych, claro! ¡Por Solak! ¡Por Becker!».
A solas, en la ducha, empecé a formular en voz alta todas las preguntas que no me había atrevido a hacerle en el coche. «¿Qué les hiciste a esos hombres, Ira?»
Al contrario que mi madre, mi padre no veía a Ira como un medio que me permitiría progresar socialmente, y las llamadas de Ira siempre le dejaban perplejo y molesto: «¿Qué interés tenía aquel adulto por el muchacho?». Pensaba que estaba ocurriendo algo complicado, si no sumamente siniestro.
– ¿Adonde vas con él? -me preguntó.
Los recelos de mi padre estallaron con vehemencia una noche, cuando me sorprendió en mi escritorio leyendo el Daily Worker.
– No quiero periódicos de Hearst en mi casa -me dijo mi padre-, y no quiero tampoco ese periódico. Uno es la imagen reflejada del otro. Si ese hombre te da a leer el Daily Worker…
– ¿Qué hombre?
– Tu amigo actor. Rinn, como se llama a sí mismo.
– El no me da el Daily Worker. Lo compro yo mismo en el centro. ¿Hay alguna ley contra eso?
– ¿Quién te dijo que lo compraras? ¿Te lo dijo él?
– El no me dice que haga nada.
– Espero que eso sea cierto.
– ¡ No miento! ¡ Lo es!
Y lo era. Recordé haberle oído decir a Ira que el Daily Worker publicaba artículos de Howard Fast, pero compré el periódico por mi cuenta, frente al cine Proctor, en un quiosco de la calle Market, aparentemente para leer a Howard Fast, pero también por simple y obstinada curiosidad.
– ¿Me lo vas a confiscar? -le pregunté a mi padre.
– No, no tienes suerte. No voy a convertirte en un mártir de la primera enmienda. Sólo confío en que después de que lo hayas leído y estudiado y hayas reflexionado lo que dice, tengas el buen sentido de saber que es una sarta de mentiras y lo confisques tú mismo.
Hacia el final del curso escolar, cuando Ira me invitó a pasar aquel verano una semana con él en la cabana, mi padre me dijo que no iría, a menos que Ira hablase primero con él.
– ¿Por qué? -quise saber.
– Quiero hacerle algunas preguntas.
– ¿Qué eres tú, el Comité Doméstico de Actividades Antiamericanas? ¿Por qué das tanta importancia a una cosa tan simple?
– Porque para mí eres importante. ¿Cuál es su número de teléfono en Nueva York?
– No puedes hacerle preguntas. ¿Sobre qué?
– Como norteamericano, tienes derecho a comprar y leer el Daily Worker, ¿no es cierto? Por mi parte, también como norteamericano, tengo derecho a preguntarle a cualquiera lo que desee. Y si el otro no quiere responderme, está en su derecho.
– Y si no quiere responderte, ¿qué debe hacer, ampararse en la quinta enmienda?
– No. Puede mandarme a freír espárragos. Acabo de explicártelo: así es como hacemos las cosas en Estados Unidos. No digo que esto vaya a servirte en la Unión Soviética, con la policía secreta, pero aquí eso es todo lo que, en general, se requiere para que un conciudadano te deje en paz acerca de tus ideas políticas.
– ¿Te dejan a ti en paz? -inquirí mordazmente-. ¿Acaso el congresista Dies te deja en paz? ¿Y el congresista Rankin? Tal vez sería mejor que se lo explicaras a ellos.
Tuve que permanecer allí sentado, pues mi padre me dijo que debía hacerlo, y escucharle mientras llamaba a Ira por teléfono y le pedía que acudiera a su consultorio para hablar. Iron Rinn y Eve Frame eran las personas más importantes del mundo exterior que entrarían jamás en el domicilio de los Zuckerman y, no obstante, el tono de mi padre dejaba claro que eso no le impresionaba lo más mínimo.
– ¿Ha dicho que sí? -le pregunté cuando colgó.
– Ha dicho que vendrá si Nathan está presente. Deberás estar presente.
– Oh, no.
– Pues claro que sí -replicó mi padre-. Estarás presente si quieres que considere la posibilidad de dejarte hacer esa visita. ¿Es que te asusta un debate abierto? Será democracia en acción, el próximo miércoles, después de la escuela, a las tres y media en mi consultorio. Sé puntual, hijo.
¿Qué temía? El enojo de mi padre, la cólera de Ira. ¿Y si, atacado por mi padre, Ira lo alzaba en brazos como lo hiciera con Butts, lo llevaba al lago del parque de Weequahic y lo arrojaba al agua? Si había una pelea, si Ira le daba un puñetazo letal…
El consultorio de podología de mi padre ocupaba la planta baja de una casa habitada por tres familias, al final de la avenida Hawthorne, una modesta vivienda que necesitaba un remozamiento de fachada, cerca del borde maltrecho de nuestro barrio, por lo demás visiblemente pedestre. Llegué temprano, con un nudo en el estómago. Ira, con aspecto serio y en absoluto enojado (todavía), llegó a las tres y media en punto. Mi padre le ofreció asiento.
