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Capítulo catorce

Dicen que la semana en la que una joven prepara su debut como aprendiza de geisha es semejante a cuando un gusano se convierte en mariposa. Es una idea encantadora, pero no logro imaginar quién ni por qué ha podido pensar algo así. El gusano sólo tiene que tejer el capullo y dormitar un rato; mientras que en mi caso, puedo decir que nunca volví a tener una semana más agotadora. El primer paso era hacerme el peinado característico de las aprendizas de geisha, el estilo llamado «durazno abierto», que ya he mencionado. En Gion, en aquel tiempo, había bastantes peluquerías; la de Mameha estaba en una sala terriblemente abarrotada encima de uno de esos restaurante típicos donde se come anguila. Tuve que esperar casi dos horas a que me tocara con otras seis u ocho geishas arrodilladas aquí y allí, incluso en el rellano de la escalera. Lamento decir que el olor a pelo sucio era abrumador. Los elaborados peinados que llevaban las geishas en aquel tiempo requerían tanto esfuerzo y resultaban tan caros que nadie iba a la peluquería más de una vez a la semana o así; al final de este tiempo, ni los perfumes ni nada remediaban el mal olor.

Cuando por fin llegó mi turno, lo primero que hizo el peluquero fue ponerme la cabeza sobre un gran barreño, en una posición que me hizo preguntarme si pensaba degollarme. Luego vertió sobre mi cabeza un cubo de agua tibia y empezó a frotarla con jabón. Frotar no es una palabra lo bastante fuerte, porque, en realidad, lo que aquel hombre hacía en mi cuero cabelludo con sus uñas se parecía más a lo que hace un labrador con la azada en el campo. Al recordarlo ahora, entiendo por qué. La caspa es un grave problema entre las geishas y pocas cosas hay menos atractivas y que hagan parecer más sucio el cabello. El peluquero tendría sus buenas razones, pero un rato después, sentía el cuero cabelludo en carne viva y casi lloraba de dolor. Finalmente me dijo:

– No te prives, llora si quieres. ¿Por qué te crees que te he puesto debajo una palangana?

Supongo que ésta era su forma de ser gracioso, porque después de decir esto soltó una sonora carcajada.

Cuando consideró que ya me había raspado lo suficiente el cuero cabelludo, me sentó en la estera a un lado y me desenredó el pelo con un peine de madera; terminé con los músculos del cuello doloridos de tantos tirones. Por fin le pareció que no quedaban nudos, y entonces me untó el pelo con aceite de camelia, lo que le dio un bonito brillo. Estaba empezando a pensar que había pasado lo peor, cuando veo que saca una barra de cera. Por mucho que se lubrique el pelo con aceite de camelia o que se utilice una plancha caliente para mantener la cera blanda, el pelo y la cera nunca se llevarán bien. Dice mucho de lo civilizados que somos los seres humanos el que una joven sea capaz de permitir sin apenas una queja que un tipo le embadurne el pelo con cera. Si intentáramos hacerle lo mismo a un perro, nos mordería hasta dejarnos como un colador.

Cuando tuve el cabello uniformemente encerado, el peluquero me retiró el flequillo y el resto me lo anudó en la coronilla formando una especie de acerico. Visto por detrás, este acerico tiene una raja, como si estuviera partido en dos, lo que le da al peinado el nombre de «durazno abierto».

Aunque llevé este peinado durante bastantes años, hasta que me lo explicó un hombre mucho tiempo después, nunca había visto en él algo que es totalmente obvio. El nudo -lo que yo he llamado acerico- se forma enrollando el pelo en un trozo de tela. Por detrás, donde se deshace el nudo, la tela se deja visible; puede ser de cualquier color o estampada, pero en el caso de una aprendiza de geisha -al menos a partir de un momento determinado- es siempre seda roja. Una noche un hombre me dijo:

– La mayoría de esas inocentes chicas no tienen ni idea de lo provocativo que es el peinado que llevan. Imagínate que vas andando detrás de una joven geisha, pensando en todas las picardías que te gustaría hacerle, y entonces ves en su cabeza esa forma de durazno abierto con una gran mancha roja en la raja… ¿Tú qué crees?

La verdad es que no pensaba nada en especial, y así se lo dije.

– No tienes imaginación -me contestó.

Un momento después, entendí lo que quería decir y me ruboricé tanto que él se rió al verme.

De camino de regreso a la okiya, no me importaba tener el cuero cabelludo estriado como si fuera un trozo de arcilla decorado por el alfarero. Al verme reflejada en los escaparates, me parecía que era alguien a quien había que tomarse en serio; ya no era una chica, sino una joven. Cuando llegué a la okiya, la Tía me hizo girar varias veces, examinándome detenidamente, y luego me dijo toda suerte de palabras amables. Ni siquiera Calabaza se pudo resistir y dio una vuelta a mi alrededor con gran admiración, aunque Hatsumono se habría enfadado si lo hubiera sabido. ¿Y cómo crees que reaccionó Mamita? Se puso de puntillas para ver mejor -lo que no le sirvió de mucho porque yo ya era bastante más alta que ella- y luego se lamentó de que no hubiera ido al peluquero de Hatsumono en lugar del de Mameha.

