39112.fb2 Memorias De Una Geisha - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 30

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Capítulo veintiocho

En Japón, llamamos kurotani, «el valle de las tinieblas», a los años comprendidos entre la Depresión y la II Guerra Mundial. Como suele suceder, en Gion no lo pasamos tan mal como en otras partes del país. Durante los años treinta prácticamente todos los japoneses vivían en un valle de tinieblas, cuando en Gion todavía nos calentaba un poco el sol. Y no creo que sea necesario explicar por qué: las mujeres que son amantes de miembros del gobierno o de altos cargos de la marina son receptoras de buena suerte, y pasan esa buena suerte a los que tienen alrededor. Se podría decir que Gion era como un lago de alta montaña alimentado por caudalosos torrentes. En algunas partes del lago caía más agua que en otras, pero, en cualquier caso, toda el agua que caía subía el nivel general del lago.

Gracias al General Tottori, nuestra okiya era uno de los lugares en los que caía más agua. Las cosas empeoraban a nuestro alrededor conforme pasaban los años, y, sin embargo, mucho después de que hubiera empezado a haber racionamientos, nosotras seguíamos recibiendo suministros regulares de alimentos, té, tejidos e incluso algunos productos de lujo, como chocolate. Podríamos haber cerrado las puertas y habernos guardado estas cosas para nosotras, pero Gion no es ese tipo de lugar. Mamita repartía gran parte de ellas y lo consideraba bien gastado, no porque fuera una mujer especialmente generosa, sino porque éramos todas como arañas amontonadas en la misma tela. De vez en cuando alguna persona venía pidiendo ayuda, y cuando podíamos la dábamos de buen grado. En el otoño de 1941, por ejemplo, la policía militar descubrió a una criada que llevaba diez veces más cupones de racionamiento de los que correspondían a su okiya. La dueña de ésta nos la envió para que la escondiéramos en un lugar seguro hasta que pudieran sacarla de la ciudad y llevarla al campo. Todas las okiyas de Gion atesoraban cupones; cuanto mejor era la okiya, más cupones tenía. Nos enviaron a nosotros la criada porque el General Tottori había dado instrucciones a la policía militar de que nos dejaran en paz. Conque, como puede verse, incluso en ese lago de montaña que era Gion, nosotros éramos los peces que nadábamos en el agua más cálida.

A medida que las tinieblas se adueñaban del resto del país, también nosotras íbamos teniendo menos luz, hasta que finalmente llegó el día en que nos quedamos a oscuras. Sucedió de pronto, una tarde de diciembre de 1942, unas semanas antes del Año Nuevo. Yo estaba desayunando, o al menos, tomando mi primera comida del día, porque había estado ayudando a preparar la okiya para las celebraciones de Año Nuevo, cuando oí una voz masculina en el portal. Pensé que sería alguien que venía a entregar algo, así que seguí comiendo, pero un momento después la criada me interrumpió para decirme que había un policía militar en la puerta preguntando por a Mamita.

– ¿Un policía militar? -le pregunté-. Dile que Mamita no está.

– Ya se lo he dicho, señora. Dice que entonces quiere hablar con usted.

Cuando llegué al portal, encontré al policía quitándose las botas. Probablemente la mayoría de la gente se habría sentido liberada al ver que tenía todavía la pistola en la pistolera, pero, como digo, nuestra okiya había vivido de forma muy diferente hasta ese momento. Antes, cualquier policía nos habría pedido más disculpas si cabe que cualquier otra visita, pues sabía que su presencia nos alarmaría. Pero cuando lo vi tirando de las botas, me di cuenta de que ésa era su manera de decirme que pensaba entrar lo invitara o no.

