39097.fb2 Me Llamo Rojo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 28

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26. Yo, Seküre

Cuando Hayriye me anunció que había llegado Ester, estaba colocando en el baúl la ropa que había lavado y tendido a secar ayer… Eso iba a decir, pero ¿para qué mentiros? Bueno, cuando llegó Ester estaba observando a mi padre y a Negro por el agujero del armario aunque no dejaba de pensar en ella ya que esperaba impaciente las cartas de Negro y de Hasan. Porque, de la misma manera que sentía que el miedo a la muerte de mi padre se debía a una sospecha razonable, también sabía que el interés de Negro por mí no le duraría toda la vida. El amor de Negro estaba en proporción directa a sus deseos de casarse y se había enamorado con facilidad precisamente porque quería casarse. Si no lo hacía conmigo lo haría con otra y también de ella se enamoraría antes de casarse.

Hayriye le ofreció un asiento a Ester en un rincón de la cocina y le puso en la mano un vaso de jarabe de rosas mientras me miraba acusadora. Me había dado cuenta de que desde que Hayriye había caído en brazos de mi padre podría estar contándole todo lo que veía y aquello me daba miedo.

– Ojos negros, desdichada mía, preciosa, he llegado tarde porque mi marido, ese cerdo de Nesim, no me dejaba salir de ninguna manera -dijo Ester-. Deberías saber lo que vale no tener un marido que te dé la lata.

En cuanto sacó las cartas se las arrebaté de las manos. Hayriye se retiró a un rincón en el que no molestaba pero desde el que podía oírlo todo. Le di la espalda a Ester para que no pudiera verme la cara y leí primero la carta de Negro. Temblé por un instante al pensar en la casa del Judío Ahorcado. No tengas miedo, Seküre, eres capaz de salir con bien de cualquier cosa, me dije, y comencé a leer la carta de Hasan. Éste estaba a punto de rabiar de furia:

Señora Seküre:

Ardo de pasión por ti pero sé perfectamente que no te importa. Por las noches sueño que corro por colinas desiertas en pos de tu imagen. Cada vez que dejas sin respuesta una de mis cartas, que me consta que lees, una flecha de tres plumas en el asta se me clava en el corazón. Te escribo porque quizá contestes a ésta. Hay algo que corre de boca en boca y que al parecer andan diciendo tus hijos: que has soñado que tu marido ha muerto y que ya estás libre para casarte. No sé si es verdad. Lo que sé es que aún estás casada con mi hermano mayor y que todavía tienes unas obligaciones respecto a esta casa. Vamos a acudir hoy al cadí para traerte de nuevo a ella porque mi padre me ha dado por fin la razón. Iremos por ti con todos los hombres que podamos reunir, quiero que tu padre lo sepa. Prepara tu equipaje, vuelves a casa. Envíame inmediatamente tu respuesta por mediación de Ester.

Me rehíce sólo después de leer la carta por segunda vez y miré a Ester con ojos interrogantes. Pero no me dijo nada nuevo ni sobre Hasan ni sobre Negro.

Saqué de inmediato el recado de escribir que guardaba en el armario de las cazuelas, coloqué el papel en la tabla del pan y estaba a punto de empezar una carta a Negro cuando me detuve.

Se me había venido algo a la cabeza. Me volví y miré a Ester: estaba acurrucada sobre el jarabe de rosas con la felicidad de un niño gordo y me pareció estúpido haber pensado siquiera por un instante que Ester podría adivinar lo que había pensado. Dejé en su sitio la pluma y el papel, me volví hacia Ester y sonreí.

– Mira cómo sonríes, hermosa -me dijo-. No te preocupes, al final todo acabará bien. Estambul rebosa de ricos señores y de bajas que se mueren de ganas de casarse con una preciosidad como tú, que sabe hacer de todo.

Ya sabéis, a veces decimos de tal manera algo en lo que de verdad creemos que enseguida nos preguntamos: «¿Por qué habré dicho esto con tan poca convicción a pesar de estar tan convencida?». Y así fue como yo dije:

– Pero, Ester, ¿quién puede querer casarse con una viuda con dos hijos? ¡Por el amor de Dios!

– Con una como tú, muchos, muuuchos -dijo haciendo un gesto con la mano como para indicar cuántos.

Yo la miraba a los ojos. Pensaba que no me gustaba nada. Guardé silencio de tal manera que comprendió que no iba a darle ninguna carta y que tenía que irse. Después de que Ester se fuera me retiré a mi rincón, cómo os lo explicaría, sintiendo ese mismo silencio en mi alma.

