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Cuando me dijo que había matado a Maese Donoso se produjo un largo silencio en la habitación. Creí que me mataría a mí también. Durante largo rato el corazón me estuvo latiendo a toda velocidad. ¿Había venido para matarme, o para confesar, para asustarme? ¿Sabía él mismo lo que quería? Me dio miedo comprender que no sabía nada del corazón de aquel maravilloso ilustrador cuyo talento y habilidad conocía desde hacía años. Sentía que continuaba de pie, justo detrás de mi nuca, sosteniendo ese enorme tintero rojo, pero no me volví a mirarle a la cara. Como sabía que mi silencio lo inquietaría, le comenté:
– Todavía no se han callado los perros.
Y así volvimos a guardar silencio. Comprendí que en esta ocasión estaba en mis manos el poder librarme o no de la muerte, de mi aciago destino, que dependía de lo que le dijera. Lo único que sabía de él aparte de su trabajo era que se trataba de un hombre inteligente. Y eso es algo de lo que se puede estar orgulloso, siempre y cuando creáis que el ilustrador no debe mostrar lo más mínimo de su alma en sus obras. Bien, ¿cómo había conseguido arrinconarme en aquella casa absolutamente vacía? Mi anciana mente pensaba en todo aquello a toda velocidad; pero también estaba tan confusa como para no salir con bien de aquel juego. ¿Dónde estaba Seküre?
– Ya habías comprendido que fui yo quien lo mató, ¿no? -me preguntó.
No, no lo había comprendido. No lo había comprendido hasta que me lo dijo. Pero ahora pensaba con un rincón de mi mente si no habría hecho un buen trabajo matando a Maese Donoso, porque quizá el difunto maestro iluminador se habría ido dejando llevar lentamente por el pánico e iba a meternos a todos en problemas.
Y así nació en mi corazón una sensación imprecisa de agradecimiento por el asesino en aquella casa en la que nos encontrábamos a solas.
– No me sorprende que lo hayas matado -dije-. Siempre hay algo en este mundo que nos da miedo a la gente como nosotros, que vive entre libros y que sueña con sus páginas. Y además nosotros nos dedicamos a algo prohibido y peligroso, a pintar en una ciudad musulmana. Cada ilustrador tiene en su corazón una poderosa inclinación, como le ocurría a Muhammed, el pintor de Isfahán, a sentir culpabilidad y remordimientos, a culparse antes de que lo hagan los demás, a arrepentirse y a pedir perdón a Dios y a la comunidad. Preparamos nuestros libros a escondidas, como si fuéramos criminales, y, la mayor parte de las veces, como pidiendo disculpas. Sé perfectamente que el doblegarse de antemano ante los ataques de los religiosos, predicadores, cadíes y jeques que nos acusan de impiedad y ese eterno sentimiento de culpabilidad matan la imaginación de los ilustradores, pero también la alimentan.
– O sea, que no me condenas por haberme cargado a ese cretino de Maese Donoso.
– Lo que nos atrae de la escritura, de las ilustraciones, de la pintura, se encuentra precisamente en ese miedo. La razón de que nos entreguemos a la pintura y a los libros trabajando de rodillas de la mañana a la tarde y por la noche a la luz de las velas hasta quedarnos ciegos no es sólo el dinero o el favor de los poderosos, sino la capacidad de escapar del griterío de los otros, el poder alejarnos de la comunidad, pero, además, también queremos que esa misma gente de la que nos ocultamos vea la obra que con tanta inspiración hemos hecho y que la aprecie. Pero ¿y si nos llaman impíos? ¡Qué terribles sufrimientos le provoca eso al creador de verdadero talento! Y, no obstante, la verdadera pintura está oculta en esa cosa insólita que nadie ha hecho nunca antes. En la obra de la que, en un primer momento, todos dicen que es mala, incompleta, impía. El verdadero ilustrador sabe que tiene que llegar hasta allí aunque teme la soledad que va a encontrar. Pero ¿quién puede soportar a lo largo de toda su vida una existencia llena de miedos que le crispan los nervios? El ilustrador cree que podrá librarse del temor que lleva años sufriendo culpándose a sí mismo antes de que lo hagan los demás. Sólo le creen cuando confiesa su crimen, y entonces lo queman. El pintor de Isfahán lo hizo él solo.
– Pero tú no eres un ilustrador -me replicó-, y yo no lo maté porque tuviera miedo.
