39112.fb2
Durante la primavera de 1934, cuando yo llevaba más de dos años de aprendizaje, Hatsumono y Mamita decidieron que había llegado el momento de que Calabaza debutara como aprendiza de geisha. Por supuesto, nadie se molestó en contarme nada, pues Calabaza seguía teniendo órdenes de no hablarme, y Hatsumono y Mamita no dedicarían ni siquiera un segundo de su tiempo a considerar semejante cosa. Sólo me enteré el día que Calabaza salió de la okiya por la tarde temprano y regresó al anochecer con el peinado de las jóvenes geishas, el llamado momoware, que quiere decir «durazno abierto». Cuando entró en el portal, y la vi por primera vez así peinada, casi enfermo de celos y de decepción. Nuestras miradas no se cruzaron más de una fracción de segundo; probablemente Calabaza no podía evitar pensar en el efecto que tendría en mí su debut. Con el cabello retirado de las sienes, formando un hermoso óvalo, más que recogido atrás, como lo había llevado siempre, parecía una joven, aunque no había perdido su carita infantil. Durante años las dos habíamos envidiado a las chicas mayores que llevaban esos elegantes peinados. Ahora Calabaza empezaría su carrera de geisha, mientras que yo me quedaba atrás, sin siquiera poder preguntarle sobre su nueva vida.
Entonces llegó el día que Calabaza se vistió por primera vez como las aprendizas de geisha y fue con Hatsumono a la Casa de Té Mizuki, para la ceremonia que las uniría como hermanas. Mamita y la Tía también fueron, pero a mí me excluyeron. Sí que estuve, sin embargo, en el vestíbulo esperando que Calabaza bajara ayudada por las criadas. Llevaba un kimono negro grandioso, con una cenefa de la okiya Nitta y un obi morado y oro; llevaba la cara maquillada de blanco por primera vez.
Yo me esperaba encontrarla encantadora y orgullosa de los hermosos adornos que llevaba en el pelo y de los labios pintados de un rojo brillante, pero me pareció más preocupada que otra cosa. Le costaba mucho caminar; los adornos de una aprendiza son así de incómodos. Mamita le puso a la Tía una cámara fotográfica en la mano y le dijo que saliera y sacara una foto de Calabaza como recuerdo de la primera vez que frotaban el pedernal detrás de ella para invocar la buena suerte. El resto de nosotras nos quedamos amontonadas en el portal, fuera de la foto. Las criadas agarraron a Calabaza por los brazos mientras ella introducía los pies en los altos zapatos de madera que llamamos okobo, que son los que llevan las aprendizas de geisha. Luego Mamita se acercó y se puso detrás de Calabaza posando como si estuviera frotando un pedernal, aunque, en realidad, siempre era la Tía o una de las criadas las que se encargaban de hacerlo cada día. Cuando por fin la Tía sacó la foto, Calabaza dio unos pasos, tambaleándose, y se volvió a mirarnos. El resto estaban saliendo también para reunirse con ella, pero era a mí a quien miraba, con una expresión que parecía decir cómo lamentaba el cariz que habían tomado las cosas.
Al final del día, Calabaza había pasado a ser oficialmente conocida por su nuevo nombre de geisha: Hatsumiyo. El «Hatsu» venía de Hatsumono, y aunque le habría ayudado mucho tener un nombre derivado del de una geisha tan conocida como Hatsumono, no funcionó así. Muy poca gente llegó a conocer su nombre de geisha. Y siguieron llamándola como siempre la habíamos llamado, Calabaza.
Yo estaba deseando contarle a Mameha que Calabaza ya había debutado. Pero aquella temporada había estado más ocupada de lo normal, viajando a Tokio con mucha frecuencia a petición de su danna; y por ello no nos habíamos visto en casi seis meses. Todavía pasarían algunas semanas más antes de que Mameha tuviera tiempo de mandarme llamar a su apartamento. Cuando entré, la doncella ahogó un gritito, sorprendida al verme; y lo mismo le pasó a Mameha un momento después, cuando salió del cuarto de atrás. No podía imaginarme qué les pasaba. Y luego, cuando me arrodillé para saludar a Mameha y decirle lo honrada que me sentía de volver a verla, no me prestó ninguna atención.
