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Hatsumono no era la única furiosa conmigo a la mañana siguiente, porque Mamita prohibió a todas las criadas que me dieran pescado seco durante seis semanas, como castigo por haber dejado entrar en la okiya al novio de Hatsumono. Si les hubiera quitado la comida de la boca, las criadas no habrían estado más enfadadas conmigo; y Calabaza se echó a llorar cuando se enteró de la orden de Mamita. Pero, a decir verdad, no me importó tanto como cabría imaginar que todo el mundo me fulminara con la mirada ni que se añadiera a mis deudas el coste de un broche que nunca había visto, ni siquiera tocado. Todo ello sólo fortalecía mi determinación a escapar.
No creo que Mamita creyera realmente que yo había robado el broche, aunque, sin duda, estuvo encantada de comprar uno nuevo a mi costa, si eso iba a poner contenta a Hatsumono. Pero de lo que no le cabía ninguna duda es que había salido de la okiya sin permiso, porque Yoko se lo confirmó. Casi me sentí desfallecer cuando me enteré de que Mamita había ordenado que cerrara el portal con llave para impedirme salir. ¿Cómo me iba a escapar de la okiya ahora? Sólo la Tía tenía una llave, y la llevaba colgada al cuello incluso cuando dormía. Además, como medida de seguridad especial, me quitaron la tarea de hacer guardia en la puerta y se la dieron a Calabaza, que tenía que despertar a la Tía para que abriera la puerta cuando regresaba Hatsumono.
Acostada en el futón, por la noche, no paraba de maquinar mi escapada; pero ya estábamos a lunes, la víspera del día que Satsu y yo habíamos decidido huir, y yo todavía no tenía un plan. Estaba tan abatida que no tenía fuerzas para realizar mis tareas, y las criadas me reprendían.
Pasó bastante tiempo hasta que la Abuela estuvo definitivamente acomodada en su dormitorio. Para entonces, las criadas roncaban profundamente. Fingí que me daba la vuelta dormida, para observar a Calabaza, que estaba arrodillada en el suelo a unos pasos de nosotras. No le veía la cara, pero me dio la impresión de que se estaba adormilando. En principio tenía planeado esperar a que se quedara dormida, pero ya había perdido la noción del tiempo; y además Hatsumono podría regresar en cualquier momento. Me senté lo más silenciosamente que pude, pensando en que si alguien se daba cuenta de que me había levantado me limitaría a ir al retrete y volvería. Pero nadie se despertó. En el suelo, a mi lado, estaba el vestido que había de ponerme por la mañana. Lo cogí y me dirigí directamente a la escalera.
Escuché un momento a la puerta del cuarto de Mamita. No solía roncar, así que el silencio no era indicador de nada, salvo de que no estaba hablando por teléfono ni haciendo cualquier otro ruido. De hecho, su habitación no estaba totalmente en silencio, porque su perrito, Taku, jadeaba entre sueños. Cuanto más atentamente escuchaba, más me parecía que el jadeo sonaba como si alguien estuviera llamándome: «¡Chi-yo! ¡Chi-yo!». No estaba dispuesta a salir de la okiya, hasta no haber comprobado que Mamita dormía, así que decidí abrir la puerta corredera y echar un vistazo. Si estaba despierta, le diría que creía que me había llamado. Como la Abuela, Mamita dormía con la lamparilla encendida, así que cuando abrí una rendija y miré, vi las agrietadas plantas de los pies fuera de las sábanas. Taku estaba echado entre sus pies, y su cuerpo subía y bajaba emitiendo aquel sonido jadeante que sonaba tan parecido a mi nombre.