– ¡Lo mataste porque querías pintar como mejor te apeteciera, sin miedo!
Por primera vez en mucho rato el ilustrador que quería ser mi asesino dijo algo de veras inteligente:
– Sé que me estás contando todo esto para ganar tiempo, para engañarme, para escapar de la situación en la que estás -y añadió-: Pero lo último que has dicho es cierto. Quiero que entiendas algo. Escúchame.
Me volví y le miré a los ojos. Su mirada mostraba que había dejado atrás por completo las anteriores formalidades que había habido entre nosotros cuando hablábamos y que se había dejado llevar por sus propios pensamientos. Pero ¿adonde?
– No te preocupes, no voy a faltarte al respeto -lanzó una carcajada al dar la vuelta hasta ponerse frente a mí, pero era una risa amarga-. A veces hago algo -continuó-, como ocurre ahora, pero es como si no fuera yo quien lo hace. Es como si tuviera dentro algo que se agitara dentro de mí y que me obliga a hacer todas esas cosas malas. Pero al mismo tiempo lo necesito. Para pintar me pasa lo mismo.
– Esas historias de demonios son cuentos de viejas.
– O sea, que estoy mintiendo.
Noté que no poseía el suficiente valor como para matarme y que por eso quería que yo lo provocara.
– No, no mientes. Pero tampoco sabes exactamente qué es lo que sientes dentro.
– No, lo sé perfectamente. Estoy sufriendo las penas del Infierno sin ni siquiera haber muerto. Por tu culpa nos hemos hundido hasta el cuello en el pecado sin darnos cuenta. Y ahora me dices que sea valiente. Por tu culpa me he convertido en un asesino. Los perros rabiosos de Nusret el predicador nos matarán a todos.
Cuanto menos creía en lo que decía, más gritaba y con más fuerza apretaba el tintero que sostenía en la mano. ¿Oiría los gritos alguien que pasara por la calle nevada y acudiría a ver lo que pasaba?
– ¿Y cómo fue que lo mataste? -dije, más que por curiosidad por ganar tiempo-. ¿Cómo os encontrasteis junto a aquel pozo?
– El mismo Maese Donoso vino en mi busca la noche en que salió de tu casa -me dijo con un insospechado deseo de confesarlo todo-. Me contó que había visto la última ilustración de doble página. Me costó mucho trabajo convencerlo para que no hablara a gritos. Lo llevé hasta el solar del incendio y le dije que tenía dinero enterrado cerca del pozo. Al oír lo del dinero, me creyó. No hay mejor prueba de que era un ilustrador que trabajaba sólo por el dinero. Por eso no lo lamento, era un pintor de talento, pero mediocre. Estaba dispuesto a cavar la tierra helada con las uñas. Si realmente hubiera tenido oro enterrado junto al pozo no habría tenido la menor necesidad de matarlo. Escogiste a un verdadero miserable para que te hiciera las iluminaciones. El difunto tenía buena mano, pero era bastante vulgar en sus dorados y en la elección y el uso de los colores. No dejé la menor huella. Dime, ¿qué es en realidad eso que llaman estilo? Ahora tanto los francos como los chinos hablan del color del talento de un pintor, de su estilo. ¿Debe ser ese estilo lo que diferencie al buen ilustrador del malo o no?
– No te preocupes, no aparece un nuevo estilo porque a un ilustrador le apetezca -le dije-. Muere un príncipe, un sha pierde una guerra, termina una época que parecía interminable, se cierra un taller y los ilustradores se dispersan y buscan otros hogares, otros protectores amantes de los libros. Un día un príncipe reúne compasivamente en su tienda o en su palacio a varios de esos ilustradores y calígrafos sin hogar ni raíces, perdidos pero con talento, hombres procedentes de lugares distintos, digamos Herat y Alepo, y forma con mimo su propio taller. Aunque los ilustradores, que aún no están acostumbrados los unos a los otros, sigan pintado en un principio en los viejos estilos que les resultan familiares, luego, como los niños que se van haciendo amigos a fuerza de pelearse en la calle, van apareciendo entre ellos parecidos, pendencias y acuerdos. Después de años de discusiones, de envidias, de conspiraciones y de trabajos sobre el color y las ilustraciones, lo que surge por fin es un nuevo estilo. En la mayor parte de los casos es el ilustrador más brillante y de más talento del taller el que lo impone. También podríamos llamarlo el más afortunado. Al resto le corresponde perfeccionar dicho estilo, incluso pulirlo, imitándolo eternamente.