– ¡Por todos los cielos!, Tatsumi, ¿tanto tiempo he estado fuera? -le dijo a la doncella-. Casi no la reconozco.
– Me alegra oírla, señora -contestó Tatsumi-. ¡Creí que me pasaba algo en los ojos!
En ese momento, ciertamente, me preguntaba de qué estaban hablando. Pero en los seis meses que habían pasado desde que las había visto por última vez, había cambiado más de lo que yo podía darme cuenta. Mameha me dijo que volviera la cabeza hacia un lado, y luego hacia el otro, y no dejaba de repetir:
– ¡Por todos los cielos! ¡Ya es una mujercita!
En un momento dado, Tatsumi me hizo ponerme de pie y extender los brazos para que ella pudiera medirme la cintura y las caderas con las manos, y luego me dijo:
– Los kimonos te van a caer como un guante -por la expresión de su cara al decirme esto no me cabe la menor duda de que quería echarme un piropo.
Por fin Mameha le dijo a Tatsumi que me llevara al cuarto de atrás y me pusiera un kimono adecuado. Yo llevaba puesto el mismo vestido azul y blanco con el que había ido a clase aquella mañana, pero Tatsumi me puso un kimono de seda azul oscuro con un estampado de ruedecitas de carro en tonos amarillos y rojos. No era el kimono más hermoso que se pueda imaginar, pero cuando me miré en el espejo mientras Tatsumi me ajustaba en la cintura un obi verde claro, descubrí que, de no ser por la sencillez de mi peinado, me podrían tomar por una aprendiza de geisha camino de una fiesta. Cuando salí de la habitación me sentía bastante orgullosa, y pensé que Mameha volvería a mostrarse sorprendida o algo así. Pero ella se limitó a ponerse de pie, se metió un pañuelo en la manga y se dirigió directamente a la puerta, en donde, deslizando los pies en un par de zori lacados en verde, volvió la cabeza y me miró por encima del hombro.
– ¡A qué esperas! -dijo-. ¿No vienes?
No tenía ni idea de adonde nos dirigíamos, pero me hacía mucha ilusión que me vieran en la calle con Mameha. La doncella había sacado otro par de zori lacados para mí, en un suave tono gris. Al salir a la calle, una anciana aminoró su paso y saludó a Mameha con una inclinación y luego, casi en un mismo movimiento, se volvió y me saludó a mí con otra inclinación. Yo no supe qué pensar de ello, pues hasta entonces nadie se había fijado en mí en la calle. El sol me cegaba así que no distinguí si la conocía o no. Pero respondí con otra inclinación, y un momento después había desaparecido. Pensé que probablemente sería una de mis profesoras, pero entonces volvió a suceder lo mismo; esta vez con una geisha joven que yo había admirado muchas veces, pero que nunca se había dignado a mirarme.
Fuimos calle arriba, y prácticamente todas las personas con las que nos cruzamos le dijeron algo a Mameha o, al menos, la saludaron con una reverencia, y luego también me obsequiaron a mí con otra o con una pequeña inclinación de cabeza. Me detuve varias veces y terminé varios pasos detrás de Mameha. Ella se dio cuenta de mi dificultad y me llevó a una calle tranquila para enseñarme cómo debía andar y saludar al mismo tiempo. Mi problema, me dijo, era que no había aprendido a mover la parte superior del cuerpo con independencia de la inferior. Cuando quería saludar a alguien con una reverencia, dejaba de andar.
– Aminorar el paso es una manera de mostrar respeto -me dijo-. Cuanto más lo aminores, mayor será el respeto. Tienes que detenerte para hacer una reverencia cuando te encuentres con una de tus profesoras, pero, por lo que más quieras, con el resto no aminores el paso más de lo necesario, o nunca llegarás adonde te diriges. Siempre que puedas avanza, a un ritmo constante y con pasos cortos, para que se ondule la parte inferior del kimono. Al andar debes dar la impresión de las olas rizando la arena.
Practiqué andando arriba y abajo de la calle como Mameha me había explicado, con la vista fija en los pies para verificar que el kimono se ondulaba correctamente. Cuando Mameha encontró satisfactorios mis andares, volvimos a ponernos en camino.
