39112.fb2 Memorias De Una Geisha - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 23

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Capítulo veintiuno

Una o dos semanas después, Mameha vino a buscarme una tarde durante un descanso de los ensayos, muy excitada por algo. Al parecer, el día anterior, el barón le había dejado caer que al siguiente fin de semana iba a dar una fiesta en honor de un creador de kimonos llamado Arashino. El barón poseía una de las mejores colecciones de todo Japón. Le gustaban sobre todo las piezas antiguas, pero de vez en cuando compraba alguna obra de calidad a algún artista vivo. Su decisión de comprar una obra de Arashino le había impulsado a dar la fiesta.

– Cuando el barón me habló de Arashino -me explicó Mameha-, no lo localizaba, aunque me sonaba mucho el nombre. Pero luego caí que era amigo de Nobu, ¡por eso me sonaba! ¿No ves las posibilidades que tenemos? Hasta hoy no se me había ocurrido, pero voy a convencer al barón para que invite a Nobu y al doctor a su fiesta. Se van a caer fatal. Y cuando empiecen a hacer ofertas por tu mizuage, puedes estar segura de que ninguno de los dos se va a quedar tranquilo, sabiendo que el otro podría llevarse el premio.

Estaba muy cansada, pero me puse a aplaudir muy contenta por ella y le dije lo mucho que le agradecía que se le hubiera ocurrido un plan tan bueno. Y estoy segura de que era un buen plan; pero la verdadera prueba de su inteligencia la daría al convencer al barón de que invitara a aquellos dos hombres a su fiesta, algo que ella aseguraba que podría conseguir sin muchas dificultades. Claramente, ambos desearían ir. En el caso de Nobu, porque el barón era un inversor de la Compañía Iwamura, aunque yo eso no lo sabía entonces; y en el del Doctor Cangrejo… bueno, el Doctor Cangrejo se consideraba un poco aristócrata, aunque probablemente sólo tenía un lejano y oscuro antepasado con sangre azul, y consideraría que era su obligación asistir a todo lo que le invitara el barón. Lo que no sé son las razones del barón para aceptar invitarlos. Nobu no era de su agrado, ni del de muchos otros. Y al Doctor Cangrejo no lo conocía, de modo que igualmente podría haber invitado al primero que viera por la calle.

Pero yo sabía que Mameha tenía un gran poder de persuasión. La fiesta quedó dispuesta, y Mameha convenció a mi instructora de danza para que me dispensara de los ensayos al sábado siguiente de modo que yo pudiera asistir. La recepción empezaría a mediodía y se alargaría hasta después de cenar, aunque Mameha y yo llegaríamos después de comenzada. Así que serían las tres cuando por fin nos montamos en un rickshaw en dirección a la hacienda de barón, que se encontraba al pie de las colinas que se alzaban al noreste de la ciudad. Era la primera vez que estaba en un sitio con tanto lujo, y me sentí bastante abrumada por todo lo que veía a mi alrededor. Imagínate que alguien prestara al diseño y al cuidado de toda una hacienda la misma atención que, incluso en los detalles más pequeños, se aplica a la confección de un kimono, pues eso es lo que sucedía en la hacienda donde vivía el barón. La casa principal databa del tiempo de su abuelo, pero los jardines, que me sorprendieron como un gigantesco brocado de diferentes texturas, habían sido diseñados y construidos por su padre. Al parecer, la casa y los jardines nunca terminaron de encajar hasta que el hermano mayor del barón (un año antes de morir asesinado) no cambió de lugar el estanque; éste mismo le añadió un jardín de musgo con un camino de guijarros que salía del templete de observación de la luna, a un lado de la casa. Unos cisnes negros se deslizaban por el estanque con un porte tan altivo que me hizo avergonzarme de no ser más que un desgarbado ser humano.