Sin mirarme del todo a los ojos, casi temblando como una muchacha y con un tono tan suave como inesperado, que parecía pedirme tanto honestidad como benevolencia, me preguntó:
– ¿Tengo yo un estilo?
Por un momento creí que me iban a brotar lágrimas de los ojos. Le respondí de buen grado con lo que creía que era la verdad intentando con todas mis fuerzas ser dulce, cariñoso y bueno:
– En los más de sesenta años que llevo de vida eres el ilustrador más milagroso y de mayor talento que he visto, el de manos más prodigiosas y ojos más agudos. Si tuviera delante una pintura en la que hubieran trabajado juntos mil artistas combinando su trabajo, todavía sería capaz de distinguir y reconocer ese toque mágico de pincel que Dios te ha dado.
– Eso pienso yo también, pero no eres lo bastante inteligente como para comprender el secreto de mi talento -dijo-. Ahora me estás mintiendo porque me tienes miedo. No obstante, explícame cómo es mi estilo.
– Tu cálamo parece encontrar la línea justa por sí mismo, no porque tú lo toques. ¡Lo que nos descubre no es ni real ni frívolo! Cuando pintas una escena de grupo, la tensión que brota de las miradas entre la gente, de la composición de la página y del significado del texto, se convierte en tu pintura en un elegante susurro infinito. Vuelvo a mirar a menudo tus ilustraciones para escuchar ese susurro; en cada ocasión me doy cuenta sonriendo de que el significado ha cambiado y, no sé cómo decirlo, emprendo la observación de la pintura como si fuera a leer un texto. Así, cuando pones una detrás de otra estas capas de significado, surge una profundidad que va mucho más allá de la perspectiva de los maestros francos.
– Hummm. Bien. Deja a los maestros francos. Sigue.
– Tu cálamo es tan maravilloso, tan poderoso, que quien ve una pintura tuya no cree en el mundo que lo rodea, sino en lo que tú has dibujado. Y así, de la misma forma que eres capaz con tu talento de apartar del buen camino al hombre de fe más firme, con una pintura puedes conducir a la senda de Dios al más inquebrantable de los impíos.
– Es cierto, pero no sé si es un cumplido. Sigue.
– Ningún otro ilustrador conoce como tú la consistencia y los secretos de la pintura. Siempre eres tú quien prepara los colores más brillantes, más vivos, más auténticos.
– Bien. ¿Algo más?
– Sabes que eres el más grande de los ilustradores, junto a Behzat y a Mir Seyyid Ali.
– Sí, lo sé. Y si tú también lo sabes, ¿por qué no vas a hacer el libro conmigo sino con ese modelo de mediocridad que es Negro?
– Primero, para el trabajo que él hace no se necesita tener talento de ilustrador -le contesté-. Segundo, no es un asesino como tú.
Me sonrió con dulzura porque yo también sonreía con una sensación de desahogo. Sentía que podría librarme de aquella pesadilla si seguía hablando de aquella forma del estilo. Y así, una vez iniciada la cuestión, nos enzarzamos en una agradable charla sobre el tintero mongol que sostenía en la mano, no como padre e hijo, sino como dos viejos experimentados que comparten el interés por el tema de conversación. El peso del bronce, el equilibrio del tintero, la profundidad de su cuello, el tamaño de los viejos cálamos de caña de calígrafo y los secretos de la tinta roja, cuya consistencia podía notar sacudiendo ligeramente el tintero mientras seguía plantado de pie ante mí… Comentamos que si los maestros mongoles no hubieran llevado a Jorasán, a Bujara y a Herat los secretos de la tinta roja, que habían aprendido de los maestros chinos, nunca habríamos podido hacer nuestras pinturas en Estambul. Mientras hablábamos parecía cambiar la consistencia del tiempo, como la de la pintura, y se iba haciendo más fluida. Un rincón de mi mente seguía sorprendido preguntándose por qué todavía no había nadie en casa y me habría gustado que dejara aquel pesado tintero en su sitio.
– Cuando se acabe el libro, ¿comprenderán mi talento los que vean lo que he pintado? -me preguntó con la soltura habitual con la que hablábamos mientras trabajábamos.