– Mire, señor Ringold, mi hijo no es un chico corriente. Es mi hijo mayor, un alumno excelente y creo que avanzado y maduro para sus años. Estamos muy orgullosos de él. Quiero darle toda la libertad que pueda, y procuro no interponerme en el rumbo que da a su vida, como hacen otros padres. Pero como creo sinceramente que para él el límite es el cielo, no quiero que le suceda nada. Si algo le sucediera a este chico…
La voz de mi padre enronqueció, y bruscamente guardó silencio. Pensé aterrado que Ira iba a reírse de él, a burlarse de él como se había burlado de Goldstine. Yo sabía que a mi padre le había interrumpido la emoción, no sólo por mí y la promesa que representaba, sino también porque sus dos hermanos menores, los primeros miembros de aquella familia amplia y pobre, destinados a asistir a una auténtica universidad y convertirse en médicos de verdad, habían muerto ambos de enfermedad antes de cumplir los veinte años. En el aparador del comedor había retratos suyos en marcos gemelos. Pensé que debía haberle hablado a Ira acerca de Sam y Sidney.
– Debo preguntarle algo y preferiría no hacerlo, señor Ringold. No considero que las creencias de otra persona, religiosas, políticas, de todo tipo, sean asunto mío. Respeto su intimidad. Puedo asegurarle que lo que usted diga, sea lo que fuere, no saldrá de esta habitación. Pero quiero saber si es usted comunista y que mi hijo sepa también si lo es. No le pregunto si ha sido alguna vez comunista. El pasado me tiene sin cuidado. Lo único que me importa es el presente. Debo decirle que antes de la época de Roosevelt me repugnaba tanto el sesgo que estaban tomando las cosas en este país, el antisemitismo y el prejuicio contra los negros, el desdén de los republicanos por los desafortunados de este país, la manera en que la codicia de las grandes empresas.esquilmaba a la gente, que un día, aquí, en Newark, y esto sorprenderá a mi hijo, quien cree que su padre, demócrata de toda la vida, está a la derecha de Franco, pero un día… Bueno, Nathan -me dijo, mirándome-, tenían su cuartel general… ¿sabes dónde está el hotel Robert Treat? Calle abajo. En un piso, el número treinta y ocho de Park Lañe. Allí había oficinas, y una de ellas era la del Partido Comunista. Jamás le he dicho esto a tu madre. Me habría matado. Entonces éramos novios… debía de ser en 1930. Bueno, un día estaba enfadado. Algo había sucedido, ya ni siquiera recuerdo qué era, pero leí algo en los periódicos, y recuerdo que subí allí y no había nadie. La puerta estaba cerrada. Se habían ido a almorzar. Sacudí el pomo de la puerta. Es lo más cerca que he estado del Partido Comunista. Sacudí el pomo mientras decía: «Déjenme entrar». Eso no lo sabías, ¿verdad, hijo?
– No -respondí.
– Bueno, pues ya lo sabes. Por suerte, la puerta estaba cerrada. Las siguientes elecciones dieron la presidencia a Franklin Roosevelt y la clase de capitalismo que me había hecho recurrir al Partido Comunista empezó a sufrir una revisión como no se había visto jamás en este país. Un gran hombre salvó de los capitalistas al capitalismo de este país y salvó del comunismo a los patriotas como yo. Nos salvó a todos del régimen dictatorial que es el resultado del comunismo. Permíteme mencionar algo que me estremeció: la muerte de Masaryk. ¿Le inquietó a usted, señor Ringold, tanto como me inquietó a mí? Siempre había admirado a Masaryk, de Checoslovaquia, desde la primera vez que oí su nombre y supe lo que estaba haciendo por su pueblo. Siempre le he considerado el Roosevelt checo. No sé cómo explicar su asesinato. ¿Y usted, señor Ringold? Eso me turbó. Era increíble que los comunistas pudieran matar a un hombre como él, pero lo hicieron… No quiero embarcarme en una discusión política, señor. Voy a hacerle una sola pregunta, y me gustaría que la respondiera para que mi hijo y yo sepamos a qué atenernos. ¿Es usted miembro del Partido Comunista?
– No, doctor, no lo soy.
– Ahora quiero que se lo pregunte mi hijo. Nathan, quiero que le preguntes al señor Ringold si hoy pertenece al Partido Comunista.
Hacerle a cualquiera semejante pregunta iba en contra de todos mis principios políticos, pero como mi padre quería que se lo preguntara y él mismo ya lo había hecho sin ningún efecto desafortunado, así como por Sam y Sidney, los hermanos muertos de mi padre, hice lo que me pedía.
– ¿Lo eres, Ira? -le pregunté.
– No, no, señor.
– ¿No asiste usted a reuniones del Partido Comunista? -inquirió mi padre.
– No hago tal cosa.
– ¿No se propone usted, allá donde quiere que Nathan le visite… cómo se llama ese lugar?
– Zinc Town, una localidad de New Jersey.
– ¿No se propone usted llevarle a esa clase de reuniones?
– No, doctor, no tengo semejante intención. Lo único que pretendo es nadar, hacer excursiones y pescar.
– Me alegra oírle decir eso -dijo mi padre-. Le creo, señor.
– ¿Puedo hacerle, a mi vez, una pregunta, doctor Zuckerman? -le preguntó Ira, sonriendo a mi padre de aquella manera oblicua y graciosa con que sonreía cuando representaba a Abraham Lincoln-. ¿Por qué me ha tomado por rojo en primer lugar?
