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Ya sabéis cómo son esos viejos cascarrabias que han envejecido entregando su vida generosamente a un arte. Riñen a todo el mundo. Habitualmente son altos, huesudos y delgados. Les gustaría que el breve plazo que les queda de vida fuera una repetición del largo periodo que han dejado atrás. Enseguida se sulfuran y se enfurecen, protestan por cualquier cosa. Cogen las riendas de todo desesperando a cualquiera. No les gusta nadie ni nada. Yo soy uno de ellos.
Cuando sólo era un aprendiz de dieciséis años, también era así el maestro de maestros Nurullah Selim Çelebi, con quien tenía el placer de pintar sentados rodilla contra rodilla en el mismo taller, aunque no tenía tan mal genio como yo. También era así el último gran maestro Ali el Rubio, a quien enterramos hace treinta años, aunque no era tan alto y delgado como yo. Como sé que los dardos de las críticas que apuntaban a aquellos legendarios maestros que en tiempos dirigían los talleres ahora se clavan a menudo en mis espaldas, me gustaría que vosotros supierais que ciertos lugares comunes que se dicen sobre nosotros no tienen el menor fundamento.
1. No nos gusta nada nuevo porque no existe nada nuevo que realmente pueda gustar a nadie.
2. Tratamos a la mayor parte de los hombres como si fueran imbéciles porque son imbéciles, no porque seamos nerviosos en exceso, desdichados, ni porque tengamos ningún otro defecto. (No obstante, sería más elegante e inteligente por nuestra parte que nos comportáramos mejor con ellos.)
3. El hecho de que haya olvidado y confunda tantos nombres y rostros, excepto los de aquellos ilustradores que he querido y formado desde que eran aprendices, no se debe a que ya esté chocho, sino a que dichos nombres y rostros son tan descoloridos y opacos como para que no merezca la pena que me acuerde de ellos.
Durante el funeral del Tío, cuya alma Dios se llevó tan pronto a causa de sus estupideces, intenté olvidar los sufrimientos que tiempo atrás me había provocado el difunto cuando me obligó a imitar a los maestros francos. A la vuelta pensé lo siguiente: que ya no estaban muy lejos de mí la ceguera y la muerte, esos dones de Dios. Por supuesto, seré recordado mientras mis pinturas y los libros que he ilustrado os alegren la vista y abran las flores del gozo en vuestros corazones. Pero después de mi muerte quiero que se sepa esto: al final de mis días, en mi vejez, aún había muchas cosas que me hacían sonreír de felicidad. Por ejemplo:
1. Los niños. (Ellos resumen todas las normas del Universo.)
2. Los recuerdos agradables. (Los muchachos apuestos, las mujeres, pintar a gusto, la amistad.)
3. Encontrarme con maravillas de los antiguos maestros de Herat. (Algo imposible de explicar a quien no las conozca.)
Todo esto significa simplemente lo siguiente: el taller de ilustradores de Nuestro Sultán, que actualmente dirijo, ya no es capaz de producir maravillas como antaño. Veo que el trabajo va cada vez a peor, que todo acabará por agotarse y desvanecerse. Noto con amargura que a pesar de que hemos entregado amorosamente nuestra vida a este trabajo, en muy raras ocasiones hemos podido alcanzar la belleza de los antiguos maestros de Herat. Aceptar estas certezas con humildad hace que la vida resulte más fácil. De hecho, la humildad es una virtud tan poco apreciada en nuestro mundo precisamente porque facilita la vida.