Íbamos a empezar preparando una ceremonia del té a la que se unirían los hombres cuando tuvieran ganas. Así que me sorprendió cuando, tras atravesar las grandes verjas, no nos dirigimos hacia el pabellón del té, sino directamente a la orilla del estanque y nos montamos en una pequeña embarcación. Ésta tenía el tamaño de una habitación pequeña. La mayor parte estaba ocupada con unos asientos de madera que iban pegados a las paredes, pero en uno de los extremos había un verdadero pabellón en miniatura, con una tarima de tatami cubierta con un tejadillo de verdad. Tenía tabiques móviles de papel, abiertos para dejar entrar el aire, y en el mismo centro había un cajón de madera lleno de arena, que hacía de brasero en donde Mameha encendió unos carbones a fin de calentar el agua en una elegante tetera de hierro. Mientras ella hacía esto, yo intenté ayudarla colocando el resto de los utensilios de la ceremonia. Estaba bastante nerviosa, y entonces Mameha, tras poner la tetera en el fuego, se volvió hacia mí y me dijo:

– Eres una chica lista, Sayuri. No necesito decirte lo que pasará con tu futuro si el Doctor Cangrejo o Nobu dejan de interesarse por ti. Debes poner un cuidado extremo en que ninguno de los dos piense que prestas demasiada atención al otro. Pero, claro está, unos pocos celos no les sentarán mal. Estoy segura de que sabrás desenvolverte.

Yo no estaba tan segura, pero no me quedaba más remedio que comprobarlo.

Pasó más de media hora antes de que el barón y sus diez invitados salieran de la casa y se dirigieran hacia el estanque, parándose cada dos por tres para admirar la vista de las colinas desde diferentes ángulos. Cuando se embarcaron, el barón llevó el bote hasta el centro del estanque, impulsándolo con una pértiga. Mameha preparó el té y yo repartí las tazas.

Luego dimos una vuelta por el jardín con los hombres y pronto llegamos a una plataforma de madera suspendida sobre el agua, donde varias doncellas todas vestidas con el mismo kimono estaban colocando unos cojines para los invitados y dejando unas bandejas con botellas de sake tibio y copas. Yo me propuse arrodillarme al lado del Doctor Cangrejo, y estaba pensando en algo qué decir cuando, para mi sorpresa, el doctor se volvió primero hacia mí.

– ¿Tienes ya totalmente curada la herida del muslo? -me preguntó.

Hay que pensar que estábamos en marzo y la herida me la había hecho en noviembre. En los meses comprendidos entre una y otra fecha había visto al doctor más veces de las que podía contar, por eso no entendí por qué había esperado hasta ese momento para preguntarme por ella y delante de tanta gente. Afortunadamente, no creía que nadie hubiera oído la pregunta, por eso contesté lo más bajo que pude.

– Muchas gracias, doctor. Con su ayuda ha cicatrizado maravillosamente.

– Espero que no te haya quedado mucha marca -dijo.

– ¡Oh, no! sólo un bultito muy pequeño.

Normalmente habría puesto aquí punto final a la conversación sirviéndole más sake, tal vez, o cambiando de tema. Pero casualmente observé que el doctor se acariciaba el pulgar con los dedos de la mano contraria, y el doctor no era un tipo de hombre que malgastara ningún movimiento. Si se acariciaba así el dedo al tiempo que pensaba en mi muslo…, bueno el caso es que decidí que sería un tontería cambiar de tema.

– No es una verdadera cicatriz -continué-. A veces cuando me baño me paso el dedo por ella y, en realidad, no es más que una pequeña estría. Así más o menos.

Me froté un nudillo con el dedo índice de la otra mano indicándole el tamaño de la marca. El acercó la mano, pero luego vaciló. Vi que volvía sus ojos hacia los míos. Un momento después retiró la mano y se acarició su propio nudillo.

– Un corte de ese tipo tendría que haber cicatrizado sin dejar marca -me explicó.

– Tal vez no es tan grande. Tengo una piel muy sensible, ¿sabe? Una sola gota de lluvia basta para estremecerme toda.

No voy a decir que nada de esto tuviera sentido. Un bultito no iba a aparecer más grande sencillamente porque tenía la piel muy sensible; y además ¿cuándo me había caído por última vez una gota de lluvia en los muslos desnudos? Pero supongo que una vez que supe qué le interesaba de mí al Doctor Cangrejo, cuando trataba de imaginar lo que se le pasaba por la cabeza me sentía medio asqueada medio fascinada. En cualquier caso, el doctor se aclaró la garganta y se inclinó hacia mí.