Le saludé con una reverencia, pero él me miró de soslayo como si tuviera cosas más importantes que resolver y me dejara para luego. Finalmente se subió los calcetines, se bajó la gorra y, avanzando por el portal, dijo que quería ver nuestra huerta. Así tal cual, sin pedir disculpas por las molestias que pudiera causarnos. A esas alturas de la guerra prácticamente en todas las casas de Kioto, y probablemente del resto del país, habían convertido sus jardines ornamentales en huertas. Todas las casas, salvo la nuestra, claro está. El General Tottori nos proporcionaba alimentos suficientes para que no tuviéramos que arar el jardín y pudiéramos seguir disfrutando del musgo y de las flores y del pequeño arce que adornaba una de las esquinas. Como era invierno, esperaba que el policía mirara sólo los trozos de tierra en los que se había helado la vegetación, y se imaginara que habíamos plantado calabazas y batatas entre las plantas decorativas. Así que después de acompañarlo hasta el patio no dije ni palabra; lo observé mientras se arrodillaba y palpaba la tierra. Supongo que quería ver si había sido cavada antes de ser plantada.

Estaba tan desesperada buscando algo que decir que solté lo primero que se me pasó por la cabeza.

– ¿Verdad que la escarcha recuerda a la espuma del mar? -no me respondió, sino que se limitó a ponerse en pie y a preguntarme qué vegetales habíamos plantado-. Oficial -le dije-. Lo siento mucho, pero la verdad es que no hemos tenido la oportunidad de plantar ninguno. Y ahora que la tierra está tan dura y helada…

– Sus vecinos tienen razón en lo que dicen -me espetó, quitándose la gorra-. Se sacó del bolsillo un trozo de papel y empezó a leer la larga lista de fechorías que había cometido nuestra okiya. Ni tan siquiera las recuerdo todas: acumular telas de algodón, no entregar los objetos de metal y de caucho necesarios para la guerra, hacer mal uso de los cupones de racionamiento, y otras muchas cosas por el estilo. Es cierto que habíamos hecho todo aquello, como lo habían hecho el resto de las okiyas de Gion. Nuestro delito, supongo, es que habíamos tenido más suerte que otras, y habíamos logrado sobrevivir en mejor forma que la mayoría.

Por suerte para mí, Mamita regresó en ese momento. No pareció sorprendida de encontrar allí a la policía militar; y, de hecho, trató al agente con más cortesía de la que le había visto dispensar a nadie. Le condujo a la sala y le sirvió una taza del té ilícitamente conseguido que teníamos. Había cerrado la puerta, pero los oí hablar largo rato. En un momento que Mamita salió a buscar algo, me llevó aparte y me dijo:

– El General Tottori está bajo custodia desde hoy. Date prisa en esconder nuestras mejores cosas o mañana no nos quedará nada.

Allá en Yoroido me iba a bañar en los frescos días de primavera, y luego me tumbaba en las rocas a absorber el calor del sol. Si, como solía suceder, el sol se ocultaba de repente tras una nube, el aire frío envolvía mi piel como si me echaran encima una plancha de metal. Esa misma sensación tuve en el portal de la okiya cuando me enteré de la desgracia del general. Era como si el sol hubiera desaparecido, tal vez para siempre, y ahora estuviera condenada a quedarme mojada y desnuda en aquel gélido aire. Una semana después nuestra okiya había sido despojada de todas las cosas que otras familias habían perdido ya hacía tiempo, tales como los alimentos almacenados y las ropas. Desde el principio le habíamos proporcionado a Mameha paquetes de té, que ella había utilizado para comprar favores. Pero ahora su suministro era mejor que el nuestro, y era ella la que nos lo proporcionaba a nosotras. Hacia el final de ese mismo mes, la asociación vecinal empezó a confiscar muchas de nuestras cerámicas y pergaminos para venderlos en lo que nosotros denominábamos «mercado gris», que no era lo mismo que el mercado negro. El mercado negro era para artículos como el combustible, alimentos, metales, etcétera, en su mayoría artículos que estaban racionados o con los que era ilegal comerciar. El mercado gris era más inocente; eran fundamentalmente amas de casa vendiendo sus cosas más valiosas para conseguir dinero. En nuestro caso, sin embargo, nuestras cosas fueron vendidas más por castigarnos que por cualquier otra cosa, de modo que el dinero fue a parar a otras manos. La presidenta de la asociación de vecinos, que era la dueña de una okiya cercana, lo lamentaba muchísimo cada vez que venía a llevarse cosas nuestras. Pero recibía órdenes de la policía militar, y nadie se atrevía a desobedecer.

