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Aquella misma noche, acostada en el futón, con la habitación girando a mi alrededor, decidí tener la misma paciencia del pescador que pasa hora tras horas sacando los peces que van cayendo en su red. Cada vez que se me viniera a la cabeza el Presidente, lo echaría fuera, una y otra vez hasta desterrarlo de mis pensamientos. Seguro que no habría sido un mal sistema para olvidar, si hubiera logrado que funcionara. Pues cuando aparecía en mis pensamientos, no era capaz de cazarlo y echarlo fuera, sino que, muy al contrario, se me escapaba, llevándome a mí hasta el mismo lugar del que lo había desterrado. Muchas veces, me paraba y me decía: No pienses en el Presidente, piensa en Nobu en cambio. Y me imaginaba reuniéndome con Nobu en algún lugar de Kioto. Pero siempre fallaba algo. Por ejemplo, el lugar que me imaginaba podría ser el mismo que en el que me solía imaginar reuniéndome con el Presidente, y entonces volvía a pensar en él irremediablemente.
Así pasé semanas intentando rehacerme. A veces, cuando lograba librarme de pensar en el Presidente, empezaba a sentir como si se hubiera abierto un abismo dentro de mí. No tenía apetito ni siquiera cuando la pequeña Etsuko me traía una sopa ligera ya de madrugada. Las pocas veces que lograba pensar claramente en Nobu, me agarrotaba y no sentía nacía. Al maquillarme, me colgaba la cara, como si fuera un kimono en una percha. La Tía me dijo que parecía un fantasma. Asistía a fiestas y banquetes, como siempre, pero permanecía arrodillada en silencio, con las manos juntas en el regazo.
Sabía que Nobu estaba a punto de proponerse como danna y todos los días esperaba que me dieran la noticia. Pero las semanas se sucedían sin oír una palabra del asunto. Entonces, una calurosa tarde de finales de junio, casi un mes después de devolverle la piedra, Mamita vino con el periódico a la sala, donde yo estaba almorzando, y lo abrió para enseñarme un artículo titulado «La Compañía Iwamura recibe financiación». Esperaba encontrar todo tipo de referencias a Nobu y al consejero y desde luego al Presidente; pero la mayor parte del artículo ofrecía una información que ni siquiera recuerdo. Decía el artículo que las autoridades de la Ocupación habían modificado la clasificación de la compañía de… no recuerdo -de la categoría A a la categoría B-. Lo que significaba, como seguía explicando el artículo, que la compañía podía volver a firmar contratos, pedir préstamos y demás. Seguían varios párrafos, todos ellos relativos a tipos de interés y líneas de crédito; y terminaba hablando del importante préstamo que había obtenido el día anterior por parte de la Banca Mitsubishi. Era un artículo de difícil lectura, lleno de cifras y de términos mercantiles. Cuando terminé de leerlo, levanté la vista y miré a Mamita, de rodillas frente a mí al otro lado de la mesa.
– Parece que la suerte de la Compañía Iwamura ha cambiado radicalmente -dijo-. ¿Por qué no me lo has contado?
– Mamita, apenas he entendido una palabra de lo que acabo de leer.
– No es de extrañar que en los últimos días tuviéramos tantas noticias de Nobu Toshikazu. Debes de estar enterada de que se ha propuesto para ser tu danna. Por un momento pensé en rechazarlo. ¿Quién quiere a un hombre con un futuro incierto? Ahora entiendo por qué se te veía tan distraída estas últimas semanas. Ahora ya puedes relajarte. Por fin va a suceder. Todas sabemos lo unida que has estado a Nobu durante muchos años.
Como una buena hija, no levanté la vista de la mesa mientras escuchaba a Mamita. Pero estoy segura de que tenía una expresión apenada, porque un momento después Mamita continuó:
– No debes estar tan alicaída cuando Nobu te requiera en su cama. Tal vez no estás todo lo sana que deberías. Te llevaré al médico en cuanto regreses de Amami.
El único Amami que yo había oído en mi vida era la pequeña isla situada no muy lejos de Okinawa; no podía imaginarme que ése fuera el lugar al que se estaba refiriendo Mamita. Pero, de hecho, según me siguió contando, aquella misma mañana la dueña de la Casa de Té Ichiriki había recibido una llamada telefónica de la Compañía Iwamura relativa a un viaje a la isla de Amami al siguiente fin de semana. Solicitaban mi presencia en el mismo junto con la de Mameha, y Calabaza, y también otra geisha cuyo nombre Mamita no recordaba. Saldríamos al viernes siguiente por la tarde.