Con esa misma humildad estoy corrigiendo una ilustración de un Libro de las festividades, donde se describe la ceremonia de circuncisión de nuestros príncipes, en la que se muestra cómo el gobernador de Egipto le está presentando sus regalos al niño recién circuncidado, una espada decorada con rubíes, esmeraldas y turquesas con un talabarte de terciopelo rojo delicadamente bordado en oro y un fogoso caballo árabe, brioso, gallardo y más rápido que el rayo, con una estrella en la frente y el pelo más brillante que la plata, con el bocado y las riendas de cadenilla de oro y los estribos de perlas y berilio y con la silla de terciopelo rojo bordada en oro y con rosetas de rubí. Voy dando pinceladas a izquierda y derecha en aquella pintura cuya composición hice yo aunque dejé que los aprendices pintaran el caballo, la espada, al príncipe y a los embajadores que observan la ceremonia. Puse morado en algunas hojas del plátano del Hipódromo. Añadí amarillo a los botones del embajador del jan de los tártaros. Mientras estaba extendiendo algo de dorado a las riendas del caballo, llamaron a la puerta. Me detuve.
Era un paje. El Tesorero Imperial me llamaba a Palacio. Los ojos me dolían agradablemente. Me metí la lente en el bolsillo del caftán y salí con el paje.
¡Qué agradable resulta caminar por la calle después de trabajar largo rato! El mundo parece tan nuevo y sorprendente como si Dios lo hubiera creado ayer mismo.
Vi un perro, tenía más sentido que cualquier pintura de un perro. Vi un caballo, mis maestros ilustradores los pintan con más sentido. En el Hipódromo vi un plátano; era el mismo plátano en cuya pintura había puesto morado en las hojas poco antes.
Llevo dos años pintando los desfiles que pasan por el Hipódromo y salir a caminar por allí da la impresión de que pasearas por lo que tú mismo has hecho. Doblamos por una calle, si estuviéramos en una pintura de los francos nos saldríamos de la composición y del encuadre, si estuviéramos en una pintura como las que hacían nuestros antiguos maestros de Herat llegaríamos al lugar donde Dios nos ve, si estuviéramos en una pintura china nunca saldríamos de ella porque las pinturas de los chinos se extienden hasta el infinito.
El paje no me llevaba a la antigua Sala del Consejo, donde solía reunirme con el Tesorero Imperial para hablar de los pagos pendientes, de los regalos, los libros o los huevos de avestruz decorados que los ilustradores estaban preparando para Nuestro Sultán, de la salud, el bienestar o la paz espiritual de los ilustradores, del suministro de pintura, pan de oro y otros materíales necesarios, de las habituales quejas y peticiones, de la tranquilidad, los deseos, la alegría y la voluntad de Nuestro Sultán, el Escudo del Mundo, de esto y de lo de más allá, de mis ojos, de mis lentes y de mis dolores de espalda, del miserable de su yerno o de su gato romano. En silencio entramos a los Jardines Privados. Entre árboles aún más silenciosos que nosotros bajamos cuidadosos como criminales en dirección al mar. Me acerco al Pabellón de la Costa, están allí, así que voy a ver a Mi Sultán, eso me estaba diciendo cuando nos apartamos del camino. Caminamos cuatro o cinco pasos por detrás de donde se guardaban los botes y entramos por la puerta abovedada de un edificio de piedra. Desde el horno de la guardia llegaba un aroma de pan. Entonces vi al Comandante de la Guardia vestido de rojo.
El Tesorero Imperial y el Comandante de la Guardia en la misma habitación. ¡Ángel y Diablo!
El Comandante de la Guardia, que ejecutaba, torturaba, interrogaba, daba palizas, sacaba ojos e infligía la tortura de la falaka para Nuestro Sultán en los jardines de Palacio, me sonreía dulcemente. Me daba la impresión de ser un compañero de cuarto con el que me hubiera visto obligado a compartir una minúscula habitación en cualquier posada y que se dispusiera a contarme alguna simpática anécdota.
Pero no fue el Comandante de la Guardia quien comenzó a hablar, sino el Tesorero Imperial.
– Hace un año Nuestro Señor me encargó la preparación de un libro que quería que se llevara en el máximo secreto para que formara parte de los regalos que iban a ofrecerse a una comisión de embajadores -dijo con un tono tímido-. Debido a dicho secreto, no encontró adecuado que lo escribiera el Cronista Imperial Lokman ni tampoco quiso mezclarte a ti, aunque es un gran admirador de tu talento. Estimaba que el Libro de las festividades que describe la circuncisión de los príncipes os tenía bastante ocupados.
