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Durante el verano de aquel año, 1939, estuve tan ocupada con todos los compromisos, los encuentros con el general, las representaciones de danza y todo eso que cuando intentaba levantarme por la mañana, me sentía como un cubo lleno de clavos. Por lo general, a media tarde había logrado olvidarme del cansancio, pero a menudo me preguntaba cuánto estarían reportándome todos aquellos esfuerzos. No esperaba poderme enterar, sin embargo, así que cuando Mamita me llamó a su cuarto y me dijo que durante los últimos seis meses había ganado más que Hatsumono y Calabaza juntas me quedé bastante asombrada.
– Lo cual significa -dijo Mamita- que ha llegado el momento de que os cambiéis de habitación.
No me agradó oír esto tanto como se pudiera imaginar. Hatsumono y yo habíamos logrado vivir bajo el mismo techo durante los últimos años por el procedimiento de mantener las distancias. Pero para mí seguía siendo un tigre dormido, no un tigre vencido. Hatsumono no iba pensar en el plan de Mamita sencillamente en términos de «cambiar de habitación», sino que iba a sentir que le habían arrebatado la suya.
Cuando vi a Mameha aquella noche, le dije lo que Mamita me había dicho y le mencioné mi temor de que el fuego de Hatsumono volviera a prenderse.
– Bueno, eso está bien -respondió Mameha-. Esa mujer no se dará definitivamente por vencida hasta que no corra la sangre. Y todavía no ha corrido. Ofrezcámosle la oportunidad y veamos en qué lío se mete ahora.
Al día siguiente por la mañana temprano, la Tía subió a decirnos lo que teníamos que hacer para trasladar de un cuarto al otro nuestras pertenencias. Empezó por llevarme al cuarto de Hatsumono y anunciarme que cierta esquina me pertenecía; podía poner en ella lo que quisiera, y nadie podía tocarlo. Luego llevó a Hatsumono y a Calabaza a mi cuarto, que era más pequeño, y dispuso un espacio similar para las dos. Lo único que teníamos que hacer era cambiar nuestras pertenencias de cuarto.
Esa misma tarde me puse a trabajar en el traslado de mis enseres de un lado al otro del rellano. Me gustaría poder decir que había acumulado una colección de objetos hermosos, como probablemente la habría acumulado Mameha a mi edad; pero el espíritu de la nación había cambiado mucho. El gobierno militar había prohibido recientemente como lujos innecesarios los cosméticos y las permanentes, aunque las geishas de Gion, como juguetes que éramos de los hombres que ocupaban el poder, seguíamos haciendo más o menos lo que queríamos. Los regalos lujosos, sin embargo, eran algo desconocido. De modo que a lo largo de todos aquellos años apenas había acumulado nada más que unos cuantos pergaminos, tinteros y cuencos, así como una colección de fotos estereoscópicas de vistas de lugares famosos con un bonito visionador de plata que me había regalado el actor de Kabuki Onoe Yoegoro XVII. En cualquier caso, trasladé todo ello -junto con mis útiles de maquillaje, la ropa interior, los libros y las revistas- y lo dejé todo apilado en el rincón de la habitación que me habían adjudicado. Pero al día siguiente por la noche, Hatsumono y Calabaza todavía no habían empezado a trasladar sus cosas. Cuando regresaba de mis clases al mediodía del tercer día, decidí que si los frascos y ungüentos de Hatsumono seguían abarrotando el tocador, iría a pedirle ayuda a la Tía.
Cuando llegué a lo alto de la escalera, me sorprendió ver abiertas las dos puertas, la de Hatsumono y la mía. Un tarro de ungüento blanco estaba roto en el suelo. Parecía que había pasado algo, y cuando entré en mi habitación, vi lo que era. Hatsumono estaba sentada en mi mesita, sorbiendo algo que parecía agua y leyendo uno de mis cuadernos.
La geishas han de ser discretas con respecto a los hombres que conocen. Así que tal vez te sorprenda saber que unos años antes, cuando todavía era aprendiza, había ido a un papelería una tarde y me había comprado un bonito cuaderno para empezar a llevar un diario. No había sido tan estúpida como para anotar aquellas cosas que una geisha nunca debe revelar. Sólo escribía sobre lo que pensaba y lo que sentía. Cuando quería decir algo sobre un hombre en concreto, le daba un nombre codificado. Por ejemplo, me refería a Nobu como el «Señor Tsu», porque a veces hacía un ruido con la boca que sonaba así. Y al Presidente lo llamaba «Señor Haa», porque en una ocasión había tomado aire y lo había soltado lentamente haciendo un sonido parecido, y yo lo había imaginado despertándose a mi lado mientras lo hacía, de modo que se me había quedado grabado. Pero nunca pensé que nadie fuera a leer las cosas que había escrito.
– ¡Si eres tú! -exclamó Hatsumono-. ¡Qué bien que te veo! Te estaba esperando para decirte cuánto me está gustando tu diario. Algunos de los días son de lo más interesante… y, realmente, tienes un estilo encantador. Tu caligrafía no es muy allá, pero…
– ¿Y has leído por casualidad lo que pone en la primera página?
– No, no creo. Veamos… «Privado». Bueno, pues aquí tenemos un buen ejemplo de lo que te estoy diciendo de tu caligrafía.
