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A la tarde siguiente, Mameha me mandó llamar a su apartamento. Esta vez, cuando la criada deslizó la puerta ante mí, estaba sentada a la mesa, esperándome. Puse buen cuidado en hacer una reverencia perfecta antes de entrar en la habitación, y luego avancé hasta ella e hice una segunda reverencia.
– Mameha-san, no sé lo que le ha llevado a tomar esta decisión… -empecé a decir yo-, pero no tengo palabras para expresarle mi agradecimiento.
– No me lo agradezcas todavía -me interrumpió-. Aún no ha sucedido nada. Más vale que me cuentes lo que te haya dicho la Señora Nitta después de mi visita de ayer.
– Pues creo que Mamita no comprende muy bien por qué está usted tan interesada en mí… y para decirle la verdad, yo tampoco lo entiendo -esperaba que Mameha dijera algo al respecto, pero no lo hizo-. En cuanto a Hatsumono…
– No vale la pena que gastes ni siquiera un segundo en pensar lo que dice o deja de decir ella. Ya sabes que le encantaría verte fracasar, como también le encantaría a la Señora Nitta.
– No entiendo por qué iba a encantarle a Mamita verme fracasar -dije yo-, pues cuanto más éxito tenga yo más dinero ganará ella.
– Salvo que si tú has saldado todas tus deudas para cuando cumplas veinte años, ella me deberá a mí una gran cantidad de dinero. Ayer hice una especie de apuesta con ella -dijo Mameha, mientras una de sus doncellas nos servía té-. No habría apostado si no estuviera segura de tu éxito. Pero si voy a ser tu hermana mayor, has de saber también que mis condiciones son muy estrictas.
Esperaba que pasara a enumerármelas, pero en lugar de ello me miró furiosa y dijo:
– ¡Por lo que más quieras, Chiyo! Deja de soplar el té de esa forma. ¡Pareces una paleta! Déjalo en la mesa hasta que se enfríe lo bastante para poder beberlo.
– Lo siento -dije-. No me daba cuenta de lo que hacía.
– Pues deberías habértela dado; una geisha ha de tener mucho cuidado con su imagen ante el mundo. Ahora vamos a lo que nos ocupa. Como te decía, mis condiciones son muy estrictas. Para empezar, espero que hagas siempre lo que te pido, sin hacer preguntas ni dudar de mí. Sé que de vez en cuando has desobedecido a Hatsumono y a la Señora Nitta. Puede que creas que es comprensible; pero, si quieres saber mi opinión, te diré que si hubieras sido más obediente desde el principio, tal vez no te habrían ocurrido todas esas desgracias.
Mameha tenía bastante razón. El mundo ha cambiado mucho desde entonces; pero cuando yo era pequeña, enseguida se ponía en su sitio a la niña que desobedecía a sus mayores.
– Hace varios años tomé dos hermanas pequeñas -continuó Mameha-. Una era muy aplicada; pero la otra empezó a holgazanear. La mandé venir a mi cuarto un día y le expliqué que no iba a seguir tolerando que me tomara el pelo, pero de nada sirvió. Al mes siguiente le dije que se fuera y se buscara otra hermana mayor.
– Mameha-san, te prometo que conmigo eso no ocurrirá nunca -dije-. Gracias a ti me siento como un barco que va a navegar por primera vez en el océano. Nunca me perdonaría si te decepcionara.
– Sí, sí, todo eso está muy bien, pero no sólo hablo del trabajo. También tendrás que tener cuidado en no dejarte engañar por Hatsumono. ¡Y por lo que más quieras, no hagas nada que pueda aumentar aún más tus deudas! ¡Que no se te rompa ni una taza!
Le prometí que así sería; pero he de confesar que cuando pensaba en la posibilidad de que Hatsumono volviera a intentar engañarme…, no estaba muy segura de que pudiera defenderme.
– Todavía hay una cosa más -dijo Mameha-. Todo lo que hablamos tú y yo ha de quedar entre nosotras. Nunca le contarás nada a Hatsumono. Aunque sólo hablemos del tiempo, ¿has entendido bien? Cuando Hatsumono te pregunte qué te he dicho, tú debes contestarle: «¡Oh, Hatsumono-san, Mameha nunca dice nada interesante! Lo olvido todo nada más oírlo. ¡Es la persona más aburrida del mundo!».
Le dije a Mameha que había comprendido.
– Hatsumono es bastante lista -continuó ella-. Con que le des la más mínima pista, se hará una composición de lugar. Y te sorprendería ver cómo acierta.
De pronto, Mameha se inclinó hacia mí y me dijo mostrando un gran enfado en la voz:
– ¿De qué estabais hablando ayer cuando os vi en la calle juntas?
– ¡De nada!, señora -respondí yo. Y aunque Mameha siguió clavando en mí una mirada furiosa, yo estaba tan sorprendida que no pude decir nada más.
– ¿Qué quieres decir con nada? ¡Más vale que me respondas, niña estúpida, o te llenaré los oídos de tinta mientras duermes!