En cuanto entré en la habitación me había imaginado aterrorizado que aquel miserable me habría calumniado, que habría impresionado al Soberano diciendo que esa pintura era blasfema o que aquella otra se burlaba de él y que estaría dispuesto a torturarme sin que le importara mi edad. Ahora las palabras del Tesorero Imperial, que trataba de ganarse mi corazón porque Nuestro Sultán le había encargado un libro a otro, me parecían más dulces que la miel. Escuché la historia de aquel libro, que ya me sabía de sobra, y no pude enterarme de nada nuevo. Yo además estaba al tanto de los rumores sobre Nusret, el predicador de Erzurum, y sobre las intrigas en los talleres.
Sólo por preguntar algo, y aunque ya conocía la respuesta, le pregunté quién preparaba el libro.
– El señor Tío, como ya sabes -me contestó el Tesorero Imperial, y, mirándome a los ojos, añadió-: ¿Sabías que no murió de muerte natural, sino que fue asesinado?
– No lo sabía -dije tan cándidamente como si fuera un niño, y guardé silencio.
– Nuestro Sultán está muy, pero que muy furioso -continuó el Tesorero.
Aquel imbécil al que llamaban el señor Tío era medio bobo. Los maestros ilustradores hablaban de él sonriendo y en tono burlón porque era más presuntuoso que sabio y porque se dejaba llevar más por sus caprichos que por su razón. De todas maneras, durante el funeral había sentido una extraña comezón. ¿Cómo lo habrían matado?
– El Tesorero Imperial me lo contó. Terrible. Señor, protégenos. ¿Quién habría sido?
– El Sultán nos ha dado una orden -continuó el Tesorero-. Al igual que el Libro de las festividades, quiere que este otro se termine cuanto antes…
– Hay una segunda orden -añadió el Comandante de la Guardia-. Quiere que se encuentre a ese asqueroso asesino, a ese demonio malintencionado, si es que forma parte de los ilustradores. Y le castigará de tal forma que sirva como ejemplo para todo el mundo para que a nadie se le ocurra siquiera volver a sabotear un libro de Nuestro Sultán o matar a uno de sus ilustradores.
Por un instante apareció en el rostro del Comandante de la Guardia una curiosa excitación, como si ya supiera el castigo que el Sultán le iba a imponer al criminal.
Me di cuenta de que Nuestro Sultán había encargado poco antes a aquella pareja esas misiones y que lo había hecho al mismo tiempo obligándolos a cooperar, algo que odiaban de tal manera que ni siquiera eran capaces de ocultarlo, y sentí un amor que iba más allá de la pura admiración por Nuestro Soberano. Un paje nos trajo café y nos sentamos.
El señor Tío tenía un sobrino al que había educado y que entendía de pintura y de libros: Negro. ¿Lo conocía yo? Guardé silencio. Poco tiempo atrás había regresado a Estambul a petición de su Tío desde la frontera con Persia, donde trabajaba para Serhat Bajá (el Comandante de la Guardia lanzó una mirada suspicaz), ya en Estambul había intimado bastante con su Tío y se había enterado de la historia del libro que éste estaba preparando. Decía que después del asesinato de Maese Donoso su Tío sospechaba de los maestros ilustradores que acudían a su casa a medianoche para ayudarlo con el libro. Había visto las ilustraciones que dichos maestros habían preparado: afirmaba que el asesino había robado una de ellas, la imagen del Sultán, precisamente en la que se había usado más dorado. Este joven había ocultado durante dos días la muerte de su Tío a Palacio, al Tesorero. Como en ese tiempo se había casado a toda prisa con la hija de su Tío, de una manera bastante poco acorde con el Libro Sagrado, y se había instalado en su casa, ambos sospechaban también de Negro.