– Si Dios quiere, algún día acabaremos sin problemas este libro y cuando Nuestro Señor el Sultán lo tenga en sus manos, le echará una ojeada; por supuesto, primero comprobará de un vistazo si se ha usado o no pan de oro donde se debería, luego, como hacen todos los monarcas, contemplará su propia imagen como quien lee un panegírico y se quedará admirado no por nuestra maravillosa ilustración sino por la imagen de sí mismo, y después, ¡ya podremos estar agradecidos si se toma la molestia de mirar las maravillas que hemos hecho inspirándonos en Oriente y en Occidente con tanto esfuerzo, tanto entusiasmo y dejándonos la luz de los ojos! Tú también sabes que, si no ocurre un milagro, nunca preguntará quién hizo ese encuadre, quién es el iluminador, ni quién ha pintado tal hombre o cual caballo y guardará bajo siete llaves el libro en su tesoro. Pero nosotros, como todos los hombres de auténtico talento, seguiremos pintando por si ese milagro se produce algún día.
Nos callamos un rato, como si lo esperáramos pacientemente.
– ¿Y cuándo ocurrirá ese milagro? -me preguntó-. ¿Cuándo se apreciarán realmente todas esas decenas de pinturas que hemos hecho hasta quedarnos ciegos? ¿Cuándo se me, se nos dará el aprecio que nos merecemos?
– ¡Nunca!
– ¿Cómo?
– Nunca nos darán eso que pretendes -dije-. En el futuro serás menos apreciado aún.
– Los libros duran siglos -dijo con tono orgulloso, pero sin confiar del todo en sí mismo.
– Ningún maestro italiano posee tu poesía, tu fe, tu sensibilidad, la pureza y la brillantez de tus colores, créeme. Pero sus pinturas son más convincentes, se parecen más a la propia vida. No pintan el mundo como si lo vieran desde el balcón de un alminar y sin darle importancia a eso que llaman perspectiva, sino desde la calle, o, al menos, desde la habitación del príncipe, e incluyen su cama y su colchón, su mesa, su espejo, su tigre, su hija y su dinero; lo pintan todo, ya lo sabes. No me convence todo lo que hacen; me resulta ofensivo e indigno el que la pintura intente imitar directamente al mundo. ¡Pero resulta tan atractivo lo que hacen con esos nuevos estilos! Pintan todo lo que puede ver el ojo tal y como lo ve. Ellos pintan lo que ven, nosotros lo que miramos. En cuanto ves sus obras te das cuenta de que la única forma de que tu rostro permanezca hasta el Día del Juicio pasa por las maneras de los francos. Es tan poderosa su atracción que en todos los países de los francos, y no sólo en Venecia, los sastres, los carniceros, los soldados, los sacerdotes, los dueños de los colmados… todos se hacen pintar de esa manera. Porque cuando ves esos cuadros tú también quieres verte así, quieres creer que eres una criatura completamente distinta a las demás, sin igual, particular y extraña. Ésa es la oportunidad que te brinda el nuevo estilo, pintar al hombre no como lo ve la mente, sino como lo ven los ojos. Algún día todos pintarán como ellos. ¡Y cuando se hable de pintura el mundo entero comprenderá que se trata de lo que hacen ellos! Hasta el pobre sastre estúpido de aquí, que no entiende nada de ilustraciones, querrá que le pinten de tal manera que pueda creer mirando la curva de su nariz que se trata de un individuo especial, distinto, en lugar de un simple bobo.
– Bueno, hagamos entonces también nosotros esas pinturas -dijo el asesino burlón.