Permanecí en la oscuridad largo rato apoyándome en la pared sin hacer nada. Pensaba en mí, en qué haría, en el miedo que iba creciendo en mi corazón. A lo largo de todo aquel tiempo pude escuchar lo que hablaban entre ellos Sevket y Orhan en el piso de arriba.

– Y eres tan cobarde como una mujer -decía Sevket-. Atacas por la espalda.

– Se me mueve un diente -decía a su vez Orhan.

Pero por otra parte, con un rincón de mi mente, seguía lo que ocurría entre mi padre y Negro.

Podía escuchar con toda comodidad lo que hablaban porque la puerta azul del cuarto de pintura estaba abierta.

– Después de ver los retratos de los maestros italianos -decía mi padre-, uno se da cuenta con miedo de que en la pintura los ojos no son ya unos agujeros simples y redondos todos iguales, sino que son como los nuestros, que reflejan la luz como espejos y que la absorben como pozos. Los labios no son hendiduras en medio de caras planas como el papel, sino centros de expresión, cada cual de un rojo distinto, que pueden expresar nuestras alegrías, nuestras tristezas y nuestra alma tensándose y relajándose. La nariz no es un muro insípido que divide nuestra cara en dos, sino un instrumento vivo y curioso con una forma completamente distinta para cada uno de nosotros.

¿Le sorprendía tanto a Negro como a mí que cuando mi padre mencionaba a los caballeros infieles que habían encargado aquellas pinturas se refiriera a ellos como «nosotros»? Cuando miré por el agujero, la cara de Negro parecía tan pálida que por un instante tuve miedo. Mi pobre moreno, mi triste valiente, ¿te has pasado la noche sin dormir pensando en mí y por eso has perdido el color?

Quizá no lo sepáis: Negro es un hombre alto, delgado y apuesto. Tiene una frente amplia, ojos almendrados y una nariz poderosa y elegante. Sus manos siguen siendo largas y delicadas, como cuando era niño, y sus dedos inquietos y ágiles. Cuando se pone en pie se planta muy erguido, sus hombros son ligeramente anchos, pero no tanto como los de un porteador. Cuando era niño ni su cuerpo ni su cara se habían asentado aún. Doce años después, la primera vez que lo vi desde este rincón oscuro comprendí de inmediato que había alcanzado la perfección.

Ahora, cuando acerco lo suficiente el ojo al agujero en la oscuridad, puedo ver en el rostro de Negro la misma tristeza que veía hace doce años. Me siento orgullosa y culpable de que sufra tanto por mí. La cara de Negro, mientras observa una de las pinturas hechas para el libro y atiende a lo que le cuenta mi padre, es totalmente inocente e infantil. Justo en ese momento, al ver que abría su boca rosada como un niño me apeteció de repente ponerle mi pecho en los labios. Negro metería su cabeza en lo más recóndito de mi seno mientras yo le pasaría los dedos por la nuca y el pelo, cerraría los ojos de felicidad cuando se llevara mi pezón a los labios, como habían hecho mis hijos, y el pobre de él, como un niño sin esperanzas, comprendería que sólo podría alcanzar la paz gracias a mi afecto y dependería de mí para siempre.

Aquella fantasía me agradó tanto que, sudando ligeramente, me imaginé que lo que Negro miraba admirado y atento no era la imagen del Diablo que le estaba mostrando mi padre, sino el tamaño de mis pechos. Y no sólo mis pechos, que observaba embriagado mi pelo, mi cuello, toda yo. Tanto le gustaba, que me decía todas aquellas palabras dulces que no me había dicho cuando era joven, y yo, por su expresión y por sus miradas, podía comprender cuánto admiraba mi actitud orgullosa, mis buenas maneras, mi educación, la paciencia y el valor con que esperaba el regreso de mi marido y la belleza de la carta que le había escrito.

De repente me enfurecí con mi padre, que andaba urdiendo intrigas para que me casara de nuevo. Estaba harta de las pinturas que encargaba a los ilustradores, y que imitaban a las de los maestros francos, y de sus recuerdos de Venecia.