– Si se registran los hogares y los lugares de trabajo de esos maestros ilustradores y la página perdida aparece en alguno de ellos, se sabrá enseguida que Negro tenía razón -dije-. Pero si siguen siendo mis hijos queridos, mis ilustradores de manos milagrosas, a quienes conozco desde que eran aprendices, ninguno de ellos sería capaz de hacer daño a nadie.
– Registraremos palmo a palmo, hasta el fondo, las casas, los lugares de trabajo, las tiendas, si es que las tienen, todo lo que pertenezca a Aceituna, a Cigüeña y a Mariposa -dijo el Comandante de la Guardia usando de manera burlona los sobrenombres que yo les había dado con tanto amor-. Y los de Negro… -luego adoptó una expresión de desesperación-. Gracias a Dios hemos conseguido permiso del señor Cadí para recurrir a la tortura en esta difícil situación. Ha dicho que la tortura es acorde a la ley teniendo en cuenta que ha sido asesinada una segunda persona relacionada de cerca con los ilustradores, lo cual hace que estén todos bajo sospecha, del aprendiz al maestro.
Medité en silencio: 1. Si decía que la tortura era acorde a la ley, era porque Nuestro Sultán no les había dado permiso personalmente. 2. Si el cadí consideraba que todos los ilustradores estaban bajo sospecha, y si tenemos en cuenta que yo, como jefe de los talleres, había sido incapaz de descubrir y entregar al culpable, eso significaba que se sospechaba de mí también. 3. Comprendía que me pedían mi aprobación, expresa o tácita, antes de torturar a los miembros del taller del cual era jefe, a mis queridos Mariposa, Aceituna, Cigüeña y a los demás, quienes, por otra parte, me habían estado traicionando en los últimos años.
– Como Nuestro Sultán quiere que se terminen como es debido no sólo el Libro de las festividades sino también este otro que ahora sabemos que aún está a medias -dijo el Tesorero Imperial-, nos preocupa que la tortura pueda afectar a las manos, a los ojos o al talento de los maestros -se volvió hacia mí-. ¿Es así?
– Se produjo una situación similar hace relativamente poco -dijo con rudeza el Comandante de la Guardia-. Uno de los orfebres y joyeros que se encargan de las reparaciones atendió a las tentaciones del Diablo, se encaprichó como un niño de una taza de café con el asa de rubí de Necmiye Sultán, la hermana de Nuestro Soberano, y la robó. Como el hurto, que sumió en la tristeza a la hermana del Sultán, a quien le gustaba mucho la taza, se produjo en el palacio de Üsküdar, Nuestro Señor me encargó del asunto. Me di cuenta de que tanto Nuestro Sultán como Necmiye Sultán estaban sumamente preocupados por el talento, los ojos y los dedos de los maestros joyeros y orfebres. De inmediato ordené que desnudaran a los maestros joyeros y que los arrojaran entre los hielos y las ranas del congelado estanque de Palacio. De vez en cuando los sacaba y los azotaba con violencia pero teniendo cuidado de que no se les tocaran la cara ni las manos. Poco después el joyero que había sucumbido a la tentación confesó su culpa y aceptó su castigo. Pero ni los ojos ni los dedos de los demás maestros joyeros, a pesar del agua helada, del frío y de los azotes, sufrieron el menor daño porque tenían el corazón puro. Incluso el sultán me dijo que su hermana estaba muy contenta y que los joyeros trabajaban con más alegría ahora que se había arrancado la mala hierba de entre ellos.
Estaba seguro de que el Comandante de la Guardia se portaría con mayor dureza con mis maestros ilustradores que con los joyeros. Por mucho respeto que sintiera por el entusiasmo de Nuestro Sultán por los libros, pensaba que el único arte respetable era la caligrafía y, como muchos otros, despreciaba la ilustración y la pintura en general como algo que se movía en las fronteras de la herejía, como algo innecesario que debía ser castigado, incluso como algo digno de mujeres.