– El Partido Progresista, señor Ringold.
– ¿Considera usted rojo a Henry Wallace? ¿El ex vicepresidente de la administración Roosevelt? ¿Cree que el señor Roosevelt habría elegido a un rojo como vicepresidente de los Estados Unidos de América?
– No es así de sencillo -replicó mi padre-. Ojalá lo fuese. Pero lo que sucede en el mundo no es en modo alguno sencillo.
– Doctor Zuckerman -le dijo Ira, cambiando de táctica-, ¿se pregunta usted qué estoy haciendo con Nathan? Envidiarle… eso es lo que hago. Le envidio por tener un padre como usted. Le envidio por tener un profesor como mi hermano. Le envidio porque tiene buena vista y puede leer sin gafas de cristales gruesos como culos de botella y no es un idiota que abandonará la escuela y se irá a cavar zanjas. No he ocultado nada ni tengo nada que ocultar, doctor, excepto que no me importaría tener algún día un hijo como él. Tal vez el mundo de hoy no es sencillo, pero esto sin duda lo es: me estimula hablar con su chico. No todos los muchachos de Newark tienen a Tom Paine por héroe.
Entonces mi padre se levantó y le tendió la mano.
– Soy padre de dos chicos, señor Ringold, de Nathan y Henry, su hermano menor, del que también puedo enorgullecerme. Y mis responsabilidades como padre… en fin, por eso quería hablar con usted.
Ira estrechó con su manaza la de mi padre, de tamaño ordinario, se la estrechó con tanta fuerza, con tal sinceridad y simpatía, que de la boca de mi padre podría haber salido petróleo, o por lo menos agua, un puro geiser de uno u otro líquido.
– No quiere usted que le roben a su hijo, doctor Zuckerman -le dijo-, y nadie va a robárselo.
Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no gritar, tuve que fingir que mi único propósito en la vida era no llorar, no llorar jamás, a la vista de dos hombres que se daban afectuosamente la mano, y a poco estuve de no conseguirlo. ¡Lo habían hecho! ¡Sin gritos! ¡Sin derramamiento de sangre! ¡Sin la ira motivadora y distorsionante! Lo habían llevado a cabo de una manera magnífica… aunque en gran parte porque Ira no nos había dicho la verdad.
Insertaré esto aquí y no volveré al tema de la herida infligida a mi padre y visible en su semblante. Cuento con que el lector lo recuerde cuando parezca apropiado.
Ira y yo abandonamos juntos el consultorio de mi padre, y para celebrarlo (supuestamente para celebrar mi próxima visita veraniega a Zinc Town, pero también, de una manera cómplice, para celebrar nuestra victoria sobre mi padre), fuimos a Stosh's, un local que estaba a pocas manzanas de distancia, para tomar uno de los desmesurados bocadillos de jamón que servían allí. Comí tanto con Ira a las cuatro y cuarto de la tarde, que cuando regresé a casa, a las cinco o las seis, no tenía apetito y permanecí sentado a la mesa, sin comer, mientras los demás cenaban. Fue entonces cuando observé la herida en el rostro de mi padre. Yo la había causado antes, al salir del consultorio con Ira en vez de quedarme y hablar con él hasta que acudiera el próximo paciente.
Al principio intenté pensar que tal vez un sentimiento de culpa me hacía imaginar la herida, porque me había sentido, si no despreciativo, sí ciertamente superior, al marcharme, casi cogido del brazo de Iron Rinn, de Los libres y los valientes. Mi padre no quería que le robaran a su hijo, y si bien, en rigor, nadie había robado a nadie, el hombre no era ningún necio y sabía que había perdido y que aquel intruso de casi dos metros, comunista o no, era el vencedor. Vi la expresión de decepción resignada en el rostro de mi padre, sus ojos grises y amables suavizados (apaciguados de una manera inquietante) por algo a medio camino entre la melancolía y la futilidad. Era una expresión que yo nunca olvidaría del todo cuando estuviera a solas con Ira o, más adelante, con Leo Glucksman, Johnny O'Day o quien fuese. Tan sólo al seguir las instrucciones que me daban esos hombres, me parecía que de alguna manera menospreciaba a mi padre. Su cara con aquella expresión aparecía siempre, superpuesta a la cara del hombre que por entonces me aleccionaba sobre las posibilidades de la vida. Su cara mostrando la herida de la traición.
El momento en que reconoces por primera vez que tu padre es vulnerable al prójimo es bastante duro, pero cuando comprendes que es vulnerable a ti, que aún te necesita más de lo que tú ya no crees necesitarle a él, cuando comprendes que podrías asustarle, incluso dominarle si lo desearas… en fin, es una idea tan contrapuesta a las inclinaciones filiales corrientes que no parece tener el menor sentido. Tuvo que hacer grandes esfuerzos para llegar a ser podólogo, provisor y protector de la familia, y ahora yo me iba con otro hombre. Tanto en el aspecto moral como en el sentimental, tener todos esos padres adicionales, como una chica guapa tiene pretendientes, es un juego más peligroso de lo que uno cree cuando lo practica. Pero eso era lo que yo estaba haciendo. Al actuar de tal modo que resultaba de lo más adoptable, descubría el sentimiento de traición que acompaña al intento de encontrar un padre suplente aun cuando quieras al tuyo propio. No es que jamás denunciara a mi padre ni ante Ira ni ante nadie más para obtener alguna ventaja mezquina; bastaba con que, en el ejercicio de mi libertad, dejara por otro al hombre a quien amaba. De haberle odiado, habría sido fácil.