Al cerrar de nuevo los ojos, ay, Dios mío, no lo hice por propia voluntad, Negro se aproximó a mí de una manera tan dulce en mi imaginación que lo sentí justo a mi lado en la oscuridad. De repente noté que se me había acercado por la espalda, que me besaba la nuca, el cuello y por detrás de las orejas y comprendí que era muy fuerte. Me sentía segura porque era firme, grande y duro y podía apoyarme en él. Sentía un cosquilleo en la nuca y un escalofrío en los pezones. Noté de tal manera que su miembro se me acercaba por detrás, enorme, mientras estaba con los ojos cerrados en la oscuridad que me mareé. ¿Cómo sería el de Negro?

A veces sueño que mi marido me lo enseña sufriendo. Me doy cuenta de que por un lado intenta caminar irguiendo su cuerpo sangrante acribillado por las flechas y las lanzas de los soldados safavíes, y por otro se acerca a mí pero por desgracia entre nosotros hay un río que nos separa. Mientras me llama desde el otro lado del río dolorido y ensangrentado me doy cuenta de que su miembro se ha vuelto enorme. Si es verdad lo que la recién casada georgiana contaba en los baños, y que las viejas confirmaban, «Sí, puede ser de ese tamaño», entonces la de mi marido tampoco es demasiado grande. Si la de Negro es mayor, si esa cosa enorme que le vi por debajo del fajín después de que cogiera el papel en blanco que le envié con Sevket era lo que era -que sí-, me da miedo que no quepa dentro de mí o que me haga daño.

– Madre, Sevket me está remedando. Salí del rincón oscuro del armario, pasé silenciosamente al cuarto de enfrente, saqué del baúl el chaleco rojo de paño y me lo puse. Habían abierto mi cama y estaban empujándose y gritándose encima.

– ¿No os he dicho que no gritéis cuando Negro está en casa?

– Madre, ¿por qué te has puesto ese chaleco rojo?

– me preguntó Sevket.

– Pero, madre, Sevket me estaba remedando -protestó Orhan.

– ¿No te he dicho que no lo hagas? ¿Qué es esta porquería y qué hace aquí? -a un lado había un trozo de pellejo.

– Es de un bicho muerto -me respondió Orhan-. Sevket lo ha cogido por el camino.

– Ahora mismo vais a llevároslo para tirarlo donde lo habéis encontrado.

– Que se lo lleve Sevket.

– Os estoy diciendo que os lo llevéis.

Cuando vieron que empezaba a morderme la comisura del labio furiosa, como siempre hago cuando voy a pegarles, se dieron cuenta de lo decidida que estaba y se fueron. Ojalá vuelvan pronto y no se resfríen.

De todos los ilustradores, el que más me había gustado era Negro porque me quería más que ningún otro y porque conozco su alma. Saqué papel y pluma y escribí de un golpe lo siguiente, como si no lo hubiera pensado siquiera:

De acuerdo. Te veré en la casa del Judío Ahorcado antes de la llamada a la oración de la tarde. Acaba cuanto antes el libro de mi padre.

A Hasan no le contesté porque aunque realmente piense ir hoy al cadí, no creo que los hombres que piensan reunir él y su padre asalten de inmediato la casa. De haber sido así, lo habrían hecho rápidamente y no me habría escrito ni esperaría una respuesta mía. Ahora estará esperando mi carta y cuando no le llegue se volverá loco y entonces sí que reunirá unos hombres e intentará atacar la casa. No os creáis que no le tengo miedo. La verdad es que confío en Negro para que me proteja de él. Pero quiero deciros lo que se me está pasando por el corazón en este momento: quizá no le tenga tanto miedo a Hasan porque yo también lo quiero.

Si ahora os decís que a qué viene eso de quererlo, tendré que daros toda la razón. No es que no haya tenido oportunidades de ver lo miserable, lo débil y lo oportunista que era ese hombre durante los años en que compartimos techo mientras yo esperaba el regreso de mi marido. Pero Ester dice que ahora gana mucho dinero y puedo saber que es cierto por la manera que tiene de levantar las cejas. Ahora que tiene dinero, y, por lo tanto, confianza en sí mismo, creo que todas aquellas malas cualidades que hacían repulsivo a Hasan habrán desaparecido y en su lugar habrá surgido ese lado oscuro, astuto y extraño suyo, que tanto me atraía. Ese aspecto lo he descubierto en las cartas que tan insistentemente me envía.

Tanto Negro como Hasan han sufrido mucho por mi amor. Negro se alejó durante doce años, desapareció ofendido. Hasan me ha estado enviando cada día cartas con los márgenes adornados con pinturas de pájaros y gacelas. A fuerza de leer esas cartas aprendí primero a temerlo y luego a interesarme por él.

