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Después de que Seküre se encerrara con los niños en su habitación, yo me quedé largo rato escuchando los ruidos de la casa y sus interminables rumores. En cierto momento Seküre y Sevket comenzaron a hablar en susurros pero enseguida ella le chistó inquieta para que se callara. Al mismo tiempo oí un ruido en el atrio, por la parte del pozo, pero no hubo nada más. Luego le presté atención a una gaviota que se había posado en el tejado pero también ella, como todo lo demás, acabó por fundirse con el silencio. Después oí un profundo gemido que provenía de más allá de la antesala y comprendí de qué se trataba: Hayriye lloraba en sueños. Los gemidos se convirtieron en toses, la tos se interrumpió tras un último estallido y comenzó de nuevo ese espantoso e interminable silencio. Poco después me quedé helado imaginando que alguien andaba paseando por la habitación donde yacía el cadáver de mi Tío.
A lo largo de todos aquellos silencios estuve observando las pinturas que tenía delante de mí, imaginando cómo el apasionado Aceituna, Mariposa, de bellos ojos, y el difunto iluminador les aplicaban los colores. Tal y como le ocurría a mi Tío me apetecía dirigirme una a una a las ilustraciones y llamarlas «¡Diablo!», «¡Muerte!» pero cierto temor me lo impedía. De hecho, aquellas ilustraciones ya me habían enfurecido bastante porque no había podido escribir una historia que les conviniera a pesar de la insistencia de mi Tío. Como en mi mente se iba clavando la idea de que era una realidad irrefutable que la muerte de mi Tío tenía que ver con ellas sentía miedo e impaciencia. Ya había mirado todo lo que podía mirar aquellas ilustraciones mientras escuchaba las historias de mi Tío sólo para poder estar cerca de Seküre. Ahora que Seküre era mi mujer, ¿para qué iba a prestarles más atención? «Porque Seküre no sale de la cama para venir a ti ni siquiera después de que se duerman los niños», me contestó una despiadada voz interior. Esperé largo rato observando las ilustraciones a la luz de la vela por si mi hermosa de ojos negros venía a mí.
Cuando los gritos de Hayriye me despertaron ya por la mañana, agarré el candelabro y lo lancé hacia la antesala. De repente pensé que Hasan y los hombres que hubiera podido reunir asaltaban la casa y se me pasó por la cabeza ocultar las ilustraciones. Pero, sin que pasara mucho, comprendí que Hayriye gritaba por orden de Seküre para anunciar a los niños y a los vecinos la muerte de mi señor Tío.
Cuando me encontré con Seküre en la antesala nos abrazamos con fuerza, los niños, que habían saltado de la cama con los gritos de Hayriye, vacilaban.
– Vuestro abuelo ha muerto -les dijo Seküre-, Ni se os ocurra entrar en ese cuarto.
Se apartó de mis brazos, fue junto a su padre y comenzó a llorar.
Yo metí a los niños en la habitación de donde habían salido.
– Cambiaos de ropa u os vais a enfriar -les dije sentándome a un lado de la cama.
– Mi abuelo no ha muerto al amanecer, sino esta noche -dijo Sevket.
Sobre la almohada uno de los hermosos y largos cabellos de Seküre dibujaba una letra que me decía «wáw». El calor de Seküre seguía dentro del edredón. Ahora oíamos sus lloros y sus gritos junto con los de Hayriye. El hecho de que pudiera chillar como si su padre acabara de morir de forma inesperada me parecía algo tan sorprendente y tan falso, que noté en mi corazón que no conocía en absoluto a mi Seküre, que estaba poseída por un espíritu que me resultaba totalmente extraño.
– Tengo miedo -dijo Orhan con una mirada que parecía pedir permiso para llorar.
– No tengáis miedo -les dije-. Vuestra madre llora para que los vecinos se enteren de que vuestro abuelo ha muerto y vengan.
– ¿Y qué si vienen? -preguntó Sevket.
– Si vienen, no sólo nosotros estaremos tristes y lloraremos, sino ellos también. Y así se repartirá nuestra pena y se hará más llevadera.
