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Capítulo nueve

Más o menos por la época de mi sesenta y cinco cumpleaños, un amigo me envió un artículo titulado «Las veinte grandes Geishas del pasado de Gion». O tal vez era las treinta grandes geishas, no recuerdo exactamente. Pero yo estaba incluida con un pequeño párrafo en el que se contaban algunos datos sobre mi vida; entre ellos, que había nacido en Kioto, lo que, claro está, no era cierto. Y también puedo asegurarte que tampoco fui una de las grandes veinte geishas de Gion. Hay gente que no distingue entre lo grande y lo que les han contado. En cualquier caso, de no haberme escrito el Señor Tanaka anunciándome la muerte de mis padres y la desaparición de mi hermana, como tantas chicas de baja extracción social, me habría considerado afortunada si acababa siendo una geisha mediocre y no especialmente feliz.

Seguramente recordarás que dije que la tarde que conocí al Señor Tanaka fue la mejor y también la peor de mi vida. Probablemente no me sea necesario explicar por qué fue la peor; pero puede que te preguntes cómo se me ocurrió pensar que podría salir de allí nada bueno. Es cierto que hasta ese momento de mi vida, el Señor Tanaka no me había traído más que sufrimientos; pero también cambió para siempre mis horizontes vitales. Llevamos nuestras vidas como el agua que corre colina abajo, más o menos en una dirección, hasta que damos con algo que nos obliga a encontrar un nuevo curso. Si no hubiera conocido al Señor Tanaka, mi vida habría discurrido, cual simple riachuelo, entre nuestra casita piripi y el océano. El Señor Tanaka lo modificó todo al mandarme al mundo. Pero no es lo mismo que te envíen al mundo que dejar el hogar voluntariamente. Llevaba en Gion un poco más de seis meses cuando recibí la carta del Señor Tanaka; y, sin embargo, durante ese tiempo, nunca había dejado de creer que algún día encontraría una vida mejor en cualquier otro lado, junto a mi familia o lo que quedara de ella. Sólo una parte de mí vivía en Gion; la otra vivía en los sueños de volver a casa. Por eso los sueños son tan peligrosos: abrasan como el fuego y a veces nos consumen completamente.

Durante el resto de la primavera y todo el verano siguientes a la recepción de aquella carta, me sentí como una criatura perdida en un lago entre la niebla. Los días se derramaban uno tras otro en una confusa maraña. Sólo recuerdo retazos de las cosas, aparte de una sensación constante de miedo y sufrimiento. Una fría tarde de invierno, sentada en el cuarto de las criadas mientras la nieve caía muda en el pequeño patio de la okiya, pensé en mi padre tosiendo solo frente a la mesita de su desolada casa; y en mi madre, tan débil que su cuerpo apenas se hundía en el futón. Salí dando tumbos al patio, intentando huir de mi pena, pero, claro está, es imposible huir de la pena que se lleva dentro.

Un año después de que me comunicaran las terribles noticias de mi familia, sucedió algo. Era al principio de la primavera, al siguiente abril, y los cerezos volvían a estar en flor. Puede incluso que ese día hiciera exactamente un año que había recibido la carta del Señor Tanaka. Para entonces ya tenía casi doce años, y empezaba a tener ciertas formas de mujer, mientras que Calabaza seguía pareciendo una niña. Ya había crecido prácticamente todo lo que iba a crecer. Mi cuerpo seguiría siendo fino y nudoso como una ramita, pero mi cara había perdido su blandura infantil y se había afilado en la barbilla y las mejillas, dando a mis ojos una verdadera forma almendrada. Antes los hombres no se fijaban en mí por la calle más de lo que lo harían en una paloma; ahora me miraban cuando pasaba a su lado. Me extrañó ser objeto de su atención después de haber sido ignorada durante tanto tiempo.

