39112.fb2 Memorias De Una Geisha - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 25

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Capítulo veintitrés

No voy a pretender que todas mis emociones se habían apaciguado cuando el tren entró en la estación de Kioto a la mañana siguiente. Después de todo, cuando se tira un guijarro a un estanque, el agua sigue agitada todavía un rato después de que el guijarro se haya posado en el fondo. Pero cuando bajé por las escaleras del andén, con el Señor Itchoda pisándome los talones, me quedé tan anonadada que durante un rato me olvidé de todo lo demás.

Allí en una vitrina estaba el nuevo cartel que anunciaba las Danzas de la Antigua Capital de aquel año, y me paré a mirarlo. Quedaban dos semanas para el evento. El cartel había sido distribuido el día anterior, probablemente mientras yo iba de un lado al otro de la hacienda del barón esperando encontrar al Presidente. Las Danzas tienen un tema distinto cada año, como «Los colores de las cuatro estaciones en Kioto» o «Lugares famosos de la Leyenda de Heike». Aquel año el tema era «El resplandor del Sol Naciente». El cartel, que, por supuesto, era obra de Uchida Kosaburo -que había creado casi todos los carteles del festival desde 1919- mostraba a una aprendiza ataviada con un hermoso kimono verde y naranja, de pie en un puente de madera. Yo estaba agotada Por el largo viaje y apenas había dormido en el tren; de modo que me quedé mirando el cartel como atontada, apreciando los hermosos verdes y dorados del fondo antes de centrar mi atención en la chica del kimono. Miraba directamente al frente en la luz brillante del amanecer, y sus ojos tenían un sorprendente tono gris azulado. Tuve que sujetarme en la barandilla para no perder el equilibrio. ¡Yo era la chica que había pintado Uchida!

En el camino desde la estación a la okiya, el Señor Itchoda fue señalando todos los carteles que íbamos viendo e incluso le pidió al conductor del rickshaw que diera un rodeo para que pudiéramos ver toda una pared cubierta con ellos en el edificio de los antiguos Almacenes Daimaru. Verme por toda la ciudad no era tan excitante como yo habría imaginado; no dejaba de pensar en la pobre muchacha del cartel, de pie, delante de un espejo mientras un hombre mucho mayor que ella le desataba el obi. En cualquier caso, esperaba oír un montón de felicitaciones durante los días siguientes, pero enseguida pude comprobar que semejante honor siempre tiene unos costes. Ya desde que Mameha había arreglado las cosas para que yo tuviera un papel en el espectáculo de aquel año, empecé a oír todo tipo de comentarios desagradables. Después de lo del cartel, fue aún peor. A la mañana siguiente, por ejemplo, una joven aprendiza, que la semana anterior se había comportado de lo más amistosa conmigo, miró hacia otro lado cuando la saludé con una inclinación de cabeza.

En cuanto a Mameha, fui a visitarla a su apartamento, donde se recuperaba, y vi que estaba tan orgullosa como si hubiera sido ella misma la retratada en el póster. Ciertamente no estaba muy satisfecha de mi viaje a Hakone, pero parecía tan entregada como siempre a la consecución de mi éxito, o más. Durante un momento, me preocupaba que pensara que mi horrible encuentro con el barón era una traición. Me imaginaba que el Señor Itchoda se lo habría dicho, pero si lo hizo, ella nunca sacó el tema. Ni yo tampoco.

Dos semanas después, dieron comienzo las representaciones. El día del estreno, en los camerinos del Teatro Kaburenjo, me sentía rebosar de excitación, pues Mameha me había dicho que el Presidente y Nobu se encontrarían entre el público. Mientras me maquillaba, me re metí el pañuelo del Presidente bajo el albornoz, tocándome la piel. Tenia el pelo pegado a la cabeza con una cinta de seda, para poder ponerme las diferentes pelucas, y cuando me vi la cara en el espejo sin enmarcar por el pelo, como de costumbre, aprecié unos ángulos en mis mejillas y alrededor de los ojos que no había visto nunca. Puede que parezca extraño, pero cuando me di cuenta de que la forma de mi propia cara podía sorprenderme, tuve la súbita intuición de que nada en la vida es tan simple como imaginamos.