Me llevó un ratito darme cuenta de que Mameha estaba intentando imitar a Hatsumono. No era una buena imitación, pero en cuanto reparé en ello dije:
– De verdad te lo digo, Hatsumono-san. Mameha no para de decir tonterías. Nunca recuerdo nada de lo que dice. Sus tonterías me entran por un oído y me salen por el otro. ¿Estás segura de que nos viste ayer juntas en la calle? Porque si hablamos de algo, parece que se ha borrado totalmente de mi memoria…
Mameha continuó imitando a Hatsumono un rato más, y al final me dijo que yo había hecho un buen trabajo. Yo no estaba tan segura como ella. Ser interpelada por Mameha, incluso cuando intentaba actuar como Hatsumono, no era lo mismo que mantener el tipo delante de la propia Hatsumono.
En los dos años que habían transcurrido desde que Mamita había decidido poner punto final a mis clases, había olvidado casi todo lo que había aprendido. Y tampoco es que hubiera aprendido mucho, teniendo como tenía entonces la cabeza ocupada en otras cosas. Por eso, cuando volví a la escuela, tuve la sensación de que empezaba mis clases por primera vez.
Para entonces había cumplido doce años, y era casi tan alta como Mameha. Se podría pensar que el hecho de ser mayor era una ventaja, pero no lo era. La mayoría de las chicas de la escuela habían empezado sus estudios mucho más jóvenes, en algunos casos, incluso, a la edad de tres años y tres días que marcaba la tradición. Las que empezaban así de pronto eran en su mayoría hijas de geishas, y habían sido educadas de tal modo hasta entonces que la danza y la ceremonia del té había formado parte de su vida cotidiana, como para mí bañarme en el estanque, allá en Yoroido.
Ya sé que ya he hablado un poco de lo que era estudiar shamisen con la Señorita Ratón. Pero una geisha ha de estudiar muchas más artes, además del shamisen. De hecho, el prefijo «gei», de geisha, significa «artes», de modo que la palabra «geisha» significa «artesana» o «artista». Mi primera clase de la mañana era de tsutsumi, un tipo de tambor de pequeño tamaño. Te preguntarás de qué le sirve a una geisha saber tocar el tambor. La respuesta es muy sencilla. En los banquetes o cualquier otro tipo de reunión informal de Gion, la geishas bailan acompañadas simplemente del shamisen y, tal vez, una voz. Pero en las representaciones teatrales, como en las Danzas de la Antigua Capital, que tienen lugar todas las primaveras, seis o más shamisen se reúnen con varios tipos de tambor y una flauta japonesa que se llama fue y forman un conjunto. Por eso las geishas deben tener al menos una idea de todos esos instrumentos, aunque, de hecho, se le animará a que se especialice en uno o dos.
Como decía, mi primera clase de la mañana era de tsutsumi, que se toca de rodillas, al igual que el resto de los instrumentos musicales que estudiábamos. El tsutsumi se diferencia de todos los demás tambores en que se sujeta en el hombro y se toca con la mano, a diferencia del okawa, que es más grande y se apoya en el regazo, o el más grande de todos, llamado taiko, que se pone de lado sobre una plataforma y se toca con unos gruesos palos. En distintos momentos los he estudiado todos. Puede parecer que el tambor es un instrumento que hasta los niños saben tocar, pero en realidad una cosa es aporrearlo y otra tocarlo. De hecho, hay varias formas de tocar cada uno de ellos, como por ejemplo, en el caso del gran taiko, la que llamamos uchikomi, que consiste en traer el brazo con el palo al pecho y luego balancearlo hacia atrás y golpear el tambor; u otra que se denomina sarashi, que consiste en golpear con una mano al tiempo que levantamos la otra. Hay también otros métodos, y cada cual produce un sonido diferente, pero sólo tras practicarlos mucho. Además, la orquesta toca siempre cara al público, de modo que todos estos movimientos han de ser elegantes y atractivos, así como sincronizados con los del resto de los miembros de la orquesta. La mitad del trabajo consiste en producir el sonido correcto; y la otra mitad en hacerlo de la manera adecuada.
La siguiente clase de la mañana, después de la de tambor, era de flauta japonesa, tras la cual venía la de shamisen. La manera de estudiar estos instrumentos era más o menos la misma. La profesora tocaba algo primero, y luego nosotras intentábamos repetirlo. A veces sonábamos como una manada de animales del zoo, pero no siempre, pues las profesoras solían empezar con cosas sencillas. Por ejemplo, en mi primera clase de flauta, la profesora tocó una sola nota y después nosotras tratamos de repetirla una por una. Incluso con una sola nota, la profesora tenía mucho que explicar.
– Tú, Tal y Cual, tienes que bajar el pulgar en vez de dejarlo bailando en el aire. Y tú, Menganita, ¿es que apesta tu flauta? Pues entonces, ¿por qué arrugas así la nariz?
Era muy estricta, como la mayoría de las profesoras, y naturalmente teníamos miedo a equivocarnos. No era raro que te arrebatara la flauta y te diera con ella en la espalda.