Cuando estudiaba tercero en la Universidad de Chicago, por Acción de Gracias, me presenté en casa con una chica. Era una muchacha agradable, inteligente y de buenos modales, y recuerdo el placer de mis padres al hablar con ella. Una noche, mientras mi madre estaba en la sala de estar con mi tía, quien se había quedado a cenar, mi padre, la chica y yo fuimos al drugstore de la esquina y nos sentamos a una mesa para tomar un helado. En un momento determinado fui al mostrador de la farmacia para comprar algo, tal vez un tubo de crema de afeitar, y cuando regresé a la mesa vi a mi padre inclinado hacia la chica. Le sujetaba la mano, y acerté a oírle decir: «Perdimos a Nathan cuando tenía dieciséis años. Ya ves, sólo dieciséis, y nos dejó». Con lo cual quería decir que le había dejado a él. Años después diría las mismas palabras a mis distintas esposas: «Dieciséis años, y nos dejó». Quería decir que todos los errores que había cometido procedían de aquella precipitada partida.
Y lo cierto es que tenía razón. De no ser por mis errores, aún estaría en casa, sentado en el porche delantero.
Unos quince días después Ira se acercó tanto como le era posible a decirme la verdad. Un sábado estaba en Newark para visitar a su hermano y nos encontramos en el centro. Fuimos a comer a un restaurante cerca del Ayuntamiento, donde, por setenta y cinco centavos, una ganga para Ira, servían bocadillos de carne a la brasa con cebollas a la parrilla, pepinillos, patatas fritas, col picada y ketchup. Pedimos de postre tarta de manzana con una loncha de queso americano que parecía de goma, una combinación que Ira me había enseñado y supuse que era la manera viril de comer tarta en un restaurante de carne a la brasa.
Entonces Ira abrió un paquete que llevaba y me mostró un álbum de discos titulado «El coro y la orquesta del ejército soviético en un programa de melodías predilectas». El director era Boris Alexandrov, e intervenían Artur Eisen y Alexei Sergeyev, bajos, y Nikolai Abramov, tenor. En la cubierta del álbum había una foto («Fotografía por cortesía de SOVFOTO») del director, la orquesta y el coro, formado por unos doscientos hombres, todos ellos con uniforme de gala y actuando en el grande y marmóreo Salón del Pueblo. El salón de los trabajadores rusos.
– ¿Lo has oído alguna vez?
– No, nunca -respondí.
– Llévatelo a casa. Es tuyo.
– Gracias, Ira. Es estupendo.
Pero era terrible. ¿Cómo podía llevarme aquel álbum a casa y, una vez allí, cómo podía escucharlo?
En vez de volver al barrio con Ira después de comer, le dije que debía ir a la biblioteca pública, la sede central, que estaba en la calle Washington, para estudiar para un examen de Historia. Una vez fuera del restaurante, le agradecí la comida y el regalo, y él subió a su rubia y se dirigió a casa de Murray, en la avenida Lehigh, mientras yo caminaba por la calle Broad en dirección al parque militar y al gran edificio de la biblioteca. Pasé por la calle Market y seguí hacia el parque, como si me encaminara realmente a la biblioteca, pero en vez de girar a la izquierda en la calle Rector, lo hice a la derecha y seguí un camino apartado, a lo largo del río, hasta llegar a la estación de Pennsylvania.
Le pedí a un quiosquero de la estación que me cambiara un dólar. Fui con las cuatro monedas de veinticinco centavos a la consigna e inserté una en la ranura de una de las taquillas más pequeñas, dentro de la que guardé el álbum de discos. Tras cerrar la puerta, me guardé con toda naturalidad la llave en el bolsillo del pantalón y entonces fui a la biblioteca, donde no tenía nada que hacer salvo pasar varias horas sentado en la sala de obras de referencia, pensando en dónde iba a esconder la llave.
Mi padre estuvo en casa todo el fin de semana, pero el lunes volvió al consultorio, y los lunes por la tarde mi madre iba a Irvington para visitar a su hermana. Así pues, cuando terminó la última clase, subí a un autobús de la línea 14, cuya parada estaba al otro lado de la calle, frente a la escuela, fui hasta el final del recorrido, en la estación de Pennsylvania, saqué el disco de la taquilla y lo puse en una bolsa de compras de Bamberger que había doblado dentro del cuaderno de apuntes por la mañana y llevado conmigo a la escuela. Una vez en casa, escondí el álbum en un pequeño arcón que estaba en el sótano, donde mi madre guardaba los platos de vidrio de la Pascua en envases de la tienda de comestibles. Cuando llegara la primavera y la Pascua y ella sacara los platos para usarlos durante esa semana, tendría que buscar otro escondite, pero de momento había quitado la espoleta al potencial explosivo del álbum.