Volví a cerrar la puerta y me cambié en el rellano de la escalera. Sólo me faltaban unos zapatos (y no se me había pasado por la cabeza la idea de escaparme sin zapatos, lo que debería dar ya una idea de cuánto había yo cambiado desde el verano). Si Calabaza no estuviera haciendo guardia, de rodillas en la entrada, me habría llevado un par de los de madera que se ponían para atravesar el pasillo de terrazo. En su lugar, tomé los que se utilizaban para ir al retrete del piso superior. Eran unas sandalias de muy baja calidad, no más de una tira de cuero para sujetar el pie. Para hacer las cosas aún más difíciles, me quedaban inmensos; pero no podía elegir.
Después de cerrar la trampilla sin hacer ruido, metí el camisón bajo el tanque de agua y me las apañé para retreparme y quedarme sentada a horcajadas sobre el tejado. No voy a decir que no estaba asustada; las voces de la gente abajo, en la calle, parecían muy lejanas. Pero no podía perder el tiempo asustándome, pues sentía que en cualquier momento iba a aparecer por la trampilla en mi busca una de las criadas o la Tía o Mamita. Con los zapatos en la mano para que no se me cayeran, empecé a avanzar lo más rápidamente que podía por el caballete del tejado, lo que resultó ser mucho más difícil de lo que me había imaginado. Las tejas eran tan gruesas que donde se superponían formaban casi un pequeño escalón, y al apoyarme en ellas para avanzar se chocaban una con otra. Todos los ruidos que hacía, resonaban en los tejados contiguos.
Me llevó varios minutos cruzar al otro lado de la okiya. El tejado del edificio pegado al nuestro era un poco más bajo. Salté y me paré un segundo buscando una forma de llegar a la calle; pero a pesar de la luna, la oscuridad era total. El tejado era demasiado alto y empinado para considerar siquiera la idea de arriesgarme a bajar deslizándome. No tenía ninguna seguridad de que el siguiente tejado fuera a ser mejor; y empecé a sentir cierto pánico. Pero seguí, de caballete en caballete, hasta que me encontré al final del bloque, sobre un patio abierto. Si lograba llegar hasta el canalón, podría rodearlo, deslizándome hasta caer en el techo de un cobertizo que me imaginé que sería un retrete. Desde allí, podía bajar fácilmente al patio.
No me entusiasmaba la idea de ir a caer en el medio de la casa de alguien. Estaba segura de que era una okiya; todas las casas del bloque lo eran. Lo más seguro es que alguien estuviera aguardando a que regresara la geisha, y me agarraría por los brazos si intentaba escapar. ¿Y qué pasaría si aquí también cerraban el portón, como en la nuestra? De haber tenido elección, jamás se me habría ocurrido tomar en consideración este camino. Pero me pareció que era la forma más segura de bajar de todas las que había visto.
Me senté en el caballete del tejado durante un buen rato con el oído alerta a cualquier ruido que viniera del patio. Pero lo único que se oían eran las risas y las conversaciones de la calle. No tenía ni idea de qué me iba a encontrar en el patio al bajar, pero decidí moverme antes de que alguien se percatara de mi ausencia. Si me hubiera podido imaginar el perjuicio que estaba a punto de causar a mi futuro, me hubiera dado la vuelta lo más rápido posible y me hubiera vuelto por donde había venido. Pero no sabía lo que me estaba jugando. Sólo era una niña que creía que se estaba embarcando en una gran aventura.
Levanté la pierna y la pasé al otro lado, de modo que un momento después estaba colgando de una vertiente del tejado, apenas sujeta al caballete. Observé con pánico que era mucho más inclinado de lo que creía. Intenté retroceder, pero no pude. Con las sandalias en la mano no podía agarrarme bien al caballete, sólo abrazarlo con las muñecas. Sabía que no tenía vuelta de hoja, pues nunca lograría volver a retreparme; pero tenía la fuerte sensación de que si me soltaba, me escurriría por el tejado y caería sin posibilidad de control alguna. Mis pensamientos se agolpaban, pero antes de decidir si me soltaba o no, el tejado me soltó a mí. Al principio me deslicé más despacio de lo que me había imaginado, lo que me dio cierta esperanza de que un poco más abajo, donde el tejado se curvaba hacia fuera para formar los aleros, conseguiría detenerme. Pero entonces levanté con el pie una teja, que resbaló con gran estrépito y se hizo añicos en el patio. Lo siguiente que supe fue que solté una de las sandalias, que también cayó. Oí un golpe amortiguado cuando llegó al suelo y luego un sonido mucho peor: unos pasos que se acercaban por la pasarela de madera hacia el patio.