Si los primeros años de la guerra habían sido como una excitante excursión por el mar, podríamos decir que hacia mediados del año 1943, todos los tripulantes nos habíamos dado cuenta de que las olas eran demasiado grandes para nuestra embarcación. Pensamos que nos ahogaríamos todos; y muchos se ahogaron. No se trataba solamente de que la vida cotidiana se iba volviendo cada vez más difícil de soportar, sino que además creo que todos empezábamos a preocuparnos por el resultado de la guerra. Se habían acabado todas las diversiones; y mucha gente parecía pensar que era poco patriótico incluso pasar un buen rato. Lo más próximo a un chiste que oí durante todo ese periodo fue algo que la geisha Raiha dijo una noche. Llevábamos meses oyendo rumores de que el gobierno militar proyectaba cerrar todos los distritos de geishas de Japón; posteriormente empezamos a darnos cuenta de que iba a suceder. Nos preguntábamos qué iba a ser de nosotras, cuando de pronto va Raiha y dice:

– No perdamos el tiempo pensando en esas cosas. Nada es más triste que el futuro, salvo, quizá, el pasado.

Puede que hoy no suene para nada divertido; pero aquella noche nos reímos hasta que se nos saltaron las lágrimas. Un día, tal vez no mucho después, se cerrarían los distritos de geishas. Y no teníamos la menor duda de que cuando así fuera, acabaríamos trabajando en las fábricas. Para que te hagas una idea de cómo era la vida en las fábricas, te contaré de Korin, la amiga de Hatsumono.

Durante el invierno anterior, la catástrofe que todas las geishas más temíamos le sucedió a Korin. La criada que preparaba el baño en su okiya había intentado quemar periódicos para calentar el agua, pero perdió el control del fuego. Toda la okiya quedó destrozada por las llamas, junto con la colección de kimonos. Korin terminó trabajando en una fábrica al sur de la ciudad; su trabajo consistía en colocar las lentes en los equipos utilizados para bombardear desde el aire. De vez en cuando venía por Gion, y conforme pasaban los meses nos íbamos horrorizando de cómo había cambiado. No era sólo que cada vez pareciera más desgraciada -todas habíamos sufrido desgracias y estábamos preparadas Para ellas, en cualquier caso-, sino que además tenía una tos que parecía formar parte de su persona tanto como el canto forma parte de la vida de los pájaros; y tenía la piel manchada como si se hubiera sumergido en tinta, pues el carbón que se utilizaba en las fábricas era de muy baja calidad y cubría todo de hollín al quemarse. A la pobre Korin la obligaban a trabajar dos turnos seguidos, con un cuenco de caldo y un poco de pasta una vez al día por toda comida, o una gachas de arroz cocidas con monda de patata para darles sabor.

Así que no es de extrañar que nos aterrara la idea de las fábricas. Cada día que al despertar nos encontrábamos con que todavía no habían cerrado Gion, nos sentíamos agradecidas.

Entonces, una mañana de enero del año siguiente estaba haciendo cola bajo la nieve frente al almacén del arroz, con mis cupones en la mano, cuando el tendero de al lado asomó la cabeza por la puerta y gritó a los que esperábamos al frío de la calle:

– ¡ Ya está!

Nos miramos unas a otras. Yo estaba demasiado entumecida de frío para que me importara lo que decía, pues sólo llevaba un chal cubriendo mis ropas de campesina; ya nadie se ponía kimono durante el día. Finalmente, la geisha que estaba delante de mí se quitó los copos de nieve que se le habían posado en las cejas y le pregunto de qué estaba hablando.