– ¿Y… has practicado algo? -¿Practicado?

– Te lastimaste al perder el equilibrio cuando estabas… bueno, ya sabes lo que quiero decir. No debe volver a sucederte. De modo que espero que hayas practicado. Pero ¿cómo se puede practicar algo así?

Y luego se echó atrás y entrecerró lo ojos. Estaba claro que no se conformaba con dos palabras a modo de respuesta.

– Pues creerá que soy tonta, pero todas la noches,… -empecé, y entonces tuve que pararme a pensar un momento. El silencio se alargó, pero el doctor no abrió los ojos. Me pareció un pajarillo esperando la comida del pico de su madre-. Todas las noches -continué-, antes de meterme en el baño, trato de mantener el equilibrio en varias posiciones distintas. A veces el aire frío en la espalda me hace tiritar, pero practico por lo menos cinco o diez minutos.

El doctor se aclaró la garganta, lo que a mí me pareció un buen signo.

– Primero lo intento manteniéndome en una pierna y luego en la otra. Pero el problema es…

El barón había estado charlando con otros invitados en el extremo opuesto de la plataforma; pero en ese momento precisamente ponía fin a lo que estaba contando. Las siguientes palabras que dije sonaron con la misma claridad que si me hubiera subido a un podio y las hubiera pronunciado en voz alta para todos los presentes.

– … cuando no llevo nada puesto…

Me llevé la mano a la boca, pero antes de decidir yo qué hacer, alzó la voz el barón.

– ¡Qué barbaridad! No sé de qué estáis hablando ahí, pero desde luego suena más interesante que lo que contamos por aquí.

Todos los hombres se echaron a reír al oír esto. Luego el doctor tuvo la amabilidad de ofrecer una explicación.

– Sayuri vino a verme el año pasado con un herida en el muslo -dijo-. Se la produjo al caerse sobre algo punzante. Por eso yo le sugerí que hiciera ejercicios de equilibrio.

– Se ha ejercitado mucho -añadió Mameha-. Estos kimonos son mucho más incómodos de lo que parecen.

– ¡Pues que se lo quite! -dijo uno de los hombres, aunque, por supuesto, no era más que una broma, y todos volvieron a reírse.

– ¡Estoy de acuerdo! -exclamó el barón-. No entiendo por qué se molestan las mujeres en ponerse ningún kimono. No hay nada más hermoso que una mujer sin nada encima.

– Todo cambia cuando el kimono es obra de mi buen amigo Arashino -dijo Nobu.

– Ni siquiera los kimonos de Arashino son tan hermosos como lo que tapan -dijo el barón, derramando el contenido de su copa al intentar dejarla en la plataforma. No estaba verdaderamente borracho, aunque había bebido mucho más de lo que yo habría imaginado en él-. No me entiendan mal -continuó-. Creo que los kimonos de Arashino son preciosos. De no ser así no estaría sentado aquí a mi lado ahora mismo ¿o no? Pero si alguien me pregunta si prefiero contemplar un kimono o una mujer desnuda… bueno, en ese caso…

– Nadie se lo pregunta -dijo Nobu-. Yo mismo estoy interesado en saber qué tipo de obras está haciendo últimamente Arashino.

Pero Arashino no tuvo tiempo de contestar, porque el barón, que estaba apurando la última gota de sake, casi se atraganta en su prisa por interrumpir.

– Mmm… ¡un minuto! -dijo-. ¿No es verdad que no hay hombre sobre la superficie de la tierra al que no le guste ver a una mujer desnuda? O sea, Nobu, ¿nos estás diciendo que el desnudo femenino no te interesa?

– No estoy diciendo eso -respondió Nobu-. Lo que estoy diciendo es que ya va siendo hora de que nos enteremos de qué está haciendo Arashino últimamente.

– Claro, claro, a mí también me gustaría enterarme -dijo el barón-. Pero, ya sabes, encuentro realmente fascinante que, al margen de lo distintos que podamos parecer, en el fondo todos los hombres seamos iguales. No puedes pretender ser diferente, Nobu-san. Sabemos la verdad, ¿no? Todos los aquí presentes pagaríamos no poco dinero por ver a Sayuri en el baño. Ésa es una de mis grandes fantasías, he de admitirlo. ¡Pero no me vengas diciendo que no sientes lo mismo que yo!