Muchas veces había observado a las moscas posadas en la pared o en el techo, como si estuvieran en una superficie horizontal. No tenía idea de si podían hacerlo porque tenían una sustancia pegajosa en las patas o porque pesaban poco, pero no iba a tardar en descubrirlo, pues cuando oí que se acercaba alguien, decidí que iba a encontrar la manera de pegarme a aquel tejado como lo haría una mosca. De lo contrario, en unos segundos terminaría yo también espatarrada en el suelo del patio. Intenté meter los dedos de los pies entre las tejas, y luego los codos y las rodillas. Como último acto de desesperación hice la mayor de las locuras: dejé a un lado la sandalia que me quedaba e intenté detenerme apoyándome en las palmas de las manos. Debía de tener las manos empapadas de sudor, porque en cuanto las puse en el tejado, en lugar de detener mi caída, empecé a tomar velocidad. Oí el silbido de mi cuerpo deslizándose, y luego, de pronto, el tejado había desaparecido.
Durante un momento no oí nada; sólo un espantoso silencio vacío. Mientras caía por el aire tuve tiempo de imaginarme una escena con bastante claridad: me imaginé que una mujer llegaba al patio y bajaba la vista para observar la teja hecha añicos en el suelo, y luego la alzaba hacia el tejado, a tiempo para verme caer del cielo justo encima suyo; pero, claro, eso no fue lo que sucedió. Giré en el aire y caí de lado. Tuve el sentido de protegerme la cabeza con el brazo, pero aun así el golpe me dejó medio aturdida. No sé exactamente dónde estaba la mujer, ni siquiera si estaba en el patio en el momento de mi caída. Pero debió de verme caer del tejado, porque en medio de mi aturdimiento, desde el suelo, la oí decir:
– i Santo cielo! ¡Llueven niñas!
Lo que me habría gustado era ponerme en pie de un brinco y salir corriendo, pero no podía hacerlo. Todo un lado de mi cuerpo estaba sumergido en el dolor. Poco a poco me fui dando cuenta de que había dos mujeres arrodilladas a mi lado. Una de ellas no paraba de decirme algo, pero no pude distinguir qué. Hablaron entre ellas y luego me levantaron del suelo y me depositaron en la pasarela de madera. Sólo recuerdo un fragmento de su conversación.
– Le digo que ha caído del tejado, señora.
– Pero ¿por qué llevaba en la mano unas zapatillas de baño? ¿Te subiste ahí arriba para ir al baño, niña? ¿Me oyes? ¡Has hecho algo muy peligroso! ¡Podrías haberte hecho trizas al caer!
– No la oye, señora. Mírele los ojos.
– Claro que me oye. ¡Di algo, niña!
Pero yo no podía decir nada. Sólo podía pensar en que Satsu me estaría esperando frente al Teatro Minamiza, y yo no iba a aparecer.
Dejándome hecha un ovillo en el suelo, conmocionada, la criada se fue llamar a todas las puertas de la calle hasta que averiguó de dónde había salido yo. Estaba llorando sin lágrimas, agarrándome la mano, que me dolía horrorosamente, cuando de pronto me pusieron de pie y me cruzaron la cara de una bofetada.
– ¡Niña insensata! -oí decir a alguien-. La Tía estaba de pie frente a mí, encolerizada. Entonces me sacó a rastras de aquella okiya y me condujo calle arriba. Cuando llegamos a nuestra okiya, me arrimó al portón de madera y volvió a cruzarme la cara.