En cualquier caso, una madrugada de aquel mes de abril, me desperté soñando con un hombre de barba. La barba era tan espesa que sus facciones se me desdibujaban, como si alguien las hubiera censurado de la película. Estaba frente a mí diciéndome algo que no recuerdo, y luego de pronto abría el estor de papel de la ventana que tenía al lado haciendo un sonoro clac. Me desperté pensando que había oído este ruido en la habitación. Las criadas suspiraban en sueños. Calabaza dormía sin hacer ruido, con su cara regordeta hundida en la almohada. Todo estaba igual que siempre; pero yo estaba extrañamente distinta. Me sentía como si el mundo que estaba viendo hubiera cambiado con respecto al que había visto la noche anterior; casi como si estuviera asomada a la misma ventana que se había abierto en mis sueños.

Por supuesto, no habría podido explicar qué significaba todo aquello. Pero seguí pensando en ello mientras barría el patio aquella mañana, hasta que empecé a sentir ese zumbido típico de cuando le das vueltas a algo en la cabeza, como una abeja metida en un frasco cerrado. No tardé en dejar a un lado la escoba, y me fui a sentar en el pasaje, donde la fresca corriente que salía de debajo de la casa me acariciaba la espalda. Y entonces se me vino a la cabeza algo en lo que no había pensado desde mi primera semana en Kioto.

Un día o dos después de ser separada de mi hermana, estaba lavando unos trapos como me habían mandado que hiciera, cuando una mariposa bajó revoloteando del cielo y se posó en mi brazo. La espanté de un manotazo, esperando que se fuera volando a otro lado, pero en lugar de esto, cayó como una piedrecita al suelo del patio. No sabía si había caído del cielo ya muerta o si yo la había matado, pero su muerte me conmovió. Admiré el bonito dibujo de sus alas y luego la envolví en uno de los trapos que estaba lavando y la escondí debajo de la casa.

No había vuelto a pensar en aquella mariposa; pero en cuanto la recordé, me arrodillé y busqué junto a los pequeños pilotes que soportaban la casa hasta que la encontré. Muchas cosas en mi vida habían cambiado, incluso mí aspecto; pero cuando desenvolví la mariposa, despojándola de su sudario, seguía siendo la misma criatura sorprendentemente hermosa del día que la había enterrado. Parecía vestida en unos suaves tonos grises y marrones, semejantes a los que llevaba Mamita cuando salía por la noche a jugar al mah-jong. Todo en ella era hermoso y perfecto y estaba totalmente intacto. Con que sólo una cosa en mi vida hubiera seguido igual que estaba cuando llegué a Kioto… Cuando pensé esto, mi mente empezó a girar como un remolino. Me sorprendía que fuéramos -la mariposa y yo- dos extremos opuestos. Mi existencia era como un río, que cambiaba cada día. Mientras pensaba estas cosas, saqué un dedo para acariciar la superficie aterciopelada de la mariposa, pero en cuanto la rocé, se convirtió de inmediato en un montoncito de ceniza, sin hacer el más mínimo ruido, sin darme siquiera tiempo a verla desmoronarse. Me asombró tanto que dejé escapar un gritito. El torbellino de mi mente se detuvo; me sentí como si hubiera entrado en el ojo del huracán. Dejé caer el pequeño sudario y la pila de cenizas, que revolotearon y se posaron en el suelo; y entonces comprendí el enigma que me había tenido desconcertada toda la mañana. El aire ya no olía a cerrado. El pasado había desaparecido. Mi madre y mi padre habían muerto y yo no podía hacer nada para cambiarlo. Pero supongo que yo también había estado en cierto modo muerta aquel último año. Y mi hermana… pues sí, se había ido; pero yo no me había ido. No estoy segura de que lo entiendas, pero era como si me hubiera vuelto a mirar hacia otro lado, de modo que ya no tenía frente a mí el pasado, sino el futuro. Y ahora la cuestión a la que me enfrentaba era: ¿cómo sería aquel futuro?