– ¿Has matado tú al abuelo? -gritó Sevket.
– ¡Como le des un disgusto a tu madre no te querré nada de nada! -le respondí gritando yo también.
Nos gritábamos no como huérfano y padrastro, sino como dos personas que se hablaran desde las orillas opuestas de un arroyo atronador. Mientras tanto, Seküre, para que los chillidos se oyeran mejor en el barrio, había subido hasta la antesala e intentaba abrir los postigos forzando las tablas.
Notando que no podría permanecer como mero testigo de los acontecimientos, salí de la habitación. La ayudé a empujar la ventana de la antesala y entre ambos luchamos con las tablas. El postigo se abrió con un último empujón y cayó al patio. El sol y el frío golpearon nuestras caras y por un momento nos quedamos desconcertados. Seküre comenzó a llorar a moco tendido gritando como si quisiera despertar al mundo entero.
La muerte de mi señor Tío, anunciada a gritos por todo el barrio, se convirtió ante mis ojos en un dolor mucho más trágico y penetrante de lo que había sentido hasta entonces. El llanto de mi mujer, fuera auténtico o falso, me afectaba a mí también. Y, de una forma totalmente inesperada, comencé a llorar. No sé si realmente lloraba de pena o si sólo aparentaba llorar porque me daba miedo que me consideraran responsable de la muerte de mi Tío.
– ¡Se ha ido, se ha ido, se ha ido! ¡Ay, mi pobre padre! ¡Se ha ido, se ha idooo! -gritaba Seküre.
Mis voces y mis palabras eran del mismo estilo, pero lo cierto es que no me daba verdadera cuenta de lo que decía. Me veía con los ojos de los habitantes del barrio, que en ese momento clavaban su mirada en nosotros desde sus casas, desde las puertas entreabiertas y desde los huecos de los postigos y creía que estaba haciendo lo correcto. Llorando me purificaba de mis dudas sobre si mi dolor y mis lágrimas eran auténticos o no, de mis recelos de si sería acusado de asesinato, incluso del miedo que sentía por Hasan y sus hombres.
Seküre era mía y parecía que lo celebrara con gritos y lágrimas. Atraje hacia mí a mi esposa, que seguía chillando, y, sin que me importara que los niños se nos estuvieran acercando con lágrimas en los ojos, la besé con amor en la mejilla. A pesar de estar llorando noté que era suave y templada como su cama y que olía a almendras como en nuestra infancia.
Luego, con los niños, fuimos todos juntos junto al cadáver. Yo empecé a decir «No hay más Dios que Dios» como si mi Tío estuviera agonizante en lugar de ser un cadáver de dos días que ya apestaba bastante y pudiera repetirlo antes de morir y fuera al Paraíso siendo aquéllas sus últimas palabras. Luego hicimos como si mi Tío lo hubiera repetido realmente y sonreímos por un instante mirando su rostro prácticamente deshecho y su cabeza machacada. Al mismo tiempo elevé las manos al cielo y recité la azora «Ya Sin» y todos se callaron para escucharme. Con un trozo limpio de gasa que había traído Seküre, atamos bien y con cuidado la boca abierta de mi Tío, cerramos de nuevo cariñosamente sus ojos destrozados, giramos ligeramente el cuerpo acostándolo sobre su costado derecho y le volvimos el inexistente rostro hacia la alquibla. Seküre extendió sobre el cuerpo de su padre una sábana limpia.
Me agradaron la atención de médicos con que los niños contemplaban todo aquello y el silencio que siguió a los llantos. Por fin me sentía como alguien que tiene de veras una mujer, hijos, un hogar, una casa y aquél era un pensamiento mucho más sólido que todos los miedos a la muerte.
Recogí las ilustraciones, las coloqué una a una en su cartapacio, me puse mi grueso caftán y salí de la casa a la cartera llevándomelas conmigo. Fui directamente a la mezquita del barrio sin prestar atención a una abuela del vecindario que se dirigía entusiasmada a nuestra casa atraída por los gritos y por el placer de compartir el dolor acompañada por su mocoso nieto, a quien se le notaba en todo lo mucho que le agradaba aqueja diversión.