Puede que al principio todas las geishas jóvenes estén encantadas y presuman de su peinado, pero al cabo de tres o cuatro días llegarán a odiarlo. Porque si la joven quiere echar un sueñecito al llegar de la peluquería, ya no se podrá tumbar sobre la almohada como lo había hecho la noche anterior, pues se despertaría con todo el peinado aplastado y deformado y tendría que volver inmediatamente al peluquero. Por esta razón, después de ir a la peluquería por primera vez, la joven aprendiza de geisha ha de aprender una nueva forma de dormir. Ya no utilizará una almohada normal, sino un takamakura, que no es para nada una almohada, sino más bien una peana donde descansa la nuca. Muchas están almohadilladas con paja, pero aun así no se diferencia mucho de poner la cabeza en una piedra. Te acuestas en el futón, con el cabello suspendido en el aire, pensando que todo va sobre ruedas, hasta que te quedas dormida. Pero cuando te despiertas, te das cuenta de que te has movido sin querer y tienes la cabeza sobre el futón o la estera, y tu peinado está tan chafado como si no hubieras usado un takamakura. En mi caso, la Tía me ayudó a evitar esto poniéndome una bandeja con harina de arroz en la estera, debajo de la cabeza. Cada vez que dormida, sin querer, dejaba caer la cabeza de la peana, me rebozaba el pelo en harina, que se pegaba a la cera, estropeando así totalmente mi peinado. Ya había visto a Calabaza pasar por este suplicio. Ahora me tocaba a mí. Durante algún tiempo me desperté todas las mañanas con el peinado destrozado y tuve que hacer cola en el peluquero esperando mi turno para ser torturada.

Todas las tardes durante la semana previa a mi debut, la Tía me vistió con el atuendo completo de las aprendizas de geisha y me hizo andar de un extremo al otro del pasaje de la okiya a fin de que me acostumbrara a su peso. Al principio apenas podía andar y me asustaba caerme hacia atrás. La vestimenta de las jóvenes es mucho más ornamentada que la de las geishas mayores; lo que significa que los kimonos son de colores más vivos, con tejidos más llamativos y además el obi más largo. Una mujer madura llevará el obi atado con lo que llamamos un «nudo tambor», porque tiene la forma de una pequeña caja, muy simple y recogida; éste no requiere gran cantidad de tela. Pero una geisha de menos de veinte años lleva el obi atado de una forma más llamativa. Lo que en el caso de las aprendizas significa un darari obi u obi colgante, que es el más espectacular de todos. Va atado a la altura de las paletillas y los extremos caen casi hasta el suelo. Independientemente de que el color del kimono sea vivo o apagado, el obi es siempre de brillantes colores. Cuando una aprendiza camina por la calle delante de ti, no te fijas en el kimono, sino en el colorido obi que le cuelga hasta el suelo, dejando ver sólo un trozo de kimono en los hombros y en los costados. Para conseguir este efecto el obi ha de ser tan largo que llegue de un lado al otro de la habitación. Pero no es su longitud lo que lo hace difícil de llevar; es su peso, pues casi siempre es de un denso brocado de seda. Sólo subir las escaleras cargando con uno en los brazos ya es agotador; de modo que te puedes imaginar lo que es llevarlo puesto, con la banda oprimiéndote el cuerpo como si fuera una de esas horrorosas culebras, y con toda la tela que te cuelga por detrás y te pesa como si estuvieras remolcando un pesado baúl.

Para empeorar aún más las cosas, el propio kimono pesa también mucho y tiene unas mangas muy largas y voluminosas. No me refiero con esto a que cubran la manos y continúen hasta el suelo. Seguro que alguna vez te has fijado en que si una mujer vestida con kimono pone los brazos en cruz, la tela de debajo de los brazos cae formando algo parecido a una bolsa. A esta bolsa, que nosotros llamamos furí, es a lo que me refiero cuando digo que las mangas del kimono de las aprendizas de geishas son muy largas. Puedes arrastrarlas fácilmente por el suelo si no tienes cuidado; y al bailar, te tropezarás con ellas si no las quitas del medio enrollándotelas en el antebrazo.

Años después, una noche que estaba borracho, un famoso investigador de la Universidad de Kioto dijo algo que nunca he olvidado.

– Se considera que el mandril de África central es el más vistoso de todos los primates -dijo-. Pero yo creo que la aprendiza de geisha es tal vez el más vistoso de todos los primates.