Después de estas clases, solíamos tener canto. En Japón se suele cantar en las fiestas; y los hombres vienen a Gion sobre todo a hacer fiestas. Todas las chicas, incluso las que carecen de oído y nunca van a cantar delante de otros, tienen que estudiar canto, pues éste les ayuda a comprender la danza. Esto se debe a que se baila al son de unas piezas concretas, a menudo ejecutadas por una cantante que se acompaña con el shamisen.
Hay canciones de muchos tipos -muchos más de los que puedo enumerar-, pero en nuestra clase estudiábamos cinco tipos diferentes. Unas canciones eran baladas populares; otras, trozos de teatro Kabuki que constituían largos poemas narrativos; otras eran breves poemas musicales. Sería absurdo que intentara describir estas canciones. Pero he de decir que aunque a mí me parezcan preciosas, la mayoría de los extranjeros piensan que suenan como gatos estrangulados en el patio de un templo. Es cierto que en el canto tradicional japonés hay un montón de gorjeos y algunos sonidos se hacen tan abajo de la garganta que el sonido acaba saliendo por la nariz en lugar de por la boca. Pero todo es cuestión de costumbre.
En todas estas clases, la música y la danza eran sólo una parte de lo que aprendíamos. Pues incluso la chica que domine todas esas artes, si no ha aprendido urbanidad y modales, no podrá salir bien parada en las fiestas. Esa es una de las razones por las que las profesoras insisten siempre en los buenos modales y porte de sus alumnas, incluso a la hora de ir a los servicios. Cuando estás en clase de shamisen, por ejemplo, te corregirán por hablar mal o por hablar con un acento que no sea el de Kioto, o por caminar encorvada o con andares de estibador. En realidad, la regañina más severa que se puede ganar una alumna probablemente no será por tocar mal o por no conseguir memorizar la letra de una canción, sino más bien por llevar las uñas sucias o no ser respetuosa u otras cosas por el estilo.
A veces, cuando les cuento cosas de mi aprendizaje a los extranjeros, me preguntan: «¿Y entonces cuándo estudiaste las artes florales?». La respuesta es que eso no lo estudié nunca. Cualquiera que se siente frente a un hombre en una mesa y se ponga a arreglar un florero con la idea de divertirlo, lo más seguro es que cuando levante la cabeza se encuentre con que el hombre se ha echado a dormir debajo de la mesa. Es preciso recordar que una geisha es ante todo una actriz, alguien que te divierte. Puede que sirvamos el sake o el té a un hombre, pero nunca iremos a buscar para él otra ración de encurtidos. De hecho, las geishas estamos tan mimadas por nuestras doncellas que casi no sabemos cuidar de nosotras mismas o mantener nuestros cuartos ordenados, y aún menos adornar con flores una sala de la casa de té.
Mi última clase de la mañana era de la ceremonia del té. Éste es un tema sobre el que se han escrito muchos libros, así que no voy a detenerme mucho. Básicamente, una ceremonia del té la llevan a cabo una o dos personas, que se sientan delante de sus invitados y preparan el té de una forma muy tradicional, empleando hermosas tazas, batidores de bambú y otras cosas por el estilo. Incluso los invitados forman parte de la ceremonia, pues deben sujetar la taza y beber de una manera determinada. Si te lo imaginas como un grupo de gente que se sienta a tomar el té… pues no tiene nada que ver con eso; más bien parece una danza, o incluso un tipo de meditación que se realizara de rodillas. El té propiamente dicho se hace con hojas de té en polvo, batidas con el agua hirviendo hasta lograr una espumosa mezcla verde que se llama matcha y que no suele gustar nada a los extranjeros. He de admitir que tiene un aspecto de agua jabonosa y un sabor amargo al que lleva un tiempo acostumbrarse.
La ceremonia del té es una parte importante del aprendizaje de las geishas. No es raro que las fiestas privadas empiecen con una breve ceremonia del té. Y los visitantes que vienen a Gion a ver las danzas rituales suelen ser invitados primero a un té preparado por las geishas.
Mi profesora de la ceremonia del té era una mujer joven, de unos veinticinco años, que, como sabría más tarde, no era una buena geisha, pero estaba obsesionada con la ceremonia del té y la enseñaba como si fuera algo sagrado. Gracias a su entusiasmo aprendí a respetar sus enseñanzas, y he de decir que era la clase perfecta para el final de una larga mañana. Era un ambiente muy relajante. Incluso hoy me sigue pareciendo que la ceremonia del té puede ser tan placentera como una noche de buen sueño.