La minúscula madriguera de ratas a la que el imán llamaba «casa», como ocurre en la mayoría de las ostentosas mezquitas de reciente construcción, era un lugar tan pequeño como para provocar vergüenza ajena situado junto a las enormes cúpulas y al amplio y fastuoso patio. Y el imán, tal y como había podido observar que se hacía frecuentemente, había extendido los límites de su casa desde esa madriguera de ratas hasta incluir la mezquita entera y no le importaba que su mujer tendiera su pálida y descolorida colada entre dos castaños que había en un extremo del patio. Después de deshacerme de los ataques de dos perros desvergonzados, que al parecer se sentían tan propietarios del patio como la familia del señor Imán, y de los hijos del imán, que los perseguían con palos, pude retirarme con él a un rincón.
Después de todo el asunto del divorcio y de la boda del día anterior, seguramente le habría molestado que no le permitiéramos celebrarla, pude ver en su rostro una mirada de «¡Y qué es lo que quieres ahora!».
– El señor Tío ha muerto esta mañana.
– Que Dios se apiade de él y lo acoja en el Paraíso -dijo bondadosamente. ¿Por qué había añadido estúpidamente lo de «esta mañana», algo que podría hacer que sospecharan de mí? Le puse en la mano una de aquellas monedas de oro de las que le había entregado el día anterior. Le dije que antes de la llamada a la oración anunciara la defunción y que su hermano la pregonara inmediatamente por todo el barrio.
– Mi hermano tiene un amigo medio ciego, entre los tres lavamos muy bien los muertos -me dijo.
¿Qué podía haber más adecuado para la ocasión que el hecho de que lavaran a mi señor Tío un medio ciego y un medio imbécil? Le dije que el funeral se realizaría a mediodía y que vendría mucha gente de palacio, de los talleres, de las medersas y de sitios muy importantes. No añadí nada para explicarle que la cara y la cabeza del señor Tío estaban destrozadas. Desde hacía bastante había decidido que aquel asunto sólo podría resolverlo en las más altas instancias.
En primer lugar, debía avisar de la muerte al Tesorero Imperial porque Nuestro Sultán le había ordenado que controlara los gastos del libro que le había encargado a mi Tío. Para poder entrar a Palacio con tal fin fui a ver a un tapicero que trabajaba desde que yo era niño en el taller de los sastres que hay frente a la puerta de la Fuente Fría y que era pariente mío por parte de mi difunto padre y le besé la mano llena de manchas. Implorándole, le expliqué que tenía que ver al Tesorero. Después de hacerme esperar entre aprendices con la cabeza afeitada que se doblaban en dos sobre telas de seda multicolores que tenían en el regazo para coser cortinas, me dijo que siguiera al ayudante del sastre mayor que, por lo que pude entender, iba a Palacio por una cuestión de medidas y cuentas. Como salimos a la plaza de los Desfiles por la puerta de la Fuente Fría, conseguí librarme por el momento de pasar inútilmente por delante del edificio del taller de pintura, frente a Santa Sofía, y de tener que anunciar el asesinato al resto de los ilustradores.
La plaza de los Desfiles me pareció, como siempre, tan bulliciosa como desierta. No había nadie ni en la puerta de la Intendencia de Documentos, donde se formaban largas colas de peticionarios los días en que se reunía el consejo, ni por los alrededores de los graneros. No obstante, me daba la impresión de oír un rumor continuo procedente de los talleres de carpintería, los hornos, las enfermerías, las cuadras, de los mozos y los caballos que había ante la segunda puerta, cuyas torres coronadas por chapiteles observaba con admiración, y de entre los cipreses. Atribuí aquella inquietud al miedo de que poco después cruzaría por primera vez en mi vida la segunda puerta, la Puerta del Saludo.