Como sé perfectamente que a Hasan también le interesa todo lo que me concierne, no me sorprendió que supiera que había soñado con el cadáver de mi marido. Sospecho que Ester le permite a Hasan que lea las cartas que le he enviado a Negro. Por eso no le envié una respuesta por Ester. Vosotros sabréis si mis sospechas son ciertas o no.

– ¿Dónde habéis estado? -pregunté a los niños cuando volvieron.

Pero enseguida comprendieron que no lo decía realmente enfadada. Sin que Orhan nos viera, me llevé aparte a Sevket, al rincón oscuro del armario. Lo cogí en brazos. Le besé el cuello, el pelo y la nuca.

– Te has enfriado, cariño -le dije-. Dame esas manos preciosas para que tu madre te las caliente con las suyas.

Las manos le olían a perro muerto, pero no hice el menor comentario. Lo abracé con fuerza apretando su cabeza contra mi pecho. Enseguida entró en calor y se relajó como un gato que ronronea de placer.

– ¿Quieres mucho mucho a tu madre?

– Mmm.

– ¿Eso es que sí?

– Sí.

– ¿Más que a nadie?

– Sí.

– Entonces yo también tengo que contarte algo -le dije como si le revelara un secreto-. Pero no se lo digas a nadie, ¿de acuerdo? -y le susurré al oído-: Yo también te quiero más que a nadie. ¿Entendido?

– ¿Más que a Orhan?

– Más que a Orhan. Orhan es pequeño como un pajarito y no entiende nada. Tú eres más listo y lo entiendes todo -le besé el pelo oliéndoselo al mismo tiempo-. Por eso tengo que pedirte algo. Ayer le llevaste al señor Negro un papel en blanco, ¿te acuerdas? Y hoy también le llevarás otro, ¿de acuerdo?

– El mató a mi padre.

– ¿Qué?

– Él mató a mi padre. Él mismo me lo dijo ayer en la casa del Judío Ahorcado.

– ¿Qué te dijo?

– Me dijo «Yo maté a tu padre». Me dijo que había matado a muchos hombres.

En ese momento algo pasó. Inmediatamente después Sevket se bajó de mi regazo y se echó a llorar. ¿Por qué lloraba ahora este niño? Bueno, poco antes quizá no pudiera contenerme y le diera una bofetada. No quiero que nadie piense que tengo el corazón de piedra. Pero me puso muy nerviosa que hablara así de un hombre con el que yo estaba planeando casarme por el bien de ellos.

De repente me afectó mucho que mi pobre huérfano siguiera llorando y yo misma me encontré a punto de llorar. Nos abrazamos. Hipaba de vez en cuando, pero tampoco la bofetada había sido para tanto. Le acaricié el pelo.

Todo había empezado así: sabéis que el día anterior le había comentado a mi padre de pasada que había soñado que mi marido había muerto. De hecho, a lo largo de estos cuatro años que lleva sin regresar de la guerra con los persas he soñado con él a menudo, y con un cadáver, pero ¿era el suyo? Eso no estaba nada claro.

Los sueños siempre sirven para alguna otra cosa. En Portugal, de donde había venido la abuela de Ester, parece ser que los sueños servían para probar que los herejes tenían tratos carnales con el Diablo. En aquel tiempo, aunque la estirpe de Ester había renegado de su judaísmo y había afirmado que eran católicos como los demás, los torturadores jesuitas de la Iglesia portuguesa no les habían creído y les habían forzado mediante torturas a que enumeraran cada uno de los demonios y duendes de sus sueños así como lo que nunca habían soñado, y habían conseguido que confesaran de manera que se pudiera detener a todos los judíos. Así pues, allí los sueños servían para que la gente fornicara con el Diablo, acusarles de ello y enviarlos a la hoguera.

Los sueños sirven para tres cosas:

Alif: Quieres algo pero no te permiten ni siquiera que lo quieras. Entonces dices que lo has soñado. Y así es como si quisieras sin querer lo que quieres.

Bá: Quieres hacerle daño a alguien. Por ejemplo, quieres calumniar a alguien. Entonces dices que has soñado que tal mujer cometía adulterio; o que has soñado que tal bajá se trasegaba jarra tras jarra de vino. Así, aunque no te crean, simplemente por haberlo mencionado, parte del mal se le anota a su cuenta.