– Pero, Mamita, eso no tiene ningún sentido -dije-. ¿Cómo vamos a viajar hasta Amami en un fin de semana? El trayecto en barco dura ya todo el día.
– Nada de eso. La Compañía Iwamura ha dispuesto que vayáis en avión.
En ese momento me olvidé de todas mis preocupaciones con respecto a Nobu y me erguí rápidamente, como si alguien me hubiera pinchado con un alfiler.
– ¡Mamita! -exclamé-. ¡Yo no puedo ir en avión!
– Si estás sentada en él cuando despega, no podrás evitarlo -me contestó. Y debió de pensar que había hecho una broma muy divertida, porque soltó una de esas risitas suyas que parecían toses.
Con la escasez de gasolina que había, no habría vuelos, pensé, y decidí no preocuparme. Lo que funcionó bastante bien hasta el día siguiente, en que hablé con la propietaria de la Ichiriki. Al parecer, varios oficiales americanos destacados en Okinawa volaban varios fines de semana al mes a Osaka. Normalmente el avión regresaba vacío y volvía al cabo de unos días a recogerlos. La compañía había dispuesto que nuestro grupo aprovechara los viajes de vuelta. La única razón de ir a Amami era que podíamos conseguir un avión vacío; de no ser así habríamos ido a cualquier estación termal cercana sin tener que temer por nuestras vidas. La dueña de la casa de té terminó sus explicaciones diciéndome:
– Me alegro de no ser yo la que tiene que subir a esa cosa.
El viernes por la mañana partimos hacia Osaka en tren. Además del Señor Bekku, que venía hasta el aeropuerto a ayudarnos con nuestros baúles, el pequeño grupo estaba compuesto por Mameha, Calabaza y yo, más una geisha ya entrada en años llamada Shizue. Shizue era del distrito de Pontocho y además de llevar una gafas muy poco atractivas, tenía el cabello bastante cano, lo que la hacía parecer incluso mayor de lo que era. Y lo peor de todo era que tenía la barbilla partida en dos, como si fueran dos pechos. Shizue parecía vernos como un cedro ve a las hierbas que crecen a su alrededor. En el tren estuvo mayormente mirando por la ventana; pero de vez en cuando abría el broche de su bolsa naranja y roja y sacaba una golosina, que se llevaba a la boca mirándonos como si no pudiera comprender por qué teníamos que molestarla con nuestra presencia.
Desde la estación de Osaka nos dirigimos al aeropuerto en un pequeño autobús, no más grande que un coche, que funcionaba con carbón y estaba muy sucio. Por fin, una hora después, más o menos, nos bajamos al lado de un avión plateado que tenía dos grandes hélices en las alas. No incrementó mi seguridad ver la ruedecilla sobre la que descansaba la cola del aparato, y cuando entramos, el pasillo estaba tan inclinado que no me cupo la menor duda de que aquel avión estaba roto.
Los hombres ya habían embarcado; estaban sentados al fondo y hablaban de negocios. Además del Presidente y Nobu y el consejero del ministro, había un hombre mayor, quien, como pude enterarme más tarde, era el director regional de la Banca Mitsubishi. Sentado a su lado había un hombre de mediana edad con una barbilla muy parecida a la de Shizue y unas gafas tan gruesas como las suyas. Resultó que Shizue era la amante de toda la vida del director del banco, y este hombre era el hijo de ambos.
Nos sentamos en los asientos de delante y dejamos que los hombres continuaran enfrascados en su aburrida conversación. Pronto oí un ruido semejante a una tos y todo el aeroplano se puso a temblar. Cuando miré por la ventanilla, la gran hélice había empezado a moverse. Unos segundos después sus aspas cual sables giraban a toda velocidad a unos centímetros de mi cara, zumbando desesperadamente. Estaba segura de que se desprendería y, rompiendo el lateral del aparato, me partiría por la mitad. Mameha me había puesto en una ventanilla, pensando que la vista me calmaría cuando estuviéramos arriba, pero al ver lo que hacía la hélice se negó a cambiar de asiento conmigo. El ruido de los motores aumentó, y el aeroplano empezó a avanzar dando saltos y girando aquí y allá. Finalmente el ruido llegó al volumen más aterrador que habíamos oído hasta el momento, y el pasillo se equilibró. Unos segundos después, sentimos un golpe sordo y empezamos a elevarnos en el aire. Sólo cuando estábamos ya muy lejos del suelo, alguien me dijo por fin que estábamos a setecientos kilómetros de Amami y que tardaríamos en llegar cuatro horas. Al oír esto, mis ojos se llenaron de lágrimas, y todos se rieron de mí.