Hasta que estuve en la universidad no pude poner los discos en un fonógrafo, y por entonces ya había comenzado el distanciamiento entre Ira y yo, lo cual no significa que cuando escuché al coro del ejército soviético cantando Espera a tu soldado, A un hombre del ejército, ha despedida de un soldado y, desde luego, Dubinushka, no se reavivara en mí la visión de la igualdad y la justicia para todos los trabajadores del mundo. En mi cuarto de la universidad me sentí orgulloso por haber tenido el valor de no librarme del álbum, aun cuando todavía no lo tuviera en grado suficiente para comprender que, con aquel regalo, Ira había intentado decirme: «Sí, soy comunista, claro que soy comunista, pero no uno de los malos, no uno capaz de matar a Masaryk o a cualquier otro. ¡Soy un hermoso y sincero comunista que ama a la gente y estas canciones!».
– ¿Qué sucedió a la mañana siguiente? -le pregunté a Murray-. ¿Por qué Ira fue a Newark ese día?
– Verás, Irá durmió hasta muy tarde aquella mañana. Había estado discutiendo con Eve sobre el aborto hasta las cuatro, y alrededor de las diez estaba todavía dormido cuando alguien que gritaba en la planta baja le despertó. Estaba en el dormitorio principal, en el primer piso de la casa en la calle West Eleventh. Era Sylphid…
¿Te he mencionado que lo primero que sulfuró a Ira fue el hecho de que Sylphid le dijera a Eve que no asistiría a la boda? Eve le dijo a Ira que Sylphid tenía que realizar cierto programa con una flautista y que el domingo de la boda era el único día en que ella y la otra chica podían ensayar. A Ira no le importa gran cosa que Sylphid asista, pero a Eve sí: llora, está afligida, y eso irrita al novio. Una y otra vez, Eve proporciona a su hija los instrumentos y el poder necesarios para que le haga daño, y entonces se siente herida, pero ésta es la primera vez que él lo presencia y se enfurece.
– Es la boda de su madre -le dijo Ira-. ¿Cómo puede dejar de asistir a la boda de su madre si ésta quiere que vaya? Dile que irá. No se lo preguntes… ¡ordénaselo!
– No puedo ordenárselo -replica Eve-. Se trata de su carrera, de su música.
– Muy bien, entonces se lo diré yo -concluye Ira.
El resultado fue que Eve habló con la chica, y Dios sabe qué le dijo o prometió o rogó, pero el caso es que Sylphid se presentó en la boda vestida a su manera, con un pañuelo en la cabeza. Tenía el pelo ensortijado, y por eso se ponía aquellos pañuelos griegos, que ella consideraba elegantes y que tanto desagradaban a su madre. Llevaba unas blusas de campesina con las que parecía enorme, blusas transparentes con bordados griegos, aros en las orejas, muchos brazaletes que producían un tintineo al caminar, de modo que la oías venir. Prendas bordadas y montones de joyas. Llevaba la clase de sandalias griegas que se vendían en Greenwich Village, con tiras que se atan hasta las rodillas, que se aprietan y dejan marcas, y eso también aflige a Eve. Pero por lo menos, al margen de su aspecto, la hija estaba allí y Eve era feliz, así que Ira también lo era.
A fines de agosto, cuando sus programas radiofónicos respectivos estaban en antena, se casaron y fueron al cabo Cod a pasar un largo fin de semana, y cuando regresaron a casa de Eve se encontraron con que Sylphid había desaparecido, sin dejar rastro, ni siquiera una breve nota. Llamaron a sus amigos, a su padre, en Francia, creyendo que tal vez había decidido ir a reunirse con él. Llamaron a la policía. Al cuarto día, Sylphid se presentó por fin. Estaba en el Upper West Side con una antigua maestra que había tenido en la escuela de música Juilliard, alojada en su casa. Sylphid actuó como si no supiera cuándo regresaban, lo cual explicaba por qué no se molestó en telefonear desde la calle Noventa y seis.
Esa noche cenan juntos y el silencio es espantoso. No es precisamente una ayuda que la madre observe comer a la hija. El peso de Sylphid pone a Eve frenética en una noche tranquila… y esta noche no lo es.
Cuando terminaban cada plato, Sylphid siempre limpiaba el suyo de la misma manera. Ira conocía los comedores militares, los restaurantes de mala muerte, y los deslices en la etiqueta no le molestaban gran cosa. Pero Eve era el refinamiento personificado, y ver cómo Sylphid dejaba su plato limpio era, como la muchacha sabía muy bien, un tormento para su madre.
Sylphid deslizaba el dedo índice alrededor del borde de su plato vacío, para recoger la grasa y las sobras. Se lamía el dedo y entonces repetía la operación una y otra vez hasta que la fricción con la loza producía un chirrido. Pues bien, la noche en que Sylphid decidió regresar a casa tras su desaparición, al finalizar la cena se puso a limpiar su plato de esa manera, y Eve, quien ya estaba bastante fastidiada en una noche ordinaria, no pudo soportarlo, no pudo mantener un instante la sonrisa de madre ideal fijada serenamente en la cara. «¡Basta!», le gritó. «¡Tienes veintitrés años! ¡Basta, por favor!»
De repente, Sylphid se levanta y golpea a su madre en la cabeza, la aporrea con los puños. Ira se pone en pie de un salto, y entonces es cuando Sylphid le grita a Eve: «¡Zorra judiaza!» y Ira vuelve a sentarse. «No», le dice, «eso no puede ser. Ahora vivo aquí. Soy el marido de tu madre, y no puedes golpearla en mi presencia. No puedes pegarle, y punto. Te lo prohibo. Y no puedes decir esa palabra delante de mí, jamás, no quiero oírtelo decir nunca más. ¡No vuelvas a usar esa asquerosa palabra!».