Ya en la puerta ni pude prestar atención al rincón en el que dicen que siempre esperan listos los verdugos ni pude ocultarle mi nerviosismo a los porteros que le echaban un vistazo a las piezas de tela para tapizar que llevaba para que pensaran que estaba ayudando a mi guía el sastre.
En cuanto entramos a la plaza del Consejo todo lo envolvió un profundo silencio. Podía sentir incluso en las venas de mi frente y de mi cuello que mi corazón latía a toda velocidad. Aquel lugar, cuya descripción y cuyos detalles tanto había escuchado a mi Tío y a aquellos que podían entrar en Palacio, se desplegaba ahora ante mí como un jardín del Edén, multicolor y hermosísimo. Pero en lugar de sentir la felicidad de alguien que ha conseguido acceder al Paraíso, notaba miedo y una piadosa reverencia, sentía que sólo era un simple siervo de Nuestro Sultán quien, ahora lo comprendía perfectamente, era el fundamento del Mundo. Mientras observaba admirado los pavos reales que paseaban entre la vegetación, las tazas de oro atadas con cadenas a rumorosas fuentes y a los funcionarios de Palacio vestidos con ropas de seda, que caminaban silenciosamente como si no rozaran el suelo, sentí en mi corazón el entusiasmo de poder servir a mi Soberano. Acabaría el libro secreto de Nuestro Sultán, cuyas ilustraciones a medio terminar llevaba bajo el brazo, seguro. Caminaba siguiendo al sastre sin saber muy bien lo que hacía y con la mirada clavada en la Torre del Consejo, que, vista de cerca, despertaba más miedo que admiración.
Acompañados por uno de los pajes de la Puerta, pasamos temerosos y sin producir el menor sonido, como en un sueño, ante la Sala del Consejo y el edificio del Tesoro. Tenía la sensación de conocer todo aquello, de haberlo visto antes.
Entramos por una amplia puerta al lugar conocido como Antigua Sala del Consejo. Allí, bajo una enorme cúpula, vi a maestros esperando con telas, piezas de cuero, vainas de espada de plata y baúles de madreperla. Comprendí de inmediato que eran miembros de los talleres de artesanos de Nuestro Sultán: maestros maceros, zapateros, plateros y sederos, talladores de marfil y fabricantes de instrumentos llevando laúdes. Todos esperaban con peticiones a la puerta de la oficina del Tesorero Imperial para los asuntos diarios de cuentas o materiales o para conseguir permiso para entrar en la zona privada de Palacio para tomar medidas. Me alegró no ver ningún ilustrador entre los que esperaban.
Nos apartamos a un lado y comenzamos a esperar. De vez en cuando se oía que el secretario del Tesoro levantaba la voz pidiendo que le repitieran algo sospechando algún error en las cuentas, y luego oíamos la respetuosa respuesta que le daba cualquier maestro cerrajero, por ejemplo. Las voces en raras ocasiones se elevaban más allá de los susurros y se oía con más fuerza el aleteo de las palomas que volaban en el patio resonando en el interior de la cúpula que las peticiones de dinero y materiales de nosotros los artesanos.
Cuando me llegó el turno y entré en la pequeña sala abovedada del Tesorero Imperial, allí sólo vi un secretario. Le dije que se trataba de un asunto importante que debía discutir de inmediato con el Tesorero, de un libro que Nuestro Sultán había encargado y al que le daba la mayor importancia pero que, por desgracia, se había quedado a medias. Aquel engreído secretario intuyó algo, levantó la vista y yo le mostré las ilustraciones del libro de mi Tío. Al ver que le confundían lo extraño de las pinturas y su insólita fascinación, le mencioné el nombre, el sobrenombre y el oficio de mi Tío y añadí que había muerto a causa de aquellas ilustraciones. Hablaba a toda velocidad porque sabía perfectamente que si regresaba de Palacio sin llegar hasta Nuestro Sultán, dirían que había sido yo quien había dejado a mi Tío en tan terrible estado.