Bajé la cortina de la ventanilla e intenté calmarme leyendo una revista. Un ratito después, cuando Mameha se había quedado dormida en el asiento de al lado, levanté la vista y vi a Nobu parado junto a nosotras en el pasillo.
– ¿Te encuentras bien, Sayuri? -me preguntó en voz baja para no despertar a Mameha.
– Creo que Nobu-san nunca me había preguntado algo así -dije-. Debe de estar de muy buen humor para hacerlo.
– El futuro nunca me había parecido más prometedor.
Mameha se rebulló en el asiento al oírnos hablar, así que Nobu no dijo nada más y siguió su camino hacia el servicio. Justo antes de abrir la puerta, miró hacia donde estaban sentados los otros hombres. Durante un momento lo vi desde un ángulo desde el cual no lo había visto casi nunca, y desde ese ángulo mostraba la concentración de una fiera salvaje. Cuando su mirada llegó a mí, pensé que tal vez percibiría que yo estaba tan preocupada con respecto a mi futuro como él se sentía seguro con respecto al suyo. Cuando lo pensaba, parecía muy raro que Nobu me entendiese tan mal. Claro está, por otro lado, que una geisha que espere que su danna la comprenda es como un ratón que esperara compasión por parte de la culebra. Y además, ¿cómo iba a entender Nobu nada de mí si siempre me había conocido de geisha que oculta celosamente su verdadero ser? El Presidente era el único hombre de todos los que yo había acompañado como Sayuri, la geisha, que me había conocido como Chiyo, aunque era extraño verlo así, pues nunca había sido consciente de ello. ¿Qué habría hecho Nobu de haber sido él quien me hubiera encontrado aquel día junto al arroyo Shirakawa? Seguramente habría pasado de largo… ¡y cuánto más fácil habría sido para mí! No me habría dedicado a pensar en él todas las noches. No me habría parado en las perfumerías a oler el aroma del talco sólo para recordar el de su piel. No me habría esforzado en imaginarme su presencia a mi lado en cualquier lugar ficticio. Si me hubieran preguntado por qué hacía todo aquello, habría respondido ¿por qué tienen un sabor tan delicioso los caquis maduros? ¿Por qué huele a humo la madera cuando arde?
Pero allí estaba yo, como una niña pequeña, tratando de cazar ratones con la mano. ¿Por qué no podía dejar de pensar en el Presidente?
Estoy segura de que mi cara delataba esta angustia, así que cuando oí abrirse la puerta del servicio y apagarse la luz, apoyé la cabeza contra el cristal para fingir que dormía, pues no soportaba la idea de que Nobu me viera así. Cuando pasó de largo, volví a abrir los ojos. Sin darme cuenta, al mover la cabeza, había abierto las cortinillas, de modo que estaba mirando fuera por primera vez desde que nos elevamos. Bajo nosotros se extendía la inmensidad azul del océano, moteada con el mismo tono de verde jade de ciertos adornos que a veces llevaba Mameha en el pelo. Nunca me había imaginado el océano con manchas verdes. Desde los acantilados de Yoroido siempre tenía un color de pizarra. Aquí el mar se extendía hasta una línea semejante a un hilo de lana que marcaba el inicio del cielo. La vista no me asustó en absoluto, sino que la encontré de una belleza inefable. Incluso el nebuloso disco de la hélice era bonito a su manera; y el ala plateada estaba decorada con todos esos signos que llevan los aviones americanos. Qué peculiar verlos allí, considerando la situación del mundo cinco años antes. Nos habíamos enfrentado como feroces enemigos; y ahora ¿qué? Habíamos renunciado a nuestro pasado; eso era algo que yo comprendía totalmente, pues yo misma lo había hecho una vez. ¡Ojalá pudiera encontrar ahora la forma de renunciar a mi futuro…!
Entonces se me vino a la mente una imagen que me espantó: me vi cortando el vínculo del destino que me unía a Nobu y observando cómo éste caía al océano bajo nosotros.