No bien me hube formulado esta pregunta, supe con una certeza como no había tenido hasta entonces que en el transcurso de aquel día recibiría un signo al respecto. Por eso en mi sueño un hombre con barba abría una ventana. Me decía: «Estate atenta a aquello que se te aparezca, pues ése será tu futuro».

No tuve tiempo de pensar más, pues en ese momento la Tía me dio una voz:

– ¡Chiyo, ven!

Avancé por el pasillo de tierra del patio como en trance. No me habría sorprendido si la Tía me hubiera dicho: «¿Quieres saber tu futuro? Pues entonces escucha atentamente…». Pero en lugar de ello, la Tía sencillamente me entregó dos adornos del pelo sobre un trozo de seda blanca.

– Agárralos -me dijo-. Dios sabe lo que andaría haciendo Hatsumono anoche; volvió a la okiya con los adornos del pelo de otra chica. Debió de beber más de lo que acostumbra. Ve a ver si la encuentras en la escuela, pregúntale de quién son y devuélveselos a su dueña.

Cuando tomé los adornos, la Tía me dio un trozo de papel con varios recados apuntados y me dijo que en cuanto hubiera terminado volviera inmediatamente a la okiya.

Puede que el volver a casa de noche con los adornos del pelo de otra persona no suene tan extraño, pero en realidad es como volver a casa con la ropa interior de otra persona puesta. Las geishas no se lavan la cabeza todos los días; llevan unos peinados demasiado complicados para ello. Así que los adornos del pelo son algo bastante íntimo. La Tía ni siquiera quiso tocarlos, por eso los puso sobre un trocito de seda. Los envolvió en ella para dármelos, de modo que parecían la mariposa envuelta en un trapo que había tenido en la mano unos minutos antes. Claro está que un signo no significa nada a no ser que sepas cómo interpretarlo. Me quedé mirando aquel atado de seda hasta que la Tía dijo: «¡Por todos los cielos, agárralo y vete a hacer lo que te mando!». Luego, de camino hacia la escuela, lo desenvolví para echar otro vistazo a los ornamentos. Uno era una peineta de laca negra con la forma de un sol poniéndose tras las colina y con unas flores pintadas por el borde; el otro era un palillo de madera dorada que llevaba en el extremo una pequeña esfera de ámbar sujeta por dos perlas.

Esperé a la puerta de la escuela hasta que oí la campana que señalaba el fin de las clases. No tardaron en empezar a salir las chicas con sus kimonos blancos y azules. Hatsumono me vio antes mismo de que yo la viera a ella, y vino hacia mí acompañada de otra geisha. Puede que te preguntes qué hacía ella en la escuela, puesto que ya era una consumada bailarina y sabía todo lo que tenía que saber para ser una geisha. Pero incluso las geishas más renombradas seguían yendo a clases de danza durante el resto de su vida profesional, algunas incluso hasta los cincuenta o sesenta años.

– Mira lo que tenemos por aquí -le dijo Hatsumono a su amiga-. Creo que es un alga. Mira qué larga -ésta era su forma de ridiculizarme por haberme puesto un dedo más alta que ella.

– Me ha mandado la Tía, señorita -dije yo-, para averiguar a quién le quitó estos adornos anoche.

La sonrisa de Hatsumono se desvaneció. Me arrebató de la mano el pequeño atado y lo abrió.

– Pero si no son míos… -dijo-. ¿De dónde los has sacado?

– ¡Oh, Hatsumono-san! -dijo la otra geisha-. ¿Pero es que no te acuerdas? Tú y Kanako os quitasteis los adornos del cabello cuando os pusisteis a jugar a aquel juego tan tonto con el juez Uwazumi. Kanako debió de llevarse los tuyos y tú los suyos.

– ¡Qué asco! -dijo Hatsumono-. ¿Cuándo crees tú que fue la última vez que se lavó el pelo Kanako? En cualquier caso, su okiya está pegada a la tuya. ¿Te importaría llevárselos tú? Dile que iré a buscar los míos más tarde, que no intente quedárselos.