Comprobé que la mayoría de los saludos respondían a dos modalidades bastante fáciles de distinguir. Cuando nos cruzábamos con una geisha joven, ésta, por lo general, aminoraba el paso o incluso se detenía completamente antes de hacer la reverencia de saludo a Mameha, a lo que Mameha respondía con una o dos palabritas amables y una pequeña inclinación de cabeza; entonces la joven geisha me dedicaba una mirada de extrañeza y una inclinación incierta, que yo respondía con una profunda reverencia, pues yo era siempre más joven que cualquiera de las mujeres que nos encontrábamos. Sin embargo, en el caso de las mujeres maduras o las ancianas, era casi siempre Mameha la que saludaba primero con una reverencia; entonces la mujer devolvía el saludo con una respetuosa inclinación, pero no tan profunda como la de Mameha, y luego me miraba de arriba abajo y me hacía una pequeña inclinación de cabeza. Yo siempre respondía a estos últimos saludos con la reverencia más profunda que era capaz de hacer con los pies en movimiento.
Le conté a Mameha el debut de Calabaza; y los meses que siguieron esperé que me dijera que había llegado el momento de empezar también mi aprendizaje. En lugar de ello, pasó la primavera y también el verano sin que ella dijera nada de esta suerte. En contraste con la ajetreada vida que había empezado a llevar Calabaza, yo sólo tenía mis clases y mis tareas domésticas, así como los quince o veinte minutos que pasaba con Mameha varias tardes a la semana. A veces me sentaba con ella en su apartamento y me enseñaba algo necesario y que yo todavía no sabía; pero la mayoría de las tardes me vestía con uno de sus kimonos y me llevaba por todo Gion, haciendo recados o visitando a su vidente o a su fabricante de pelucas. Incluso cuando llovía y ella no tenía ningún recado que hacer, salíamos y caminábamos bajo nuestros paraguas de laca de tienda en tienda para comprobar que efectivamente iban a llegar nuevas existencias de perfume italiano o que el arreglo del kimono que había llevado a reparar estaba prácticamente terminado, pero no se lo entregarían hasta la semana próxima.
Al principio pensé que quizás Mameha me llevaba con ella para enseñarme a andar derecha -pues no paraba de darme en la espalda con el abanico cerrado para que la enderezara- u otras cosas por el estilo, como la forma de comportarme con la gente. Parecía que Mameha conocía a todo el mundo, y siempre sonreía o decía alguna palabra amable, incluso a las criadas o a las doncellas más jóvenes, pues sabía que debía su posición de prestigio a las personas que la ensalzaban. Pero un día, cuando salíamos de una librería, me di cuenta de lo que estaba haciendo realmente. No tenía un interés particular en ir ni a la librería ni al fabricante de pelucas ni a la papelería. Los recados no eran especialmente importantes; y además podría haber enviado a una de sus doncellas en lugar de ir ella en persona. Hacía todos aquellos recados sólo para que la gente de Gion nos viera juntas por la calle. Estaba retrasando mi debut para dar tiempo a que la gente se fijara en mí.
Una soleada tarde de octubre salimos del apartamento de Mameha y caminamos por la orilla del Shirakawa, viendo cómo revoloteaban y caían en el agua las hojas de los cerezos. Había mucha gente paseando también por la misma razón, y, como era de esperar, todo el mundo saludaba a Mameha. Casi todas las veces, al mismo tiempo que la saludaban a ella me saludaban a mí.
– Vas siendo cada vez más conocida, ¿no crees? -me espetó.
– Creo que la mayoría de la gente no tendría inconveniente en saludar a una oveja, si estuviera con usted, Mameha-san.
– Especialmente a una oveja -dijo-. Sería tan raro. Pero te estoy hablando en serio. No sabes cuánta gente me pregunta por la chica de los ojos grises. No saben tu nombre, pero eso no importa. Ya no te queda mucho tiempo de llamarte Chiyo.
– ¿Está Mameha-san sugiriendo que…?
– Lo que quiero decir es que he estado hablando con Waza-san -así se llamaba su vidente-, y me ha sugerido que el tercer día de noviembre es un día propicio para tu debut.
Mameha se detuvo a observarme. Me había quedado inmóvil como un árbol y con unos ojos como platos. No me puse a gritar o a dar palmadas de alegría, pero estaba tan contenta que no me salían las palabras. Finalmente di las gracias a Mameha con una reverencia.