No se trataba de una simple idea o de una especie de ensoñación. Lo que quiero decir es que de pronto vi la forma de hacerlo. Por supuesto, no tenía intención de tirar a Nobu al océano, pero sí que comprendí claramente, como si de pronto se hubiera abierto una ventana frente a mí, que era la única cosa que podía hacer para acabar mi relación con él para siempre. No quería perder su amistad; pero en mis esfuerzos por llegar al Presidente, Nobu era un obstáculo insalvable. Sin embargo, podría hacer que se consumiera en las llamas de su propia ira. El mismo Nobu me había dicho cómo hacerlo unas semanas antes, la noche que se cortó la mano en la Casa de Té Ichiriki. Si yo era el tipo de mujer que se entregaría al consejero del ministro, me dijo, quería que saliera de la habitación inmediatamente y que no volviera a hablarle.
Pensando estas cosas me sentí como si me estuviera subiendo la fiebre. De pronto estaba bañada en sudor. Menos mal que Mameha seguía dormida a mi lado, pues se habría preguntado qué me pasaba al verme jadear y llevarme la mano a la frente. ¿Podría realmente yo hacer semejante cosa? No me refiero a seducir al consejero; eso sabía que podía hacerlo sin problemas. Sería como ir al médico a que te pusieran una inyección. Miraría hacia otro lado, y enseguida habría pasado. Pero ¿podría hacerle algo así a Nobu? Qué forma tan espantosa de corresponder a todas sus gentilezas. Comparado con los tipos de hombre que la mayoría de las geishas han de soportar a lo largo de los años, probablemente Nobu era un danna bastante deseable. Pero ¿podría yo soportar una vida en la que mis esperanzas se hubieran apagado para siempre? Llevaba semanas tratando de convencerme a mí misma de que podría vivir así; pero ¿podría de verdad? Comprendí por qué Hatsumono había llegado a ser tan cruel y Mamita tan mezquina. Incluso Calabaza, que todavía no había cumplido los treinta, hacía años que mostraba una expresión de profunda decepción. A mí me había salvado la esperanza. ¿Cometería ahora un acto tan aborrecible a fin de mantener viva esa esperanza? No se trataba de seducir al consejero del ministro, sino de traicionar a Nobu.
Me pasé el resto del vuelo luchando con estos pensamientos. No me habría podido imaginar nunca a mí misma haciendo este tipo de maquinaciones, pero llegado un momento empecé a imaginar los pasos necesarios para llevar a cabo la jugada, como si estuviera ante un tablero de ajedrez: me llevaría al consejero a un aparte en la hospedería -no, no en la hospedería, en otro lugar-, y pondría los medios de que Nobu nos viera… o ¿no bastaría, tal vez, con que se enterara por alguien? Te puedes imaginar lo cansada que estaba al final del viaje. Todavía se me debía de notar la preocupación en la cara al salir del avión, pues Mameha no paraba de decirme que me tranquilizara que ya habíamos llegado sanas y salvas.
Llegamos a nuestra hospedería como una hora antes de la puesta del sol. Todos admiraron la habitación en la que nos alojaríamos juntos, pero yo estaba tan agitada que sólo pude fingir mi sorpresa. La habitación era tan espaciosa como el salón más grande de la Casa de Té Ichiriki, y estaba amueblada en el más bonito estilo japonés, con tatamis y brillantes maderas. Una de las paredes era toda de cristal, y tras el cristal había unas maravillosas plantas tropicales, algunas de ellas con unas hojas del tamaño de un hombre. Una pasarela cubierta llevaba entre la vegetación hasta la orilla de un torrente.
Cuando el equipaje estuvo organizado, todos quisimos darnos un baño. A fin de tener cierta intimidad, abrimos los biombos que nos había proporcionado la hospedería. Nos pusimos nuestros albornoces de algodón y nos dirigimos por una serie de pasarelas cubiertas, dispuestas entre la densa vegetación, hasta una piscina de aguas termales que estaba en el extremo opuesto de la hospedería. Hombres y mujeres entramos por sitios diferentes; y las zonas de aseo propiamente dicho, forradas de azulejos, estaban separadas por unas mamparas. Pero una vez que nos sumergimos en las oscuras aguas del manantial, más allá de la zona dividida, hombres y mujeres estuvimos juntos en el agua. El director del banco no paraba de hacernos bromas a Mameha y a mí diciéndonos que fuéramos hasta el bosquecillo que bordeaba el manantial y le trajéramos una ramita o un guijarro o algo por el estilo; la broma, por supuesto, era conseguir vernos desnudas. Mientras tanto, su hijo estaba enfrascado hablando con Calabaza; y enseguida comprendimos por qué. Los pechos de Calabaza, que tenían un tamaño considerable, flotaban y salían a la superficie, sin que ésta, cotorreando como solía, llegara a darse cuenta de nada.