– Mientras usted sigue al mando, todavía en plenitud de sus fuerzas, sus queridos ilustradores ya han empezado a enredar para ver quién será gran ilustrador después de su muerte -dijo para provocarme.
¿Había un nuevo rumor, un nuevo enredo que desconocía? Me contuve y guardé silencio. El Tesorero Imperial se daba cuenta de sobra de la furia que sentía hacia él por haberle encargado el libro a mis espaldas a aquel difunto medio imbécil y hacia mis compañeros ilustradores, unos desagradecidos que se habían prestado a pintar en secreto para aquel libro con el objeto de conseguir su favor y cuatro o cinco ásperos de más.
En cierto momento me descubrí imaginándome qué tipo de torturas se les podría infligir a mis ilustradores. En las torturas de un interrogatorio no arrancan la piel porque eso no tiene vuelta atrás, ni empalan, como se hace con los rebeldes, porque eso es más bien una manera de matar para dar ejemplo; tampoco era posible que a los ilustradores les rompieran en pedazos brazos, piernas y dedos. Por lo que había podido entender por los tuertos que había comenzado a ver menudear por las calles de Estambul, eso era algo que se hacía mucho en los últimos tiempos, pero, por supuesto, tampoco era lo más adecuado para maestros ilustradores. Así pues comencé a imaginarme a mis queridos ilustradores tiritando entre los nenúfares en un estanque frío como el hielo en algún recóndito rincón de los Jardines Privados mirándose unos a otros con odio y de repente me apeteció echarme a reír. Pero se me encogió el corazón al imaginar cómo aullaría Aceituna cuando le marcaran las carnes con un hierro al rojo y cómo empalidecería la piel de mi querido Mariposa encadenado en una mazmorra. Ni siquiera fui capaz de pensar que le dieran bastinado como a un vulgar aprendiz de ladrón a mi querido Mariposa, cuyo talento y amor por la pintura hacían que a veces se me saltaran las lágrimas, y me quedé petrificado.
Por un momento mi anciana mente se calló hechizada por el profundo silencio que había en su interior. En tiempos pintábamos juntos con amor olvidados de todo.
– Son los mejores maestros ilustradores de Nuestro Sultán -les dije-No se ensañen con ellos.
El Tesorero Imperial se levantó complacido de su asiento, cogió una pila de papeles de un atril que había en el otro extremo de la habitación, los puso ante mí y, como si la habitación estuviera a oscuras, colocó a mi lado dos grandes candelabros con velas gruesas cuyas llamas ondeaban. Eran las famosas ilustraciones.
¿Cómo podría explicaros lo que vi mientras pasaba mis lentes sobre ellas? Me apetecía reírme, pero no porque fueran cómicas. Me sentía furioso, pero no porque fueran algo que hubiera que tomar en serio. Era como si el señor Tío les hubiera dicho a mis maestros ilustradores que pintaran no como si fueran ellos, sino como si fuesen otros. Como si les hubiera forzado a recordar cosas que nunca hubieran poseído, a que soñaran un futuro que nunca hubieran querido vivir. Y lo más increíble era que se estaban matando por aquellas ridiculeces.
– ¿Podría decirnos observando estas ilustraciones cuáles pertenecen al pincel de qué ilustrador? -me preguntó el Tesorero Imperial.
– Sí -le repuse furioso-. ¿Dónde han encontrado estas pinturas?
– Las trajo el propio Negro y me las entregó. Intenta limpiar su nombre y el de su difunto Tío.
– Tortúrenlo cuando lo interroguen -le dije-. Veamos qué otros secretos ocultaba su difunto Tío.
– Hemos enviado un hombre para que lo traiga -dijo entusiasmado el Comandante de la Guardia-. Registraremos la casa entera del recién casado a sus espaldas.
Luego en los rostros de ambos apareció una extraña luz, un rayo de miedo y admiración, y se pusieron en pie de un salto.
Sin necesidad de darme la vuelta comprendí que había entrado Su Majestad Nuestro Sultán, Escudo del Mundo.