Ira se levanta, sale de la casa y da uno de sus paseos para calmarse, va desde Village a Harlem y regresa. Lo intenta todo para no perder los estribos. Se dice a sí mismo los motivos por los que la hija está enfadada. Nuestra madre adoptiva y nuestro padre. Recuerda cómo le trataban. Recuerda todo lo que detestaba de ellos, todo lo horrible que él juraba que jamás sería en la vida. ¿Pero qué va a hacer? La chica pega a su madre, la llama judiaza, una zorra judiaza… ¿qué va a hacer Ira?
Vuelve a casa alrededor de medianoche y no hace absolutamente nada. Se acuesta con la flamante esposa y, por sorprendente que parezca, eso es todo. Por la mañana se sienta a desayunar con la flamante esposa y la flamante hijastra y les explica que los tres van a vivir en paz y armonía y que para ello deben respetarse mutuamente. Intenta explicarlo todo de una manera razonable, como a él no le explicaron jamás nada en su juventud. Todavía está escandalizado por lo que ha visto y oído, está enfurecido y, sin embargo, hace cuanto puede para pensar que Sylphid no es realmente antisemita en el verdadero sentido que da a esa palabra la Liga Antidifamación. La insistencia de Sylphid en que se le hiciera justicia a ella misma era tan grande, tan exclusiva, tan automática, que una impresionante hostilidad histórica de la clase incluso más simple y poco exigente, como el odio a los judíos, jamás podría haber arraigado en ella, pues no había espacio en su interior. En cualquier caso, para ella el antisemitismo era demasiado teórico. Cuando Sylphid no podía tragar a alguien, era por una razón buena y tangible, no había nada impersonal en ello: se interponían en su camino y le dificultaban la visión, la ofendían al poner en entredicho su espléndida sensación de dominio, su droit de filie. Ira acierta a suponer que el incidente no tiene nada que ver con el odio a los judíos. A ella le tienen completamente sin cuidado los judíos, los negros, cualquier grupo que plantee un complejo problema social, contrapuesto a alguien que plantee un problema particular inmediato. Por ello se permite lanzar un maligno epíteto, cuya repugnancia aquilata instintivamente, tan grosero, odioso e intolerable que obligue a Ira a cruzar la puerta y no poner de nuevo los pies en la casa. «Zorra judiaza» es su protesta no contra la existencia de los judíos, ni siquiera contra la existencia de su madre judía, sino contra la existencia de Ira.
Pero, tras haber deducido todo esto durante la noche, astutamente, a su modo de ver, Ira no le pide a Sylphid una disculpa ni, por supuesto, se da por enterado y desaparece, sino que es él quien pide disculpas a la chica. De ese modo el muy ladino va a domarla, ofreciéndole disculpas por ser un intruso, por ser un desconocido, un forastero, por no ser su padre sino una incógnita, alguien en quien ella no encuentra motivo alguno para que le guste o le tenga confianza. Le dice que, puesto que es un ser humano, y dados los antecedentes de todo ser humano, probablemente existen todas las razones para que no le guste y desconfíe de él. Le dice: «Sé que mi predecesor no era tan molesto, pero ¿por qué no me pones a prueba? No me llamo Jumbo Freedman. Soy una persona distinta, procedo de un ambiente diferente y tengo un número de serie diferente. ¿Por qué no me das una oportunidad, Sylphid? ¿Qué te parece tres meses?».
Entonces le explica a Sylphid la rapacidad de Jumbo Freedman y le asegura que esa manera de ser procede de la corrupción de Estados Unidos. «Los negocios norteamericanos son un juego sucio», le dice, «y Jumbo era la típica persona informada. Ni siquiera es un especulador de fincas, lo cual ya sería bastante malo, sino un pretexto para el especulador. Obtiene una parte del trato y no invierte ni un centavo. Ahora bien, en Norteamérica las fortunas se amasan básicamente por medio de secretos. ¿Comprendes? Las transacciones son profundamente subterráneas. Es cierto que todo el mundo ha de jugar según las mismas reglas; es cierto que se finge virtud, se finge que todo el mundo juega limpio. Mira, Sylphid, ¿sabes cuál es la diferencia entre un especulador y un inversor? El inversor tiene la finca y corre el riesgo, obtiene beneficios o sufre pérdidas, mientras que el especulador trafica, trafica en terrenos como si fuesen sardinas. Las fortunas se hacen de esa manera. Ahora bien, antes de que se produjera el crac del 29, la gente había especulado con dinero conseguido eliminando el valor de la propiedad, extrayendo de los bancos el valor amortizado en metálico. Lo que ocurrió fue que cuando se demandó el reembolso de todos esos préstamos, perdieron sus terrenos. La tierra revertió a los bancos. Entonces intervinieron los Jumbo Freedman del mundo. Para que los bancos sacaran algún beneficio de ese papel sin valor que tenían, tuvieron que venderlo con un enorme descuento, un centavo por dólar…».
Ira el educador, el economista marxista, Ira el alumno estelar de Johnny O'Day. Bueno, Eve está alborozada, es una mujer nueva, todo vuelve a ser maravilloso. Un hombre auténtico para ella, un padre auténtico para su hija. ¡Por fin un padre que hace lo que un padre debe hacer!