Tal vez parezca extraño que nos bañáramos juntos hombres y mujeres y que fuéramos a dormir todos juntos en la misma habitación. Pero, de hecho, con sus mejores clientes, las geishas hacen continuamente este tipo de cosas, o, al menos así era en mis tiempos. Una geisha que valore su reputación nunca dejará que la sorprendan a solas con un hombre que no sea su danna. Pero bañarnos todos juntos, en grupo, con las oscuras aguas cubriendo nuestra desnudez, era otra cosa. Y en cuanto al hecho de dormir todos juntos, en japonés hay incluso una palabra para ello, zakone, que significa literalmente «dormir como los peces». Imagínate un montón de arenques echados juntos en un cesto, pues eso es lo que significa, supongo.
Como digo, bañarse en grupo era una actividad totalmente inocente. Pero eso no significa que a veces alguna mano se perdiera donde no debía, y eso es lo que tenía yo sobre todo en la cabeza mientras me bañaba. Si Nobu hubiera sido un tipo de hombre bromista, se habría acercado a mí y después de charlar un rato, me habría agarrado por la cadera o por…, bueno, por cualquier parte, a decir verdad. Lo siguiente que habría sucedido es que yo habría gritado y Nobu se habría echado a reír, y ahí habría quedado todo. Pero Nobu no era de ese tipo de hombre. Había estado un rato sumergido, charlando con el Presidente, pero ahora estaba sentado en una roca con las piernas metidas en el agua y una toalla alrededor de las caderas. No nos estaba prestando atención, sino que se frotaba el muñón del brazo distraídamente, con la vista perdida en el agua. Ya se había puesto el sol, y empezaba a oscurecer; pero Nobu estaba sentado junto a un luminoso farolillo. Nunca lo había visto así. Las cicatrices del hombro eran peores aún que las de la cara, aunque en el otro hombro tenía una piel lisa y suave como un huevo. ¡Y pensar que estaba considerando la idea de traicionarle! Él sólo podría pensar que lo había hecho por una razón y nunca querría admitir la verdad. La idea de traicionar a Nobu o de destruir el cariño que me tenía se me hacía insoportable. No estaba segura de que pudiera llevar a cabo mi plan.
A la mañana siguiente después de desayunar, dimos todos juntos un paseo por el bosque tropical hasta unos cercanos acantilados, donde el manantial de nuestra hospedería desembocaba en una pintoresca cascada sobre el océano. Nos quedamos un buen rato admirando la vista; y cuando quisimos irnos, no había forma de arrancar de allí al Presidente. El camino de vuelta lo hice al lado de Nobu, que seguía teniendo ese buen humor para mí desconocido en él. Luego recorrimos la isla montados en un camión militar acondicionado con bancos en la parte superior y vimos plátanos y pinas en los árboles, y unos pájaros hermosísimos. Desde la cima de las colinas, el océano era como una manta turquesa llena de arrugas y con algunas manchas azul oscuro.
Esa tarde recorrimos las callejuelas sin pavimentar del pueblecito y encontramos un antiguo edificio de madera que parecía un almacén, con un tejado de paja de dos aguas. Lo rodeamos, y en la parte de atrás Nobu subió unos escalones de piedra y abrió una puerta que había en una esquina del edificio. El sol inundó un polvoriento escenario construido con planchas de madera. Estaba claro que el edificio había sido en tiempos un almacén, pero que había sido reconvertido en el teatro del pueblo. Cuando entré, no me pareció nada del otro mundo. Pero cuando cerramos la puerta al salir y nos dirigimos de nuevo a la calle, empecé a sentirme otra vez febril, pues de pronto tuve una visión de mí misma yaciendo con el consejero sobre aquel suelo agrietado en el momento en que se abría súbitamente la puerta y quedábamos expuestos a la luz del sol. No tendríamos donde ocultarnos; Nobu tendría que vernos por fuerza. En un sentido, era el sitio que había esperado encontrar. Pero, conscientemente, no era en esto en lo que pensaba; de hecho, creo que no estaba pensando en nada, sino que más bien estaba luchando denodadamente por poner en orden mis pensamientos. Me parecía que se derramaban sobre mí como el arroz de un saco roto.
Subiendo la colina de regreso a la hospedería, me quedé atrás secándome con un pañuelo el sudor que me cubría la cara. Hacía mucho calor en aquel camino, pues el sol de la tarde nos daba de frente. Yo no era la única que sudaba. Pero Nobu retrocedió para preguntarme si estaba bien. No pude contestarle, pero confié en que pensaría que mi silencio se debía al esfuerzo de subir aquella empinada cuesta.