– Hatsumono, por favor, deja el libro sobre la mesa y sal de mi habitación.
– ¡De verdad! Me sorprendes, Sayuri. Sólo estoy intentando ayudarte. Escucha un momento y verás. Por ejemplo: ¿por qué le has dado a Nobu Toshikazu el apodo de «Señor Tsu»? No le pega nada. Creo que mejor le hubieras puesto «Señor Verrugas» o tal vez «Señor Manco». ¿No crees? Puedes cambiarlo si quieres, y no hace falta que me des las gracias por ello.
– No sé de qué estás hablando, Hatsumono. No he escrito nada sobre Nobu.
Hatsumono suspiró, como diciendo que era una mala embustera, y luego empezó a pasar las páginas del cuaderno.
– Pues si no es de Nobu de quien estás hablando aquí, tú me dirás quién es. A ver dónde está… ¡Ah!, aquí es: «A veces, cuando una geisha se lo queda mirando, la cara del Señor Tsu se pone roja de rabia.
Pero yo lo puedo mirar todo lo que quiera y siempre parece agradarle que lo mire. Creo que me tiene cariño porque siente que a mí no me asusta el aspecto de su piel ni me parece extraño que le falte un brazo, como les sucede a la mayoría de las chicas». De modo que supongo que lo que tratas de decirme es que conoces a alguien que es exactamente igual que Nobu. ¡Pues deberías presentarlos! Piensa en todo lo que tienen en común.
Para entonces yo ya estaba desesperada -no se me ocurre una palabra mejor para describir mi estado-. Porque una cosa es ver de pronto todos tus secretos sacados a la luz, pero cuando ha sido tu propia estupidez la que los ha expuesto… bueno, entonces es todavía peor. De maldecir a alguien era a mí a quien maldecía por haber escrito el diario en primer lugar y en segundo lugar por haberlo dejado donde Hatsumono pudiera encontrarlo. Un comerciante que se deja la ventana abierta no puede enfadarse si un temporal de lluvia le estropea la mercancía.
Me acerqué a la mesa para arrebatar de las manos de Hatsumono el diario, pero ésta se levantó apretándolo contra sus pecho. Con la otra mano agarró el vaso que yo creía que contenía agua. Al estar cerca de ella percibí el olor a sake. No era agua lo que contenía el vaso. Estaba borracha.
– ¡Pues claro que quieres que te devuelva tu diario, Sayuri! ¡Y claro que te lo voy a devolver! -me dijo, mientras lo decía se dirigía a la puerta-. El problema es que todavía no he terminado de leerlo. Así que me lo llevo a mi cuarto… A no ser que prefieras que se lo lleve a Mamita. Estoy segura de que le encantará leer algunas de las cosas que has escrito sobre ella.
He mencionado antes que en el rellano había un frasco de ungüento roto en el suelo. Así es como obraba Hatsumono. Lo ponía todo perdido y luego ni tan siquiera se preocupaba de llamar a las criadas para que lo limpiaran. Pero entonces, al salir de mi cuarto, tuvo su merecido. Probablemente se había olvidado del frasco roto porque estaba borracha; fuera como fuese, el caso es que pisó sobre el cristal roto y dio un gritito. Vi que se examinaba el pie y se quedaba boquiabierta, pero luego continuó andando.
Me dio pánico verla entrar en su cuarto. Pensé en pegarme con ella para arrebatarle el diario, pero entonces recordé lo que me había dicho Mameha a propósito de Hatsumono después del torneo de sumo. Abalanzarse contra ella era lo obvio. Pero mejor me iría si esperaba a que se relajara, pensando que había ganado, y entonces llevarme el diario cuando estuviera desprevenida. Me pareció una buena idea… hasta que me la imaginé escondiéndolo en algún sitio donde yo no pudiera encontrarlo.
Había cerrado la puerta. Me acerqué y la llamé con un tono lo más suave posible:
– Hatsumono-san, lamento mucho haberme enfadado. ¿Puedo entrar?
– No, no puedes.
Abrí igualmente la puerta. El cuarto estaba en completo desorden, porque Hatsumono había dejado todo por en medio al trasladarse. El diario estaba encima de la mesa, y Hatsumono se había envuelto el pie con una toalla. No se me ocurría cómo distraerla, pero lo que tenía claro es que no iba a salir de aquella habitación sin el diario en la mano.
Puede que tuviera un carácter más propio de una rata de agua que de una persona, pero Hatsumono no era tonta. De no haber estado borracha, ni siquiera se me habría ocurrido intentar burlarla. Pero considerando su estado en ese momento… Pasé revista a mi alrededor a los montones de ropa interior, los frascos de perfume y todas las demás cosas esparcidas por el cuarto. La puerta del armario estaba abierta, y el pequeño cofre en el que guardaba sus joyas estaba entreabierto; y algunas estaban tiradas por las esteras, como si por la mañana hubiera estado sentada allí probándoselas y bebiendo. Y entonces un objeto me llamó la atención con la misma claridad que si fuera la única estrella que brillara en un cielo completamente negro.
Era un broche de obi que tenía una esmeralda engarzada, el mismo que me había acusado Hatsumono de haberle robado unos años antes, la noche que la sorprendí a ella y a su novio en la casita de las criadas. No esperaba volver a verlo. Me dirigí directamente al armario para agarrarlo y llevármelo.