– La pobre Sayuri es sólo una aprendiza -dijo Mameha-. Tal vez deberíamos ahorrarle esta conversación.

– ¡Claro que no! -exclamó el barón-. Cuanto antes vea cómo es realmente el mundo, mejor. Muchos hombres actúan como si fueran detrás de las mujeres por otra razón que la de meterse bajo todas esas enaguas, pero tú escúchame a mí, Sayuri: ¡sólo hay un tipo de hombre! Y ya que hablamos de esto, hay algo que has de tener siempre en mente: todos los aquí presentes han pensado en un momento u otro de la tarde cuánto nos gustaría verte desnuda. ¿Tú qué piensas?

Yo estaba sentada con las manos en el regazo y la vista baja en la plataforma, intentando parecer recatada. Tenía que dar alguna respuesta al barón, sobre todo porque todo el mundo se había quedado en silencio. Pero antes de que se me ocurriera qué decir, Nobu hizo algo muy amable. Dejó la copa en la plataforma y se levantó para excusarse.

– Lo siento, barón, pero no sé dónde está el retrete -dijo. Y, claro, esto me daba la posibilidad de acompañarlo.

Yo tampoco sabía cómo se iba, pero no iba a perder la oportunidad de desaparecer un rato de la reunión. Al levantarme, una criada se ofreció a mostrarme el camino, y me condujo alrededor del estanque, con Nobu siguiéndonos a ambas.

Ya en la casa, cruzamos un largo vestíbulo de madera clara y con ventanas a un lado. En el otro lado, brillantemente iluminadas por la luz del sol, había varias vitrinas. Yo iba a conducir a Nobu directamente hasta el final de la estancia, pero él se detuvo ante una de las vitrinas que contenía una colección de espadas antiguas. Parecía que estaba contemplando los objetos expuestos, pero en realidad estaba tamborileando en el cristal con los dedos de su única mano, al tiempo que soltaba con fuerza el aire por la nariz; todavía parecía muy enfadado. Yo también estaba bastante turbada por lo que había sucedido. Pero le agradecía mucho que me hubiera rescatado y no sabía muy bien cómo decírselo. En la siguiente vitrina, que contenía una serie de pequeños netsuke o broches de marfil, le pregunté si le gustaban las antigüedades.

– ¿Las antigüedades como el barón, quieres decir? No, claro que no.

El barón no era un hombre especialmente mayor, de hecho era mucho más joven que Nobu. Pero comprendí lo que quería decir; pensaba que el barón era una reliquia de la era feudal.

– No, lo siento -dije-, pero pensaba en las antigüedades expuestas en las vitrinas.

– Cuando veo esas espadas, pienso en el barón. Cuando veo estos broches, pienso en el barón. Ha sido uno de los principales inversores de nuestra compañía, y tengo con él una gran deuda, pero no me gusta malgastar el tiempo pensando en él cuando no tengo que hacerlo. ¿Contesta esto a tu pregunta?

Le hice una reverencia a modo de respuesta, y él cruzó el vestíbulo hacia el retrete, tan rápido que no llegué a tiempo de abrirle la puerta.

Luego, cuando volvimos al borde del agua, me agradó comprobar que la reunión empezaba a disolverse. Sólo algunos de los hombres permanecían para la cena. Mameha y yo acompañamos a los otros hasta la verja de entrada, donde los esperaban sus chóferes. Despedimos al último con una reverencia, y una criada nos acompañó de vuelta a la casa.

Mameha y yo pasamos la hora siguiente en el pabellón del servicio, disfrutando de una cena deliciosa que incluía tai no usugiri -besugo cortado fino como el papel y acompañado de salsa ponzu, servido todo ello en una fuente de cerámica con forma de hoja-. Habría disfrutado de lo lindo, si Mameha no hubiera estado tan malhumorada. Sólo tomó unos bocados de besugo y se quedó sentada frente a la ventana, mirando el atardecer. Había algo en su expresión que me hacía pensar que le gustaría volver a sentarse junto al estanque, mordiéndose el labio y observando enfadada cómo iba oscureciendo.