Finalmente llegó el gran día de la ceremonia que nos uniría como hermanas a Mameha y a mí. Tomé un baño temprano y pasé el resto de la mañana vistiéndome. La Tía me ayudó con los últimos toques del maquillaje y el peinado. Al llevar la cara cubierta con la cera y el maquillaje tenía la extraña sensación de haber perdido toda la sensibilidad en ella; cuando me tocaba la mejilla sólo sentía una vaga presión. Tantas veces me llevé el dedo a la mejilla que la Tía tuvo que volver a maquillarme. Luego, cuando me estaba examinando en el espejo, pasó algo muy curioso. Sabía que la persona arrodillada delante del tocador era yo, pero también lo era la extraña muchacha que me miraba desde el otro lado. De hecho alargué el brazo para tocarla. Llevaba el magnífico maquillado de las geishas. Sus labios rojos como una flor destacaban en una cara completamente blanca, salvo por un ligero tono rosado en las mejillas. Su cabello estaba adornado con flores de seda y ramitas de arroz si descascarillar. Iba vestida con un kimono formal, negro con una cenefa de la okiya Nitta. Cuando por fin pude ponerme en pie, fui al vestíbulo y me contemplé asombrada en el espejo de cuerpo entero. Un dragón bordado rodeaba el bajo del kimono y subía hasta medio muslo. La melena estaba tejida con hilo lacado en un hermoso tono rojizo. Las garras y los dientes eran de plata y los ojos de oro, de oro de verdad. No pude impedir que se me llenaran los ojos de lágrimas y tuve que mirar fijamente al techo para impedir que se deslizaran por las mejillas. Antes de salir de la okiya, me remetí debajo del obi el pañuelo que me había regalado el Señor Presidente, para que me diera buena suerte.

La Tía me acompañó hasta el apartamento de Mameha. Al llegar yo le expresé mi gratitud y prometí honrarla y respetarla. Tras esto, las tres nos dirigimos juntas al Santuario de Gion, donde Mameha y yo tocamos palmas y anunciamos a los dioses que no tardaríamos en estar unidas como hermanas. Yo les rogué que nos protegieran en los años venideros y luego, cerrando los ojos, les di las gracias por haberme concedido el deseo de llegar a ser geisha que les había suplicado tres años y medio antes.

La ceremonia tendría lugar en la Casa de Té Ichiriki, que es sin duda la casa de té más famosa de Japón. Tiene una larga historia, en parte debido a un conocido samurai que se ocultó en ella a principios del siglo XVIII. Seguramente habrás oído hablar de la historia de los Cuarenta y siete Ronin, que vengaron la muerte de su maestro y luego se suicidaron por el procedimiento del harakiri. Pues bien, su líder se ocultó en esta casa de té para planear la venganza. La mayoría de las mejores casas de té de Gion no se ven desde la calle, salvo sus sencillos portales, pero la Casa de Té Ichiriki es tan obvia como una manzana colgada de un árbol. Se alza en un una importante esquina de la Avenida Shijo y está cercada por una tapia color melocotón que tiene su propio tejadillo. A mí me pareció un palacio.

Allí nos reunimos con dos de las hermanas pequeñas de Mame-ha y con Mamita. Tras recibirnos en el jardín exterior, una camarera nos hizo pasar al vestíbulo y luego nos condujo por un hermoso pasillo lleno de recovecos hasta una pequeña habitación de suelo de tatami, en la parte trasera del edificio. Nunca había estado en un ambiente tan elegante. Todos los adornos de madera brillaban; todas las paredes de escayola eran perfectamente lisas. Olía suavemente a la fragancia dulzona del kuroyaki -«carbón negro»-, un tipo de perfume elaborado con madera quemada y molida. Es un aroma anticuado, e incluso Mameha, que era una geisha de lo más tradicional, prefería los perfumes más occidentales. Pero el kuroyaki con el que se habían perfumado varias generaciones de geishas inundaba todavía la casa de té. Yo siempre tengo un poco, que conservo en un envase de madera; y cuando lo abro y lo huelo, vuelvo a verme allí.

La ceremonia, a la que asistió la dueña de la casa de té, no duró mucho más de diez minutos. Una doncella trajo una bandeja con varias copas de sake, y Mameha y yo bebimos juntas. Yo tomé tres sorbos y luego le pasé a ella la copa, que bebió otros tres. Hicimos lo mismo con otras tres copas diferentes, tras lo cual se dio por concluida la ceremonia. Desde ese momento se me dejaba de conocer con el nombre de Chiyo. Había pasado a ser la primeriza Sayuri. Durante el primer mes de adiestramiento a las jóvenes aprendizas de geisha se las llama primerizas, y no pueden bailar ni conversar por su cuenta con los clientes sin la presencia de la hermana mayor. De hecho apenas hacen más que mirar y aprender. Mameha había trabajado largamente con el vidente para escoger mi nombre, Sayuri. El sonido no es lo único que importa; el significado de los caracteres es también fundamental, como también lo es el número de trazos necesarios para escribirlo, pues hay nombres que tienen un número afortunado de trazos y otros, desafortunado. Mi nombre estaba compuesto de «sa», que significa «juntos»; «yu», que proviene del signo del zodiaco de la gallina -a fin de equilibrar otros elementos de mi personalidad-; y «ri», que significa «comprensión». Desgraciadamente el vidente había declarado poco propicios todos los nombres que incluyeran alguno de los elementos del de Mameha.