– ¡Qué buena idea! -exclamó Hatsumono-. Venga, continúa y róbame una joya. Si quieres que te diga la verdad preferiría el dinero que tendrías que pagarme.
– Estoy encantada de que no te importe -le dije-. Pero ¿cuánto tendría que pagarte por esto?
Mientras decía estas palabras me aproximé a ella mostrándole el broche. La brillante sonrisa que había lucido en su boca hasta ese momento empezó a desvanecerse, al igual que se difumina la oscuridad de un valle cuando empieza a salir el sol. En ese momento, mientras Hatsumono se recobraba del susto, sencillamente acerqué mi otra mano a la mesilla y tomé el diario.
No sabía cómo iba a reaccionar Hatsumono, pero salí del cuarto cerrando la puerta detrás de mí. Pensé en ir directamente junto a Mamita para enseñarle lo que había encontrado, pero, claro, no podía presentarme allí con el diario en la mano. Lo más rápidamente que pude, abrí la puerta del armario donde se guardaban los kimonos de la estación en curso y metí el cuaderno entre dos de ellos envueltos en papel de seda. No me llevó más de dos segundos; pero sentí un escalofrío en la espalda pensando que Hatsumono podía abrir la puerta y verme. Cuando volví a cerrar la puerta del armario, entré rápidamente en mi cuarto y empecé a abrir y cerrar los cajones del tocador para hacer creer a Hatsumono que había escondido allí el diario.
Cuando volví a salir al rellano, Hatsumono me estaba observando desde el umbral de su habitación, con una sonrisita en la boca, como si encontrara muy divertida toda la situación. Intenté parecer preocupada, lo que no me resultó muy difícil, y me dirigí al cuarto de Mamita, donde deposité el broche sobre la mesa, delante de ella. Apartó la revista que estaba leyendo y lo tomó en la mano para observarlo de cerca.
– Es una bonita pieza -dijo-, pero no sacaríamos mucho en el mercado negro por ella. En estos tiempos nadie paga mucho por este tipo de joyas.
– Estoy segura de que Hatsumono pagaría lo que fuera, Mamita -le dije yo-. ¿Se acuerda del broche que me acusó de haberle robado hace años, el que se añadió a todas mis deudas? Pues es éste. Acabo de encontrarlo en el suelo de su cuarto, al lado del joyero.
– Creo que Sayuri tiene razón -dijo Hatsumono que había entrado en la habitación y se había quedado detrás de mí-. Este es el broche que perdí. O, al menos, es muy parecido. Pensé que no volvería a verlo.
– Sí, es muy difícil encontrar nada cuando se está todo el tiempo borracha -dije yo-. Con que hubieras mirado mejor en tu joyero.
Mamita dejó el broche sobre la mesa y continuó mirando furiosa a Hatsumono.
– Lo encontré en su cuarto -dijo Hatsumono-. Lo había escondido en su tocador.
– ¿Y por qué estabas hurgando en su tocador? -le preguntó Mamita.
– No quería decirle lo que voy a decirle, Mamita, pero Sayuri dejó algo olvidado sobre la mesa, y yo estaba tratando de esconderlo para evitarle problemas. Ya sé que tendría que habérselo traído a usted inmediatamente, pero… Se dedica a escribir un diario, ¿sabe? Me lo enseñó el año pasado. Y ha escrito algunas cosas bastante ofensivas sobre ciertos hombres, y, para qué ocultarlo ya, hay algunos trozos sobre usted, Mamita.
Pensé en insistir en que no era cierto; pero no importaba. Hatsumono se había metido en un lío, y nada de lo que dijera iba a cambiar la situación. Diez años antes, cuando ella era la que más ganaba de la okiya, probablemente habría podido acusarme de lo que quisiera. Podría haber dicho que me había comido el tatami de su cuarto, y Mamita habría añadido a mis deudas el coste del nuevo. Pero ahora las cosas habían cambiado; la brillante carrera de Hatsumono se había cortado en seco, mientras que la mía empezaba a florecer. Yo era la hija de la okiya y su principal geisha. No creo que a Mamita le preocupara mucho quién decía la verdad.
– No hay ningún diario, Mamita -dije-. Hatsumono se lo está inventando.
– ¿Ah, sí? -dijo Hatsumono-. Pues voy a buscarlo, y mientras Mamita lo lee, tú puedes irle contando cómo me lo he inventando.
Hatsumono fue a mi cuarto; Mamita la siguió. El rellano estaba en una situación deplorable. No sólo había un frasco roto en el suelo, sino que al pisarlo, Hatsumono había ido dejando un rastro de ungüento y sangre por donde había pasado, no sólo en el rellano, sino también en el tatami de su cuarto, en el de Mamita y ahora en el mío. Cuando entré yo, estaba arrodillada delante de mi tocador, cerrando los cajones y con una expresión de derrota en el rostro.
– ¿De qué diario habla Hatsumono?
– Si hay un diario, estoy segura de que Hatsumono lo va a encontrar -respondí.
Al oír esto, Hatsumono dejó las manos en el regazo y soltó una risita, como si todo el asunto no hubiera sido más que un juego y ella hubiera perdido claramente.