– No habrá terminado la guerra, ¿no? -dijo.

– El gobierno acaba de anunciar el cierre de los distritos de geishas -respondió el hombre-. Tenéis que presentaros todas mañana en el Registro de Gion.

Durante un rato seguimos oyendo el sonido de la radio dentro de su tienda. Luego la puerta volvió a cerrarse, y ya no se oyó nada más, salvo el sordo siseo de la nieve. Vi la desesperación en las caras de todas las geishas que me rodeaban y supe al instante que todas estábamos pensando lo mismo: ¿Qué hombre de todos los que conocíamos podría salvarnos de la vida en la fábrica?

Aunque el General Tottori había sido mi danna hasta el año anterior, yo no era la única geisha que lo conocía. Tenía que llegar a él antes de que lo hiciera otra. No estaba adecuadamente vestida para aquel tiempo, pero me metí los cupones de racionamiento en el bolsillo de los pantalones de campesina que llevaba y me puse inmediatamente en camino hacia el noroeste de la ciudad. Se decía que el general vivía en la Hospedería Suruya, la misma en la que nos habíamos encontrado dos noches a la semana durante tantos años.

Llegué allí una hora después, más o menos, congelada de frío y cubierta de nieve. Pero cuando saludé a la propietaria, ésta me miró largamente antes de disculparse con una inclinación de cabeza y decirme que no tenía ni idea de quién era yo.

– Soy yo, señora… ¡Sayuri! He venido a hablar con el general.

– ¡Sayuri-san! Nunca pensé que te vería algún día con esta pinta de campesina.

Enseguida me hizo entrar, pero no me condujo al general hasta que no me vistió con uno de sus kimonos. Incluso me puso un poco de maquillaje que había guardado, de modo que el general me reconociera al verme.

Cuando entramos en su cuarto, el General Tottori estaba sentado en la mesa escuchando una novela en la radio. Llevaba desatado el batín de algodón, dejando al descubierto su enjuto torso cubierto de unos pelillos grises. Me di cuenta de que sus dificultades del año anterior habían sido mucho peores que las mías. Después de todo, había sido acusado de crímenes horribles -negligencia, incompetencia, abuso de poder y otras cosas horrorosas-. Mucha gente lo consideraba afortunado por haber podido librarse de la cárcel. Un artículo aparecido en una revista incluso le hacía responsable de las derrotas de la Armada Imperial en el Pacífico Sur, con el argumento de que no había supervisado debidamente el embarco de las provisiones. Pero algunos hombres soportan las dificultades mejor que otros, y con mirar al general me bastó para darme cuenta de que el peso del año anterior le había hundido hasta tal punto que sus huesos se habían vuelto quebradizos e incluso su cara parecía un poco deforme. En el pasado siempre olía a encurtidos agrios. Ahora, al inclinarme en las esteras a su lado, percibí un tipo diferente de amargor.

– ¡Qué buen aspecto tiene, general! -dije sabiendo que mentía-. ¡Qué placer volver a verlo!

El general apagó la radio.

– No eres la primera que viene a verme -dijo-. No puedo hacer nada por ti, Sayuri.

– ¡Pero si me he apresurado a venir! Es imposible que nadie haya llegado antes que yo.

– Hace ya una semana que prácticamente han venido a verme todas las geishas que he conocido en mi vida, pero ya no tengo amigos en el poder. Y, además, no sé por qué una geisha de tu nivel viene a mí. Tú les gustabas a tantos hombres con mucha más influencia que yo.

– Gustar a alguien y tener verdaderos amigos que te ayuden son dos cosas muy distintas -dije yo.

– Pues sí que lo son. ¿Qué tipo de ayuda quieres que te dé yo?