Yo pensé que Sayuri era un nombre muy lindo, pero me encontraba rara por haberme dejado de llamar Chiyo. Después de la ceremonia, pasamos a otra habitación para comer la comida típica de «arroz rojo», que consiste en arroz y frijoles rojos. Yo sólo piqué un poco, pues me sentía extrañamente intranquila y sin muchas ganas de celebrar. La dueña de la casa de té me preguntó algo, y cuando la oí llamarme Sayuri, me di cuenta de qué era lo que me estaba perturbando tanto. Era como si la pequeña llamada Chiyo que corría descalza desde el estanque a la casita piripi hubiera dejado de existir. Tenía la sensación de que la nueva niña, Sayuri, con su brillante cara blanca y labios encarnados, la hubiera destrozado.

Mameha tenía proyectado pasar la tarde por Gion visitando a las dueñas de las casas de té y okiyas con las que tenía relaciones y presentándome a ellas. Pero no nos pusimos en camino nada más terminar de comer. En vez de esto, me llevó a otra habitación y me dijo que me sentara. Por supuesto, las geishas nunca se «sientan» realmente cuando llevan kimono; lo que nosotras llamamos sentarse es probablemente arrodillarse para el resto de la gente. En cualquier caso, al sentarme, Mameha me hizo un gesto y me dijo que volviera a hacerlo. El kimono entorpece tanto los movimientos que tuvo que intentarlo varias veces hasta que me salió bien. Mameha me dio un pequeño adorno con la forma de una calabaza y me enseñó cómo tenía que colgarlo del obi. Se cree que la calabaza, al estar hueca y pesar muy poco, compensa el peso del cuerpo. Y muchas aprendizas torponas confían en ella para no caerse.

Mameha habló conmigo un rato, y luego, cuando estábamos a punto de irnos, me pidió que le sirviera una taza de té. La tetera estaba vacía, pero me dijo que hiciera como si tuviera algo dentro. Quería ver cómo me retiraba la manga al hacerlo. Yo creía que sabía lo que Mameha estaba observando, y lo hice lo mejor que pude, pero a Mameha no pareció gustarle.

– En primer lugar -dijo-, ¿a quién estás sirviendo?

– ¡A usted! -respondí yo.

– Pues entonces, ¡por lo que más quieras!, a mí no necesitas impresionarme. Haz como si no fuera yo. ¿Soy un hombre o una mujer?

– Un hombre -contesté.

– Vale. Pues ahora sírveme una taza de té.

Así lo hice, y Mameha por poco acaba con tortícolis de intentar mirar dentro de mi manga mientras yo tenía el brazo extendido.

– ¿Tú qué crees? -me dijo-. Porque eso es exactamente lo que pasará si subes tanto el brazo.

Lo repetí con el brazo más bajo. Esta vez bostezó y luego se volvió y empezó a hablar con una geisha imaginaria sentada al otro lado de ella.

– Creo que intenta decirme que la he aburrido -dije-. Pero ¿cómo puedo aburrir a alguien con el solo hecho de servirle una taza de té?

– Puede que no quieras que te mire por dentro de la manga, pero eso no significa que tengas que ser tan remilgada. Al hombre sólo le interesa una cosa. Créeme, no tardarás en entender todo lo que te estoy diciendo. Mientras tanto, puedes mantenerlo contento haciéndole creer que le permites ver partes de tu cuerpo que no ve nadie más. Si una aprendiza de geisha se comporta como lo acabas de hacer tú -sirviendo el té como lo haría una criada-, el pobre hombre perderá toda esperanza. Vuelve a intentarlo, pero primero enséñame el brazo.

Me subí la manga por encima del codo y extendí el brazo. Ella lo tomó y lo giró entre sus manos, examinándolo de arriba abajo.

– Tienes un bonito brazo; y una hermosa piel. Debes asegurarte de que todos los hombres que se sienten a tu lado lo vean por lo menos una vez.

Así que seguí haciendo que servía el té, una y otra vez, hasta que Mameha pareció quedarse contenta de cómo me apartaba la manga, dejando ver el brazo, pero sin que pareciera demasiado obvio que lo hacía adrede. Si me subía la manga hasta el codo daría risa verme; el truco era hacer como si simplemente la estuviera apartando para que no molestara, al tiempo que la subía tan sólo unos dedos por encima de la muñeca de modo que se me viera el antebrazo. Mameha me dijo que la parte más bonita del brazo era el envés, de modo que tenía que agarrar la tetera de tal forma que el hombre viera la cara interna del brazo y no la externa.