La otra geisha tomó los adornos del pelo y se fue.

– No te vayas, pequeña Chiyo -me dijo Hatsumono-. Quiero enseñarte algo. Es esa jovencita que ves allí, la que está saliendo por la puerta. Se llama Ichikimi -miré a Ichikimi, pero no parecía que Hatsumono tuviera más que decirme sobre ella.

– No la conozco -dije.

– No, claro que no. No tiene nada especial. Es un poco tonta y más torpe que un tullido. Tan sólo creí que te parecería interesante saber que ella será geisha y tú no.

No creo que Hatsumono pudiera haber encontrado nada más cruel que decirme. Llevaba ya un año y medio condenada a los pesados trabajos de una criada. Sentía que mi vida se extendía ante mí como un largo camino que no llevaba a ninguna parte. No diré que deseaba convertirme en geisha; pero tampoco quería seguir siendo una criada el resto de mis días. Me quedé en el jardín de la escuela un largo rato, viendo pasar a las jovencitas de mi edad charlando unas con otras. Puede que tan sólo se dirigieran a comer, pero a mí me pareció que iban de una importante actividad a otra, que su vida tenía un objetivo, mientras que yo volvería a casa, a algo tan poco atractivo como barrer las losas del patio. Cuando el jardín se vació, me quedé preocupada pensando que tal vez ése era el signo que estaba esperando: que otras jóvenes de Gion progresarían en su vida mientras que yo me quedaría donde estaba. Esta idea me causó tal espanto que no aguanté más tiempo sola en aquel jardín.

Caminé hacia la Avenida Shijo y torcí hacia el río Kamo. Unas gigantescas pancartas colgadas del Teatro Minamiza anunciaban para aquella tarde una representación de Shibaraku, una de las obras de teatro Kabuki más conocidas, aunque yo entonces no sabía nada de ello. Una multitud subía las escaleras del teatro. Entre los hombres, vestidos con oscuros trajes occidentales o con kimono, sobresalían los brillantes colores de algunas geishas, como hojas de otoño en las cenagosas aguas de un río. Aquí también contemplé cómo pasaba de largo a mi lado el bullicio ajetreo de la vida. Me alejé corriendo de la avenida, por una calle lateral que seguía el curso del arroyo Shirakawa, pero incluso allí se veían hombres y geishas que parecían apresurados y con unas vidas colmadas de sentido. Para acallar el dolor de este pensamiento, me volví hacia la orilla del Shirakawa, pero incluso sus brillantes aguas parecían correr con una meta -el río Kamo y desde allí la bahía de Osaka y el Mar de Japón-. Parecía que de todas partes me llegaba el mismo mensaje. Me apoyé sobre el murete de piedra al borde del arroyo y me eché a llorar. Era una isla perdida en medio del océano, sin pasado, eso sí, pero tampoco con futuro. Enseguida sentí que llegaba a un punto en el que creí que no podría alcanzarme voz humana alguna; hasta que oí una voz masculina decir lo siguiente:

– ¡Pero, cómo! ¡Sentirse desgraciada con este día tan hermoso! Por lo general, ningún hombre por las calles de Gion se fijaría en un chica como yo, especialmente cuando estaba haciendo el ridículo llorando. Y si se hubiera fijado en mí, nunca me habría hablado, como no fuera para decirme que me quitara de en medio o cualquier cosa parecida. Y, sin embargo, aquel hombre no sólo se había tomado la molestia de hablarme, sino que también lo había hecho con gran amabilidad. Se dirigió a mí de una forma que sugería que yo podría ser una joven de cierta posición, la hija de un amigo suyo, por ejemplo. Por un segundo, me imaginé un mundo completamente diferente del que había conocido hasta entonces, un mundo en el que se me trataba con justicia, incluso con amabilidad: un mundo en el que los padres no vendían a sus hijas. El ruido que formaba a mi alrededor tanta gente con sus vidas colmadas pareció acallarse; o al menos dejé de oírlo. Y cuando me levanté para mirar ahombre que me había hablado, sentí que dejaba todas mis desgracias detrás de mí, en aquel muro de piedra.