– ¡No podemos! -le repliqué-. ¿O es que no has sabido por el difunto Maese Donoso, al que mataste, lo mucho que temen los ilustradores ser tomados por imitadores de los francos? Y aunque no tuvieran miedo y lo intentaran, el resultado sería el mismo. Nuestro estilo acabará muriendo y nuestros colores empalideciendo. A nadie le interesarán nuestros libros ni nuestras ilustraciones. Y aquellos a quienes les interese, o no entenderán nada y fruncirán los labios preguntándose por qué no hay perspectiva, o simplemente no podrán encontrar nuestros libros. Porque el desinterés, el tiempo y los desastres naturales irán royendo lentamente nuestras pinturas hasta acabar con ellas. Como la goma arábiga de los volúmenes lleva pescado, huesos y miel y las páginas han sido pulimentadas con una mezcla de huevos y fécula, ratones insaciables y desvergonzados devorarán las páginas relamiéndose los bigotes; termitas, gusanos y mil y un bichos carcomerán nuestros libros hasta destruirlos. Harán pedazos los volúmenes y arrancarán las hojas; los ladrones, los sirvientes descuidados, los niños y las mujeres que encienden el fuego las rasgarán. Los príncipes niños estropearán las pinturas con sus lápices, les agujerearán los ojos a las figuras humanas, se limpiarán los mocos con las páginas, pintarán garabatos negros en los márgenes; cada dos por tres los que dicen que son pecado lo emborronarán todo, rasgarán nuestras pinturas, las recortarán y quizá las usen para hacer otras ilustraciones o para jugar y divertirse. Y, mientras tanto, las madres destruirán nuestras pinturas porque son obscenas, los padres y los hermanos mayores se masturbarán ante las imágenes de mujeres derramando su semen en ellas; las páginas se quedarán pegadas no sólo por eso, sino también por el barro, por la humedad, por la cola de mala calidad, por la saliva y porque estarán manchadas con todo tipo de suciedad y de comida. En los lugares en que estén pegadas se abrirán como diviesos manchas de moho. Luego las lluvias, las goteras, las inundaciones y el barro acabarán de destrozar nuestros libros. Y cuando del fondo de un baúl milagroso salga milagrosamente el último libro seco e intacto de entre páginas convertidas en pasta de papel por el agua, la humedad, los insectos y el descuido, páginas rasgadas, rotas, agujereadas, descoloridas e ilegibles, algún día las despiadadas llamas de un incendio se lo tragarán y lo harán desaparecer, por supuesto. ¿Hay algún barrio en Estambul que no arda una vez cada veinte años como para que pueda quedar algún libro? En esta ciudad, en la que cada tres años desaparecen más libros y bibliotecas de los que destruyeron los mongoles cuando quemaron y saquearon Bagdad, ¿qué ilustrador puede soñar siquiera con que la maravilla que ha creado pueda vivir un siglo, que un día alguien mirará su pintura y lo recordará, como a Behzat? Y no sólo lo que hacemos nosotros, todo lo que se lleva haciendo desde hace siglos será destruido por los incendios, los insectos y el descuido. Sirin contemplando orgullosa a Hüsrev por la ventana, Hüsrev observando complacido cómo se baña Sirin a la luz de la luna y todas las delicadezas y las miradas mutuas de los amantes; Rüstem luchando a muerte con el Diablo Blanco en el fondo de un pozo; la languidez de Mecnun, a quien el amor le ha hecho perder la cabeza, mientras se hace amigo de un tigre blanco y de una cabra montesa en el desierto; cómo es atrapado y colgado de un árbol el perro pastor traidor que le regalaba un cordero del rebaño que vigilaba a la loba con la que se apareaba cada noche; todos esos adornos de los márgenes compuestos de flores, ángeles, ramas con hojas, aves y lágrimas; todos los intérpretes de laúd pintados para adornar los misteriosos poemas de Hafiz; todos los adornos de pared que han estropeado la vista de miles, de decenas de miles de aprendices y que han dejado ciegos a los maestros; los dísticos de los dinteles de las puertas, las minúsculas inscripciones colgadas de los muros, escondidas en los marcos que se entrecruzan en el interior de la pintura; las modestas firmas ocultas al pie de los muros, en los rincones, en los frontones, en los lugares frecuentados, al pie de arbustos, entre rocas; todas las flores que cubren los edredones que cubren a los amantes; todas las cabezas cortadas de infieles que esperan pacientemente a un lado mientras el difunto abuelo de Nuestro Sultán ataca victorioso una fortaleza enemiga; todos los cañones, los mosquetes y las tiendas que se ven al fondo, y que tú en tu juventud colaboraste a pintar, mientras el embajador de los infieles besa los pies del bisabuelo de Nuestro Sultán; todos los demonios con cuernos o sin ellos, con cola o sin ella, con uñas y dientes afilados; miles de aves de todo tipo entre las que se encuentran la sabia abubilla, el gorrión saltarín, el inexperto milano y el ruiseñor poeta; gatos tranquilos, perros inquietos, nubes presurosas; pequeñas hierbas alegres repetidas en miles de ilustraciones, rocas sombreadas de manera inexperta y decenas de miles de cipreses, plátanos y granados con las hojas pintadas una a una con la paciencia de un profeta; palacios pintados siguiendo el modelo de los de la época de Tamerlán o el sha Tahmasp pero que adornan historias de épocas mucho más antiguas con sus cientos de miles de sillares; decenas de príncipes melancólicos sentados en el campo en maravillosas alfombras extendidas sobre las flores del suelo y bajo árboles que se abren a la primavera escuchando la música que tocan hermosas mujeres y apuestos muchachos; todas esas pinturas maravillosas de porcelanas y alfombras que le deben su perfección a las palizas que se han llevado desde Samarcanda a Estambul miles de llorosos aprendices de ilustrador en los últimos ciento cincuenta años; todas esas pinturas que sigues haciendo con el mismo entusiasmo de siempre de jardines maravillosos y milanos, de escenas increíbles de guerra y muerte, de sultanes que cazan con elegancia y de gacelas que huyen temerosas con la misma elegancia, tus shas agonizantes, tus enemigos prisioneros, tus galeones infieles y tus ciudades enemigas, todas esas noches oscuras y brillantes que refulgen como si la oscuridad brotara de tu pincel, y todas tus estrellas, los cipreses fantasmales y las pinturas en rojo del amor y la muerte, todo, todo desaparecerá.