Cuando volvimos a reunimos con el barón y sus invitados, éstos ya estaban a mitad de la cena, en lo que el barón llamaba el «salón de banquetes pequeño». En realidad, este salón podría alojar a veinte o veinticinco comensales, pero la fiesta había quedado reducida al Señor Arashino, Nobu y el Doctor Cangrejo. Cuando entramos, comían en completo silencio. El barón estaba tan borracho que parecía que sus ojos chapoteaban dentro de las órbitas.

Cuando Mameha estaba empezando una conversación, el Doctor Cangrejo se limpió el bigote con la servilleta y luego se excusó y salió al servicio. Yo lo acompañé por el mismo vestíbulo en el que había estado antes con Nobu. Como se había hecho de noche, apenas se veían los objetos, pues las luces reflejaban en el cristal de las vitrinas. Pero el Doctor Cangrejo se detuvo junto a la vitrina de las espadas, moviendo la cabeza hasta alcanzar un ángulo desde el cual no reflejara la luz.

– Parece que conoces bien la casa del barón -me dijo.

– ¡Oh, no, señor! Me siento bastante perdida en este sitio tan grande. Sólo me conozco el camino porque antes acompañé al Señor Nobu-san.

– Estoy seguro de que pasó por aquí a toda prisa -dijo el doctor-. Los hombres como Nobu no tienen mucha sensibilidad para apreciar el contenido de estas vitrinas.

No supe qué responder, pero el doctor me miró fijamente.

– No has visto mucho mundo -continuó-, pero con el tiempo aprenderás a tener cuidado de quien tiene la arrogancia de aceptar una invitación de alguien como el barón y luego le habla tan groseramente como ha hecho Nobu esta tarde.

Yo asentí con una reverencia, y cuando estuvo claro que el Doctor Cangrejo no tenía nada más que decirme, lo conduje al servicio.

Cuando volvimos al salón de banquetes, los hombres estaban charlando gracias a las sosegadas artes de Mameha, que una vez conseguido este objetivo se había retirado a un segundo plano y servía el sake. Mameha solía decir que a veces la función de las geishas era revolver la sopa. Si te has fijado alguna vez en que el miso se posa como una nube en el fondo del cuenco, pero en cuanto le das dos vueltas con los palillos vuelve a mezclarse rápidamente, entenderás lo que quería decir Mameha con esto.

La conversación no tardó en abordar el tema de los kimonos, y todos nos encaminamos al sótano, donde el barón tenía su colección expuesta en un pequeño museo. A lo largo de las paredes había unos grandes armarios abiertos en los cuales estaban colgados los kimonos. Mientras Mameha nos enseñaba la colección, el barón se sentó en un taburete en medio de la estancia, con los codos apoyados en las rodillas y la vista nublada, y no dijo una palabra. Todos coincidimos en que el kimono más hermoso era uno en el que estaba representado el paisaje de la ciudad de Kobe, que está situada en la ladera de una abrupta montaña que cae directamente sobre el océano. El estampado empezaba en los hombros, con el cielo azul y las nubes; las rodillas representaban la ladera de la montaña; y bajo éstas, la túnica se recogía en una larga cola que mostraba el azul verdoso del mar salpicado de hermosas olas doradas y barquitas.

– Mameha -dijo el barón-, creo que deberías ponerte ese kimono para la fiesta de los cerezos en flor que daré en el Hakone la semana que viene. Dará que hablar, ¿no?

– Me gustaría mucho -contestó Mameha-. Pero como ya le mencioné el otro día, este año no podré asistir a la fiesta.

Me di cuenta de que esto no le gusto nada el barón, pues frunció el ceño.

– ¿Qué quieres decir? ¿Con quién tienes un compromiso que no puedes romper?

– Me encantaría de veras estar allí, barón. Pero este año, no me será posible. Tengo una cita con el médico a la misma hora que la fiesta.