– Cualquiera, general. En Gion sólo se habla del horror de la vida en las fábricas.

– Algunas tendrán la suerte de comprobarlo. El resto ni siquiera sobrevivirá para ver el final de la guerra.

– No le entiendo.

– No tardaremos en ser bombardeados -respondió el general-. Puedes estar segura de que la fábricas sufrirán lo suyo. Si quieres seguir viva al terminar la guerra, lo mejor que puedes hacer es encontrar a alguien que quiera esconderte en un lugar seguro. Siento no poder ser esa persona. Ya he agotado todas mis influencias.

El general se interesó por la salud de Mamita y de la Tía, y no tardó en despedirme. Sólo mucho más tarde supe lo que quería decir con haber agotado todas sus influencias. La propietaria de la hospedería tenía una hija: el general había conseguido enviarla al norte de Japón.

En el camino de regreso a la okiya, supe que había llegado el momento de actuar; pero no se me ocurría qué hacer. Incluso la sencilla tarea de mantener el pánico a un metro de distancia me parecía más de lo que podía hacer. Me pasé por el apartamento en el que vivía entonces Mameha, pues hacía unos meses que había dejado de ser la amante del barón y se había trasladado a un espacio mucho menor. Pensaba que ella sabría qué hacer, pero, en realidad, estaba tan asustada como yo.

– El barón no hará nada por ayudarme -dijo, pálida de preocupación-. No he podido llegar a los otros hombres que tengo en mente. A ver si a ti se te ocurre alguno, Sayuri, y lo encuentras lo antes posible.

Hacía más de cuatro años que no había tenido contacte con Nobu. Sabía que no podía abordarlo. En cuanto al Presidente… bueno, me hubiera agarrado a cualquier excusa con tal de hablarle, pero nunca le habría pedido un favor. Por cariñoso que fuera conmigo cuando me encontraba en los vestíbulos de las casas de té, nunca me invitaba a sus fiestas, ni siquiera cuando acudían geishas de un nivel inferior al mío. Esto me dolía, pero ¿qué podía hacer? En cualquier caso, aun cuando hubiera querido ayudarme, el Presidente no lo habría tenido fácil: últimamente habían aparecido en todos los periódicos sus disputas con el gobierno militar Ya tenía demasiados problemas por su cuenta.

Así que pasé el resto de la tarde yendo, en medio de aquel frío espantoso, de casa de té en casa de té y preguntando por toda una serie de hombres que hacía semanas o incluso meses que no había visto. Nadie sabía dónde encontrarlos.

Aquella noche, en la Casa de Té Ichiriki había varias fiestas de despedida. Era fascinante ver de qué formas tan distintas reaccionaban las diferentes geishas frente a las noticias. En algunos casos parecía que habían sido asesinadas junto con su buen humor; otras parecían estatuas de Buda, tranquilas y encantadoras, pero con una capa de tristeza pintada en sus caras. No puedo decir cuál era mi aspecto, pero mi mente era como un ábaco. Estaba tan ocupada planeando y maquinando -pensando a qué hombre dirigirme y cuándo-, que apenas oí a la camarera que vino a avisarme de que querían verme en otra sala. Me imaginé que un grupo de hombres habría solicitado mi compañía; pero la camarera me hizo subir al segundo piso y luego me condujo por un largo pasillo hasta la parte posterior del edificio. Abrió la puerta de una pequeña habitación cubierta de tatami en la que yo no había entrado nunca. Y allí, solo frente a un vaso de cerveza, estaba sentado Nobu.

Antes de poder saludarlo yo con una reverencia, dijo él:

– Sayuri-san, ¡me has decepcionado!

– No he podido gozar del honor de su compañía en cuatro años, Nobu-san, y ahora en un instante le decepciono. ¿Podría saber qué error he cometido con semejante prontitud?

– Me había apostado conmigo mismo que te quedarías boquiabierta al verme.

– La verdad es que la sorpresa me ha paralizado.