Yim: Quieres algo pero ni siquiera sabes lo que quieres. Cuentas un sueño confuso. Enseguida te lo interpretan y te dicen qué es lo que tienes que querer y qué es lo que pueden ofrecerte. Por ejemplo, te dicen que te hace falta un marido, o un hijo, o una casa…

Estos sueños no son realmente cosas que hayamos visto dormidos. Todo el mundo cuenta que soñó de noche lo que ha soñado de día para que le sirva para su objetivo. Sólo los bobos cuentan sus verdaderos sueños nocturnos tal y como han sido. Entonces o se ríen de ti o, como siempre pasa, interpretan para mal tu sueño. Nadie se toma en serio los sueños verdaderos, ni siquiera los que los han soñado. ¿O vosotros sí?

Cuando, gracias a un sueño contado a regañadientes, insinué que mi marido podía estar muerto, lo primero que dijo mi padre fue que aquel sueño no podía ser tomado como una señal de lo que había ocurrido en realidad. Pero, después de regresar del entierro, de repente llegó a la conclusión de que aquel mismo sueño indicaba que mi marido había muerto. Y así todos creyeron que mi marido había muerto, aunque no había habido forma de que se muriera en estos cuatro años, y no sólo eso, se tomaron tan en serio su muerte como si hubiera sido anunciada oficialmente. Entonces fue cuando los niños se convencieron de que se habían quedado huérfanos y se entristecieron de veras.

– ¿Tú nunca sueñas? -le pregunté a Sevket.

– Sí -me respondió sonriendo-. Mi padre no vuelve pero tú acabas casándote con alguien.

Su nariz estrecha, sus ojos negros y sus hombros anchos no se parecen a los de su padre, sino a los míos. A veces me siento culpable por no haberles podido dar a mis hijos la frente alta y amplia de su padre, ellos casi no tienen.

– Hala, vete a jugar a las espadas con tu hermano.

– ¿Con la espada vieja de mi padre?

– Sí.

Estuve un rato mirando al techo mientras escuchaba los ruidos de espadas de los niños y los crujidos del entarimado e intenté vencer el miedo y la inquietud que se elevaban en mi corazón. Bajé a la cocina y le dije a Hayriye:

– Mi padre lleva mucho tiempo queriendo sopa de pescado. Quizá te envíe a Kadirga. Saca un poco de esa pasta de orejones que tanto le gusta a Sevket de donde la tienes guardada y dale un poco a los niños.

Mientras Sevket comía en la cocina, Orhan y yo subimos al piso de arriba. Lo cogí en brazos y le besé el cuello.

– Estás sudando -le dije-. ¿Qué te ha pasado aquí?

– Sevket me ha dado como si tuviera la espada roja del tío Hasan.

– Te ha salido un moratón -se lo toqué-. ¿Te duele? Este Sevket no tiene cuidado. Mira lo que voy a decirte. Tú eres muy inteligente, muy listo. Quiero pedirte algo. Si lo haces te contaré un secreto que no le he contado a nadie, ni siquiera a Sevket.

– ¿Qué?

– ¿Ves este papel? Vas a ir con tu abuelo y se lo pondrás en la mano al señor Negro sin que el abuelo se dé cuenta. ¿Lo entiendes?

– Sí.

– ¿Lo harás?

– ¿Qué secreto vas a contarme?

– Tú lleva el papel -le besé una vez más el cuello, que olía a almizcle. Ahora que hablamos de almizcle. Hace mucho que Hayriye no se ha llevado a estos niños a los baños. No han ido desde que Sevket empezó a tener erecciones con las mujeres de los baños-. Luego te contaré el secreto -le besé-. Eres muy listo y muy guapo. Sevket tiene muy mal genio. Le levanta la mano hasta a su madre.

– No quiero llevarlo -me respondió-. El señor Negro me da miedo. Él mató a mi padre.

– Te lo ha contado Sevket, ¿no? Baja ahora mismo y llámalo.

Como vio la cólera pintada en mi cara, se bajó temeroso de mis brazos y echó a correr. Quizá estuviera un poco contento sintiendo que esta vez le iba a caer una buena a Sevket. Poco después llegaron los dos completamente sofocados. Sevket llevaba en una mano la pasta de orejones y en la otra la espada.

– Le has dicho a tu hermano que el señor Negro mató a vuestro padre. En esta casa no se volverá a oír nada parecido. Le tendréis cariño y respeto al señor Negro. ¿Entendido? No podéis pasaros la vida sin padre.

– Yo no lo quiero. Quiero volver a mi casa, con el tío Hasan, a esperar a mi padre -me respondió Sevket insolente.

Me enfadé de tal manera que le solté una bofetada. Todavía no había dejado la espada y se le cayó de la mano.