– Hatsumono -dijo Mamita-, tendrás que devolver a Sayuri el dinero que te pagó por el broche que la acusaste de haber robado. Además, no pienso tener todos los tatami de esta okiya manchados de sangre. Habrá que cambiarlos y tú correrás con el gasto. Parece que el día te ha salido caro, y apenas ha empezado la tarde. ¿Espero a calcular el total no vaya a ser que todavía no hayas terminado?
No sé si Hatsumono oyó lo que dijo Mamita. Estaba demasiado concentrada en lanzarme una mirada furiosa. Tenía una expresión que yo no había tenido la ocasión de verle hasta entonces.
Si hubiera tenido que determinar, cuando todavía era joven, en qué momento concreto cambió mi relación con Hatsumono, habría dicho que después de mi mizuage. Pero aunque es bastante cierto que el mizuage me elevó a una posición en la que a Hatsumono no le resultaría muy fácil alcanzarme, podríamos haber seguido viviendo bajo el mismo techo hasta la vejez, si no hubiera pasado algo más entre nosotras. Por eso, el verdadero momento decisivo, tal como he llegado a verlo después, se produjo el día que Hatsumono leyó mi diario y yo encontré la joya que ella me había acusado de haberle robado.
A modo de explicación contaré algo que dijo en una ocasión, durante una velada en la Casa de Té Ichiriki, el Almirante Yamamoto Isoroku. No voy a presumir de conocer mucho a este almirante -de quien se suele decir que es el padre de la Flota Imperial japonesa-, pero tuve el privilegio de asistir a varias fiestas que contaron con su presencia. Era un hombre menudo, pero no hay que olvidar que los cartuchos de dinamita también son pequeños. Las fiestas siempre se hacían más bulliciosas cuando llegaba el almirante. Aquella noche, él y otro hombre estaban en la última ronda de uno de esos juegos que consisten en saber quién aguanta más bebiendo sake, y habían acordado que el perdedor iría a comprar condones a la farmacia más cercana. Por supuesto, entiéndase que el único fin del condón era tener que pasar la vergüenza de pedirlo. El almirante fue el ganador, y toda los asistentes empezaron a aplaudirle y vitorearle.
– Menos mal que no ha perdido, almirante -dijo uno de sus asistentes-. Piense usted en el pobre boticario encontrándose de pronto con el Almirante Yamamoto Isoroku al otro lado del mostrador.
Todos lo encontraron muy gracioso, pero el almirante dijo que nunca había puesto en duda su victoria.
– ¡No puedo creerlo! -dijo una de las geishas-. Todo el mundo pierde de vez en cuando. ¡Incluso usted, almirante!
– Supongo que es cierto que todo el mundo es derrotado en un momento o en otro. Pero yo no, nunca.
Puede que algunos de los presentes consideraran que decir esto era una arrogancia, pero yo no me encontraba entre ellos. El almirante me parecía ese tipo de hombre que está acostumbrado a ganar. Finalmente alguien le preguntó el secreto de su éxito.
– No intento nunca vencer al hombre con el que estoy enfrentado -explicó-. Intento vencer su confianza. Una mente empañada por la duda no puede enfocar claramente el camino de la victoria. Dos hombres son iguales -verdaderamente iguales- sólo cuando tienen el mismo grado de confianza en ellos mismos.
No creo que fuera consciente de ello entonces, pero tras la pelea por el diario, la duda empezó a empañar -como diría el almirante- la mente de Hatsumono. Sabía que Mamita no se pondría de su parte bajo ningún concepto, y que por eso, ella había pasado a estar en la situación de un tejido que se saca del calor del armario y se cuelga al aire libre, donde los elementos lo irán deteriorando poco a poco.
Si Mameha me oyera explicar las cosas de esta forma, alzaría la voz para decir que no estaba en absoluto de acuerdo. Su visión de Hatsumono era muy distinta de la mía. Ella creía que Hatsumono era una mujer propensa a la autodestrucción, y que lo único que teníamos que hacer era engatusarla para que tomara una senda, que de todos modos iba a acabar tomando. Tal vez Mameha tenía razón; no lo sé. Es cierto que durante los años que siguieron a mi mizuage, los problemas de carácter de Hatsumono no dejaron de agravarse, si es que se le puede llamar así. Perdió todo control sobre la bebida y sobre la agresividad. Hasta que su vida no empezó a desmoronarse, siempre había utilizado la agresividad para llegar a algo, de la misma forma que los samuráis no sacan la espada para liarse a cuchilladas sin ton ni son, sino para hendirla en sus enemigos. Pero para entonces, Hatsumono ya había perdido de vista quiénes eran sus enemigos y a veces también golpeaba a Calabaza. De vez en cuando, incluso en las fiestas hacía comentarios insultantes a los hombres que habían solicitado su compañía. Y además, ya no era tan hermosa como había sido. La piel se le había puesto cerúlea y se le habían abotargado los rasgos. O, tal vez, sólo era mi forma de mirarla. Un árbol puede parecer magnificente; pero cuando te fijas en que está infestado de insectos y tiene las puntas de las ramas secas a causa de la plaga, incluso el tronco parece perder parte de su magnificencia.