– Entra y deja que la camarera cierre la puerta. Pero antes, dile que traiga otro vaso y otra cerveza. Hay algo por lo que tenemos que brindar tú y yo.

Hice lo que Nobu me decía, y luego me arrodillé en una cabecera, dejando la esquina de la mesa entre nosotros. Sentía los ojos de Nobu en mi cara casi como si me estuviera acariciando. Me ruboricé, como se puede ruborizar uno con el calor del sol, pues me había olvidado de lo halagador que era que te admiraran.

– Veo unas angulosidades en tu cara que no se veían antes -me dijo-. No me digas que pasas hambre como todo el mundo. No esperaba que te sucediera a ti.

– Nobu-san también parece un poco más delgado.

– Tengo comida de sobra; lo que no me sobra es el tiempo para comerla.

– Me alegro de que esté tan ocupado.

– Eso es lo más extraño que he oído en mi vida. Cuando ves a un hombre que ha conseguido sobrevivir esquivando las balas, ¿te alegras de que haya tenido algo en lo que ocupar su tiempo?

– Espero que Nobu-san no esté queriendo decir realmente que teme por su vida…

– No me espera nadie fuera para matarme, si es eso lo que quieres decir. Pero si la Compañía Eléctrica Iwamura es mi vida, entonces si, entonces sí que temo por ella. Ahora dime: ¿qué pasó con ese danna tuyo.

– El general se encuentra tan bien como el resto de nosotros, supongo. Muy amable por su parte de interesarse.

– ¡Vaya! ¡No pretendía en absoluto ser amable!

– Muy poca gente parece tenerle simpatía últimamente. Pero para cambiar de tema, Nobu-san, ¿he de suponer que ha estado viniendo noche tras noche a la Casa de Té Ichiriki y se ha escondido de mí en este extraño altillo?

– Es un cuarto peculiar, ¿verdad? Creo que es el único de todo el inmueble que no tiene vista al jardín. Da directamente a la calle; sube el estor y compruébalo, si quieres.

– Nobu-san conoce bien la habitación.

– No, realmente, no. Es la primera vez que la uso.

Puse cara de no creerlo.

– Piensa lo que quieras, Sayuri, pero es cierto que nunca había estado en esta habitación. Creo que es un cuarto de huéspedes. La dueña ha tenido la amabilidad de ofrecérmelo cuando le he explicado a lo que había venido.

– Qué misterioso… Así que ha venido con un objetivo en mente. ¿Puedo descubrir cuál es?

– Oigo acercarse a la camarera con nuestra cerveza -dijo Nobu-. Lo sabrás cuando se retire.

La puerta se abrió, y la camarera dejó la cerveza sobre la mesa. La cerveza era un artículo escaso durante aquellos años, de modo que ver llenarse el vaso con el líquido dorado era emocionante. Cuando la camarera se fue, elevamos nuestros vasos, y Nobu dijo:

– ¡He venido a brindar por tu danna!

Bajé el vaso al oír esto.

– He de decir, Nobu-san, que, pese a todo, hay unas cuantas cosas por las que cualquiera de los dos podríamos brindar. Pero me llevaría semanas llegar a imaginarme por qué querría usted beber en honor de mi danna.

– Debería haber sido más concreto. ¡Por la estupidez de tu danna! Hace cuatro años te dije que era un hombre que no merecía la pena, y el tiempo me ha dado la razón. ¿No crees?

– La verdad es que… ya no es mi danna.

– ¡Mejor me lo pones! Y aunque lo fuera tampoco podría hacer nada por ti, ¿no? Sé que van a cerrar Gion, y todo el mundo está asustado. Hoy me ha llamado a la oficina una geisha…, no diré su nombre…, pero puedes imaginártelo, ¿no? Me pedía si le podía dar un trabajo en la compañía.

– ¿Y qué le respondió usted, si se puede preguntar?