– No parece que estés disfrutando mucho el fin de semana, Sayuri. Tal vez no deberías haber venido.
– Pero entonces, ¿cuándo habría visto esta isla tan hermosa?
– Seguro que es lo más lejos que has estado nunca de casa. Estamos a la misma distancia de Kioto que de Hokkaido.
Los otros ya habían doblado la curva. Sobre el hombro de Nobu veía los tejados de la hospedería sobresaliendo entre el follaje. Quería responderle, pero empezó a consumirme el mismo pensamiento que me había perturbado en el avión: que Nobu no me entendía en absoluto. Kioto no era mi casa o, por lo menos, no lo era en el sentido que le daba Nobu al término; no era el lugar en el que había nacido y crecido, el lugar del que nunca me había alejado. Y en ese momento, mirándolo bajo aquel sol ardiente, me decidí a hacer aquello que tanto temía. Traicionaría a Nobu, por mucho que me estuviera mirando con todo afecto. Me guardé el pañuelo con mano temblorosa; y seguimos subiendo la cuesta en silencio.
Cuando llegamos a la habitación, el Presidente y Mameha ya habían ocupado sus puestos en la mesa para empezar un partida de go contra el director del banco, con Shizue y su hijo de mirones. Las puertas de cristal de la pared opuestas estaban abiertas; y el consejero estaba fuera, apoyado en la barandilla de la pasarela, pelando un trozo de caña de azúcar que se había traído del paseo. Yo estaba aterrada de que Nobu se empeñara en hablar conmigo, y yo no pudiera escaparme; pero fue directamente a la mesa donde estaban jugando y se puso a hablar con Mameha. Todavía no sabía cómo iba a hacer para llevarme conmigo al teatro al consejero y todavía menos cómo iba a conseguir que Nobu nos encontrara allí. Tal vez Calabaza podría dar una vuelta con él, si yo se lo pedía. Sabía que no le podía pedir a Mameha una cosa así; pero Calabaza y yo habíamos pasado muchas cosas juntas de niñas, y aunque yo no diría, como la Tía, que era una bruta, sí que era cierto que no tenía una personalidad muy refinada y mi plan no la horrorizaría tanto. Tendría que decirle explícitamente que trajera a Nobu al teatro; no nos encontrarían allí por casualidad.
Me arrodillé y me quedé un rato quieta, contemplando las hojas iluminadas por el sol y deseando poder apreciar aquella hermosa tarde tropical. No dejaba de preguntarme si aquel plan no sería una locura; pero por muchos recelos que tuviera, no eran suficientes ni lo bastante fuertes para detenerme en mi camino. Nada podría suceder hasta que no consiguiera llevarme aparte al consejero, pero no podía hacerlo sin llamar la atención, y eso era lo último que debía hacer. El había pedido que le trajeran algo de comer, y estaba sentado con las piernas alrededor de una bandeja, bebiendo cerveza y echándose a la boca con los palillos pegotes de tripa de calamar salada. Puede que la idea de comer tripa de calamar parezca repugnante a mucha gente, pero es un plato que se sirve en todos los bares y restaurantes de Japón. Era una de las comidas favoritas de mi padre, pero yo nunca los he tragado. Incluso me repugnaba vérselos comer al consejero.
– Consejero -le dije en voz baja-, ¿quiere que le encuentre algo más apetecible?
– No -me respondió-. No tengo mucha hambre -confieso que me quedé un rato preguntándome qué hacía comiendo aquel hombre si no tenía ganas. Para entonces, Mameha y Nobu habían salido por la puerta de atrás charlando, y todos los demás, incluida Calabaza, estaban alrededor del tablero de go. Al parecer, el Presidente acababa de cometer un error, y todos se reían. Me pareció que había llegado mi oportunidad.
– Si está comiendo para matar el aburrimiento, consejero -le dije-, ¿por qué no exploramos un poco los alrededores de la hospedería? Deseo hacerlo desde que llegamos, pero todavía no hemos tenido tiempo.
No esperé que me respondiera, y me puse en pie y me alejé de la habitación. Sentí un gran alivio cuando un momento después se reunió conmigo en el pasillo. Caminamos en silencio por el pasillo hasta que llegamos a un recodo desde donde pude ver que no venía nadie en ninguna dirección. Me detuve.
– Consejero, perdone -dije-, pero… ¿por qué no volvemos a bajar al pueblo juntos?
Me miró confuso.
– Nos queda una hora de luz más o menos -continué-, y me gustaría volver a ver algo que me gustó mucho.