Cualquiera sabe que un tigre herido es un animal peligroso; y por ello, Mameha insistió en que siguiéramos a Hatsumono por Gion durante algunas semanas. En parte Mameha quería vigilarla porque no nos habría extrañado que intentara encontrar a Nobu para contarle e contenido de mi diario y mi secreto afecto por el «Señor Haa», a quien Nobu habría identificado enseguida con el Presidente. Pero lo más importante es que Mameha quería hacerle la vida difícil a Hatsumono.
– Cuando quieres romper una tabla -dijo Mameha-, resquebrajarla por el medio es solo el primer paso. Realmente lo logras cuando saltas sobre ella con todo tu peso hasta partirla en dos.
Así que todas las noches, salvo cuando tenía una cita ineludible, Mameha venía a nuestra okiya al atardecer y esperaba a salir por la puerta detrás de Hatsumono. Mameha y yo no siempre podíamos permanecer juntas, pero, por lo general, al menos una de las dos se las arreglaba para seguirla de cita en cita durante una parte considerable de la noche. La primera noche que la seguimos, Hatsumono fingió que le hacía gracia. Pero al final de la cuarta noche, empezó a mirarnos de reojo, enfadada, y le costaba trabajo parecer alegre con los hombres que tenía que acompañar y divertir. Y luego, una noche, al inicio de la semana siguiente, giró en redondo súbitamente y se dirigió hacia nosotras.
– Veamos -dijo-. Los perros siguen a sus amos. Y vosotras dos me estáis siguiendo, olisqueando y olisqueando. De modo que me imagino que queréis que os traten como a los perros. ¿Os gustaría saber cómo trato yo a los perros que no me gustan?
Y dicho esto, le dio un golpe a Mameha a un lado de la cabeza. Yo grité, lo que debió de hacer que Hatsumono se parara a pensar en lo que estaba haciendo. Se me quedó mirando con fuego en los ojos hasta que se le apagó la mirada y se fue. Todos los que pasaban se dieron cuenta de lo que había sucedido y unos cuantos se acercaron a ver si estaba bien Mameha. Ella les aseguró que estaba bien y luego dijo:
– ¡Pobre Hatsumono! Debe de ser esto a lo que se refiere el médico. Realmente es verdad que parece estar perdiendo el juicio.
No había médico alguno, claro está, pero las palabras de Mameha surtieron el efecto que ella esperaba. No tardó en extenderse el rumor por todo Gion que un médico había diagnosticado a Hatsumono de inestabilidad mental.
Hatsumono había sido amiga íntima durante muchos años del famoso actor de Kabuki Bando Shojiro VI. Shojiro era un onnagata, que es como se llama a los actores que siempre hacen papeles femeninos. Una vez, Shojiro declaró en una entrevista para una revista que Hatsumono era la mujer más hermosa que él había visto en su vida y que en el escenario solía imitar sus gestos para hacerse más atractivo. De modo que como cualquiera puede imaginarse, siempre que Shojiro venía a la ciudad, Hatsumono iba a visitarlo.
Una tarde me enteré de que Shojiro iba a asistir a una fiesta esa misma noche en el distrito de Pontocho, que también es una zona de geishas, al otro lado del río. Oí esta noticia mientras preparaba una ceremonia del té para un grupo de oficiales de marina de permiso. Al terminar, volví apresuradamente a la okiya, pero Hatsumono ya se había vestido y salido sigilosamente. Hacía lo mismo que yo había hecho en tiempos; salir temprano para que no la siguieran. Estaba deseando contarle a Mameha lo que sabía, de modo que me fui directamente a su apartamento. Por desgracia, su doncella me dijo que se había ido media hora antes a «rezar». Yo sabía lo que quería decir esto exactamente: Mameha había ido a un pequeño templo situado en el extremo oriental de Gion a rezar delante de las tres diminutas jizo que había hecho erigir allí con su dinero. Una jizo es una estatua que venera el alma de un niño que ha partido; en el caso de Mameha, estaban dedicadas a los tres hijos que había tenido que abortar a petición del barón. En otras circunstancias habría ido a buscarla, pero no podía molestarla en un momento tan íntimo como aquél; y además era posible que no quisiera que yo supiera que había ido al templo. Así que en su lugar, me quedé en su apartamento y permití que Tatsumi me sirviera el té mientras la esperaba. Por fin apareció Mameha, con pinta de venir muy cansada. No quise contárselo nada más llegar, así que estuvimos hablando largo rato sobre el Festival de las Edades, que iba a tener lugar en breve y en el que Mameha iba a hacer el papel de la Doncella Murasaki Shikibu, la autora de La Historia de Genji. Finalmente, Mameha levantó la cara de la taza de té tostado -Tatsumi estaba tostando las hojas cuando yo llegué- y en sus labios asomaba una sonrisa. Sólo entonces le conté de lo que me había enterado por la tarde.
– ¡Perfecto! -dijo-. Hatsumono se relajará y pensará que por fin se ha librado de nosotras. Con toda la atención que seguro que le dispensará Shojiro en la fiesta puede que se sienta renovada. En ese momento llegamos tú y yo como si de pronto hubiera entrado un olor espantoso de la calle, y le echamos a perder la velada.