Me encantaría describirlo, pero sólo se me ocurre una forma de hacerlo: habiéndote de cierto árbol que se elevaba al borde de los acantilados de Yoroido. Aquel árbol estaba tan erosionado por el viento y era tan suave como las maderas desgastadas por el mar que tiran las mareas. Cuando tenía cuatro o cinco años, un día encontré el rostro de un hombre en aquel árbol. Esto es, me fijé en un trozo suave y liso como un plato, con dos marcados bultos en los bordes que hacían de mejillas. Estos proyectaban unas sombras que sugerían las cuencas de los ojos, y bajo éstas se elevaba un suave abultamiento que hacía de nariz. La cara entera se inclinaba a un lado, mirándome burlonamente; me parecía un hombre tan seguro como un árbol del lugar que ocupaba en el mundo. Había en él algo tan meditabundo que pensé que había visto el rostro de Buda.

El hombre que se había dirigido a mí en la calle tenía el mismo tipo de rostro, abierto y sosegado. Y, lo que era aún más importante, sus rasgos eran tan suaves y serenos que me pareció que se iba a quedar allí tranquilamente parado hasta que yo dejara de ser desgraciada. Tendría unos cuarenta y cinco años y llevaba el cabello cano peinado hacia atrás. Pero no pude mirarlo mucho tiempo. Me pareció tan elegante que me ruboricé y miré hacia otro lado.

Iba flanqueado por dos hombres más jóvenes a un lado, y una geisha al otro. Oí cómo ésta le decía en voz baja:

– ¡Pero si es sólo una criada! Probablemente se ha lastimado el pie al correr haciendo los recados. Seguro que enseguida aparece alguien que pueda ayudarla.

– Cómo desearía tener tu misma fe en la gente, Izuko-san -dijo el hombre.

– La función está a punto de empezar. En serio, Señor Presidente, no creo que debamos perder más tiempo…

Haciendo los recados por las calles de Gion, a menudo había oído a las geishas dirigirse a los hombres llamándolos «Consejero» o «Director». Pero muy pocas veces había oído llamar a nadie «Presidente». Por lo general los hombres que recibían este título eran calvos y ceñudos y andaban pavoneándose, rodeados de grupos de ejecutivos jóvenes que trotaban tras ellos. El hombre que tenía delante era tan diferente de los presidentes al uso que incluso aunque no era más que una niña con muy poca experiencia del mundo, sabía que la compañía que presidía no podía ser muy importante. Un hombre que presidiera una importante compañía no se habría detenido a hablar conmigo.

– ¿Intentas decirme que es perder el tiempo quedarnos aquí e intentar ayudarla? -dijo el Señor Presidente.

– ¡Oh, no, no! -respondió la geisha-. Lo que quería decir es que no tenemos mucho tiempo. Tal vez ya nos estemos perdiendo el primer acto.

– Vamos a ver, Izuko-san. Lo más seguro es que en algún momento tú también te hayas encontrado en el mismo estado de esta pequeña. No puedes hacernos creer que la vida de una geisha siempre es fácil. Pensaría que precisamente tú…

– ¿Que haya estado yo nunca en el mismo estado que está ella ahora? ¿Quiere usted decir, Señor Presidente…, dando el espectáculo?

Al oír esto el Señor Presidente se volvió hacia los dos hombres jóvenes y les pidió que fueran yendo con Izuko hacia el teatro. Ellos hicieron una pequeña inclinación de cabeza y continuaron su camino, y el Señor Presidente se quedó atrás. Me miró durante un buen rato, aunque yo no me atreví a mirarlo a él. Finalmente dije:

– Por favor, Señor, lo que ella dice es cierto. Soy una chica estúpida… Por favor no se retrase por mi culpa.