Lo que hace más difícil el aprendizaje de las geishas no son sólo las artes que deben aprender, sino lo ajetreadas que se vuelven sus vidas. Tras pasar toda la mañana en clase, se espera que siga trabajando por la tarde lo mismo que antes de empezar el aprendizaje. Y no duerme ninguna noche más de tres o cinco horas. Durante mis años de aprendizaje me habría gustado desdoblarme en dos, a fin de no estar siempre tan ocupada. Le habría estado muy agradecida a Mamita si me hubiera librado de mis tareas como lo había hecho con Calabaza; pero dada la apuesta que había hecho con Mameha, no creo que llegara siquiera a considerar la idea de dejarme más tiempo para practicar. Algunas de mis tareas fueron traspasadas a las criadas, pero la mayor parte de los días tenía más responsabilidades de las que podía hacerme cargo, además de tocar por lo menos una hora de shamisen todas las tardes. En invierno, se nos obligaba a las dos, a Calabaza y a mí, a fortalecer las manos, metiéndolas en agua helada hasta que gritábamos de dolor y luego tocando fuera en al aire gélido del patio. Sé que suena cruel, pero así se hacían las cosas entonces. Y, en realidad, fortalecer las manos de esta manera me ayudó a tocar mejor. El miedo escénico te deja las manos insensibles; pero si te has acostumbrado a tocar con las manos insensibles y doloridas, ese miedo deja de ser un gran problema.
Al principio, Calabaza y yo tocábamos juntas el shamisen todas las tardes, después de una hora de clase de lectura y escritura con la Tía. Desde mi llegada a la okiya había estudiado japonés con ella, y ella se ponía muy pesada con los buenos modales. Pero Calabaza y yo nos lo pasábamos muy bien tocando juntas. Si nos reíamos demasiado alto, la Tía o una de las criadas venía a regañarnos; pero mientras no hiciéramos mucho ruido y rasgáramos el shamisen mientras hablábamos, podíamos pasar ese rato disfrutando de nuestra mutua compañía. Era el momento del día que más esperaba.
Pero una tarde en que Calabaza estaba ayudándome con una técnica para ligar unas notas con otras, apareció Hatsumono en el pasillo, delante de nosotras. Ni siquiera la habíamos oído entrar en la okiya.
– ¡Mira, la futura hermana pequeña de Mameha! -me dijo. Añadió «futura» porque Mameha y yo no seríamos oficialmente hermanas hasta que yo no debutara como aprendiza de geisha.
– Podría haberte llamado Señorita Estúpida -continuó Hatsumono-, pero después de lo que acabo de ver, creo que mejor reservo ese título para Calabaza.
La pobre Calabaza bajó el shamisen y lo dejó sobre el regazo, como un perrillo metiendo el rabo entre las piernas.
– ¿He hecho algo malo? -preguntó.
No tenía que mirar a Hatsumono directamente a la cara para saber que estaba roja de ira. Me asustaba pensar en lo que sucedería a continuación.
– ¡Pues nada! -exclamó Hatsumono-. ¡No me había dado cuenta de lo atenta que eras!
– Lo siento, Hatsumono, estaba intentando ayudar a Chiyo con…
– Pero Chiyo no necesita tu ayuda. Cuando necesite ayuda con el shamisen, que vaya a pedírsela a su profesora. ¿Es que de verdad vas a tener una calabaza hueca por toda cabeza?
Y al llegar a este punto, Hatsumono le dio semejante pellizco en el labio a Calabaza, que el shamisen se resbaló de su regazo a la plataforma donde estábamos sentadas, desde donde cayó al pasaje del patio.
– Tú y yo vamos a tener unas palabras -le dijo Hatsumono-. Guarda el shamisen; yo me quedaré aquí para asegurarme de que no haces más tonterías.
Cuando Hatsumono terminó, la pobre Calabaza saltó a recoger el shamisen y empezó a desmontarlo. Me lanzó una lastimera mirada, y pensé que entonces se calmaría. Pero le empezó a temblar el labio, y luego toda la cara, como el suelo antes de un terremoto; entonces soltó las piezas del shamisen en la pasarela y se llevó la mano al labio, que ya había empezado a hinchársele, mientras que las lágrimas le manaban por las mejillas. A Hatsumono se le suavizó la expresión, como si la tormenta se hubiera dispersado; y se volvió hacia mí con una sonrisa satisfecha.
– Tendrás que buscarte otra amiguita -me espetó-. Después de que hayamos tenido nuestra pequeña charla, no creo que Calabaza vaya a ser tan tonta de volver a dirigirte la palabra. ¿No es verdad, Calabaza?
Calabaza asintió con un movimiento de cabeza, pues no tenía otra elección; pero yo pude ver la pena que le daba. No volvimos a practicar juntas el shamisen.
La siguiente vez que fui a visitar a Mameha le conté este incidente.
– Espero que las palabras de Hatsumono se te hayan quedado bien grabadas -me dijo-. Si Calabaza no va a volver a dirigirte la palabra, tú tampoco has de dirigírsela a ella. Sólo conseguirías buscarle problemas; además le tendría que contar a Hatsumono lo que tú le dijeras. Puede que en el pasado te fiaras de esa pobre chica, pero debes dejar de hacerlo.
Me apenó tanto oír esto que durante un rato no pude decir palabra.
– Intentar sobrevivir en una okiya con Hatsumono -dije al fin- es como el puerco que tratara de salir con vida del matadero -estaba pensando en Calabaza cuando dije esto, pero Mameha debió de pensar que me refería a mí misma.
– No te falta razón -me dijo-. Tu única defensa es lograr tener más prestigio que ella y echarla.