Me golpeó en la cabeza con el tintero con todas sus fuerzas.
Me tambaleé hacia delante por la fuerza del golpe. Sentí un dolor terrible que me sería imposible describir. Por un instante fue como si el mundo entero asumiera mi dolor y se volviera amarillo. Al mismo tiempo que recibía el golpe en la cabeza, aunque una gran parte de mi mente comprendiera que lo que me había hecho había sido intencionado, otra parte de ella -que no funcionaba demasiado bien quizá a causa de dicho golpe- habría querido decirle, con una buena intención lastimosa, a aquel loco que quería asesinarme que me estaba haciendo daño por error.
Volvió a golpearme en la cabeza con el tintero de bronce.
Esta vez incluso esa parte ilógica de mi mente comprendió que no se trataba de un error, sino de pura locura, de furia y de que al final podía encontrarse la muerte. Me dio tanto miedo que empecé a gritar como si aullara con todas las fuerzas que me permitía el dolor. Si se hubiera pintado mi grito habría sido verdísimo. Me di cuenta de que en las calles vacías en medio de la oscuridad de la noche nadie podría oír aquel color, de que estaba completamente solo.
Mi grito le asustó y vaciló. Por un instante nuestras miradas se cruzaron. En sus pupilas pude ver, además del terror y la vergüenza, que se había habituado a lo que estaba haciendo y que lo aceptaba. No era el maestro ilustrador que yo conocía, sino un extraño malvado y tan lejano que ni siquiera conocía mi lengua. Y eso prolongó durante siglos la sensación de desvalimiento que notaba en ese momento. Quise cogerle la mano, como si me aferrara a este mundo; no sirvió de nada. Le imploré, o creí que eso hacía: Hijo mío, hijo mío, no me mates. Fue como si no me oyera, como ocurre en los sueños.
Volvió a golpearme en la cabeza con el tintero.
Mi mente, todo lo que había visto, mis recuerdos y mis ojos se mezclaron y se convirtieron en miedo. No veía ningún color y me di cuenta de que todos los colores eran rojos. Lo que creía que era mi sangre era en realidad la tinta roja. Y lo que tenía en las manos y yo creía que era tinta era en realidad mi roja sangre, que no cesaba de manar.
Qué injusto, qué cruel, qué despiadado me pareció estar muriendo en ese instante. Pero ése era el lugar al que me había llevado poco a poco mi anciana cabeza, ahora cubierta de sangre. Entonces me di cuenta. Mis recuerdos eran tan blancos como la nieve de fuera. La cabeza me palpitaba de dolor en el interior de la boca.
Ahora voy a describiros mi muerte. Quizá hayáis entendido hace ya bastante rato que la muerte no es el final de todo, eso seguro. Pero, tal y como está escrito en todos lo libros, es algo que produce un dolor increíble. Me daba la impresión de estar ardiendo sacudido por el dolor, no sólo mi cráneo y mi cerebro hechos pedazos, sino todo yo, cada una de las partes de mi ser mezclándose entre ellas. Resultaba tan difícil soportar ese dolor ilimitado que era como si parte de mi mente se esforzara en sumergirse en un dulce sueño como única solución.