Considerando lo cruel que había sido Hatsumono conmigo a lo largo de los años y cuánto llegué a odiarla, este plan debería haberme regocijado. Pero de repente me di cuenta de que hacer sufrir a Hatsumono no era el placer que podría haber imaginado. Recordaba una vez siendo niña que me estaba bañando en el estanque cerca de nuestra casita del acantilado cuando de pronto sentí que algo me quemaba la espalda. Una avispa me había mordido y estaba intentando soltarse de mi piel. Me puse a gritar sin saber qué hacer, pero uno de los chicos me la arrancó y la agarró por las alas; todos los demás hicimos un corro a su alrededor para decidir la mejor forma de matarla. A mí me dolía mucho la picadura y obviamente no tenía por la avispa ninguna simpatía. Pero sentí una gran desazón al ver aquella pequeña criatura luchando por la vida sin poder hacer nada para librarse de la muerte que le aguardaba tan sólo unos minutos después. Ese mismo tipo de lástima sentía por Hatsumono. Por la noche, cuando la seguíamos por todo Gion hasta que ya harta volvía a la okiya sólo para deshacerse de nosotras, casi tenía la sensación de que la estábamos torturando.
En cualquier caso, sobre las nueve de esa noche, cruzamos el río en dirección a Pontocho. A diferencia de Gion, que se extiende varios bloques, Pontocho no es más que una sola calle que se extiende a lo largo de la orilla del río. La gente lo llama «la cama de la anguila» por su forma alargada. El aire otoñal era ya bastante fresco, pero la fiesta de Shojiro era al aire libre, en una terraza de madera levantada sobre pilotes en el río. Nadie se fijó en nosotras cuando accedimos a la terraza por unas puertas acristaladas. La terraza estaba hermosamente iluminada con farolillos de papel, y las luces de un restaurante situado en la orilla opuesta se reflejaban en el río dándole un resplandor dorado. Todos escuchaban a Shojiro, que estaba contando una historia con el tono monótono que lo caracterizaba; pero a Hatsumono se le agrió la expresión al vernos. Me recordó a una pera machucada que había tenido en la mano el día anterior, pues entre todas las caras alegres, la expresión de Hatsumono parecía una gran machucadura.
Mameha se fue a arrodillar en una estera al lado de Hatsumono, lo que yo consideré muy atrevido por su parte. Yo me arrodillé en el extremo opuesto de la terraza, al lado de un hombre mayor de aspecto agradable que resultó ser el maestro de koto, Tachibana Zensaku, cuyos viejos discos, todos rayados, todavía guardo. Esa noche descubrí que Tachibana estaba ciego. Independientemente de la razón de mi presencia allí, ya me habría bastado la posibilidad de pasar la velada charlando con él, pues era un hombre fascinante y encantador. Pero acabábamos de empezar a hablar cuando todo el mundo estalló en ruidosas carcajadas.
Shojiro tenía una mímica fabulosa. Era esbelto como la rama de un sauce, y tenía unos dedos elegantes, que movía pausadamente, lo mismo que su cara alargada, que podía mover de mil formas extraordinarias. Podría haber engañado a un grupo de monos haciéndoles creer que era uno de ellos. En ese momento estaba imitando a una geisha ya entrada en años que tenía a su lado, una mujer que ya pasaba de los cincuenta. Con sus gestos afeminados -los labios haciendo pucheritos, los ojos en blanco-, conseguía parecerse tanto a ella que yo no sabía si echarme a reír o llevarme la mano a la boca, asombrada. Ya había visto a Shojiro en el escenario, pero aquello era mucho mejor.
Tachibana se inclinó hacia mí y me susurró:
– ¿Qué está haciendo?
– Está imitando a la geisha que tiene al lado.
– ¡ Ah! -dijo Tachibana-. Debe de ser Ichiwari -y luego me dio un golpecito con la mano para asegurarse de que lo escuchaba-. La directora del Teatro Minamiza -continuó, y extendió, debajo de la mesa para que nadie lo viera, el dedo meñique. En Japón extender el dedo meñique significa «novio» o «novia». Tachibana me estaba diciendo con aquel gesto que esa geisha llamada Ichiwari era la amante del director del teatro. Y, de hecho, el director se encontraba entre los invitados riéndose como el que más.
Un momento después, todavía en plena imitación, Shojiro se metió un dedo en la nariz. Todo el mundo se rió de tal forma que la terraza tembló. Yo no lo sabía, pero hurgarse en la nariz era una de las costumbres de Ichiwari. Ella se sonrojó al verlo, y se tapó la cara con una de las mangas del kimono, y Shojiro, que llevaba bastante sake en el cuerpo, siguió imitándola en esto. La gente se rió por cortesía, pero sólo Hatsumono parecía encontrarlo verdaderamente gracioso, pues llegado a un punto Shojiro empezó a cruzar la frontera de la crueldad. Finalmente, el director del teatro dijo:
– Venga, venga, Shojiro-san, reserva tus fuerzas para el espectáculo de mañana. Además, ¿no sabías que estás sentado al lado de una de las mejores bailarinas de Gion? Propongo que le pidamos una demostración.
El director hablaba de Mameha, por supuesto.
– ¡Oh, no! No me apetece ver bailar ahora -dijo Shojiro. Como pude comprobar posteriormente a lo largo de los años, siempre prefería ser el centro de atención-. Además me estoy divirtiendo.