– Quiero a mi padre -dijo llorando.

Pero yo lloraba todavía más que él.

– Ya no tenéis padre, no volverá. Os habéis quedado sin padre, ¿lo entendéis, bastardos?

– No somos bastardos -Sevket seguía llorando. Lloramos largo y tendido. Un rato después el llanto había ablandado mi corazón y sentí que lloraba porque eso me hacía mejor persona. Mis hijos y yo nos abrazamos y nos echamos en la cama llorando sin parar. Sevket metió la cabeza entre mis pechos. A veces cuando se me acerca así noto que en realidad no está durmiendo. Quizá en esa ocasión yo me habría dormido con ellos pero tenía la cabeza en el piso de abajo. Me llegaba un dulce aroma de toronjas hirviendo. De repente di un salto e hice un ruido tal que los niños se despertaron.

– Bajad y que Hayriye os dé de comer.

Me había quedado sola en la habitación. Le rogué a Dios que me ayudara, luego abrí el Sagrado Corán y volviendo a leer en la azora de La Familia de Imran que los que mueren en la guerra siguiendo el camino de Dios van junto a Él, mi corazón se tranquilizó por mi difunto marido. ¿Le habría enseñado mi padre a Negro la pintura inacabada de Nuestro Sultán? Decía que esa pintura sería tan verosímil que el que la viera tendría miedo y apartaría la mirada, como ocurre con quienes intentan mirar directamente a los ojos de Nuestro Sultán.

Llamé a Orhan y le besé largamente la cabeza y las mejillas pero sin cogerle en brazos.

– Ahora, sin miedo y sin que lo vea tu abuelo le vas a dar este papel a Negro. ¿Entendido?

– Se me mueve un diente.

– Si quieres, cuando vuelvas le doy un tirón. Te acercarás a él y como se quedará sorprendido, te abrazará. Entonces le dejas con mucho cuidado el papel en la mano. ¿Entendido?

– Tengo miedo.

– No hay nada de que tener miedo. Si no es Negro, ¿sabes quién quiere ser tu padre? ¡El tío Hasan! ¿Quieres que el tío Hasan sea tu padre?

– No.

– Entonces, vamos, guapo mío, mi inteligente Orhan. Y mucho ojo porque puedo enfadarme… Y si lloras me enfadaré más.

Le apreté en la manita que me alargaba desesperado y dócil la carta bien doblada. Dios mío, ayúdame, lo único que quiero es que a estos huérfanos pueda irles bien. Le cogí de la mano y le llevé hasta la puerta. Ya en el umbral volvió a mirarme con miedo.

Regresé a mi rincón y vi por el agujero cómo pasaba a la antecámara con pasos tímidos, cómo se acercaba a mi padre y a Negro, cómo se detenía, cómo por un instante permanecía indeciso y cómo echaba una mirada al agujero a sus espaldas buscándome. Comenzó a llorar. Pero por fin consiguió arrojarse al regazo de Negro con un último esfuerzo. Negro, a quien la cabeza le funcionaba lo bastante como para merecerse ser el padre de mis hijos, no se inquietó al ver a Orhan en sus brazos sin saber por qué lloraba y comprobó la mano del niño.

En cuanto Orhan volvió a la carrera bajo la sorprendida mirada de mi padre yo le cogí en brazos, le besé largo rato, lo bajé a la cocina, le llené la boca con esas uvas pasas que tanto le gustaban y dije:

– Hayriye, coge a los niños, id al muelle de Kadirga y compra en el puesto de Kosta una lisa para hacerle sopa a mi padre. Toma estos veinte ásperos y, con lo que te sobre del pescado, a la vuelta cómprale a Orhan de esos higos secos y de esas cornejas que tanto le gustan y para Sevket garbanzos tostados y dulce de ciruelas y nueces. Paséalos cuanto quieran hasta la hora de la oración del anochecer, pero ten cuidado de que no cojan frío.