Una hora más tarde aguardaba en fila con el resto de las aprendizas entre bastidores, preparadas para la danza inaugural. Llevábamos todas el mismo kimono, amarillo y rojo, con los obis naranja y dorado, de modo que parecíamos imágenes trémulas de luz. Cuando empezó la música, con el primer golpe de tambor y el vibrante tañido de los shamisen, y salimos bailando como la cuentas de un collar -con los brazos extendidos y el abanico abierto en una mano-, tuve una sensación de pertenecer a algo que nunca había tenido.

Tras la primera pieza, corrí escaleras arriba a cambiarme el kimono. La danza en la que iba a aparecer bailando sola se llamaba El sol de la mañana sobre las olas y trataba de una doncella que se baña de mañana en el océano y se enamora de un delfín encantado. El kimono que iba a lucir era una magnífica pieza de color rosa con un estampado, que representaba el agua del mar, en color gris, y llevaba en la mano unas tiras de seda azul que simbolizaban el mar rizado que dejaba detrás de mí. El papel del príncipe transformado en delfín lo hacía una geisha que se llamaba Umiyo; asimismo, eran representados por geishas el resto de los papeles: el del viento, el del sol y el de la espuma marina; además de unas cuantas aprendizas, vestidas de negro y azul marino, que representaban a los delfines llamando a su príncipe desde el fondo del escenario.

Me cambié tan rápido que me quedaron unos minutos para observar al público. Seguí el sonido de algún tambor ocasional hasta que me encontré en un pasillo estrecho y oscuro que corría detrás de uno de los palcos de la orquesta situados a ambos lados del teatro. Ya había otras aprendizas y geishas mirando por unas ranuras practicadas en las puertas correderas. Me uní a ellas y logré ver al Presidente y a Nobu sentados juntos -aunque a mí me pareció que el Presidente había cedido a Nobu el mejor sitio-. Nobu tenía la vista fija en el escenario, pero para mi sorpresa parecía que el Presidente se estaba quedando dormido. Por la música me di cuenta de que era el principio del solo de Mameha, y me cambié al otro extremo del pasillo, desde donde se veía el escenario por las rendijas.

No pude ver a Mameha más de unos minutos, pero la impresión que me causó no se me borrará nunca. La mayoría de los bailes de la Escuela Inoue cuentan una historia de un tipo u otro, y la historia de esta danza -llamada Un cortesano regresa junto a su esposa- estaba basada en un poema chino que trata de un cortesano que tiene una larga aventura amorosa con una dama del palacio imperial. Una noche la esposa del cortesano se esconde en los alrededores del palacio para descubrir dónde ha estado pasando el tiempo su esposo. Finalmente, al amanecer, ve desde detrás de un matorral cómo éste se despide de su amante, pero para entonces, ella ya ha caído enferma por el frío que ha pasado espiándolo y muere al poco tiempo.

Para nuestras danzas de primavera, la historia se trasladó a Japón; pero el cuento era el mismo. Mameha representaba el papel de la esposa que muere de frío, con el corazón roto, mientras que otra geisha, Kanako, hacía el papel del cortesano, su marido. Vi la danza desde el momento en que el cortesano se despide de su amante. El decorado ya era extremadamente hermoso, con una suave iluminación imitando la de la aurora y el ritmo lento del shamisen como un latido al fondo. El cortesano realizaba una bonita danza de agradecimiento a su amante por la noche que han pasado juntos, y luego avanzaba hacia la luz del sol naciente para capturar para ella un poco de su calor. Este era el momento en que empezaba el lamento de Mameha, con una danza que expresaba toda la terrible tristeza de la esposa, oculta a un lado del escenario donde su esposo y la amante de éste no podían verla. Ya fuera la belleza de la danza de Mameha o la de la misma historia, el caso es que de pronto me sentí tan apenada viéndola bailar que me parecía que yo misma había sido la víctima de una traición atroz. Al final, la luz del sol inundaba el escenario. Mameha lo atravesaba hasta un bosquecillo donde bailaba la sencilla escena de la muerte. No puedo decir lo que pasaba después. Estaba demasiado emocionada y no pude seguir mirando; además, tenía que volver entre bastidores para prepararme para mi propia entrada.