Después de un largo silencio, el consejero dijo:
– Tendré que ir al servicio primero.
– Ya, no pasa nada -le contesté-. Vaya al servicio; y cuando acabe, espéreme aquí y nos iremos a dar un paseo juntos. No se vaya hasta que yo no venga a buscarlo.
El consejero pareció convencido y siguió avanzando por el pasillo. Yo regresé a la habitación. Estaba tan aturdida -no podía creerme que estuviera llevando a cabo mi plan- que cuando puse la mano en la puerta para abrirla, mis dedos no sentían lo que tocaban.
Calabaza ya no estaba alrededor de la mesa. Buscaba algo en su baúl. Cuando intenté hablarle, no me salían las palabras. Tuve que aclararme la garganta y volver a intentarlo.
– Perdóname, Calabaza -dije-. Sólo te entretendré un momento.
No pareció gustarle dejar de hacer lo que estaba haciendo, pero dejó el baúl abierto y en desorden y me siguió al pasillo. La llevé a cierta distancia y luego me volví y le dije:
– Calabaza, necesito pedirte un favor.
Esperaba que me dijera que estaba encantada de poderme ayudar, pero se limitó a no quitarme ojo.
– Espero que no te importe que te pida…
– Pide -dijo.
– El consejero y yo vamos a dar una vuelta. Le voy a llevar al teatro en el que hemos estado esta tarde y…
– ¿Para qué?
– Para estar solos.
– ¿Con el consejero? -me preguntó, incrédula.
– Te lo explicaré en otro momento, pero esto es lo que quiero que hagas. Quiero que lleves allí a Nobu y… Calabaza, tal vez esto te suene muy extraño, pero quiero que nos descubráis.
– ¿Qué quieres decir con que «nos descubráis»?
– Quiero que encuentres la manera de llevar allí a Nobu y de hacerle abrir la puerta trasera que abrió él mismo antes, de modo que nos encuentre allí.
Mientras le explicaba esto, Calabaza había reparado en que el consejero me estaba esperando en otra pasarela, medio oculto entre el follaje. Entonces me miró:
– ¿Qué estás tramando, Sayuri?
– No te lo puedo explicar ahora. Pero es muy importante para mí, Calabaza. Todo mi futuro está en tus manos, realmente. Asegúrate que vais solos tú y Nobu, sobre todo que no va el Presidente, por lo que más quieras, ni cualquier otro. Te lo pagaré como tú me digas.
Se me quedó mirando.
– ¿Así que otra vez ha llegado el momento de pedirle un favor a Calabaza, no? -no sabía qué quería decir con esto, pero se fue sin explicármelo.
No estaba segura de si Calabaza había decidido ayudarme o no. Pero lo único que podía hacer ya era ir al médico a que me pusiera la inyección, por decirlo de algún modo, y esperar que aparecieran ella y Nobu. Me reuní con el consejero y emprendimos camino colina abajo.
Cuando giramos en la curva y dejamos atrás la hospedería, recordé el día que Mameha me cortó en la pierna y me llevó a conocer al Doctor Cangrejo. Aquella tarde había tenido la sensación de que corría un peligro que no podía ver claramente, y entonces bajando la colina sentía algo muy parecido. El sol de la tarde me abrasaba la cara como un hibachi; y cuando miré al consejero, vi que el sudor le corría por las sienes hasta el cuello. Si todo salía bien, en un rato estaría apretando contra mí ese cuello… y ante esta idea, saqué el abanico que llevaba remetido en el obi y me estuve abanicando y abanicándolo a él hasta que me dolía la mano. Mientras tanto, mantuve viva la conversación, hasta que llegamos al edificio del teatro, con su tejado de paja. El consejero parecía desconcertado. Se aclaró la garganta y miró al cielo.
– ¿Entraría conmigo un momento, consejero? -le pregunté.
Pareció no saber qué hacer, pero cuando yo tomé el camino que rodeaba el edificio, me siguió andando pesadamente. Subí los escalones de piedra y abrí la puerta para que entrara. Vaciló un momento antes de entrar. Sí había frecuentado Gion, debía de saber qué me proponía yo -porque una geisha que convence a un hombre para ir con ella a un lugar solitario pone en juego su reputación, y una geisha de alto nivel nunca haría tal cosa por casualidad-. El consejero se quedó parado en la zona iluminada por la puerta abierta, como un hombre esperando el autobús. Me temblaban tanto las manos cuando cerré el abanico y me lo remetí bajo el obi que no estaba segura de que pudiera llevar a término mi plan. El simple hecho de cerrar la puerta me dejó sin fuerzas; luego nos quedamos los dos inmóviles bajo la tétrica luz que se filtraba por el tejado. El consejero parecía inerte, señalando con la cara un montón de esteras de paja apiladas en una esquina del escenario.