En cuanto el secretario salió para dar aviso al Tesorero Imperial, me recorrió la espalda un sudor frío. ¿Saldría de la zona privada de Palacio para verme el Tesorero Imperial, quien, según sabía por mi Tío, nunca se apartaba de Nuestro Sultán, que a veces le extendía la alfombra para la oración y que incluso en ocasiones compartía sus secretos? Ya encontraba bastante increíble que hubieran enviado un mensajero a los apartamentos privados, el corazón de Palacio. ¿Dónde estaría Su Majestad el Sultán? ¿Habría bajado a alguno de los palacetes de la costa, estaría en el Harén, estaría el Tesorero Imperial con él?
Mucho después me pidieron que pasara; he de confesar que me pilló tan de sorpresa que ni siquiera se me ocurrió tener miedo. Pero me preocupé al ver la expresión de respeto y asombro que tenía el maestro sedero que esperaba ante la puerta de la habitación. Al entrar sentí temor por un instante y creí que no sería capaz de pronunciar una palabra. Llevaba el tocado con hilos de oro que sólo podían llevar los visires y él; era el Tesorero Imperial. Había colocado en un atril las ilustraciones que yo le había entregado al secretario y las estaba observando. Tuve miedo, como si yo mismo las hubiera hecho. Le besé los bordes del caftán.
– Hijo mío -me dijo-. ¿Lo he oído bien? ¿Ha fallecido tu Tío?
Por un momento no pude contestarle, no sé si por los nervios o por el sentimiento de culpabilidad, así que me limité a asentir con la cabeza. En ese momento ocurrió algo totalmente inesperado: una lágrima se desprendió de mi ojo y descendió lentamente por mi mejilla ante la mirada comprensiva y sorprendida del Tesorero Imperial. Estar en Palacio, que el Tesorero Imperial hubiera abandonado al Sultán y se hubiera dignado a hablar conmigo, el mero hecho de poder estar tan cerca de Nuestro Sultán, me habían provocado un extraño efecto; no sé. Más lágrimas se desprendieron de mis ojos, ahora se derramaban como la lluvia y ni siquiera sentía vergüenza.
– Llora cuanto quieras, hijo mío -me dijo el Tesorero Imperial.
Lloré a moco tendido. Creía que a lo largo de aquellos doce años había crecido, que había madurado. Pero cuando uno se encuentra tan cerca de su Sultán, del corazón del Estado, comprende de inmediato que sólo es un niño. No me importaba que los plateros y los sederos de fuera oyeran mis sollozos: me había dado cuenta de que le contaría todo al Tesorero Imperial.
Así pues, se lo conté tal y como me salía del corazón. Me tranquilizaba ver que ante la mirada del Tesorero Imperial cobraban vida de nuevo mi matrimonio con Seküre, las dificultades del libro de mi Tío, los secretos de las ilustraciones que teníamos ante nosotros, las amenazas de Hasan, el cadáver de mi Tío. Se lo contaba todo porque sentía con todo mí ser que sólo podría librarme de la trampa en la que había caído si me entregaba a la infinita justicia y a la compasión de Nuestro Sultán, Refugio del Universo. ¿Podría comprenderme y comunicar mi historia a Nuestro Sultán, el Fundamento del Mundo, sin entregarme a los torturadores o a los verdugos?
– Que la muerte del señor Tío sea anunciada de inmediato en el taller -dijo el Tesorero Imperial-. Que todos los ilustradores acudan al funeral.
Me miró a la cara por si yo tenía algo que objetar. Aquel interés me dio tanta confianza que fui capaz de expresar mis sospechas sobre quién y por qué podría haber asesinado a mi Tío y al iluminador Maese Donoso. Dejé entrever que podían haber sido los hombres del predicador de Erzurum o los que atacaban monasterios de derviches sólo porque se tocaban instrumentos musicales o porque se danzaba. Al ver que el Tesorero me miraba suspicaz, quise compartir con él mis otras sospechas: le indiqué que la llamada de mi Tío para pintar e ilustrar el libro había dado lugar a una competencia y a unas envidias inevitables entre los maestros del taller de ilustradores tanto por el aspecto económico como por el honor que suponía. Le dije además que lo secreto del trabajo podía haber hecho que se activaran todos aquellos odios, inquinas e intrigas. Pero me daba cuenta, como vosotros también os la estaréis dando, de que mientras decía todo aquello el Tesorero Imperial sospechaba asimismo de mí hasta cierto punto. Dios mío, que todo se aclare, no te pido otra cosa.