– No tengo trabajos para nadie, ni siquiera para mí. Incluso el Presidente puede quedarse sin trabajo pronto y terminar en prisión si no hace lo que le ordena el gobierno. Les ha convencido de que no tenemos los medios para fabricar bayonetas y cascos de bala, ¡pero ahora quieren que diseñemos y construyamos aviones de combate! ¿Corno vamos a fabricar aviones de combate si lo nuestro son los electrodomésticos? A veces me pregunto en qué estará pensando esa gente.

– Nobu-san debería hablar más bajo.

– ¿Quién podría oírme? ¿Tu general?

– Hablando del general -dije yo-. Efectivamente fui a verlo hoy para pedirle ayuda.

– Tuviste suerte de encontrarlo todavía con vida.

– ¿Es que ha estado enfermo?

– No, enfermo, no. Pero terminará quitándose la vida un día de estos, si tiene valor para hacerlo.

– Por favor, Nobu-san.

– No te ayudó, ¿no?

– No. Dijo que ya había agotado todas sus influencias.

– No habrá tardado mucho en hacerlo. ¿Por qué no reservó para ti la influencia que pudiera tener, por poca que fuera?

– Hacía más de un año que no lo veía.

– Y a mí hacía más de cuatro años que no me veías. Y yo he reservado mi mejor baza para ti. ¿Por qué no viniste a buscarme antes?

– Me imaginaba que estaba enfadado conmigo. Mírese, Nobu-san. ¿Cómo me iba a atrever a venir a verlo?

– ¿Por qué no? Puedo librarte de la fábrica. Tengo acceso a un auténtico paraíso. Créeme que es perfecto, para los tiempos que corren; como el nido para un pájaro. Y tú eres la única a la que se lo ofrezco, Sayuri. Y ni siquiera a ti te lo ofreceré si no te inclinas ahora mismo aquí delante de mí y admites el error que cometiste hace cuatro años. ¡Tienes razón en decir que estoy enfadado contigo! Puede que no volvamos a vernos. Puede que haya perdido mi única oportunidad. No te contentaste con apartarme de tu lado, sino que además malgastaste los mejores años de tu vida con un estúpido, un hombre que no va a pagar las deudas que tiene con el país, cuanto menos las que tiene contigo. ¡Y sigue viviendo como si no hubiera hecho nada malo!

Es fácil imaginar cómo me sentí después de oír todo esto; pues Nobu era un hombre que podía arrojar sus palabras como si fueran piedras. No eran sólo las palabras o lo que significaban, sino su forma de decirlas. Al principio había decidido que no iba a llorar, dijera lo que dijera; pero enseguida se me ocurrió que tal vez lo que quería Nobu era verme llorar. Y eso era tan fácil como dejar que una hoja de papel se te escape de entre los dedos. Cada lágrima que rodaba por mis mejillas respondía a algo diferente. ¡Había tanto por lo que llorar! Lloraba por Nobu y por mí; lloraba al pensar qué sería de todos nosotros; incluso lloraba por el General Tottori, y por Korin, que estaba cada vez más gris y con los ojos más hundidos por la vida en la fábrica. Y luego hice lo que me pedía Nobu. Me aparté de la mesa para dejar espacio e hice una profunda reverencia, hasta tocar el suelo.

– Le pido perdón por la tontería que cometí.

– Venga, levántate ya. Me basta con que me digas que no volverás a hacerlo.

– No volveré a hacerlo.

– Malgastaste todos los momentos que pasaste con ese hombre. Te advertí de lo que pasaría, ¿no? Tal vez te has aprendido la lección, y en el futuro seguirás tu destino.

– Seguiré mi destino, Nobu-san. No espero nada más de la vida.

– Me alegra oírtelo decir. ¿Y adonde te conducirá tu destino?

– Hasta el hombre que dirige la Compañía Eléctrica Iwamura -dije, pensando, claro está, en mi Presidente.