«Ahora bien, Sylphid», le explica Ira, «la parte ilegal de esto, su condición de trato arreglado deshonestamente de antemano, la connivencia que implica…».
Cuando termina la lección, Eve se levanta, toma la mano de Sylphid y le dice: «Te quiero», pero no una sola vez, qué va. Le dice «te quiero» varias veces seguidas, aprieta la mano de la chica y le dice que la quiere, y cada repetición es más sincera que la anterior. «Te quiero, te quiero, te quiero…» ¿Y piensa Ira marcharse? ¿Se dice para sus adentros: «Esta mujer es objeto de una agresión, esta mujer tiene que habérselas con algo de lo que sé un poco: esta familia está en guerra y nada de lo que yo haga tendrá la menor utilidad»?
No. Piensa que el Hombre de Hierro que ha superado todos los obstáculos para llegar donde está no va a ser derrotado por una chica de veintitrés años. El sentimiento le enternece: está locamente enamorado de Eve Frame, jamás ha conocido a una mujer como ella, quiere que le dé un hijo, quiere tener un hogar, una familia y un futuro, quiere cenar como lo hace la gente, no a solas en algún mostrador, usando un azucarero pringoso para endulzar el café, sino en una mesa agradable con una familia propia. ¿Sólo porque una chica de veintitrés años coge un berrinche va a negarse todo aquello con lo que siempre ha soñado? Luchar contra los cabrones, educarlos, cambiarlos. Si algo puede hacer que las cosas funcionen y la gente se enderece es Ira y su persistencia.
Y las cosas se calman. Ni trompadas ni estallidos de cólera. Sylphid parece estar recibiendo el mensaje. A veces, durante la cena, incluso trata de prestar atención durante un par de minutos a lo que Ira está diciendo. Y él se dice que el comportamiento inicial de la muchacha se debió a la conmoción causada por su llegada. A eso se redujo todo. Porque él es Ira, porque no cede, porque no abandona, porque se lo explica todo a quien sea las veces que haga falta, cree que ha superado la situación. Exige de Sylphid respeto a su madre, y cree que va a conseguirlo. Pero ésa es precisamente la exigencia que Sylphid no puede perdonarle. Mientras sea capaz de dominar a su madre, podrá tener cuanto quiera, y eso convierte a Ira en un obstáculo de inmediato. Ira gritaba, chillaba, pero fue el primer hombre en la vida de Eve que la trató con respeto. Y eso era lo que Sylphid no podía aceptar.
Sylphid empezaba a tocar profesionalmente, y actuaba como segunda arpista subalterna en la orquesta del Music Hall de Radio City. La convocaban con bastante regularidad, una o dos veces a la semana, y también trabajaba en un restaurante de tono en la calle East Sixties, el viernes por la noche. Ira la llevaba desde Village al restaurante con el arpa a bordo y, cuando terminaba, las recogía a las dos. Tenía una rubia, y aparcaba delante de la casa, entraba y bajaba el instrumento por la escalera. El arpa está guardada en una funda de fieltro, y Ira pone una mano en la columna y la otra en el hueco del sonido que está detrás, la alza, la tiende sobre un colchón que tienen en la rubia y lleva a Sylphid y el arpa al restaurante, que está en el norte de la ciudad. Una vez allí, el astro de la radio descarga el arpa y la lleva al interior. A las diez y media, cuando han dejado de servir cenas en el restaurante y Sylphid está preparada para regresar a Village, él va a buscarla y repite toda la operación. Cada viernes. Detestaba esa imposición física -ten en cuenta que ese instrumento pesa unos cuarenta kilos-, pero lo hacía. Recuerdo que en el hospital, cuando estaba hecho pedazos, me dijo: «¡Se casó conmigo para que transportara el arpa de su hija! ¡Por eso se casó conmigo! ¡Para cargar con la jodida arpa!».
Durante aquellos viajes nocturnos de los viernes, Ira descubrió que podía hablar con Sylphid como nunca lo hacía cuando Eve estaba presente. Le preguntaba qué sentía al ser hija de una estrella de cine. Le preguntaba: «Cuando eras pequeña, ¿en qué momento pensaste que algo ocurría, que aquélla no era la manera en que crecían los demás niños?». Ella le respondía que fue cuando los autocares turísticos recorrían de arriba abajo su calle en Beverly Hills. Le dijo que no vio las películas de sus padres hasta la adolescencia. Sus padres procuraban que fuese una niña normal, y por eso en casa restaban importancia a aquellas películas. Incluso la vida de niña rica en Beverly Hills con los hijos de las demás estrellas de la pantalla parecía bastante normal hasta que los autocares turísticos se detenían delante de su casa y oía decir al guía: «Esta es la casa de Carlton Pennington, donde vive con su esposa, Eve Frame».
Sylphid le habló de las exageradas fiestas de cumpleaños que organizaban para los hijos de las estrellas: payasos, magos, caballitos, títeres, y cada niño acompañado por una niñera de uniforme blanco, las mismas niñeras que, una vez los pequeños se sentaban a la mesa, estaban detrás de cada uno. Los Pennington tenían una sala de proyección donde pasaban películas. Asistían los niños, quince o veinte, y las niñeras también asistían y se sentaban al fondo. En ese cine doméstico, Sylphid tenía que estar vestida de punta en blanco.