Mientras esperaba, me parecía que tenía sobre mí todo el peso del edificio, pues la tristeza siempre la he sentido como algo extrañamente pesado. Las buenas bailarinas a menudo llevan los calcetines de geisha típicos, los abotonados a un lado, una talla más pequeña de lo que necesitan, a fin de poder sentir en los pies las juntas de la madera del escenario. Pero mientras estaba allí concentrándome para actuar, la presión que sentía sobre mí era tan fuerte que me parecía que no sólo sentiría las junturas del suelo del escenario, sino incluso las fibras del tejido del calcetín. Por fin oí la música de tambores y shamisen y el ajetreo de kimonos de las bailarinas que pasaban a mi lado camino del escenario; pero apenas si me acuerdo de nada más. Estoy segura de que levanté los brazos con el abanico cerrado y las rodillas dobladas, pues ésta era la postura con la que tenía que entrar en el escenario, y nadie me dijo luego que me hubiera despistado al entrar. Pero lo único que recuerdo claramente es estar mirando asombrada la seguridad y la uniformidad con la que se movían mis brazos. Había ensayado este número muchas veces, y supongo que eso bastaba, pues, aunque tenía un estado mental de total cerrazón, representé mi papel sin dificultad ni nerviosismo.

Durante el resto del mes, en cada representación, me preparaba para entrar de esta misma forma, concentrándome en la historia de Un cortesano regresa junto a su esposa hasta que sentía que caía sobre mí una inmensa tristeza. Los seres humanos enseguida nos acostumbramos a las cosas, pero cuando pensaba en Mameha danzando su lamento, oculta a los ojos de su marido y de la amante de éste, me resultaba tan imposible no ponerme triste como imposible es no percibir el aroma de una manzana que alguien acaba de cortar delante de ti.

Un día, en la última semana de representación, Mameha y yo nos quedamos hasta tarde en el camerino, hablando con otra geisha. No esperábamos encontrar a nadie al salir del teatro, y en realidad, el público ya había desaparecido. Pero cuando llegamos a la calle, un chofer uniformado se bajó de un coche y abrió la portezuela trasera. Mameha y yo casi lo habíamos dejado atrás cuando salió Nobu.

– ¡Hombre, Nobu-san! -exclamó Mameha-, ya empezaba a preocuparme de que no te interesara la compañía de Sayuri. Hace casi un mes que no sabíamos nada de ti, y esperábamos…

– Pero ¿quién eres tú para quejarte de que te hagan esperar? Llevo aquí fuera casi una hora.

– ¿Acabas de salir de la representación? ¿Has vuelto a ver las Danzas? -preguntó Mameha-. Sayuri se ha hecho toda una estrella.

– No acabo de salir de nada -contestó Nobu-. Salí del teatro hace una hora. El tiempo suficiente para hacer una llamada de teléfono y enviar a mi chofer a recoger un encargo.

Nobu golpeó con su única mano la ventanilla del coche, asustando de tal forma al chofer que se le cayó la gorra. Éste bajó la ventanilla y le dio a Nobu un paquetito envuelto al estilo occidental en una pequeña bolsa, que parecía de papel de plata. Nobu se volvió hacia mí, y yo hice una profunda reverencia y le dije lo contenta que estaba de verle.