– Y así será -dijo Nobu-. Ahora bebamos.

Me humedecí los labios -pues estaba demasiado confusa y triste para tener ganas de beber-. Luego Nobu me habló del nido que había reservado para mí. Era la casa de su buen amigo Arashino Isamu, el creador de kimonos. No sé si te acordarás de él, pero era el invitado de honor en la fiesta que había dado el barón en su hacienda años antes, a la que asistieron Nobu y el Doctor Cangrejo. La casa del Señor Arashino, que era también su taller, estaba a orillas del Kamo, a unos cinco kilómetros de Gion, río arriba. Hasta hacía pocos años, él, su esposa y su hija se habían dedicado a hacer kimonos en el encantador estilo Yuzen que le había hecho famoso. Últimamente, sin embargo, todos los fabricantes de kimonos habían recibido la orden de hacer paracaídas, pues, al fin y al cabo, estaban acostumbrados a trabajar con las sedas. Era un trabajo que no me costaría aprender, dijo Nobu, y la familia Arashino estaba contenta de tenerme con ellos. El propio Nobu arreglaría los papeles con las autoridades. Escribió la dirección del Señor Arashino en un trozo de papel y me lo dio.

Le di repetidamente las gracias. Y cada vez que le decía lo agradecida que le estaba, Nobu parecía más contento consigo mismo. Y cuando estaba a punto de proponerle que diéramos un paseo sobre la nieve recién caída, consultó su reloj y apuró el último sorbo de cerveza.

– Sayuri -me dijo-. No sé cuándo volveremos a vernos o cómo será el mundo cuando lo hagamos. Puede que los dos hayamos visto muchas atrocidades para entonces. Pero siempre que necesite recordar que en el mundo hay belleza y bondad pensaré en ti.

– ¡Nobu-san! ¡Tendría que haber sido poeta!

– Sabes perfectamente bien que no hay nada poético en mí.

– ¿Significan sus encantadoras palabras una despedida? Esperaba que diéramos un paseo juntos.

– Hace demasiado frío. Pero puedes acompañarme a la puerta y nos despediremos allí.

Le seguí por las escaleras y al llegar al portal de la casa de té, me agaché para ayudarlo a calzarse. Luego yo misma introduje los pies en los altos geta de madera que llevaba para protegerme de la nieve y acompañé a Nobu hasta la calle. Años antes, le habría estado esperando un coche fuera, pero en los tiempos que corrían sólo los oficiales del ejército iban en coche, pues nadie podía encontrar la gasolina necesaria. Le sugerí acompañarlo hasta el tranvía.

– No quiero que me acompañes ahora -me respondió Nobu-. He de reunirme dentro de un rato con nuestro distribuidor. Ya tengo demasiadas cosas en la cabeza.

– He de decir, Nobu-san, que me gustaron más las palabras de despedida que me dijo antes de salir de la habitación.

– En ese caso, la próxima vez, quédate allí.

Le hice una reverencia de despedida. La mayoría de los hombres habrían vuelto la cabeza en un momento u otro; pero Nobu avanzó trabajosamente sobre la nieve hasta llegar a la esquina, giró en la Avenida Shijo y desapareció. Tenía en la mano el trozo de papel con la dirección del Señor Arashino. Me di cuenta de que lo estaba estrujando de tal modo que si se lo hubiera podido exprimir habría salido jugo. No sabía por qué me sentía tan nerviosa y asustada. Pero tras quedarme absorta mirando caer la nieve, observé las profundas huellas de Nobu extendiéndose hasta la esquina, y entonces supe lo que me perturbaba de tal modo. ¿Cuándo volvería a verlo? ¿O cuándo volvería a ver al Presidente? ¿O incluso cuándo volvería a Gion? Hacía muchos años, de niña, me habían arrancado de mi hogar. Supongo que fue el recuerdo de aquellos espantosos años lo que me hizo sentir tan sola.