– ¿Una cita con el médico? ¿Qué significa eso? Los médicos pueden cambiar las citas. Cámbiala mañana y no dejes de asistir a mi fiesta la semana que viene, como has hecho siempre.

– Lo siento -dijo Mameha-, pero hice esta cita con el consentimiento del barón hace semanas, y no estará en mi mano cambiarla ahora.

– No recuerdo haberte dado mi consentimiento. Bueno, en cualquier caso, no parece que necesites un aborto ni nada por el estilo…

A esto siguió un largo y embarazoso silencio. Mameha se limitó a colocarse las mangas del kimono, y el resto de nosotros nos quedamos tan callados que sólo se oía la respiración dificultosa del Señor Arashino. Reparé en que Nobu, que no había prestado apenas atención hasta entonces, se volvió a observar la reacción del barón.

– Bueno -dijo finalmente el barón-. Supongo que me había olvidado de que lo mencionaste… Ciertamente no podemos tener varoncitos correteando por ahí, ¿en? Pero deberías habérmelo recordado en privado, Mameha.

– Lo siento, barón.

– Si no puedes, no puedes y no hay más que hablar. Pero ¿y el resto de los presentes? Será una fiesta estupenda en mi hacienda de Hakone el fin de semana que viene. ¡Tienen que venir todos! La doy todos los años cuando están los cerezos en flor.

El doctor y Arashino no podían asistir. Nobu no contestó, pero cuando el barón le presionó le dijo:

– Barón, no me dirá de verdad que cree que voy a ir hasta Hakone para contemplar los cerezos en flor.

– ¡Oh! Los cerezos son sólo una excusa para dar una fiesta -dijo el barón-. No importa. En cualquier caso vendrá su Presidente. Viene todos los años.

Al oír mencionar al Presidente me puse nerviosa, pues se me había venido a la cabeza en varios momentos de la tarde. Durante un segundo tuve la sensación de que habían descubierto mi secreto.

– Me preocupa que no vaya a venir ninguno de ustedes – continuó el barón-. Lo estábamos pasando tan bien hasta que Mameha empezó a hablar de cosas que debió mantener en privado. Bueno, Mameha, he encontrado el castigo perfecto para ti. Ya no estás invitada a mi fiesta este año. Y además quiero que envíes a Sayuri en tu lugar.

Creí que el barón estaba de broma; pero he de confesar que enseguida empecé a imaginarme lo maravilloso que sería pasear con el Presidente por una maravillosa hacienda sin tener cerca a Nobu ni al Doctor Cangrejo, ni siquiera a Mameha.

– Es una buena idea, barón -dijo Mameha-, pero lamentablemente Sayuri está ocupada con los ensayos.

– ¡Beberías, beberías! -dijo el barón-. Espero verla allí. ¿Por qué me niegas todo lo que te pido hoy?

Parecía realmente enfadado; y como estaba muy borracho, al hablar escupía a diestra y siniestra. Intentó limpiarse con el dorso de la mano, pero terminó pringándose los largos pelos de la barbita.

– ¿Es que no vas a hacer caso de nada de lo que te pida? -continuó-. Quiero ver a Sayuri en Hakone. Responde sencillamente «Sí, barón», y dejamos zanjada la cuestión.

– Sí, barón.

– Muy bien -dijo el barón. Volvió a echarse atrás en el taburete, se sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la cara.

Yo lo lamentaba por Mameha. Pero sería poco decir que estaba entusiasmada con la perspectiva de asistir a la fiesta del barón. Creo que al pensarlo en el rickshaw de vuelta a Gion, se me ponían encarnadas las orejas. Temía que Mameha se percatara, pero ella iba mirando hacia el otro lado y no dijo una palabra hasta el final del trayecto, cuando se volvió hacia mí y me dijo:

– Sayuri, tienes que tener mucho cuidado en Hakone.

– Sí, señora, lo tendré -contesté yo.

– Tienes que tener en cuenta que una aprendiza a punto de pasar su mizuage es como un comida dispuesta en una bandeja. Pero ningún hombre la probará a la mínima sospecha de que otro hombre la ha probado.

No pude mirarla a los ojos cuando dijo esto. Sabía perfectamente bien que se refería al barón.