– Eres muy buena bailarina, Sayuri. Yo no hago regalos porque sí -dijo, aunque creo que no era para nada verdad-. Probablemente por eso no les gusto tanto como otros hombres a Mameha o a otras geishas de Gion.

– ¡Nobu-san! ¡Nadie ha sugerido jamás tal cosa!

– ¡Sé perfectamente lo que os gusta a las geishas! Mientras os hagan regalos, aguantáis lo que sea.

Nobu extendió la mano con el paquetito para que yo lo tomara.

– Entonces, Nobu-san -dije yo-, ¿qué esperas que aguante yo? -lo dije de broma, claro está; pero Nobu no se lo tomó así.

– ¿No acabo de decir que no soy como los otros hombres? -gruño-. ¿Por qué las geishas no os creéis nunca lo que digo? Si quieres este regalito, mejor lo tomas antes de que me arrepienta.

Yo le di las gracias a Nobu y tomé el paquetito; Nobu dio otro golpe en la ventanilla del coche. El chofer se bajó y le abrió la puerta para que se montara.

No dejamos de hacer reverencias hasta que el coche giró al llegar a la esquina, y entonces Mameha me llevó a los jardines del teatro, donde nos sentamos en un banco de piedra frente al estanque y echamos un vistazo dentro de la bolsa que me había entregado Nobu. Contenía una cajita, envuelta en un papel dorado impreso con el nombre de una famosa joyería y atada con una cinta roja. La abrí y contenía una sola joya: un rubí del tamaño de un hueso de melocotón. Era como una inmensa gota de sangre refulgiendo al sol. Lo giré entre mis dedos, y los destellos saltaron de un lado al otro. Y era como si algo saltara en mi pecho.

– Veo lo emocionada que estás -dijo Mameha-, y me alegro mucho por ti. Pero no te encariñes demasiado con él. Tendrás más joyas en tu vida, Sayuri, muchas, diría yo. No se te volverá a presentar otra ocasión igual. Llévate el rubí a la okiya y dáselo a Mamita.

Ver esta hermosa joya, ver cómo su luz tintaba mi mano de rosa, y pensar en los enfermizos ojos amarillentos de Mamita, enmarcados siempre por el rojo vivo del interior de los párpados, como de carne cruda… Bueno, me parecía que dársela a ella era como vestir de seda a un cochino. Pero, claro, no me quedaba más remedio que obedecer a Mameha.

– Cuando se lo des -continuó ella-, has de ser especialmente delicada y decirle: «Mamita, me sentiría muy honrada si aceptara esta joya. Yo realmente no la necesito, y le he causado tantos problemas durante todos estos años». No digas más, o creerá que estás siendo sarcástica.

Cuando unas horas más tarde me senté en mi cuarto a moler una barra de tinta para escribirle una nota de agradecimiento a Nobu, se apoderó de mí una gran tristeza. Si la propia Mameha me hubiera pedido el rubí se lo habría dado tan contenta…, ¡pero dárselo a Mamita! Me caía bien Nobu y me daba lástima que su espléndido regalo fuera a parar a manos de una mujer como Mamita. Sabía de sobra que de haber sido el Presidente quien me hubiera dado el rubí, nunca me habría desprendido de él. En cualquier caso, escribí la nota, y cuando la terminé fui a la habitación de Mamita a hablar con ella. Estaba sentada en la penumbra, haciéndole caricias a su perro y fumando.

– ¿Qué quieres? -me preguntó-. Estaba a punto de pedir que me subieran una tetera.

– Siento molestarla, Mamita. Esta tarde, cuando Mameha y yo salíamos del teatro, el Señor Nobu Toshikazu estaba esperándome…

– Esperando a Mameha, quieres decir.

– No lo sé, Mamita. Pero el caso es que estaba esperando para darme este regalo. Es muy bonito, pero yo no lo necesito.