– Shorijo-san, no deberíamos dejar pasar la oportunidad de ver a la famosa Mameha -insistió el director, en tono serio. Unas cuantas geishas también alzaron la voz para apoyarle, y finalmente convencieron a Shojiro de que le preguntara si quería bailar, lo que él hizo con el resentimiento propio de un niño pequeño. Vi que a Hatsumono no le gustaba nada todo aquello. Sirvió más sake a Shojiro, y él le sirvió más a ella. Se intercambiaron una mirada como diciéndose que les habían echado a perder la fiesta.
Pasaron unos minutos mientras una camarera fue a buscar un shamisen y una de las geishas lo afinó y se preparó para tocar. Luego Mameha ocupó su sitio tomando la fachada de la casa de té como telón de rondo y representó unas cuantas piezas breves. Cualquiera hubiera estado de acuerdo en que Mameha era una mujer encantadora, pero muy pocos la habrían encontrado más hermosa que Hatsumono; de modo que no sé qué fue lo que atrajo exactamente a Shojiro. Podría haber sido todo el sake qué había bebido o podría haber sido la extraordinaria forma de bailar de Mameha, pues él también era bailarín. Fuera lo que fuera, el caso es que cuando Mameha terminó de bailar y volvió a reunirse con nosotros en la mesa, Shojiro parecía prendado de ella y le pidió que se sentara a su lado. Cuando se sentó, le sirvió una copa de sake, y le dio la espalda a Hatsumono, como si no fuera sino una más entre las adorables aprendizas.
Los ojos de Hatsumono se redujeron a un tercio de su tamaño y sus labios se apretaron. Mientras tanto Mameha coqueteaba con Shojiro de una forma que yo no la había visto hacer con nadie. Su voz se hizo más suave y más pizpireta, y sus ojos le atravesaban del torso a la cara y de la cara al torso. De vez en cuando, se pasaba los dedos por la base del cuello, como si se estuviera dando cuenta del rubor que le había brotado. No había rubor alguno, pero lo hacía tan convencida que de no mirarla desde muy cerca nadie se habría dado cuenta. Entonces una de las geishas le preguntó a Shojiro si sabía algo de Bajiru-san.
– ¡Bajiru-san! -dijo Shojiro con todo el dramatismo de que era capaz- Bajiru-san me ha abandonado.
Yo no tenía idea de qué hablaba Shojiro, pero Tachibana, el viejo músico, tuvo la amabilidad de explicarme que Bajiru-san era el actor inglés Basil Rathbone, de quien por entonces yo todavía no había oído hablar. Unos años antes Shojiro había ido de gira con su teatro Kabuki a Londres. Al actor Basil Rathbone le había gustado tanto que con la ayuda de un intérprete habían desarrollado algo parecido a una amistad. Puede que Shojiro prodigara sus atenciones con mujeres como Hatsumono o Mameha, pero en realidad era homosexual; y desde su regreso de Inglaterra, ya se había convertido en una broma el que su corazón estaría destrozado para siempre porque a Bajiru-san no le interesaban los hombres.
– ¡Qué pena da ser testigo del final de un romance! -dijo una de las geishas.
Todos rieron salvo Hatsumono que siguió mirando a Shojiro furiosa.
– La diferencia entre Bajiru-san y yo es ésta. Os la enseñare -dijo Shojiro poniéndose de pie y pidiendo a Mameha que lo acompañara. La condujo a un lado de la terraza donde tenían un poco de espacio.
– Cuando hago mi trabajo, soy así -dijo, y se paseó de un lado al otro, moviendo el abanico con la más ágil de las muñecas y girando la cabeza como si fuera una bola-. Cuando Bajiru-san hace el suyo, es así -y aquí agarró a Mameha-; había que ver la cara de ésta cuando él la llevó casi hasta el suelo en un apasionado abrazo al tiempo que le llenaba la cara de besos. Todo el mundo aplaudió y vitoreó. Todo el mundo, salvo Hatsumono, claro.
– ¿Qué está haciendo? -me preguntó Tachibana en voz baja. Yo creía que nadie más habría oído, pero antes de que yo pudiera contestar. Hatsumono dijo, levantando la voz:
– Está haciendo el ridículo; eso es lo que está haciendo.
– ¡Oh, Hatsumono! -exclamó Shojiro-, estás celosa, ¿verdad?
– ¡Pues claro que lo está! -dijo Mameha-. Ahora deberían mostrarnos cómo se reconcilian. ¡Venga, Shojiro-san! ¡No te dé vergüenza! Tienes que darle los mismos besos que me acabas de dar a mí. Es justo. ¡Y del mismo modo!
Shojiro no lo tuvo fácil, pero logró poner en pie a Hatsumono. Luego, con todos los presentes detrás de él, la tomó entre sus brazos y la echó hacia atrás, pero apenas había empezado a besarla, cuando se incorporó con un grito y se llevó la mano al labio. Hatsumono le había mordido; no lo bastante para hacerle sangrar, pero sí para haberlo asustado. Entonces Hatsumono, que se había quedado frente a él con los ojos entrecerrados y enseñando los dientes, echó el brazo atrás para tomar impulso y le arreó una bofetada. Pero creo que no apuntó bien, tal vez debido a todo el sake que llevaba en el cuerpo, y le dio a un lado de la cabeza en lugar de en la mejilla.