– Pero si todo el mundo dice que es una de las geishas más famosas de Gion. No puedo imaginarme cómo puedo yo llegar a ser más famosa que ella.
– No he dicho fama -me contestó Mameha-. He dicho «prestigio». Ir a un montón de fiestas no lo es todo. Yo vivo en un espacioso apartamento con dos doncellas a mi servicio, mientras que Hatsumono, que probablemente va a tantas fiestas como yo, continúa viviendo en la okiya Nitta. Cuando hablo de tener prestigio, me refiero a la geisha que se ha ganado su independencia. Mientras no posea su propia colección de kimonos o no haya sido adoptada como hija de la okiya en la que vive, que viene a ser más o menos lo mismo, la geisha estará en poder de alguien toda su vida. Tú has visto algunos de los kimonos de mi colección, ¿no? ¿Cómo te crees que los he conseguido?
– He pensado que tal vez había sido adoptada por alguna okiya antes de cambiarse a vivir en este apartamento.
– Pues sí que viví en una okiya hasta hace más o menos cinco años. Pero la dueña tiene una hija propia. No adoptaría otra.
– Entonces, si me permite la pregunta, ¿se compró usted toda la colección de kimonos?
– ¿Cuánto te crees que gana una geisha, Chiyo? Una colección completa de kimonos no significa dos o tres para cada estación. Hay hombres cuya vida gira en torno a Gion. Se aburrirían de ti si te vieran vestida igual noche tras noche.
Debí de poner tal cara de asombro que Mameha soltó una carcajada.
– No te pongas triste, Chiyo. Este acertijo tiene una solución. Mi danna es un hombre generoso y ha sido él quien me ha comprado la mayoría de estos vestidos. Por eso tengo más prestigio que Hatsumono. Tengo un danna rico. Ella hace años que no lo tiene.
Llevaba en Gion el tiempo suficiente para saber un poco qué era aquello del danna. Es el término que las esposas emplean para llamar a sus maridos, o, más bien, lo era en mi tiempo. Pero cuando una geisha habla de su danna no está hablando de su marido. La geishas no se casan. O, al menos, las que se casan dejan de ser geishas.
Verás. A veces, después de una fiesta con geishas, algunos hombres no se quedan satisfechos sencillamente con haber coqueteado un rato y anhelan algo más. Algunos se contentan con ir a lugares como Miyagawa-cho, donde contribuirán con su propio sudor al olor de aquellas casas tan repugnantes que vi el día que encontré a mi hermana. Otros hombres reúnen el valor suficiente para inclinarse con la vista nublada hacia la geisha que tienen al lado y susurrarle al oído algo relativo a cuánto le «cobraría». Una geisha con poco nivel podría aceptar este tipo de arreglo; probablemente querrá aumentar sus ingresos y aceptará prácticamente todo lo que se le ofrezca. Puede que una mujer así se llame a sí misma geisha; pero yo creo que hay que verla bailar, tocar el shamisen, y realizar la ceremonia del té antes de decidir si es una verdadera geisha. Una verdadera geisha nunca echará a perder su reputación de este modo, poniéndose a disposición de un hombre por una sola noche.
No voy a fingir que las geishas nunca se entregan a un hombre de forma pasajera sencillamente porque lo encuentran atractivo. Pero eso forma parte de su vida privada. Las geishas también tienen pasiones como todo el mundo, y cometen los mismos errores que comete todo el mundo. La geisha que se atreve a correr este riesgo sólo espera que no la descubran. Está en juego su reputación; pero aún está más en juego su permanencia con su danna, si lo tiene. Y además podría despertar la cólera de la propietaria de su okiya. Una geisha decidida a seguir por el sendero de la pasión se arriesgará a todo ello; pero ciertamente no lo hará por un dinerillo que bien podría ganarse más fácilmente y de una forma legal.
Así que, como ves, una geisha del primer o segundo rango no se puede comprar para una sola noche, por nadie. Pero si el hombre adecuado está interesado en algo más -no una sola noche, sino un tiempo mucho más largo-, y si las condiciones que ofrece son convenientes, en ese caso, cualquier geisha aceptará encantada este arreglo. Las fiestas y todo eso está muy bien; pero en Gion el dinero de verdad lo ganas si tienes danna, y la geisha que no lo tiene -como Hatsumono- es como un gato callejero, sin un amo que lo alimente.
Se podría esperar que en el caso de una mujer tan guapa como Hatsumono habría habido hombres verdaderamente interesados en ser su danna; y estoy segura de que se lo propusieron muchos. De hecho, tuvo uno durante una temporada. Pero por alguna razón u otra había irritado hasta tal punto a la propietaria de la Casa de Té Mizuki, que era la que más frecuentaba, que desde entonces cada vez que un hombre preguntaba por ella le decían que no estaba disponible. Lo que ellos entendían como que ya tenía danna, aunque, en realidad, no era así. Al echar a perder su relación con la dueña de la casa de té, Hatsumono se perjudicó sobre todo a sí misma. Como era una geisha famosa, hacía el dinero suficiente para tener contenta a Mamita; pero como no tenía danna no sacaba lo bastante para ganarse su independencia y dejar la okiya para siempre. Ni tampoco podía registrarse en otra casa de té cuya propietaria se aviniera a ayudarla a encontrar un danna; ninguna de las otras casas de té querrían poner en peligro sus relaciones con la Mizuki.