– ¿Sabes lo que has hecho? -me dijo, pero yo no podía contestarle-. ¿En qué estarías pensando? Te has buscado la ruina… ¡Niña estúpida!
Nunca me había imaginado que la Tía pudiera enfadarse tanto. Me arrastró al patio y me echó boca abajo en la pasarela. Entonces empecé a llorar de verdad, pues sabía lo que me esperaba. Pero esta vez, en lugar de pegarme sin ganas, como lo había hecho en otras ocasiones, la Tía me echó primero un cubo de agua para empaparme el vestido y que la vara me lastimara más, y luego golpeó con tal fuerza que me dejó sin respiración. Cuando acabó de pegarme, tiró la vara al suelo y me puso boca arriba.
– Ahora ya nunca llegarás a geisha -exclamó-. Te advertí que no cometieras este tipo de errores. Y ahora ni yo ni nadie podemos hacer nada para ayudarte.
Y ya no oí más de lo que decía debido a los gritos que venían del otro extremo de la pasarela. La Abuela estaba zurrando a Calabaza por no haberme vigilado como debía.
El resultado fue que me había roto el brazo al caer al patio. A la mañana siguiente vino un médico que me llevó a una clínica cercana. Ya había anochecido cuando regresé a la okiya con el brazo escayolado. Todavía me dolía mucho, pero Mamita me mandó llamar inmediatamente a su habitación. Me miró fijamente durante un largo rato, mientras acariciaba a Taku con una mano y sostenía la pipa en la boca con la otra.
– ¿Sabes cuánto he pagado por ti? -me preguntó finalmente.
– No, señora -contesté-. Pero seguro que va a decirme que pagó más de lo que valgo.
No diré que era ésta una forma educada de contestar. En realidad, pensé que Mamita me daría una bofetada por ello, pero ya nada me importaba. Me parecía que ya nada volvería a ser como antes. Mamita apretó los dientes y soltó una de esas extrañas risas suyas que parecían toses.
– Tienes razón -dijo-. Medio yen habría sido más de lo que vales. Me había parecido que eras una chica lista. Pero no eres lo bastante lista para saber lo que te conviene -volvió a dar unas bocanadas a su pipa y luego dijo-: Pagué por ti setenta y cinco yenes; eso es lo que pagué. Entonces vas y destrozas un kimono y robas un broche, y ahora te rompes un brazo, así que tendré que añadir a tus deudas los gastos en médico. Además de tus comidas y tus clases. Y esta misma mañana me dice la madame del Tatsuyo de Migyagawa-cho que tu hermana se ha escapado. Todavía no me había pagado lo que me debía por ella. Y ahora dice que no piensa pagármelo. Así que lo añadiré también a tus deudas. Pero ¿qué más da? Ya debes más de lo que podrás devolver nunca.
Así que Satsu había logrado escapar. Me había pasado el día preguntándomelo, y ahora tenía la respuesta. Quería alegrarme por ella, pero no podía.
– Supongo que podrías saldar la deuda tras diez o quince años de geisha -continuó-, si logras hacerte con cierto renombre. Pero ¿quién va a invertir ni un céntimo en una chica que se escapa?
No estaba segura de cómo contestar a esto, así que le dije a Mamita que lo sentía. Me había estado hablando bastante tranquila hasta ese momento, pero después de que yo me disculpara, dejó la pipa en la mesa y sacó la mandíbula de tal forma -de pura rabia, supongo- que me pareció un animal a punto de atacar.
– ¿Qué lo sientes, dices? Hice una tontería invirtiendo en ti. Probablemente eras la chica más cara de todo Gion. ¡ Si pudiera vender tus huesos para recuperar algo de lo que me debes, estate segura de que ya te los estaría sacando!
Tras esto me ordenó que saliera de la habitación y volvió a meterse la pipa en la boca.