Quería haberle dicho que me sentiría muy honrada de que ella lo aceptara, pero Mamita ya no me estaba escuchando. Dejó la pipa sobre la mesa y me arrebató la cajita antes incluso de que yo se la ofreciera. Volví a intentar explicárselo, pero Mamita se limitó a abrir la caja y volcar el rubí en su untuosa mano.

– ¿Qué es esto?

– Es el regalo que me ha hecho el Señor Nobu. El Señor Toshikazu, de la Compañía Eléctrica Iwamura.

– ¿Crees que no sé quién es Nobu Toshikazu?

Se levantó de la mesa y se dirigió a la ventana, donde levantó el estor de papel y expuso el rubí a la luz de los últimos rayos de sol. Estaba haciendo lo mismo que había hecho yo en la calle: girarlo para ver sus destellos. Finalmente, bajó de nuevo el estor y volvió a su sitio.

– Tiene que haber un malentendido. ¿No te pidió que se lo entregaras a Mameha?

– Bueno, Mameha estaba a mi lado cuando me lo dio.

Me daba cuenta de que la mente de Mamita era como un cruce bloqueado por el tráfico. Dejó el rubí sobre la mesa y dio varias chupadas a la pipa. Me pareció que con cada bocanada de humo soltaba un poco de la confusión de su mente. Por fin me dijo:

– Así que Nobu Toshikazu se ha interesado por ti, ¿no?

– Hace algún tiempo que me honra con su atención.

Al oír esto, dejó la pipa sobre la mesa, como indicándome que la conversación estaba a punto de ponerse mucho más seria.

– No me he ocupado de ti como debía -me dijo-. Si has tenido algún amiguito ahora es el momento de decírmelo.

– No he tenido ninguno, Mamita.

No puedo decir si me creyó o no, pero me dijo que me retirara. Todavía no le había ofrecido el rubí como me había dicho Mameha que hiciera. Estaba pensando en cómo sacar el tema. Pero cuando miré a la mesa donde estaba la piedra, debió de pensar que tenía intención de decirle que me lo devolviera. No me dio tiempo a decir nada más, pues ella ya lo había hecho desaparecer en el hueco de su mano.

Por fin sucedió lo que tenía que suceder, y una tarde, sólo unos días después, Mameha vino a mi okiya y me llevó a la sala para comunicarme que habían empezado las ofertas para mi mizuage. Aquella misma mañana había recibido una oferta de la dueña de la Casa de Té Ichiriki.

– No podía haber sido en peor momento -dijo Mameha-, pues tengo que salir para Tokio esta misma tarde. Pero no me necesitarás. Sabrás si las ofertas suben, porque empezarán a suceder cosas.

– No entiendo -le dije-. ¿Qué cosas?

– Cosas de todo tipo -me dijo, y luego se fue sin tomar siquiera una taza de té.

Estuvo tres días fuera. Al principio, el corazón se me desbocaba cada vez que oía que se acercaba una de las criadas. Pero transcurrieron dos días sin que pasara nada. Entonces, al tercer día, la Tía vino a decirme que Mamita quería verme en su cuarto.

No había puesto un pie en el primer escalón cuando oí que se abría una puerta, y acto seguido vi abalanzarse a Calabaza escaleras abajo. Corría como si hubieran derramado un cubo en lo alto de la escalera y ella fuera el agua; de tan rápida apenas ponía los pies en el suelo, y a mitad de camino se torció un dedo en la barandilla. Debió de dolerle, porque soltó un grito y se paró al llegar abajo y lo rodeó con la otra mano, intentando calmar el dolor.

– ¿Dónde está Hatsumono? -dijo, con una voz que delataba claramente lo que le dolía-. ¡Tengo que encontrarla rápidamente!

– Me parece que ya te has hecho bastante daño -dijo la Tía-, para que encima Hatsumono te haga aún más.

Calabaza parecía terriblemente preocupada, y no sólo por su dedo; pero cuando le pregunté qué le pasaba, se precipitó hacia la puerta y se fue.