– ¿Qué ha pasado? -me preguntó Tachibana. Sus palabras sonaron claras, como una campana, en el silencio que se había hecho. Yo no respondí, pero cuando oyó a Shojiro quejándose y la forma en que jadeaba Hatsumono, estoy segura de que comprendió lo que había sucedido.
– Hatsumono, por favor -dijo Mameha en un tono que de puro calmado sonaba fuera de lugar-, por favor… intenta calmarte.
No sé si era esto lo que se había propuesto Mameha al decir aquello o si la mente de Hatsumono ya había explotado, pero de pronto se lanzó contra Shojiro y empezó a golpearle por todo el cuerpo. Creo que le dio un ataque de locura. No sólo parecía que su mente se había disociado, sino que se diría que el momento estaba desconectado de todo lo demás. El director del teatro se levantó de la mesa y se abalanzó a sujetarla. En medio de todo aquello, Mameha desapareció y volvió un momento después con la dueña de la casa de té. Para entonces, el director del teatro ya la había agarrado por los hombros. Pensé que ahí acabaría todo, pero de pronto Shojiro se puso a dar voces, gritando de tal modo que oímos cómo resonaban sus palabras en Gion, al otro lado del río.
– ¡Monstruo! -gritaba-. ¡Eres un monstruo! ¡Me has mordido!
No sé qué habríamos hecho sin el aplomo de la dueña de la casa de té. Tranquilizó a Shojiro, hablándole suavemente, al tiempo que hacía una señal al director del teatro para que se llevara a Hatsumono. Después me enteré que éste no se limitó a entrarla en la casa de té, sino que la llevó hasta la calle.
Hatsumono no volvió a la okiya en toda la noche. Cuando regresó al día siguiente olía como si se hubiera pasado la noche entera vomitando, y llevaba el pelo todo alborotado. Mamita la mandó llamar de inmediato a su habitación y estuvo largo rato hablando con ella.
Unos días después, Hatsumono abandonó la okiya, vestida con un sencillo kimono de algodón que Mamita le había dado y con el pelo como yo nunca se lo había visto, suelto sobre los hombros. Llevaba una bolsa con sus pertenencias y sus joyas; se marchó sin despedirse de nadie: sencillamente salió a la calle y no volvió. No se fue por voluntad propia. Mamita la había echado. Y, en realidad, Mameha era de la opinión que Mamita llevaba años queriendo deshacerse de ella. No sé lo que habrá de cierto en todo esto, pero estoy segura de que a Mamita le encantó tener una boca menos que alimentar, pues Hatsumono ya no ganaba lo que había ganado en tiempos, y cada vez era más difícil encontrar alimentos.
De no haber sido conocida por su maldad, alguna otra okiya habría querido a Hatsumono, incluso después de lo que le había hecho a Shojiro. Pero era peligrosamente desconcertante y cualquier cosa podía ponerla agresiva. Todo el mundo en Gion lo sabía.
No sé lo que sería de ella. Unos años después de la guerra, oí que estaba de prostituta en el distrito de Miyagawa-cho. No pudo estar allí mucho tiempo, porque la noche que lo oí, un hombre de la fiesta en la que yo estaba de compañía juró que si Hatsumono estaba de prostituta, él la encontraría y le daría un trabajo. Y fue a buscarla, pero no pudo dar con ella. Probablemente terminó matándola la bebida. No habría sido la primera geisha a la que le sucediera esto.
Así como una persona termina acostumbrándose a tener una pierna enferma, así también nos habíamos acostumbrado en la okiya a soportar a Hatsumono. Creo que no fuimos conscientes de todas las formas en las que nos había hecho sufrir su presencia hasta mucho después de que se fuera, cuando poco a poco empezaron a sanar todas las heridas que estaban abiertas sin que siquiera nos percatáramos de ello. Aunque estuviera durmiendo en su cuarto, las criadas sabían que Hatsumono estaba allí y que en algún momento, antes de que acabara el día, las insultaría. Vivían con una tensión parecida a cuando uno camina sobre un estanque helado sabiendo que la capa de hielo puede romperse en cualquier momento. En cuanto a Calabaza, creo que se había acostumbrado a depender de su hermana mayor y se sentía extrañamente perdida sin ella.
Yo ya era el principal activo de la okiya, pero incluso a mí me llevó algún tiempo arrancar las extrañas costumbres que habían arraigado en mi persona por culpa de Hatsumono. Todavía bastante tiempo después de que se hubiera ido, siempre que un hombre me miraba extrañado, me seguía preguntando si ella le habría contado algo malo de mí. Siempre que subía al segundo piso de la okiya, no levantaba la vista del suelo por miedo a que Hatsumono estuviera esperándome en el rellano deseosa de que apareciera para denigrarme de un modo o de otro. Innumerables veces, al llegar arriba, levantaba la vista al recordar de pronto que no había Hatsumono, ni la volvería a haber. Sabía que se había ido para siempre, pero la misma soledad del rellano parecía sugerir algo de su presencia. Incluso ahora, de vieja, a veces, cuando levanto la cubierta bordada del espejo del tocador, siento un breve escalofrío al pensar que podría verla allí reflejada, sonriendo burlonamente.