Al salir me temblaba la boca, pero me contuve, pues en el rellano estaba Hatsumono. El Señor Bekku aguardaba para terminar de colocarle el obi, mientras la Tía le examinaba los ojos con un pañuelo en la mano.
– Está todo corrido -dijo la Tía-. No puedo hacer nada. Tendrás que terminar de llorar y volver a maquillarte.
Yo sabía exactamente por qué lloraba Hatsumono. Su novio había dejado de verla después de que le impidieran traerlo a la okiya. Me había enterado aquella mañana y estaba segura de que Hatsumono me iba a echar la culpa de todas sus tribulaciones. Sólo deseaba bajar las escaleras antes de que me viera, pero ya era demasiado tarde. Le arrebató el pañuelo a la Tía y me hizo un gesto al tiempo que me llamaba. No quería ir, pero no podía negarme.
– Aquí Chiyo no pinta nada -le dijo la Tía-. Vete a tu cuarto y termina de maquillarte.
Hatsumono no respondió, pero me llevó a su cuarto y cerró la puerta.
– Llevaba días intentando decidir cuál sería la mejor manera de arruinar tu vida -me dijo-. Pero ahora al intentar escaparte, ¡ya lo has hecho tú por mí! No sé si alegrarme. ¡Estaba deseando hacerlo yo misma!
Fue una grosería por mi parte, pero tras hacer una leve inclinación de cabeza deslicé la puerta y salí sin responder. Me podría haber ganado un cachete, pero se limitó a seguirme hasta el rellano y dijo:
– Si quieres saber lo que es pasarse toda una vida de criada, no tienes más que hablar con la Tía. Ahora ya sois como los dos extremos de un mismo cordel. Ella tiene la cadera rota; y tú el brazo. Algún día, tal vez, también se te ponga cara de hombre, como a ella.
– Ya está Hatsumono -dijo la Tía-. Enséñanos esos encantos tuyos.
Cuando era una niña de cinco o seis años y nunca había oído hablar de Kioto, conocía a un niño llamado Noboru, que también vivía en el pueblo. Estoy segura de que era un buen niño, pero olía fatal, y creo que por eso el resto de los niños lo despreciaban. No le prestaban más atención cuando hablaba que al trino de un pájaro o al croar de una rana, y el pobre Noboru se sentaba en el suelo y lloraba. Durante los meses que siguieron a mi escapatoria fallida, comprendí cómo debía de haber sido la vida para él; pues nadie me hablaba salvo para darme órdenes. Mamita siempre me había tratado como si yo no fuera más que una bocanada de humo, pues tenía cosas más importantes en que pensar. Pero ahora todas las criadas y la cocinera y la Abuela hacían lo mismo.
Durante todo aquel crudo invierno no dejé de preguntarme qué habría sido de Satsu y de mi madre y mi padre. Casi todas las noches al acostarme enfermaba de angustia y ansiedad, y sentía un vacío tan grande dentro de mí que me parecía que el mundo no era más que una enorme estancia desierta. Para consolarme, cerraba los ojos y me imaginaba que caminaba sobre los acantilados de Yoroido. Conocía tan bien el camino que podía imaginarme allí vividamente, como si hubiera logrado huir con Satsu y estuviera de vuelta en casa. En mi imaginación corría hacia nuestra casita piripi de la mano de Satsu -aunque nunca antes le había dado la mano- sabiendo que un momento después nos reuniríamos con nuestra madre y nuestro padre. En estas fantasías nunca conseguía llegar a la casa; tal vez tenía miedo de lo que podría encontrar allí, y, en cualquier caso, era el paseo por el acantilado lo que parecía consolarme. Entonces, en algún momento, oía toser a una de las criadas, o a la Abuela ventoseando con un gruñido, y en ese instante se disolvía el aroma marino del aire, bajo mis pies volvía a sentir el tacto de las sábanas en lugar de la tierra del camino, y me encontraba de nuevo donde había empezado: con nada, salvo mi soledad.