Me dijo que volviera a hacerlo, esta vez para la dueña de la casa de té. Yo mostré el brazo del mismo modo, y Mameha me puso mala cara.

– ¡Por todos los dioses! ¡Que yo soy una mujer! -exclamó-. ¿Por qué me enseñas el brazo de ese modo? Lo más seguro es que estés tratando de enfadarme.

– ¿De enfadarle?

– Pues ¿qué otra cosa quieres que piense? Me estás enseñando lo joven y hermosa que eres mientras que yo ya soy una vieja decrépita. A no ser que sólo pretendieras ser vulgar…

– ¿Cómo vulgar?

– ¿Por qué si no te ibas a empeñar tanto en enseñarme el brazo? También podrías enseñarme la planta del pie o la entrepierna. Si te veo algo por casualidad, vale. Pero ¡empeñarte en enseñármelo!

De modo que continué sirviendo aquel té imaginario hasta que aprendí una forma más recatada y propia. Tras lo cual, Mameha anunció que ya estábamos preparadas para irnos a recorrer Gion.

Para entonces ya hacía varias horas que tenía puesto el atuendo completo de las aprendizas de geisha. Ahora tenía que intentar andar por todo Gion subida a un tipo de zapatos que llamamos okobo. Es un calzado de madera con bastante tacón que se sujeta al pie con unas bonitas trabillas de laca. Mucha gente encuentra muy elegante la forma en que se estrechan, como una cuña, de modo que la punta tiene la mitad de ancho que el tacón. Pero a mí me parecía muy difícil andar delicadamente con ellos. Me daba la sensación de que llevaba una tejas agarradas a la planta del pie.

Mameha y yo nos paramos unas veinte veces en otras tantas okiyas y casas de té, pero no nos quedamos en casi ninguna más de unos minutos. Por lo general, una camarera salía a abrirnos la puerta, y Mameha preguntaba educadamente si podía hablar con la dueña; entonces salía la dueña, y Mameha le decía: «Quiero presentarle a mi nueva hermana pequeña, Sayuri». Y entonces yo hacía una profunda reverencia y decía: «Ruego me otorgue su favor, señora». La dueña y Mameha charlaban un momento, y luego nos íbamos. En algunos de los sitios nos invitaron a té y nos quedamos unos minutos. Pero yo no quería beber té, y sólo me mojaba los labios. Ir al servicio cuando llevas un kimono como el que llevaba yo es una de las cosas más difíciles de aprender, y yo no estaba segura de haberlo aprendido todavía.

En cualquier caso, una hora después estaba tan agotada que simular que bebía el té era lo único que podía hacer para descansar un momento. Pero mantuvimos el paso. En aquellos días, supongo que habría probablemente treinta o cuarenta casas de té de primera categoría en Gion y otras cien más o menos de inferior nivel. Claro está, no podíamos visitarlas todas. Fuimos a las quince o veinte en las que Mameha solía entretener a sus clientes. Okiyas debía de haber a cientos, pero sólo fuimos a aquellas con las que Mameha tenía una relación de un tipo o de otro.

Poco después de las tres habíamos terminado. Lo que más me habría gustado era volver a la okiya y echarme una larga siesta. Pero Mameha tenía planes para mí aquella noche. Iba a asistir a mi primer compromiso como aprendiza de geisha.

– Ve y date un baño -me dijo-. Has sudado un montón y no te ha aguantado el maquillaje.

Era un cálido día de otoño, y yo había trabajado mucho.

De vuelta en la okiya, la Tía me ayudó a desvestirme y luego se apiadó de mí y me permitió echarme media hora. Volvía a gozar de su favor, ahora que todas mis ideas descabelladas parecían formar parte de mi pasado y mi futuro parecía más brillante aún que el de Calabaza. Me despertó después de la siesta, y me apresuré a tomar el baño. Hacia las cinco había terminado de vestirme y de maquillarme. Estaba muy excitada, como te puedes imaginar, porque por fin me había llegado el turno tras años de ver con envidia a Hatsumono y últimamente a Calabaza salir por la tarde o al caer la noche hermosamente arregladas. La gala de aquel día, la primera a la que yo asistiría, era un banquete en el Hotel Kansai Internacional. Los banquetes son unos actos estrictamente formales, en los que todos los comensales se colocan hombro con hombro, formando una especie de U en torno al tatami de una gran sala, con unas mesitas delante de ellos llenas de fuentes de comida. Las geishas, que están allí para divertir a los comensales, se mueven por el centro de la habitación -dentro de la U, quiero decir- y pasan sólo unos minutos arrodilladas delante de cada comensal sirviéndole el té y charlando con él. No es una cosa muy divertida que se diga; y como primeriza, mi función era todavía menos divertida que la de Mameha. Yo iba a su lado como una sombra. Siempre que ella se presentaba, yo hacía lo mismo; con una profunda reverencia decía:

– Me llamo Sayuri. Soy una primeriza y le suplico indulgencia conmigo -después me callaba y nadie me dirigía la palabra.