Antes de morir recordé un cuento siriaco que había oído cuando empezaba a dejar de ser niño. Un anciano solitario se despierta una noche, se levanta y va a beber un vaso de agua. Se dispone a colocar el vaso en una mesa cuando ve que allí no está la vela. ¿Dónde está? Desde el interior de la casa se filtra una luz tenue como un hilo. La sigue volviendo sobre sus pasos hasta su dormitorio, entra en él y ve a alguien acostado en su cama con la vela en la mano. «¿Quién eres?», le pregunta. «La Muerte», responde el extraño. El anciano se sumerge en un silencio enigmático y luego dice: «Así que has venido». «Sí», contesta la Muerte, alegre. Pero el viejo responde decidido: «No, eres un sueño que he dejado a medias». En ese momento sopla la vela que sostiene el extraño y todo se hunde en la oscuridad. El anciano se acuesta en su cama vacía y se duerme. Vive veinte años más.
Me daba cuenta de que a mí no me ocurriría lo mismo porque volvió a golpearme en la cabeza con el tintero. Sentía un dolor tan intenso que sólo podía notar el golpe de una forma imprecisa. Tanto él como el tintero como la habitación tenuemente iluminada por la vela empalidecían y se iban alejando.
No obstante, seguía vivo; lo comprendía por mi deseo de asirme a este mundo, de echar a correr para huir, por los movimientos que hacía con las manos y los brazos para protegerme la ensangrentada cabeza y la cara, porque en cierto momento, creo, le mordí la muñeca y porque me golpeó una vez más en la cara con el tintero.
Quizá lucháramos algo si es que a eso podía llamársele luchar. Era muy fuerte y estaba realmente furioso. Me derribó de espaldas. Me apretó los hombros con las rodillas, prácticamente clavándome al suelo, y comenzó a decirme algo de una manera muy poco respetuosa para conmigo, un anciano agonizante. Quizá porque no le entendía, porque no le escuchaba, porque me desagradaba mirarle a los ojos inyectados en sangre, me golpeó una vez más en la cabeza con el tintero. Su cara y su cuerpo estaban completamente rojos por la tinta que brotaba del tintero y por la sangre que, creo, brotaba de mí.
Cerré los ojos lamentando que lo último que iba a ver en este mundo fuera aquel hombre que alimentaba tanta hostilidad hacia mí. Justo después vi una luz dulce y suave. Una luz dulce y atractiva como el sueño que creí que aliviaría de inmediato mis dolores. Dentro de ella vi a alguien. Como un niño, le pregunté:
– ¿Quién eres?
– Soy Azrael -me contestó-. Yo soy el que da fin al viaje de los hijos de Adán en este mundo. Yo separo a los hijos de sus madres, a las mujeres de sus esposos, a los amantes uno del otro, a los padres de sus hijas. No hay ser vivo en este mundo que no acabe por encontrarse conmigo.
Al comprender que mi muerte era inevitable me eché a llorar.
Mi llanto me hizo sentir una intensa sed. Por un lado estaba ese dolor terrible que me iba entonteciendo, el lugar precipitado y cruel donde mi cara estaba cubierta de sangre. Por otro, el lugar donde terminaban las prisas y la crueldad, pero que me resultaba extraño y terrible. Me daba miedo aquel universo luminoso al que me llamaba Azrael porque sabía que era el mundo de los muertos. Pero por otra parte comprendía que no podría permanecer mucho tiempo más en este otro, en el que me retorcía chillando entre terribles dolores, que no me quedaba ningún rincón tranquilo en ese lugar de dolor y tortura terribles. Era como si, para continuar en este mundo, tuviera que soportar aquel dolor terrible y eso no era algo que un anciano como yo pudiera conseguir.
Así pues, yo mismo quise morir justo antes de morir. Y al mismo tiempo comprendí que aquel simple deseo era la respuesta que no había podido encontrar en los libros a la pregunta que durante toda mi vida me había ocupado la mente, a cómo es posible que todos los hombres, sin excepción, consigan morir. Y que la muerte me convertía en una persona más sabia.
No obstante, me envolvió la indecisión, como le ocurre a alguien que antes de partir a un largo viaje no puede impedir mirar su habitación, sus objetos personales, su casa una última vez. Intranquilo y añorante quise ver a mi hija por última vez. Lo quise de tal manera que comprendí que sería capaz de esperarla si apretaba los dientes un rato más y soportaba el dolor y la sed cada vez más intensa.