– Ponte en pie -me dijo.

No me atreví a desobedecerle, aunque no sabía qué quería de mí. Resultó que se limitó a sacarse un pañuelo del bolsillo y me sacudió los granos de tierra que se me habían quedado pegados a la cara al levantarla del murete. Estaba tan cerca de mí que me llegó el olor a talco de su piel, lo que me hizo recordar el día en que el sobrino del Emperador Taisho había venido de visita a nuestra aldea. El sobrino del Emperador, vestido con un traje occidental, el primero que yo veía en mi vida -porque aunque se suponía que no podíamos mirarlo, yo lo observé por el rabillo del ojo-, no había hecho más que bajarse del coche, asomarse a la ensenada y volver al coche, saludando al pueblo que se había arrodillado a su paso. También recuerdo que llevaba un bigote cuidadosamente recortado; a diferencia de los hombres del pueblo, a quienes les crecía la barba o el bigote con el mismo descuido que las malas hierbas en un camino. Nadie de importancia había visitado hasta entonces nuestro pueblo. Creo que todos sentimos que se nos había contagiado un poco de su nobleza y su grandeza.

En la vida nos topamos de vez en cuando con cosas que no entendemos porque nunca hemos visto nada semejante. El sobrino del Emperador me impresionó de esa forma; y lo mismo hizo el Presidente. Después de limpiarme los granitos de tierra y las lágrimas, me levantó la cara, inclinándola ligeramente hacia atrás.

– Mírala… una chica tan guapa sin nada de lo que avergonzarse -dijo-. Y, sin embargo, te da miedo mirarme. Alguien ha debido de ser muy cruel contigo… o tal vez, la vida te ha sido cruel.

– No sé, Señor -respondí yo, aunque, claro está, lo sabía perfectamente.

– Ninguno de nosotros encuentra en este mundo todo el cariño que deberíamos -afirmó, y entrecerró los ojos un momento, como diciéndome que debería pensar seriamente en la afirmación que acababa de hacer.

Yo deseaba sobre todas las cosas volver a ver la suave piel de su rostro, con su ancha frente y sus párpados, que parecían escudos de mármol sobre sus bondadosos ojos; pero entre nosotros se interponía el inmenso abismo de nuestra posición social. Finalmente levanté la vista, aunque me ruboricé y miré hacia otro lado tan rápidamente que lo más seguro es que él nunca se diera cuenta de que nuestras miradas se habían cruzado. Pero ¿cómo describir lo que vi en ese instante? Aquel hombre me estaba mirando como un músico podría mirar a su instrumento justo antes de ponerse a tocar, con conocimiento y maestría. Sentí que podía ver dentro de mí, como si yo fuera una parte de él. ¡Cómo me habría gustado ser su instrumento!

Un momento después se echó la mano al bolsillo y sacó algo.

– ¿Qué te gusta más, la ciruela o la cereza? -dijo.

– ¿Cómo, Señor? ¿Quiere decir… para comer?

– Hace un momento pasé por un puesto en el que vendían helados cubiertos de sirope. Nunca los probé hasta que fui mayor, pero seguro que me habrían encantado de niño. Toma esta moneda y cómprate uno. Toma también mi pañuelo, para limpiarte la cara después -dijo. Y tras ello, apretó la moneda en el centro del pañuelo, lo ató y me lo entregó.

Desde el momento en que el Presidente me dijo la primera palabra, olvidé que estaba buscando un signo sobre mi futuro. Pero cuando vi en su mano el pañuelo con la moneda dentro, se parecía tanto al pequeño sudario de la mariposa, que supe que por fin había encontrado el signo que buscaba. Tomé el atadijo y, haciéndole una profunda reverencia, intenté explicarle lo agradecida que me sentía, aunque estoy segura de que mis palabras no le transmitieron plenamente mis sentimientos. No le estaba dando las gracias por la moneda, ni tampoco por la molestia que se había tomado al detenerse a ayudarme. Le estaba dando las gracias por… bueno, por algo que no estoy segura de poder explicar ni tan siquiera ahora. Por mostrarme que en el mundo se puede encontrar algo más que crueldad, supongo.