Mamita estaba sentada frente a la mesa cuando entré en la habitación. Empezó a cargar la pipa, pero cambió súbitamente de opinión y la dejó a un lado. En el estante más alto, sujetando los libros de cuentas, había un hermoso reloj europeo dentro de un fanal de cristal. Mamita no le quitaba ojo, pero pasaron varios minutos y seguía sin decirme nada. Por fin fui yo la que habló:

– Siento molestarla, Mamita, pero me han dicho que deseaba verme.

– El doctor se está retrasando -dijo-. Lo esperaremos.

Me imaginé que se refería al Doctor Cangrejo, que iba a venir a la okiya para acordar los términos de mi mizuage. No lo esperaba y empecé a sentir un cosquilleo en el estómago. Mamita acariciaba a Taku, el cual se cansó de sus atenciones y lanzó pequeños gruñidos.

Finalmente oí que las criadas recibían a alguien en el portal, y bajó Mamita. Cuando volvió unos minutos después no venía acompañada del Doctor Cangrejo, sino de un hombre mucho más joven, con el pelo entrecano y un maletín de médico en la mano.

– Esta es la chica -dijo Mamita.

Saludé al doctor con una reverencia, y él respondió con otra.

– Señora -dijo, dirigiéndose a Mamita-, ¿dónde vamos a…?

Mamita le respondió que la habitación donde nos encontrábamos serviría. Por su modo de cerrar la puerta, supe que estaba a punto de pasarme algo desagradable. Empezó por desatarme el obi y doblarlo sobre la mesa. Luego me quitó el kimono descolgándomelo de los hombros y lo colgó en una percha que había en una esquina de la habitación. Me quedé sólo con la enagua amarilla, lo más quieta que pude; pero un momento después Mamita empezó a desabrocharme la banda que la sujeta. No pude evitar echar la mano para impedirlo, pero ella la apartó igual que había hecho el barón, lo que me hizo sentirme fatal. Cuando me hubo quitado la banda, metió la mano bajo la enagua y tiró del koshimaki, que salió, como había sucedido en Hakone, de un tirón. No me gustó nada, pero en lugar de abrirme la enagua, como había hecho el barón, Mamita me la volvió a cerrar y me dijo que me tumbara en el tatami.

El doctor se arrodilló a mi lado y, tras disculparse, me abrió la enagua y me dejó las piernas al descubierto. Mameha me había contado algo acerca del mizuage, pero parecía que estaba a punto de enterarme de algo más. ¿Habrían acabado ya las ofertas? ¿Había sido este joven doctor el ganador? ¿Y qué había pasado con el Doctor Cangrejo y con Nobu? Incluso se me cruzó por la mente la idea de que Mamita estuviera saboteando los planes de Mameha. El joven doctor me colocó las piernas y metió la mano entre ellas; una mano que me había parecido suave y elegante, como la de mi adorado Presidente. Me sentí tan expuesta y humillada que me tapé la cara. Quería juntar las piernas, pero temía que si dificultaba su tarea, todo se prolongara más. Así que me quedé quieta, con los ojos cerrados y conteniendo la respiración. Me sentía como debió de sentirse el pequeño Taku cuando se atragantó con un hueso y la Tía le mantuvo la boca abierta mientras Mamita le metía los dedos en la garganta y le sacaba el hueso. En un momento determinado creo que el doctor tenía las dos manos entre mis piernas; pero por fin las sacó, y volvió a taparme. Cuando abrí los ojos, lo vi secándose las manos con una toalla.

– La chica está intacta -dijo.

– ¡Eso son buenas noticias! -contestó Mamita-. ¿Habrá mucha sangre?

– No debería haber ninguna. Sólo la he examinado.

– No; quiero decir en el mizuage.

– No le podría decir. Lo normal, supongo.