Hacia el final del banquete, las puertas a un lado de la habitación se corrieron, y Mameha y otra geisha realizaron juntas una danza que se conoce con el nombre de Chiyo Tomo -«Amigas para siempre»-. Es un bonito baile en el que se representa la historia de dos amigas que se aprecian mucho y se vuelven a ver tras una larga ausencia. La mayoría de los hombres la siguieron curándose los dientes; eran ejecutivos de una gran empresa de recauchutados, o algo por el estilo, que se habían reunido en Kioto para su banquete anual. A decir verdad, no creo que ninguno de ellos distinguiera entre la danza y el sonambulismo. Pero yo, entré en trance. Las geishas de Gion siempre se ayudan del abanico para bailar, y Mameha en particular dominaba sus movimientos. Primero cerró el abanico y, mientras giraba, lo agitó suavemente con la muñeca para sugerir una corriente de agua. Luego lo abrió, y se convirtió en una copa en la que su compañera simuló servirle sake para que se lo bebiera. Como decía, el baile era precioso, lo mismo que la música del shamisen que tocaba una geisha terriblemente delgada y con ojos acuosos.

Un banquete formal no suele durar más de dos horas; así que hacia las ocho volvíamos a estar en la calle. Me estaba volviendo para darle las gracias a Mameha y desearle buenas noches, cuando me dijo:

– Había pensado enviarte a la cama ahora, pero pareces rebosante de energía. Me dirijo a la Casa de Té Komoriya. Vente conmigo y prueba por primera vez cómo es una fiesta informal. Además, cuanto antes empiecen a verte, mejor.

No me atreví a decirle que estaba demasiado cansada para ir con ella; así que me tragué mis sentimientos y la seguí calle arriba.

La fiesta, según me fue explicando por el camino, la daba el gerente del Teatro Nacional de Tokio. Este hombre conocía a todas las geishas más importantes de casi todos los distritos de geishas del país. Y aunque probablemente se mostraría cordial cuando Mameha me presentara, lo más seguro es que después ya no volviera a dirigirme la palabra. Mi única responsabilidad era asegurarme de que estaba bonita y atenta en todo momento:

– Sencillamente no dejes que pase nada que te haga tener mal aspecto -me aconsejó.

Entramos en la casa de té y una camarera nos condujo a una habitación del segundo piso. Cuando Mameha se arrodilló y abrió la puerta, yo apenas me atreví a mirar dentro, pero entreví a siete u ocho hombres sentados en cojines en torno a una mesa, acompañados por unas cuatro geishas. Hicimos una reverencia y cruzamos el umbral, luego nos arrodillamos en la estera y cerramos la puerta detrás de nosotras; así entran las geishas en las habitaciones. Primero saludamos a las otras geishas, como me había dicho Mameha que hiciera, luego al anfitrión, sentado en el centro de la mesa, y finalmente a los invitados.

– ¡Mameha-san! -exclamó una de las geishas-. Llegas a tiempo de contarnos la historia de Konda-san, el fabricante de pelucas.

– ¡Ay! ¡Pero si no la recuerdo! -contestó Mameha, y todos se rieron. No tengo ni idea de qué. Mameha me condujo alrededor de la mesa y se arrodilló junto al anfitrión. Yo la seguí y me coloqué a un lado.

– Señor director, le presento a mi nueva hermana pequeña -le dijo.

Esta era la señal para que yo hiciera una reverencia y dijera mi nombre, rogándole al director que fuera indulgente conmigo y todo eso. Era un hombre de aspecto nervioso, con los ojos saltones y frágil como un hueso de pollo. Ni siquiera se dignó mirarme, sino que sacudió la ceniza del cigarrillo en el cenicero, casi lleno hasta los topes, que tenía delante y dijo:

– ¿Qué pasa con esa historia del fabricante de pelucas? Las chicas llevan toda la tarde refiriéndose a ella, pero ninguna se decide a contarla.

– ¡De verdad, de verdad que no la recuerdo! -exclamó Mameha.

– Lo que significa -dijo otra de las geishas- que le da vergüenza contarla. Pero si ella no la cuenta, supongo que tendré que hacerlo yo.

A los hombres pareció gustarles la idea, pero Mameha suspiró.

– Mientras tanto le daré a Mameha una copa de sake para que se calme -dijo el director, y lavó su propia copa en un cuenco de agua dispuesto a tal efecto en el centro de la mesa antes de ofrecérsela.