Claro está que la mayoría de las geishas no están atrapadas de este modo. En lugar de ello, dedican todo su tiempo a hechizar a los hombres con la esperanza de que finalmente alguno pida información sobre ella a la dueña de la casa de té. Muchas veces esto no lleva a ningún lado; puede que cuando se investigue al hombre, se descubra que tiene poco dinero; o puede que se eche atrás cuando alguien le sugiera que regale a la geisha en cuestión un kimono caro como prueba de buena voluntad. Pero si las semanas de negociación terminan favorablemente, la geisha y su nuevo danna participarán en una ceremonia similar a la de hermanamiento de las geishas. En la mayoría de los casos este vínculo durará unos seis meses, tal vez más, pero tampoco mucho más porque, claro, los hombres enseguida se cansan de lo mismo. Los términos del acuerdo obligarán probablemente al danna a pagar una parte de la deuda de la geisha y a cubrir muchos de sus gastos mensuales, tales como la compra de artículos de maquillaje y, tal vez, una parte de la escuela y también, quizá, el médico. Cosas de ese tipo. Pese a todos estos dispendios, el hombre continuará pagando lo que se paga normalmente por hora cada vez que quiera pasar tiempo con ella, igual que el resto de los clientes. Pero también tiene derecho a ciertos «privilegios».
Éstas serían las condiciones del acuerdo en el caso de la geisha media. Pero una geisha de alto nivel, de las que había unas treinta o cuarenta en todo Gion, esperará mucho más. Para empezar, ni tan siquiera considerará empañar su reputación con una ristra de danna, sino que tendrá sólo uno o dos en toda su vida. Y su danna no sólo le cubrirá todos sus gastos, tales como los derechos de registro, las clases y las comidas, sino que también le proporcionará dinero de bolsillo, le financiará espectáculos de danza y le comprará kimonos y joyas. Y, por supuesto, cuando pase tiempo con ella, no pagará el precio que ella tenga fijado por hora; lo más seguro es que pague más, como un gesto de buena voluntad.
Mameha era una de esas geishas de alto nivel. En realidad, como más tarde me enteraría, era una de las dos o tres geishas más conocidas de todo Japón. Es posible que hayas oído hablar de la famosa geisha Mametsuki, que tuvo una aventura con el Primer Ministro de Japón poco después de la I Guerra Mundial y causó un gran escándalo. Pues bien, ella fue la hermana mayor de Mameha, por eso tiene el prefijo «Mame», en su nombre. Es normal que las geishas jóvenes deriven su nombre del de su hermana mayor.
El haber tenido una hermana mayor como Mametsuki ya habría sido suficiente para garantizarle a Mameha una carrera de éxitos. Pero en los primeros años veinte, la Oficina Japonesa de Turismo lanzó su primera campaña publicitaria. En los carteles se veía una bonita fotografía de una pagoda del Templo Toji, situado en el sureste de Kioto, con un cerezo en flor a un lado y una joven geisha, con un aspecto tímido y exquisitamente delicado y elegante, al otro. Esa geisha, todavía aprendiza por entonces, era Mameha.
Sería una infravaloración decir que Mameha se hizo famosa. El cartel del Turismo Japonés se exhibió en todas las grandes ciudades del mundo, con el eslogan «Venga a visitar el País del Sol Naciente» en todos los idiomas, no sólo inglés, sino también alemán, francés, ruso y otras lenguas de las que nunca he oído hablar. Por entonces Mameha solo tenía dieciséis años, pero de pronto se encontró con que la invitaban a conocer a todos los jefes de Estado, a todos los aristócratas ingleses y alemanes o a todos los millonarios americanos que visitaban Japón. Sirvió sake al gran escritor alemán Thomas Mann, quien después le contó, a través del intérprete, una aburrida historia, que duró casi una hora; y también a Charlie Chaplin, a Sun Yatsen y posteriormente a Ernest Hemingway, que se emborrachó y dijo que aquellos hermosos labios rojos sobre su cara blanca le parecían manchas de sangre en la nieve. Y la fama de Mameha siguió creciendo en los años que siguieron debido a sus recitales de danza en el Teatro Kabukiza de Tokio, al que generalmente asisten el Primer Ministro y muchas otras lumbreras.
Cuando Mameha anunció su intención de tomarme como hermana pequeña, yo no sabía nada de esto, pero casi fue mejor. Probablemente me hubiera intimidado tanto, que no habría dejado de temblar en su presencia.