Cuando el doctor de cabello entrecano se fue, Mamita me ayudó a vestirme y me indicó que me sentara en la mesa. Sin previo aviso me agarró de una oreja y tiró con tal fuerza que di un grito. Me mantuvo así agarrada, con mi cabeza pegada a la suya, mientras me decía:

– Eres un bien muy caro, muchachita. No te había valorado lo suficiente. Pero ahora puedes estar segura que de aquí en adelante no te quitaré ojo. Lo que los hombres quieren de ti, tendrán que pagarlo. ¿Me sigues?

– Sí, señora -dije. Claro está que habría asentido a cualquier cosa que dijera, considerando cómo me estaba tirando de la oreja.

– Si le das a un hombre gratis aquello por lo que debe pagar, estarás engañando a esta okiya. Me deberás dinero, y yo te lo sacaré de donde sea. Y no sólo hablo de esto -aquí Mamita hizo un burdo ruido con la mano que tenía libre, frotándose los dedos en la palma-. Los hombres pagarán para esto -continuó-. Pero también pagarán sólo por hablar contigo. Como te pille escabulléndote para encontrarte con un amigo, aunque sólo sea para charlar un rato, te… -y aquí terminó la frase con un último tirón de oreja, antes de soltármela.

Me costó recuperar el aliento. Cuando por fin pude volver a hablar dije:

– Mamita… ¡Pero si no he hecho nada para enfadarla!

– No, todavía no. Y si tienes cabeza no lo harás nunca.

Intenté irme, pero Mamita me dijo que me quedara. Golpeó la pipa en el cenicero como para vaciarla, aunque ya estaba vacía; y cuando la llenó y la encendió, me dijo:

– He tomado una decisión y tu posición aquí en la okiya está a punto de cambiar.

Esto me alarmó, y empecé a decir algo, pero Mamita me cortó.

– Tú y yo celebraremos una ceremonia la semana que viene. Después, tú te convertirás en mi hija, como si yo te hubiera parido. He decidido adoptarte. Un día, la okiya será tuya.

No sabía qué decir, y no recuerdo mucho de lo que sucedió a continuación. Mamita siguió hablando, diciéndome que en cuanto fuera oficialmente declarada hija de la okiya no tardaría en mudarme al cuarto grande que ocupaban Hatsumono y Calabaza, las cuales tendrían que compartir el cuarto pequeño que había venido ocupando yo. Sólo la estaba escuchando a medías, hasta que me di cuenta de que siendo la hija de Mamita ya no tendría que enfrentarme a la tiranía de Hatsumono. Este había sido el plan de Mameha, pero yo nunca creí que pudiera salir adelante. Mamita siguió aleccionándome. Miré su labio caído y sus ojos amarillentos. Puede que fuera una mujer odiosa, pero como hija de esta mujer odiosa, yo pasaba a estar fuera del alcance de Hatsumono.

En medio de esta conversación, se abrió la puerta, y la propia Hatsumono apareció en el umbral.

– ¿Qué quieres? -preguntó Mamita-. Estoy ocupada.

– Sal -dijo Hatsumono, dirigiéndose a mí-. Tengo que hablar con Mamita.

– Si quieres hablar conmigo -dijo Mamita- le pedirás a Sayuri que tenga la bondad de dejarnos solas.

– ¿ Tendrías la bondad de dejarnos solas, Sayuri? -dijo Hatsumono en tono sarcástico.

Y entonces, por primera vez en mi vida, le contesté sin miedo a que me castigara.

– Saldré si Mamita lo permite -le dije.

– Mamita, ¿tendría la bondad de decirle a esta Señorita Estúpida que nos deje solas? -dijo Hatsumono.

– Deja de hacer tonterías Hatsumono -dijo Mamita-. Entra y dime qué quieres.

A Hatsumono no le gustó esto, pero entró y se sentó frente a la mesa. Estaba a mitad de camino entre Mamita y yo, pero, en cualquier caso, tan cerca que me llegaba su perfume.