– Pues bueno -empezó la otra geisha- el tipo este, Konda-san, es el mejor fabricante de pelucas de Gion, o al menos eso es lo que dice todo el mundo. Y durante años Mameha siempre acudió a él. Ella siempre lleva lo mejor, ya saben. Basta con mirarla.

Mameha fingió poner cara de enfado.

– Sin duda luce la mejor sonrisa burlona -dijo uno de los hombres.

– Durante las representaciones -continuó la geisha- siempre hay algún fabricante de pelucas entre bastidores para ayudarnos a cambiarnos. Al quitarnos un vestido y ponernos otro, puede suceder que la ropa se nos mueva y dejemos ver sin querer un pecho desnudo… ¡O un poco de vello! Ya saben, estas cosas pasan. Y en cualquier caso…

– ¡Y yo trabajando en un banco todos estos años! -dijo uno de los hombres-. ¡ Si lo mío es ser fabricante de pelucas!

– No se crea. Su trabajo no sólo consiste en mirar embobado a una mujer desnuda. Además, Mameha-san es muy recatada y se mete detrás de un biombo para cambiarse.

– Yo contaré la historia -le interrumpió Mameha-. Me vas a crear mala fama. No era una cuestión de recato. Konda-san siempre me estaba mirando como si no pudiera esperar al siguiente cambio de ropa.

Así que ordené que me trajeran el biombo. Es un milagro que no se haya quemado con la mirada ardiente de Konda-san intentando ver lo que había al otro lado.

– Pero ¿por qué no le dejabas echar una miradita de vez en cuando? ¿Qué te costaba ser amable?

– No se me había ocurrido -contestó Mameha-. Tiene usted razón, señor director. ¿Qué daño te puede hacer una miradita? Tal vez a usted no le importaría ofrecernos ahora la posibilidad.

Todos los presentes rompieron a reír. Y cuando el ambiente empezaba a calmarse, el director hizo que se reanudaran las carcajadas poniéndose en pie y empezando a desatarse el fajín de su kimono.

– Lo haré si tú también nos dejas echar una miradita -dijo dirigiéndose a Mameha.

– Yo no he ofrecido nada así -contestó Mameha.

– No es una actitud muy generosa por tu parte.

– Las personas generosas no son las geishas -dijo Mameha-. Son los protectores de las geishas.

– Pues entonces, nada -dijo el director, y se volvió a sentar. Tengo que decir que experimenté un gran alivio de que hubiera desistido, porque aunque el resto parecía estarlo pasando en grande, yo estaba muerta de vergüenza.

– ¿Por dónde iba? -dijo Mameha-. ¡Ah, ya! Pues hice que me trajeran el biombo al día siguiente, pensando que aquello bastaría para sentirme a salvo de Konda-san. Pero una vez que volvía apresurada de los servicios, no lo encontré por ningún lado. Empecé a tener pánico, pues necesitaba una nueva peluca para mi siguiente entrada; pero entonces lo encontramos sentado en un baúl con la espalda contra la pared, sudando y con muy mala cara. Pensé que le había dado algo al corazón. Tenía mi peluca a su lado, y cuando me vio, se disculpó y me ayudó a ponérmela. Esa misma tarde me entregó una nota escrita por él mismo…

Aquí Mameha se apagó. Por fin uno de los hombres dijo:

– ¿Y bien? ¿Qué decía la nota?

Mameha se tapó lo ojos con la mano. Le daba vergüenza continuar, y todo el mundo rompió a reír.

– Vale. Pues les diré yo lo que había escrito Konda-san -dijo la geisha que había empezado a contar la historia-. Era algo así: «Mi querida Mameha. Eres la geisha más hermosa de todo Gion», y todas esas cosas. Y continuaba: «Las pelucas que te pones tú son para mí objetos preciados y las guardo en mi taller y meto la nariz en ellas varias veces al día para oler el aroma de tus cabellos. Pero hoy, cuando fuiste corriendo al servicio, me deparaste el mejor momento de mi vida. Mientras estabas dentro, me pegué a la puerta, y el rumoroso tintineo, más lindo que una cascada…».

Los hombres estallaron en ruidosas carcajadas, y la geisha tuvo que esperar un poco antes de continuar.

– «… y el rumoroso tintineo, más lindo que una cascada, me puso duro y tieso donde yo también tintineo…»

– No, no era eso lo que decía -interrumpió Mameha-. Decía: «El hermoso tintineo, más lindo que una cascada, me inflamó y abultó, con el conocimiento de que tu cuerpo estaba desnudo…».

– Y luego le decía -añadió la otra geisha-, que después de esto, no se tenía en pie con la excitación y que esperaba volver a disfrutar un día de un momento semejante.