– Vas a ser un buena geisha -me dijo-, pero aún podrás serlo mejor si tienes en cuenta lo que dicen tus ojos.
– Nunca he pensado que dijeran nada -respondí yo.
– Los ojos son la parte más expresiva del cuerpo de una mujer, especialmente en tu caso. Quédate ahí un momento y te lo demostraré.
Mameha dio la vuelta a la esquina y me dejó sola en la tranquila callejuela. Un momento después volvió a aparecer; venía hacia mí mirando hacia el otro lado. Me dio la impresión de que tenía miedo de lo que podría pasar si miraba en la dirección en la que yo estaba.
– Pues bien -me dijo-. ¿Qué habrías pensado si hubieras sido un hombre?
– Habría pensado que estabas tan concentrada en evitarme, que no podías pensar en otra cosa.
– ¿No sería posible que tan sólo estuviera mirando los desagües de los canalones al pie de las casas?
– Aun así habría pensado que estabas rehuyendo mi mirada.
– Eso es precisamente lo que quiero decirte. Con un perfil sorprendente nunca se corre el riesgo de transmitir inadvertidamente al hombre el mensaje equivocado. Pero los hombres van a fijarse en tus ojos e imaginar que les estás transmitiendo algo, aunque no sea así. Ahora vuelve a mirarme.
Mameha desapareció tras la esquina, y esta vez volvió con la vista en el suelo y caminando de una manera particularmente soñadora. Entonces, cuando se acercó a mí, levantó los ojos, que se cruzaron con los míos durante un instante, y enseguida miró hacia otro lado. He de decir que sentí una sacudida eléctrica; si hubiera sido un hombre, habría pensado que aquella mujer no tardaría en entregarse a unos intensos sentimientos que estaba luchando por ocultar.
– Si con unos ojos normales como los míos puedo decir todas estas cosas -me explicó-, piensa en todo lo que podrás decir tú con los tuyos. No me sorprendería que fueras capaz de hacer que un hombre se desmayara aquí mismo en la calle.
– ¡Mameha-san! -exclamé-. Si tuviera la capacidad de hacer que los hombres se desmayaran, estoy segura de que a estas alturas ya lo sabría.
– Pues me sorprende que no lo sepas. Hagamos un trato: estarás preparada para hacer tu debut cuando hayas hecho pararse en seco a un hombre con un simple parpadeo.
Anhelaba tanto debutar que si Mameha me hubiera retado a derribar un árbol con sólo mirarlo, estoy segura de que lo habría intentado. Le pedí que tuviera la amabilidad de acompañarme a probarlo con unos cuantos hombres, y ella aceptó encantada. El primer hombre que nos cruzamos era tan anciano que realmente parecía un kimono lleno de huesos. Iba subiendo la calle muy despacio, apoyado en un bastón, y llevaba unas gafas tan llenas de mugre que no me hubiera sorprendido que se chocara con la esquina de algún edificio. No se fijó en mí en absoluto; así que continuamos caminando hacia la Avenida Shijo. No tardé en ver a dos hombres vestidos a la occidental, como los hombres de negocios, pero tampoco tuve suerte con ellos. Creo que reconocieron a Mameha, o tal vez sencillamente pensaron que ella era más bonita que yo, pues clavaron sus ojos en ella.
Iba a desistir cuando reparé en un repartidor de unos veinte años que llevaba una bandeja llena de cajas vacías. Por entonces varios restaurantes de Gion servían comidas a domicilio, y luego por la tarde enviaban a un muchacho a recoger las cajas. Por lo general se amontonaban en un gran cajón que se arrastraba manualmente o se ataba a una bicicleta. No sé por qué aquel joven transportaba las cajas en una bandeja. En cualquier caso, estaba como a un bloque de distancia y venía hacia mí. Me di cuenta de que Mameha lo observó atentamente. Entonces dijo:
– Hazle tirar la bandeja.
Antes de poder decidir si Mameha bromeaba, ésta se metió por una bocacalle y desapareció.