Cuando llegó la primavera, los cerezos florecieron en el parque Maruyama, y no había nadie en Kioto que hablara de otra cosa. Hatsumono estaba más ocupada de lo normal durante el día debido a la gran cantidad de fiestas que se celebraban para contemplar los cerezos en flor. Le envidiaba esa vida bulliciosa para la que la veía prepararse cada tarde. Ya había empezado a perder toda esperanza de despertarme una noche y encontrar a mi lado a Satsu, que había venido a rescatarme, o de recibir alguna noticia de mi familia en Yoroido. Entonces, una mañana que Mamita y la Tía se estaban preparando para sacar a la Abuela de picnic, al bajar las escaleras me encontré un paquete en el suelo del vestíbulo. Era una caja del tamaño de mi brazo, envuelta en papel fuerte y atada con un cordel viejo. Sabía que no era asunto mío, pero como no había nadie mirando, me acerqué y leí el nombre y la dirección escritos con grandes caracteres en una de las caras. Decía:
Sakamoto Chiyo
c/o Nitta Kayoko Gion
Tominaga-cho Kioto,
Prefectura de Kioto
Me quedé tan sorprendida que me llevé la mano a la boca y no la bajé en un buen rato; estoy segura de que debí de poner unos ojos como platos. El remite, bajo los sellos, era del Señor Tanaka. No tenía ni idea de lo que contenía el paquete, pero al ver el nombre del Señor Tanaka… dirás que es absurdo, pero sinceramente esperé que hubiera reconocido su error al enviarme a aquel sitio tan espantoso y me había mandado algo para librarme de la okiya. No puedo imaginarme qué se puede enviar en un paquete para librar a una niña de la esclavitud; incluso entonces no me resultaba fácil imaginármelo. Pero en el fondo de mi corazón, creí de verdad que cuando abriera aquel paquete, mi vida cambiaría para siempre.
Antes de poder pensar qué iba a hacer entonces, la Tía bajó y me dijo que me apartara del paquete, aunque fuera dirigido a mí. Me habría gustado abrirlo yo misma, pero pidió un cuchillo para cortar el cordel y luego se tomó su tiempo para desenvolverlo. Bajo el papel había una capa de tela de saco cosida con el tosco hilo de las redes de pesca. Y cosido a la tela de saco por sus esquinas había un sobre con mi nombre. La Tía lo separó y luego retiró la tela de saco y reveló una caja de madera oscura. Yo empecé a ponerme nerviosa con lo que podría haber dentro, pero cuando la Tía levantó la tapa, me sentí desfallecer. Pues allí, dispuestas sobre un lecho de tela blanca, estaban las tablillas mortuorias que habían presidido antaño el altar de nuestra casita. Dos de ellas, que yo no había visto antes, parecían más nuevas que las otras y llevaban unos nombres budistas desconocidos para mí y escritos con unos caracteres que yo no entendía. Me asustaba la sola idea de pensar por qué las habría enviado el Señor Tanaka.
La Tía dejó de momento la caja en el suelo, con las tablillas cuidadosamente alineadas en su interior, y sacó la carta del sobre para leerla. Yo esperé de pie lo que me pareció una eternidad, llena de temor y no atreviéndome siquiera a pensar. Finalmente, la Tía suspiró profundamente y me llevó por el brazo hasta la sala. Cuando me arrodillé delante de la mesa, me temblaban las manos sobre el regazo, probablemente del esfuerzo que estaba haciendo por no dejar salir a la superficie de mi mente todos aquellos temores. Tal vez era un signo esperanzador que el Señor Tanaka me hubiera enviado las tablillas mortuorias. ¿No podría tratarse de que mi familia se trasladaba a Kioto e íbamos a comprar un altar nuevo para poner todas las tablillas? O, tal vez, Satsu le había pedido que me las enviara, porque iba a regresar. Entonces la Tía interrumpió mis pensamientos.