Lo vi alejarse con el corazón encogido, aunque era un tipo de encogimiento agradable, si es que puede haber algo así. Lo que quiero decir es que si una noche lo has pasado mejor que nunca en tu vida, te apena que se acabe; pero eso no quita para que te sientas contento y agradecido de que haya sucedido. En aquel breve encuentro con el Presidente, había dejado de ser una niña perdida, con una vida vacía ante ella, para convertirme en una niña con una meta en su vida. Tal vez parezca extraño que un encuentro casual en la calle pueda producir semejante cambio. Pero a veces la vida es así, ¿no? Y estoy convencida de que si tú hubieras estado allí y hubieras visto lo que vi yo y sentido lo que yo sentí, te habría sucedido lo mismo.

Cuando el Presidente desapareció de mi vista, eché a correr calle arriba en busca del puesto de helados. No era un día especialmente caluroso, y no me gustaban especialmente los helados, pero tomarlo haría durar un poco más mi encuentro con el Presidente. Así que me compré un cucurucho de helado con sirope de fresa, y volví a sentarme en el mismo murete. El sabor del sirope me sorprendió, pero creo que sólo porque tenía todos los sentidos aguzados. Si yo fuera una geisha, como aquella Izuko, pensaba, podría estar con un hombre como el Presidente. Nunca me había imaginado que podría llegar a envidiar a una geisha. Me habían traído a Kioto con el fin de hacer de mí una geisha, claro; pero hasta ese momento me habría escapado en cuanto se me hubiera presentado la ocasión. En este momento comprendí algo que había pasado por alto: el objetivo no era llegar a ser geisha, sino ser geisha. Ahora lo veía como un paso hacia otra cosa. Si no me equivocaba con la edad del Presidente, probablemente no pasaba de los cuarenta y cinco años. Muchas geishas alcanzaban el éxito a los veinte. Aquella Izuko probablemente no tendría más de veinticinco. Yo era todavía una niña, iba a cumplir doce…, pero dentro de otros doce estaría en plenos veinte. ¿Y el Presidente? No sería mayor para entonces que el Señor Tanaka ahora.

La moneda que me había dado el Presidente era mucho más dinero del que costaba un helado. Guardé en la mano las vueltas que me había dado el vendedor: tres monedas de diferentes tamaños. Al principio pensé en guardarlas para siempre; pero entonces me di cuenta de que podrían servir para algo mucho más importante.

Corrí hasta la Avenida Shijo y desde allí seguí corriendo hasta el final de la misma, que era donde acaba Gion por uno de sus lados y donde se elevaba su santuario. Subí la escalinata, pero me intimidó pasar bajo la gran entrada, con sus dos pisos de altura y su tejado de dos aguas, de modo que di la vuelta para entrar por detrás. Tras cruzar el patio de gravilla y subir otro tramo de escaleras entré al santuario propiamente dicho por la puerta torii. Allí eché las monedas -unas monedas que valían lo bastante para sacarme de Gion- en la caja de las ofrendas, y anuncié mi presencia a los dioses dando tres palmadas y haciendo una reverencia. Con los ojos bien apretados y las manos juntas, rogué a los dioses que me permitieran llegar a ser geisha. Soportaría el aprendizaje, sufriría cualquier dificultad, con tal de tener la posibilidad de volver a atraer la atención de un hombre como el Presidente.

Cuando abrí los ojos, se seguía oyendo el tráfico de la Avenida Higashi-Oji. Los árboles silbaron agitados por una ráfaga de viento, como lo habían hecho un momento antes. Nada había cambiado. En cuanto a si los dioses me habían oído, no tenía modo de saberlo. Lo único que podía hacer era meterme el pañuelo del hombre entre los pliegues de mi vestido y llevármelo a la okiya.