– La pobre Calabaza ha venido a buscarme muy triste -empezó-. Le prometí que hablaría con usted. Me ha contado algo muy extraño. Estas fueron sus palabras: «¡Ay, Hatsumono! Mamita ha cambiado de opinión». Pero yo le dije que dudaba que aquello fuera cierto.

– No sé a qué se referiría. Es cierto que no he cambiado de opinión en nada últimamente.

– Eso es lo que yo le dije, que usted nunca faltaría a su palabra. Pero estoy segura de que se sentiría mejor, si se lo dice usted misma, Mamita.

– ¿Decirle qué?

– Que no ha cambiado de opinión con respecto a adoptarla.

– ¿Pero de dónde has sacado semejante cosa? Yo nunca tuve intención de adoptarla.

Me apenó terriblemente oír esto, y se me vino a la cabeza la imagen de Calabaza abalanzándose por las escaleras con aquella cara de preocupación… Y no era raro que me apenara porque ya nadie podría saber qué iba a pasar con su vida. Hatsumono había estado exhibiendo esa sonrisa suya que la hacía parecer una cara muñeca de porcelana, pero las palabras de Mamita la dejaron de piedra. Me miró con odio.

– ¡Entonces es verdad que piensa adoptarla! ¿No se acuerda, Mamita, cuando me dijo que estaba pensando en adoptar a Calabaza? Me pidió que se lo dijera.

– Lo que le hayas dicho a Calabaza no es de mi incumbencia. Además, no has llevado su aprendizaje todo lo bien que yo esperaba. Empezó bien, pero últimamente…

– Lo prometió, Mamita -dijo Hatsumono en un tono que me asustó.

– ¡No seas ridicula! Sabes bien que hace años que le tenía echado el ojo a Sayuri. ¿Por qué iba a cambiar y adoptar a Calabaza?

Yo sabía perfectamente que Mamita estaba mintiendo. Pero llegó a volverse hacia mí y decirme:

– Sayuri-san, ¿cuándo fue la última vez que hablamos de adoptarte? ¿Hace un año, más o menos?

Si alguna vez has visto a una gata enseñando a cazar a sus crías -la forma de agarrar a un ratón indefenso y de desgarrarlo-, bueno, pues me sentí como si Mamita me estuviera ofreciendo la posibilidad de aprender a ser como ella. Lo único que tenía que hacer era mentir y decir: «Claro, Mamita, usted mencionó el tema muchas veces». Éste sería el primer paso para llegar a ser yo también algún día una vieja de ojos amarillentos encerrada día y noche en un cuarto siniestro haciendo cuentas. No podía ponerme de su lado, como tampoco podía ponerme del de Hatsumono. Fijé la vista en el suelo, a fin de no ver a ninguna de las dos, y dije que no recordaba cuándo había sido.

Hatsumono estaba encarnada de ira, como si fuera a explotar de un momento a otro. Se puso en pie y se dirigió a la puerta, pero Mamita la detuvo.

– Dentro de una semana Sayuri será oficialmente mi hija -dijo-. Para entonces tendrás que haber aprendido a tratarla con respeto. Al bajar, pide a una de las criadas que suba una bandeja de té para Sayuri y para mí.

Hatsumono hizo una pequeña inclinación de cabeza y salió.

– Mamita -dije yo entonces-. Siento mucho haberle causado tantos problemas. Estoy segura de que Hatsumono se equivoca con respecto a que usted hubiera hecho plan alguno de adoptar a Calabaza, pero, si se me permite la pregunta, ¿no sería posible adoptarnos a las dos, a Calabaza y a mí?

– Conque has aprendido algo de negocios, ¿eh? -me contestó-. ¿Me vas a enseñar a mí a llevar una okiya?

Unos minutos después, apareció una criada con la bandeja del té, pero sólo traía una taza -no dos tazas, sino sólo una. A Mamita no pareció preocuparle. Yo le llené la taza, y ella bebió, mirándome con sus ojos enmarcados de rojo.