Se produjo un silencio. El Tesorero Imperial apartó su mirada de mí, como si se avergonzara por mí de mis palabras y mi destino, y la clavó en las pinturas del atril.
– Aquí hay nueve -dijo-. Pero el acuerdo con tu Tío había sido de un libro con diez ilustraciones. Se llevó de aquí más pan de oro del que se ha usado en estas pinturas.
– El impío asesino debió de llevarse de la casa vacía la última ilustración, que tenía abundantes dorados -le respondí.
– Nunca hemos sabido quién era el calígrafo.
– Mi difunto Tío aún no había acabado el texto del libro. Esperaba que yo le ayudara a terminarlo.
– Hijo mío, me has dicho que acabas de regresar a Estambul.
– Llegué hace una semana, tres días después de que mataran a Maese Donoso.
– Y tu señor Tío lleva un año ilustrando un libro que todavía no se ha comenzado a escribir.
– Sí.
– ¿Te explicó de qué hablaría el libro?
– Lo que Nuestro Sultán le dijo que quería era lo siguiente: un libro que en el milenario de la Hégira de Nuestro Profeta, cuando el calendario musulmán marcara los mil años, mostrara al Dux de Venecia la fuerza y la riqueza de la Casa de Osman, espada y orgullo del Islam, y que grabara el temor en su corazón. En este libro se hablaría, con sus correspondientes ilustraciones, de lo más valioso y lo más esencial de nuestro mundo y además habría en el corazón del libro una imagen de Nuestro Sultán como las de los tratados de fisonomía. Como se haría uso de las técnicas de los francos, el libro despertaría la admiración del Dux de Venecia y sus deseos de que fuéramos aliados.
– Todo eso ya lo sé. Pero ¿lo más valioso y esencial de la Casa de Osman son estos perros y árboles? -dijo señalando las ilustraciones.
– Mi difunto Tío decía que el libro no mostraría la riqueza en sí de Nuestro Sultán, sino su fuerza moral y su secreta tristeza.
– ¿Y la imagen de Nuestro Sultán?
– No la he visto, debe de estar donde la haya ocultado el impío asesino, quién sabe, quizá en su casa.
Ahora mi difunto Tío se había convertido en alguien que había sido incapaz de preparar el libro que había prometido a cambio del oro que había recibido y que en su lugar había mandado hacer unas extrañas ilustraciones que, a ojos del Tesorero Imperial, no tenían el menor valor. ¿Me veía el Tesorero Imperial como a alguien capaz de matar a aquel inepto indigno de confianza para casarme con su hija o por cualquier otro motivo como, por ejemplo, para vender las hojas de pan de oro? Como pude notar por su mirada que estaba a punto de cerrar mi caso, me dirigí a él nervioso con un último esfuerzo y le expliqué que mi Tío me había dicho que el asesino del pobre Maese Donoso debía de ser alguno de los maestros ilustradores a quienes había dado trabajo. Le conté cómo sospechaba mi Tío de Aceituna, de Cigüeña y de Mariposa, pero no insistí demasiado. Ni tenía demasiadas pruebas ni me sobraba la confianza en mí mismo. Podía percibir que ahora el Tesorero Imperial me veía como un miserable calumniador y un estúpido cotilla.
Por eso me alegró que el Tesorero Imperial me dijera que debíamos ocultar a los miembros del taller de ilustradores que mi Tío no había muerto de muerte natural, considerándolo la primera señal de que se había iniciado entre nosotros una cierta cooperación. El Tesorero se quedó con las ilustraciones y cuando salí por la Puerta del Saludo, la misma que poco antes había cruzado tan nervioso como si entrara en el Paraíso, bajo la atenta mirada de los porteros, me sentí tan aliviado como quien regresa a casa después de años de ausencia.