– Chiyo, te voy a leer algo que te escribe un hombre llamado Tanaka Ichiro -me dijo con una voz extrañamente grave y lenta. Creo que dejé de respirar mientras ella extendía el papel sobre la mesa.
Querida Chiyo:
Han pasado dos estaciones desde que te fuiste de Yoroido y pronto nacerán nuevos capullos en los árboles. Las flores que salen donde otras se marchitaron nos recuerdan que un día nos llegará a todos la muerte.
Como el huérfano que esta humilde persona fue en su día, siento tener que comunicarte el terrible pesar que has de sobrellevar. Seis semanas después de que te fueras Dará iniciar una nueva vida en Kioto, dieron fin los sufrimientos de tu honorable madre, y sólo unas semanas después tu honorable padre dejó también este mundo. Esta humilde persona lamenta profundamente dichas pérdidas y te ruega que tengas la seguridad de que los restos mortales de ambos han recibido sepultura en el cementerio del pueblo. Se celebraron ceremonias fúnebres en el Templo Hokoji de Senzuru, y además las mujeres de Yoroido les cantaron los sufras. Esta humilde persona confía en que ambos hayan encontrado su lugar en el paraíso.
El aprendizaje de una geisha es un camino arduo. Sin embargo, esta humilde persona admira con todo su corazón a quienes son capaces de refundir su sufrimiento y se convierten en grandes artistas. Hace unos años, estando de visita en Gion, tuve el honor de presenciar las danzas de primavera y de asistir a la fiesta que siguió en una casa de té, y esa experiencia me causó una profunda impresión. Me proporciona cierta satisfacción saber que hemos encontrado para ti un lugar seguro en el mundo, Chiyo, y que no te verás obligada a sufrir años de incertidumbre. Esta humilde persona ha vivido lo bastante para haber visto crecer a dos generaciones de niños, y sabe lo raro que es que nazca un cisne de un pájaro común. El cisne que sigue viviendo en el árbol de sus padres acaba muriendo; por eso quienes están dotados de belleza y de talentos llevan la carga de encontrar su propio camino.
Tu hermana, Satsu, vino a Yoroido al final del otoño pasado, pero enseguida huyó con el hijo del Señor Sugi. Éste espera fervientemente volver a ver a su querido hijo antes de morir, y, por consiguiente, te pide que si recibes noticias de tu hermana, tengas la bondad de notificárselo de inmediato.
Sinceramente tuyo,
Tanaka Ichiro
Mucho antes de que la Tía hubiera terminado de leer la carta, las lágrimas habían empezado a manar de mis ojos, como el agua que sale de una olla hirviendo. Pues ya habría sido bastante malo enterarme de la muerte de mi madre, o de la de mi padre. ¡Pero enterarme de golpe de la muerte de ambos y de que también había perdido a mi hermana para siempre…! Mi mente no tardó en sentirse como un jarrón hecho añicos en el suelo. Me sentía perdida incluso dentro de aquella habitación.
Pensarás que era muy ingenua al haber mantenido viva durante tanto tiempo la esperanza de que mi madre siguiera viva. Pero tenía tan poco que esperar que supongo que me habría agarrado a cualquier cosa. La Tía fue muy amable conmigo mientras yo intentaba recuperarme. «Ánimo, Chiyo, ánimo. Ya ninguno de nosotros puede hacer nada.»
Cuando por fin pude hablar, le pedí a la Tía que dispusiera las tablillas donde yo no las viera y que rezara en mi nombre, pues a mí me apenaría mucho hacerlo. Pero ella se negó, y me dijo que debería darme vergüenza de volver así la espalda a mis ancestros. Me ayudó a ponerlas en un estante junto al pie de la escalera, donde podía rezar delante de ellas todas las mañanas. «No las olvides nunca, Chiyo-chan», me dijo. «Son lo único que te queda de tu infancia.»