Mameha fue lo bastante amable aquel día para sentarse conmigo en su apartamento y contarme todas estas cosas. Cuando estuvo segura de que la había entendido, dijo:
– Tras tu debut, serás aprendiza de geisha hasta que cumplas dieciocho años. Después necesitarás un danna, si quieres pagar todas tus deudas. Un danna sustancial. Mi trabajo es garantizarte que para entonces se te conozca en todo Gion, pero de ti depende el que te esfuerces y llegues a ser muy buena bailarina. Si no logras llegar al menos al quinto nivel para tu dieciséis cumpleaños, no podré hacer nada para ayudarte, y la Señora Nitta tendrá la alegría de comprobar que ha ganado su apuesta conmigo.
– Pero Mameha-san, no entiendo qué tiene que ver la danza en todo esto.
– Mucho. Todo -me contestó-. Si miras a tu alrededor a las geishas con más éxito de Gion, verás que todas ellas son excelentes bailarinas.
La danza es la más venerada de las artes de las geishas. Sólo se anima a especializarse en ella a las muchachas más prometedoras y más hermosas, y nada, salvo, quizás, la ceremonia del té puede compararse a la riqueza de su tradición. El estilo de Danza Inoue, que es el que practican las geishas de Gion, se deriva del teatro Noh. Como el teatro Noh es un arte muy antiguo, que siempre ha sido protegido por la corte imperial, las bailarinas de Gion consideran su arte superior al estilo de danza que se practica en el distrito de Pontocho, al otro lado del río, que se deriva del teatro Kabuki. Ahora bien, yo soy una gran aficionada a este último, y, de hecho, he tenido la suerte de poder contar entre mis amigos a algunos de los actores de Kabuki más célebres de este siglo. Pero el teatro Kabuki es una forma artística relativamente nueva; no existía antes del siglo XVIII. Y ha gozado siempre del favor del pueblo más que de la protección de la corte. Sencillamente el estilo de danza de Pontocho y el estilo de danza Inoue propio de Gion no son comparables.
Todas las aprendizas de geisha tienen que estudiar danza, pero, como ya he dicho, sólo a las más prometedoras y atractivas se las animará a especializarse y continuar formándose para ser verdaderas bailarinas, más que músicas o cantantes. Lamentablemente, la razón de que Calabaza, con su cara redonda y regordeta, pasara tanto tiempo practicando el shamisen era que no había sido seleccionada como bailarina. En cuanto a mí, no era tan hermosa como para que no se me ofreciera otra opción que bailar, como era el caso de Hatsumono. Me pareció que sólo demostrando a mis maestras que estaba deseosa de trabajar tanto como fuera necesario podría llegar a ser bailarina.
Gracias a Hatsumono, sin embargo, mis clases tuvieron un mal principio. Mi maestra era una mujer de unos cincuenta años, a la que apodábamos Señorita Culito, porque la piel se le amontonaba en el cuello, formando justo debajo de la barbilla algo parecido a un pequeño trasero. La Señorita Culito odiaba a Hatsumono tanto como la mayoría de las habitantes de Gion. Hatsumono lo sabía, ¿y qué te crees que hizo? Fue a hablar con ella -esto lo sé porque la misma Señorita Culito me lo contaría años después-, y le dijo:
– ¿Podría pedirle un favor, profesora? Tengo puesto un ojo en una de sus alumnas, que parece una chica muy dotada. Le estaría muy agradecida si pudiera decirme qué opina usted de ella. Se llama Chiyo, y le tengo mucho, mucho cariño. Si pudiera prestarle alguna ayuda especial, yo le quedaría profundamente agradecida.
Hatsumono no tuvo que decirle más, pues la Señorita Culito me prestó toda esa «ayuda especial» que Hatsumono esperaba. Yo no bailaba especialmente mal, pero a la Señorita Culito le faltó tiempo para utilizarme como ejemplo de lo que no había que hacer. Por ejemplo, recuerdo una mañana que nos estaba ensañando un paso que consistía en pasar el brazo por delante del cuerpo y luego golpear el tatami con el pie. Se suponía que todas teníamos que repetir el paso al unísono, pero como éramos principiantes, cuando terminamos y golpeamos el suelo, sonó como si una bandeja llena de bolsas de habichuelas se hubiera derramado por el suelo, pues ni un solo pie tocó el suelo al mismo tiempo que otro. Puedo asegurar que yo no lo había hecho peor que el resto, pero la Señorita Culito se acercó a mí, con el pequeño trasero que le colgaba de la barbilla temblándole, y se golpeó el muslo con el abanico cerrado varias veces antes de darme con él en la cabeza.
– No se golpea el suelo en cualquier momento -dijo-. Y no se debe crispar la barbilla.
En las danzas Inoue, se debe mantener la cara lo más inexpresiva posible, a imitación de las máscaras típicas del teatro Noh. Pero mira que regañarme porque había crispado la barbilla cuando la suya temblaba de ira… Yo estaba a punto de llorar, porque me había golpeado con el abanico, pero el resto de la clase rompió a reír. La Señorita Culito me echó la culpa de las risas, y me expulsó de la clase, castigada.