La muchacha le habló de las prendas de su madre, de lo alarmantes que eran para una chiquilla como ella. Le habló de las fajas, los sujetadores, los corsés, los cinturones, las medias y los zapatos inverosímiles, todo lo que llevaban en aquella época. Sylphid pensaba cómo podría ella vestir y calzar de aquella manera. No lo conseguiría jamás. Los peinados, las enaguas, el penetrante perfume. Recordaba haberse preguntado cómo se las arreglaría ella.
Incluso le contó algunas cosas de su padre, pocas pero suficientes para que Ira comprendiese cuánto le había querido de pequeña. Pennington tenía un barco, al que puso el nombre de Sylphid, amarrado frente a la costa de Santa Mónica. Los domingos navegaban hasta Catalina, su padre al timón. Los dos cabalgaban juntos. En aquellos días había un camino de herradura que subía por Rodeo Drive y bajaba a Sunset Boulevard. Su padre solía jugar al polo detrás del hotel Beverly Hills, y luego iba a cabalgar con Sylphid por el camino de herradura. Una Navidad su padre hizo que uno de los especialistas de los estudios le lanzara regalos desde una avioneta Piper Cub. Bajó en picado, pasó a vuelo rasante por el césped trasero y lanzó los paquetes. Sylphid le dijo que a su padre le hacían las camisas en Londres, lo mismo que los trajes y los zapatos. Por entonces nadie en Beverly Hills iba por la calle sin traje y corbata, pero él era el que vestía mejor de todos. Para Sylphid no existía en Hollywood un padre más guapo y más encantador. Y entonces, cuando ella tenía doce años, su madre se divorció y Sylphid se enteró de las aventuras de Pennington.
Le contó a Ira estas cosas en aquellos viernes por la noche, y él me lo contó a su vez en Newark. Me lo contaba para que creyera que me había equivocado por completo y que acabaría por hacerse amigo de la chica. Aún hacía poco que vivían los tres juntos, y las conversaciones se encaminaban a establecer contacto con Sylphid, a hacer las paces con ella y así sucesivamente. Y parecía surtir efecto, algo semejante a una intimidad empezó a desarrollarse. Incluso empezó a entrar en el cuarto por la noche, cuando Sylphid practicaba. Le preguntaba: «¿Cómo diablos tocas este cacharro? Si he de serte sincero, cada vez que te veo tocar el arpa…», y Sylphid decía: «Piensas en Harpo Marx», y los dos se reían porque era cierto. «¿De dónde sale el sonido?», quiso saber. «¿Por qué son las cuerdas de diferentes colores? ¿Cómo puedes acordarte del pedal que has de pisar? ¿No te duelen los dedos?» Le hacía un centenar de preguntas para mostrarle que estaba interesado, y ella las respondía y le explicaba cómo funcionaba el arpa, le mostraba los callos, y el ambiente empezaba a despejarse, las cosas empezaban de veras a tener buen cariz.
Pero aquella mañana después de que Eve le dijera que no quería tener el bebé, después de que llorase tanto y él se resignara y accediese a llevarla al médico de Camden, aquella mañana oyó a Sylphid al pie de la escalera. Estaba discutiendo con su madre, reprendiéndola con vehemencia. Ira se levantó de la cama para abrir la puerta del dormitorio y fue entonces cuando oyó lo que Sylphid estaba diciendo. Esta vez no llamaba a Eve zorra judiaza. Era algo peor que eso, lo bastante malo para enviar directamente a mi hermano de regreso a Newark. Y así fue como le conociste. Se pasó dos noches durmiendo en el sofá.
Aquella mañana, aquel momento, fue cuando Ira comprendió que no era cierto que Eve se sintiera demasiado mayor para tener un hijo con él. Suena la alarma y comprende que no es cierto que Eve se preocupara por las consecuencias de un nuevo hijo para su carrera. Comprende que Eve también había querido tener el niño, no menos que él, que no le había sido fácil tomar la decisión de abortar el hijo de un hombre al que amaba, sobre todo a los cuarenta y un años. Es una mujer que experimenta intensamente una sensación de incapacidad, y experimentar la incapacidad de no ser lo bastante generosa para actuar, de no ser lo bastante decidida, de no ser lo bastante libre… por eso había llorado tanto.
Aquella mañana Ira comprendió que el aborto no había sido una decisión de Eve, sino de Sylphid. Aquella mañana se dio cuenta de que no se trataba de decidir qué harían con su hijo, sino con el de Sylphid. El aborto era la manera que tenía Eve de eludir la ira de su hija. Sí, suena la alarma, pero todavía no con suficiente intensidad para que Ira se marche.
Sí, por los intersticios de la personalidad de Sylphid se filtraba toda clase de cosas elementales que no tenían nada que ver con tocar el arpa. Lo que él le oye decirle a su madre es: «¡Si vuelves a intentarlo de nuevo, estrangularé al pequeño idiota en la cuna!».
<a l:href="#_ftnref5">[5]</a> Jack Benny (1894-1974), actor de variedades que tuvo mucho éxito en radio y televisión. Su programa radiofónico The Jack Benny Program permaneció en antena durante veintitrés años. (N. del T.)