Me agradó el silencio de la casa una vez que todos se vistieron y se marcharon. Subí al piso de arriba y saqué de donde lo había guardado, de entre unas fundas de almohada que olían a lavanda, el espejo que mi suegro había hecho y que me había regalado mi marido y lo colgué de la pared. Si me miro de lejos y me muevo muy ligeramente puedo ver en el espejo todo mi cuerpo por partes. El chaleco de paño rojo me quedaba muy bien pero quería ponerme también la camisa morada del ajuar de mi madre. Saqué del baúl la chaqueta color pistacho en la que mi abuela había bordado con sus propias manos unas flores y me la puse pero no me gustó cómo me quedaba. Al ponerme la camisa morada me dio frío y sentí un estremecimiento y la llama de la vela tembló ligeramente conmigo. Por supuesto, encima me pondría el sobretodo forrado de piel de zorro, pero en el último momento cambié de opinión, crucé silenciosamente la antesala, y saqué del baúl el abrigo azul cielo largo y amplio que me había dado mi madre. Pero justo en ese momento me inquieté al oír ruidos en la puerta: ¡Negro se iba! Me quité de inmediato el viejo abrigo de mi madre y me puse el rojo forrado de piel de zorro. Me apretaba el pecho, pero aquello me gustaba. Me puse el velo más suave y blanco que tenía y me cubrí bien la cara con él.

Por supuesto, el señor Negro todavía no se había ido, los nervios me habían traicionado. Si salgo ahora puedo decirle a mi padre que voy a comprar pescado con los niños. Bajé las escaleras silenciosa como un gato.

Clic, cerré la puerta como un fantasma. Crucé el patio en silencio y cuando iba a salir a la calle me detuve un momento y miré atrás, desde detrás de mi velo me dio la impresión de que aquella casa no era la nuestra.

En la calle no había nadie, ni siquiera gatos. Caían esporádicos copos de nieve. Me introduje con un escalofrío en aquel jardín abandonado al que nunca llegaba el sol. Olía a hojas podridas, a humedad y a muerte, pero en cuanto entré en la casa del Judío Ahorcado me sentí como en la mía propia. Dicen que por las noches aquí se reúnen los duendes, que encienden la chimenea y que organizan sus jaranas. Me resultaba terrorífico oír el sonido de mis pasos en la casa vacía, así que esperé sin moverme. Sonó un ruido en el jardín pero el silencio lo cubrió todo de inmediato. En algún lugar cercano ladró un perro; conozco a todos los perros de nuestro barrio por sus ladridos, pero no pude adivinar cuál era ése.

En el silencio que siguió al ladrido sentí algo: era como si en la casa hubiera alguien más y yo estuviera muy quieta para que no oyera el ruido de mis pasos. Unas personas pasaron charlando por la calle. Pensé en Hayriye y los niños: ojalá no hayan cogido frío. En el silencio posterior se apoderó de mí el arrepentimiento. Negro no vendría, yo había cometido un error y debía volver a casa antes de verme todavía más humillada. Me estaba imaginando aterrorizada que Hasan me había seguido cuando oí pasos en el jardín. La puerta se abrió.

De repente cambié de posición a toda velocidad. No sé por qué hice aquello, pero me di cuenta de que al tener a mi derecha la ventana que recibía la luz del jardín, con ella reflejándose sobre mí, Negro me vería como decía mi padre, entre el misterio de las sombras. Me cubrí con el velo y esperé escuchando el sonido de sus pasos.

Negro, al cruzar el umbral y verme, dio unos pasos y se detuvo. Nos miramos así, con cuatro o cinco pasos de distancia entre nosotros. Era más fuerte y vigoroso de lo que parecía por el agujero. Hubo un silencio.

– Descúbrete -me dijo como si susurrara-. Por favor.

– Estoy casada. Espero el regreso de mi marido.

– Descúbrete -repitió con la misma voz-. No volverá jamás.

– ¿Me has hecho venir hasta aquí para decirme eso?

– No, para poder verte. Llevo doce años pensando en ti. Descúbrete, querida, quiero verte una vez.

Me alcé el velo. Me gustó que me mirara a la cara y a los ojos largo rato sin hablar.

– El matrimonio y la maternidad te han hecho aún más hermosa. Tu cara es completamente distinta de como la recordaba.

– ¿Cómo me recordabas?

– Con dolor. Porque cuando me acordaba de ti, creo que no era de ti de quien me acordaba, sino de la imagen que me había creado. Te acuerdas de lo que hablábamos cuando éramos niños sobre Hüsrev y Sirin, que se habían enamorado viendo sus imágenes, ¿no? ¿Por qué Sirin no se enamoraba la primera vez que veía la imagen del apuesto Hüsrev colgando de la rama del árbol y le hacía falta ver tres veces la pintura? Tú decías que en los cuentos todo pasa tres veces. Yo, que el amor debería haber prendido la primera vez. Pero ¿quién habría podido pintar a Hüsrev de una manera tan realista como para enamorarse de él, de una forma tan correcta como para reconocerlo? Eso nunca lo hablamos. Si a lo largo de estos doce años hubiera tenido conmigo una pintura tan real de tu inigualable rostro, quizá no habría sufrido tanto.