Todo el mundo se reía, y yo fingí que también me reía. Pero la verdad es que me costaba trabajo creer que aquellos hombres, que habían pagado una suma considerable por estar allí, entre mujeres envueltas en hermosos kimonos, quisieran de verdad oír unas historias que perfectamente habrían podido contar los niños en el estanque del lejano Yoroido de mi infancia. Me había imaginado que me sentiría fuera de lugar en una conversación sobre literatura o Kabuki o algo por el estilo. Y claro está, que en Gion había también fiestas de este tipo; sencillamente había sucedido que la primera fiesta a la que asistía era del tipo más infantil.

Durante todo el tiempo que duró la historia de Mameha, el hombre que tenía sentado al lado había estado rascándose la cara sin prestar mucha atención a lo que se decía. Pero de pronto, se me quedó mirando y me preguntó:

– ¿Qué les pasa a tus ojos? ¿O es que he bebido demasiado?

Desde luego que había bebido demasiado, aunque pensé que decírselo no sería lo más apropiado. Pero antes de que pudiera contestar, le empezaron a temblar la cejas, como un tic, y un momento después se llevó la mano a la cabeza y empezó a rascarse de tal forma que se terminó posando sobre sus hombros una nubécula blanca. Resultó que en Gion todo el mundo lo conocía con el apodo de Señor Copito de Nieve, por su horrorosa caspa. Pareció haber olvidado la pregunta que me había hecho -o tal vez no había esperado en ningún momento que le contestara-, porque de pronto me preguntó cuántos años tenía. Le dije que catorce.

– Eres la chica de catorce años más mayor que he visto en mi vida. Mira, toma esto -dijo, y me alargó su copa de sake vacía.

– ¡Oh, no! Muchas gracias, señor -contesté-. Soy sólo una primeriza… -eso es lo que Mameha me había dicho que dijera, pero el Señor Copito de Nieve no me escuchó. Siguió ofreciéndome la copa hasta que yo la tomé, y entonces tomó una licorera de sake para servirme.

Yo no podía beber sake, porque una aprendiza de geisha -particularmente si todavía es primeriza- debe tener un aspecto infantil. Pero tampoco podía desobedecerle. Mantuve la copa en la mano; pero él volvió a rascarse la cabeza antes de servirme la bebida, y yo vi con horror cómo unas cuantas escamas de caspa caían en la copa. El Señor Copito de Nieve me llenó la copa y me dijo:

– Ahora bébetela. Venga. De un solo trago.

Yo le sonreí y había empezado a llevarme lentamente la copa a los labios -sin saber qué otra cosa hacer-, cuando Mameha vino a salvarme.

– Es tu primer día en Gion, Sayuri. No estará bien que te emborraches -dijo, dirigiéndose en realidad al Señor Copito de Nieve-. Sólo moja los labios.

Así que la obedecí y humedecí mis labios con el sake. Y cuando digo que humedecí mis labios lo que quiero decir es que los cerré, apretándolos tanto que casi tuerzo la boca, y luego incliné la copa hasta que sentí que el líquido me tocaba la piel. Tras lo cual, dejé la copa en la mesa rápidamente y dije: «¡Mmm! ¡Delicioso!», mientras me sacaba el pañuelo de debajo del obi. Me sentí aliviada cuando me limpié los labios, y menos mal que el Señor Copito de Nieve ni siquiera se dio cuenta, porque estaba ocupado examinando detenidamente la copa llena que yo había dejado delante de él sobre la mesa. Un momento después la tomó entre dos dedos y se la bebió de un trago, antes de excusarse para salir al servicio.

Son las aprendizas de geisha las que acompañan a los hombres al servicio, pero nadie espera que vaya una primeriza. Cuando no hay una aprendiza en la reunión, el hombre irá solo al servicio o, a veces, lo acompañará una geisha. Pero el Señor Copito de Nieve se quedó allí parado mirándome hasta que me di cuenta de que estaba esperando que me levantara.

Yo no conocía la Casa de Té Komoriya, pero el Señor Copito de Nieve la conocía estupendamente. Lo seguí por el vestíbulo y desaparecimos tras un recodo de la habitación. Él se hizo a un lado para que yo le abriera la puerta del servicio. Después de cerrarla tras él, cuando estaba fuera esperándolo en el vestíbulo, oí a alguien subiendo las escaleras, pero no me pareció nada extraño. El Señor Copito de Nieve no tardó en salir y volvimos a la sala. Cuando entré, vi que una geisha nueva se había unido a la reunión, junto con una aprendiza. Estaban de espaldas a la puerta, de modo que no les vi la cara hasta que no rodeé la mesa detrás del Señor Copito de Nieve y volví a mi sitio. Te puedes imaginar el susto que me llevé cuando se la vi, pues allí, al otro lado de la mesa estaba la única mujer que yo hubiera dado cualquier cosa por no encontrar. Era Hatsumono, y junto a ella se sentaba Calabaza.