Así pues, aquella luz mortal y dulce que tenía ante los ojos empalideció un tanto y mi mente abrió sus puertas a los ruidos y rumores del mundo en el que estaba muriendo. Podía oír cómo mi asesino vagaba por la habitación, abría el armario, revolvía mis papeles, buscaba ansioso la última ilustración, y, como no la encontraba, hurgaba entre mis juegos de pintura y pateaba los baúles, las cajas, los tinteros y el atril. Comprendí también que gemía de cuando en cuando y que hacía extraños movimientos convulsivos con mis brazos ancianos y mis piernas cansadas. Esperé.
El dolor no cedía, la sed aumentaba, ya no podía seguir apretando los dientes. No obstante, esperé un rato más.
Entonces se me ocurrió que si mi hija llegaba a casa se encontraría con aquel miserable criminal, pero ni siquiera quise pensar en ello. En ese momento noté que mi asesino salía del cuarto. Probablemente había encontrado la última ilustración.
Estaba demasiado sediento, pero seguí esperando. Vamos, hija mía, preciosa Seküre, ven.
No vino.
Ya no me quedaban fuerzas para soportar el dolor. Me di cuenta de que me moriría sin ver a mi hija. Aquello me resultó tan doloroso que quise morirme de pena. Y justo en ese momento apareció a mi izquierda una cara que nunca antes había visto y, sonriendo bondadosamente, me alargó un vaso de agua.
Me olvidé de todo y me tragué el agua ansioso.
– Di que el Profeta Mahoma mentía -dijo él apartando el vaso-. Niega todo lo que dijo.
Era el Diablo. No le respondí, ni siquiera me dio miedo. Esperé confiado porque nunca había creído que pintar significara dejarte engañar por él; soñé con el viaje infinito y el futuro que tenía ante mí.
Al acercarse el ángel luminoso que había visto poco antes, el Maligno desapareció. Parte de mi mente sabía que aquel ángel de luz que había espantado al Diablo era Azrael. Pero la parte rebelde me recordaba que en el Libro de las circunstancias del Juicio Final estaba, escrito que Azrael era un ángel con mil alas que se extendían del Oriente al Occidente y que sostenía el mundo en sus manos.
Mientras mi cabeza andaba así de confusa, el ángel envuelto en luz se acercó a mí y, con aspecto de querer ayudarme, sí, tal y como había escrito Gazzali en Perlas de magnificencia, me dijo con dulzura:
– Abre la boca para que por ahí salga tu alma.
– De mi boca nunca saldrá otra cosa que la profesión de fe -le respondí.
Pero aquello sólo era una última excusa. Comprendí que no podía resistirme, que había llegado mi hora. Por un instante sentí vergüenza de dejar a mi hija, a quien no iba a volver a ver nunca más, aquel cuerpo mío, feo y cubierto de sangre, en tan lamentable estado. Quise salir de este mundo como si me despojara de una ropa que me viniera estrecha.
Abrí la boca y todo se volvió multicolor, como en las pinturas que describen la ascensión del Profeta a los cielos y su visita al Paraíso, y todo lo envolvió una luz portentosa, como si lo hubieran pintado con abundante aguada de oro. De mis ojos se derramó una lágrima amarga. De mis pulmones y mi boca brotó un dificultoso aliento y todo se sumergió en un silencio maravilloso.
Ahora podía ver que mi alma se separaba lentamente de mi cuerpo y que estaba en manos de Azrael. Mi alma era del tamaño de una abeja, estaba envuelta en luz y temblaba como el azogue en la palma de Azrael debido a las convulsiones que había sufrido al abandonar el cuerpo. Pero no pensaba en eso, sino en el mundo completamente nuevo en el que estaba entrando en ese instante.
Después de tantos dolores, ahora mi corazón estaba envuelto por una paz auténtica y estar muerto no me provocaba dolor, como había temido; al contrario, me sentí más tranquilo y comprendí de inmediato que la situación en que me encontraba era permanente mientras que la agobiante estrechez que había notado siempre mientras vivía había sido algo transitorio. Ahora todo seguiría así siglo tras siglo hasta el Día del Juicio; aquello ni me agradaba ni me disgustaba. Los sucesos que tiempo atrás se me habían venido encima uno detrás de otro a toda velocidad ahora se extendían en un espacio infinito y existían simultáneamente. De la misma forma que en las amplias ilustraciones de doble página el ilustrador irónico pinta cosas que no tienen relación entre ellas en cada uno de sus rincones, ahora muchas cosas ocurrían al mismo tiempo.