No puedo decir lo que hubiera sido de mí bajo su cuidado, de no haber ido Mameha a hablar con ella para hacerle comprender lo que había sucedido realmente. Por mucho que la profesora odiara antes a Hatsumono, estoy segura de que después de enterarse de cómo la había engañado la odió aún más. Y tengo que decir que lamentó tanto lo mal que me había tratado que no tardé en convertirme en una de sus alumnas favoritas.
No puedo decir que tuviera dotes naturales de ningún tipo, ni para la danza ni para cualquier otra cosa; pero lo que sí es cierto es que estaba tan decidida como cualquiera a trabajar sin descanso hasta lograr mi objetivo. Desde que me había encontrado con aquel Señor Presidente en la calle un día de la primavera pasada, lo que más anhelaba era tener la posibilidad de llegar a ser geisha y encontrar un lugar en el mundo. Ahora que Mameha me había ofrecido esa posibilidad, estaba resuelta a aprovecharla. Pero con todas las clases, además de las tareas domésticas que tenía encomendadas, y con los objetivos tan altos que me había marcado, durante los primeros seis meses de aprendizaje me sentí totalmente abrumada. Luego, pasado este tiempo, descubrí pequeños trucos que me ayudaron a llevarlo con más tranquilidad. Por ejemplo, encontré una manera de practicar el shamisen mientras hacía los recados. Recordaba una melodía en la cabeza al tiempo que me imaginaba vividamente los movimientos de mi mano izquierda en el mástil y los de la derecha rasgando las cuerdas con la púa. De este modo, a veces, cuando me ponía el instrumento real en el regazo, era capaz de tocar bastante bien una canción que sólo había tocado una vez. Alguna gente creía que no había tenido que ensayarla para aprenderla, pero, en realidad, la había practicado en mi cabeza yendo y viniendo por las calles de Gion.
Para aprenderme las baladas y las otras canciones que estudiábamos en la escuela, empleaba otro truco distinto. Desde pequeña había tenido cierta facilidad para repetir con bastante exactitud al día siguiente una pieza de música que había escuchado por primera vez la noche anterior. No sé por qué, supongo que es algo característico de mi personalidad. Así que empecé a escribir las letras de las canciones antes de irme a dormir. Luego, cuando me despertaba, mientras mi mente estaba todavía fresca e impresionable, las leía antes incluso de estirarme en el futón. Por lo general, me bastaba con esto, pero con las canciones más difíciles, utilizaba el truco de buscar imágenes que me recordaran la melodía. Por ejemplo, la rama caída de un árbol me hacía pensar en el sonido del tambor, o un arroyo golpeando contra una roca me recordaba que tenía que doblar la cuerda del shamisen para elevar el tono de la nota; y me imaginaba toda la canción como si fuera un paseo por el campo.
Pero, por supuesto, el reto mayor y el más importante para mí era la danza. Durante meses había intentado poner en práctica todos los trucos que se me habían ocurrido, pero no me servían de nada. Entonces, un día, la Tía se puso furiosa conmigo porque derramé el té en la revista que ella estaba leyendo. Lo extraño es que en el preciso momento en que se volvió contra mí, yo le estaba dedicando los más agradables pensamientos. Tras esto me sentí muy apenada y me encontré pensando en mi hermana, que estaba en algún lugar de Japón sin mí; y en mi madre, quien esperaba que descansara en paz en el paraíso; y en mi padre a quien no le había importado vendernos y vivir solo el resto de sus días. A medida que pensaba todas estas cosas, empezó a pesarme el cuerpo. Así que subí al cuarto donde dormíamos Calabaza y yo, pues Mamita me había trasladado allí después de la visita de Mameha a nuestra okiya. En lugar de echarme en el tatami y empezar a llorar, moví el brazo, como si me llevara la mano al pecho trazando un gran círculo. No sé por qué lo hice; era un paso de una danza que habíamos estudiado aquella mañana y que me había parecido muy triste. Al mismo tiempo pensé en aquel Señor Presidente y en cuánto más fácil sería mi vida si pudiera encomendarme a un hombre como él. Me pareció que el suave movimiento de mi brazo al girar en el aire expresaba estos sentimientos de pena y deseo. Era un movimiento que mostraba una gran dignidad; no era como el de una hoja revoloteando antes de caer al suelo, sino como el de un barco deslizándose sobre las aguas del océano. Supongo que lo que quería decir con «dignidad» era una especie de confianza, o certeza, de que una pequeña ráfaga, de viento o el cabrilleo de una ola no iban a modificarlo. Lo que descubrí aquella tarde fue que cuando tenía el cuerpo apesadumbrado, me movía con mayor dignidad. Y si me imaginaba al Presidente mirándome, mis movimientos adquirían tal profundidad de sentimiento que a veces cada paso de la danza equivalía a una especie de interacción con él. Girar con la cabeza ligeramente ladeada podría representar la pregunta: «¿Dónde vamos a pasar el día, Señor Presidente?». Extendiendo el brazo y abriendo el abanico mostraba lo agradecida que me sentía de que me hubiera honrado con su compañía. Y cuando un poco después cerraba de golpe el abanico, lo que quería decirle era que nada en la vida me importaba tanto como agradarle.