Siguió diciendo muchas cosas hermosas de aquel tipo, contándome historias sobre gente que veía una pintura y se enamoraba y explicándome cuánto había sufrido por mí. Entretanto, como estaba atenta a cómo se aproximaba a mí paso a paso, cada palabra de lo que me contaba cruzaba mi mente sin detenerse y se mezclaba directamente con mis recuerdos. Ya las evocaría después y pensaría en ellas. Ahora simplemente sentía en mi corazón el embrujo de lo que decía de una manera que me acercaba a él. Me sentí culpable por haberle hecho sufrir durante doce años. ¡Qué bonitas palabras decía, qué buena persona era este Negro! ¡Inocente como un niño! Todo aquello podía leerlo en sus ojos. Me daba mucha confianza en mí misma que me amara tanto.

Nos abrazamos. Me gustó tanto que ni siquiera me sentí culpable. Me atravesó una sensación agradable, más dulce que la miel. Lo abracé con más fuerza. Le permití que me besara y yo misma le besé. Mientras nos besábamos fue como si al mundo entero lo cubriera una dulce oscuridad. Me habría gustado que todos se abrazaran como nosotros. Me parecía recordar que el amor era algo parecido a aquello. Me introdujo la lengua en la boca. Me gustaba tanto lo que estaba haciendo que era como si el universo se sumergiera con nosotros en una luminosa bondad, no podía pensar en que ocurriera nada malo.

Ahora mismo os diré cómo se podría pintar el abrazo entre Negro y yo si esta humilde historia mía se contara algún día en un libro y fuera ilustrada por los legendarios maestros de Herat. Hay ciertas páginas maravillosas que mi padre me ha enseñado entusiasmado: el fluir de la letra y el ondear de las hojas comparten la misma excitación y el adorno de las paredes y el dorado de la página comparten la misma textura; la inquietud de la golondrina que perfora con sus alas el encuadre y el dorado se parece a la de los amantes. Los amantes, que se miran de lejos y se dirigen reproches con palabras llenas de sentido, se dibujan tan pequeños en estas pinturas, se les ve tan lejos, que por un instante una cree que la historia no habla de ellos sino del magnífico palacio en que se encuentran y de su patio, del maravilloso jardín cuyas hojas han sido pintadas una a una con tanto amor y de la noche estrellada que los alumbra y de los árboles en la oscuridad. Pero cuando se presta la suficiente atención a la secreta armonía de colores y a la misteriosa luz que surge de cada rincón de la pintura, que sólo un ilustrador con una sincera confianza en su arte ha podido lograr, el que las observa con cuidado comprende de inmediato que el secreto de estas pinturas está en haber sido hechas con los mismos materiales que el amor que describen. Es como si de los amantes pintados se filtrara una luz a lo más profundo de la ilustración entera. Y, creedme, cuando Negro y yo nos abrazamos fue como si una inmensa bondad se expandiera por el mundo entero de una forma parecida.

Gracias a Dios, tengo la suficiente experiencia en la vida como para ser consciente de que dicha sensación nunca dura demasiado. Primero Negro cogió dulcemente mis enormes pechos en sus manos. Aquello me gustó tanto que, olvidada de todo, quise que se llevara los pezones a la boca. No pudo hacerlo del todo porque ni él mismo estaba seguro de lo que estaba haciendo. Era como si no supiera lo que hacía pero que quisiera aún más. Y así, según nos íbamos abrazando con más fuerza, comenzaron a interponerse entre nosotros el miedo y la vergüenza. En un primer momento me gustó que tirara hacia sí de mis nalgas y que su miembro endurecido se apoyara en mi vientre; sentí curiosidad y no vergüenza; me dije a mí misma orgullosa que eso era lo que pasaba si nos abrazábamos de aquella manera. Luego, cuando se lo sacó, aparté la cabeza pero no pude apartar la mirada del tamaño de su creciente aparato.

Mucho después, cuando iba a forzarme a inmoralidades que no harían ni las mujeres kipchaks ni las desvergonzadas que cuentan historias en los baños, me detuve por un instante, sorprendida e indecisa.

– No frunzas el ceño, querida -me suplicó.

Me puse en pie, lo empujé y empecé a gritarle sin que me importara lo más mínimo lo decepcionado que pudiera sentirse.