No creo que sea posible para una chica de catorce años -o para una mujer de cualquier edad- hacer que un joven tire algo al suelo por el solo procedimiento de mirarle de una forma determinada. Supongo que esas cosas suceden en las películas y en los libros. Hubiera desistido sin siquiera intentarlo, de no haber reparado en dos cosas. En primer lugar, el joven ya me estaba mirando como mira al ratón un gato hambriento; y en segundo lugar, la mayoría de las calles de Gion no tienen bordillos, pero ésta sí que lo tenía, y el muchacho iba andando por la calzada no muy alejado de la acera. Si pudiera obligarlo a subir a la acera, podría suceder que al hacerlo se tropezara con el bordillo y dejara caer la bandeja. Empecé por mantener la vista pegada al suelo delante de mis pies, y luego intenté hacer lo que acababa de hacerme a mí Mameha. Alcé los ojos hasta que mi mirada se cruzó un instante con la del chico, y luego la aparté rápidamente. Unos pasos después, repetí la operación. Pero esta vez, el muchacho me estaba mirando tan fijamente que probablemente se había olvidado de la bandeja que llevaba en la mano y todavía más del bordillo que tenía a sus píes. Cuando ya estábamos casi uno al lado del otro, cambié ligeramente mi rumbo, de modo que no pudiera cruzarse conmigo sin subirse a la acera, y lo volví a mirar directamente a los ojos. El muchacho intentó apartarse de mi camino, pero, justo como yo había esperado, se hizo un lío con los pies y se tropezó con el bordillo, cayendo hacia un lado y desparramando todas las cajas por la acera. No pude evitar echarme a reír. Y menos mal que el joven también se rió. Le ayudé a recoger las cajas y le dediqué una sonrisa; él me hizo la reverencia más profunda que me habían hecho nunca y continuó su camino.
Un momento después me reuní con Mameha, que lo había visto todo.
– Creo que no vas a estar nunca más preparada -dijo. Y con esto, me condujo al otro lado de la gran avenida hasta el apartamento de Waza-san, su vidente, y lo puso a trabajar en la busca de las fechas propicias para los distintos eventos previos a mi debut, tales como visitar el templo para anunciar mi intención a los dioses, ir a que me hicieran por primera vez el peinado propio de las aprendizas y representar mi papel en la ceremonia en la que Mameha y yo nos haríamos hermanas.
Aquella noche no pegué ojo. Por fin iba a suceder lo que tanto había deseado, y, ¡madre mía!, tenía el estómago revuelto. La idea de vestirme con aquellas exquisitas ropas que yo tanto admiraba y de aparecer en una habitación llena de hombres bastaba para empaparme las manos de sudor. Cada vez que lo pensaba sentía un delicioso hormigueo nervioso que me subía desde las rodillas al esternón. Me imaginaba en una casa de té, abriendo la puerta de una habitación cubierta de tatamis. Los hombres volvían la cabeza para mirarme; y, por supuesto, entre ellos se encontraba aquel Señor Presidente de mis sueños. A veces lo imaginaba solo en la habitación, vestido con el tipo de kimono que se ponen muchos hombres al volver del trabajo para estar cómodos, y no con traje occidental. En su mano, suave como un trozo de madera pulido por el mar, sostenía una copa de sake. Más que nada en el mundo deseaba llenársela y sentir sus ojos mirándome mientras le servía.
Sólo tenía catorce años, pero me parecía que ya había vivido dos vidas. Mi nueva vida acababa de comenzar, pero mi antigua vida había terminado hacía algún tiempo. Habían pasado varios años desde que me había enterado de las tristes noticias de mi familia, y me asombraba cómo había podido cambiar mi paisaje mental. Todos sabemos que una escena invernal de árboles cubiertos con mantos de nieve será irreconocible a la primavera siguiente. No me podía imaginar, sin embargo, que algo así podía suceder dentro de nosotros mismos. Cuando recibí las noticias de mi familia, fue como si me hubiera cubierto una capa de hielo. Pero con el tiempo, ese frío terrible se había ido templando hasta revelar un paisaje que nunca había visto, ni siquiera imaginado, antes. No sé si esto te parecerá una tontería, pero mi mente la víspera de mi debut era semejante a un jardín en el que las flores sólo han empezado a asomar del suelo, de modo que es imposible saber cómo será. Estaba rebosante de entusiasmo; y en ese jardín mental había una estatua, precisamente en su centro. Era la imagen de la geisha que deseaba llegar a ser.