– Consejero… -dije.
Había mucho eco, y tuve que bajar la voz.
– Me han dicho que tuvo una conversación sobre mí con la propietaria de la Casa de Té Ichiriki. ¿Estoy en lo cierto?
Tomó aliento, como para hablar, pero no dijo nada.
– Consejero -dije-, me gustaría contarle la historia de una geisha llamada Kazuyo. Ya no vive en Gion, pero la conocí bien durante algún tiempo. Un hombre importante, como usted, consejero, conoció a Kazuyo una noche y disfrutó tanto de su compañía que desde entonces volvió todas las noches a Gion a verla. Pasados unos meses, se ofreció para ser su danna, pero la dueña de la casa de té se disculpó y dijo que no era posible. El hombre se quedó muy decepcionado. Pero una tarde Kazuyo se lo llevó a un lugar donde podían estar solos, un lugar muy parecido a este teatro vacío, y le explicó que…, aunque no pudiera ser su danna…
No bien había pronunciado estas palabras, la cara del consejero se iluminó como un valle cuando las nubes, en su carrera, dejan pasar unos rápidos rayos de sol. Avanzó torpemente hacia donde yo estaba. El corazón empezó a latirme desesperadamente en los oídos. No pude evitar volverme y cerrar los ojos. Cuando volví a abrirlos, tenía al consejero tan cerca que casi nos tocábamos, y entonces dejé que apretara su cara sudorosa y carnosa contra mi mejilla. Lentamente fue pegando su cuerpo al mío hasta que estuvimos abrazados. Me tomó por los brazos, probablemente para acostarme sobre las tablas, pero yo lo detuve.
– El escenario está demasiado sucio -le dije-. Acerquemos una de esas esteras del montón.
– Acostémonos allí -dijo el consejero.
Si nos hubiéramos echado sobre el montón de esteras, Nobu no nos habría visto inmediatamente al abrir la puerta.
– No. Ahí no -dije yo-. Por favor traiga aquí una de esas esteras.
El consejero hizo lo que le decía, y luego se quedó inmóvil, mirándome, con los brazos a lo largo del cuerpo. Hasta ese momento había medio imaginado que algo nos detendría; pero entonces me di cuenta de que no iba a ser así. El tiempo pareció ralentizarse. Me pareció que los pies que se deslizaban fuera de los zori lacados que llevaba puestos no eran los míos.
Casi al instante, el consejero se descalzó y me abrazó, intentando desatarme el nudo del obi. No sabía qué estaría pensando él, pero yo no estaba dispuesta a quitarme el kimono. Eché los brazos atrás para impedírselo. Cuando me había vestido aquella mañana, todavía no estaba del todo decidida, pero a fin de estar preparada por si acaso, me había puesto una enagua gris que no me gustaba mucho, pensando que tal vez se manchara antes de que terminara el día, y un kimono lavanda y azul de gasa de seda con un duradero obi plateado. Y en cuanto a mi ropa interior, había decidido acortar un poco el koshimaki, el «envoltorio de las caderas», envolviéndomelo en la cintura, de modo que si después de todo decidiera seducir al consejero, éste no tuviera problemas para desatarlo. Me miró confuso cuando intenté desenlazarme. Creo que creyó que lo estaba deteniendo, y me miró aliviado cuando me eché en la estera. No era un tatami, sino una simple estera de paja y sentía debajo de mí las duras tablas del suelo. Doblé un lado del kimono y de la enagua con una mano, subiéndomelo hasta la rodilla. El consejero estaba todavía totalmente vestido, pero se echó sobre mí al instante; el nudo del obi se me clavaba en la espalda de tal forma que tuve elevar un poco una cadera para estar más cómoda. Giré la cabeza, pues iba peinada con un tsubushi shimada, que es un tipo de moño con bucles recogido atrás, y se habría echado a perder si me hubiera dejado caer sobre él. Era una postura de lo más incómoda, pero la incomodidad no era nada comparada con la ansiedad y el desasosiego que sentía. De pronto me puse a pensar si había estado en mis cabales cuando había decidido meterme en aquel lío. El consejero alzó una mano y la metió por la apertura de mi kimono, arañándome en los muslos. Sin pensar en lo que estaba haciendo, puse las manos en sus hombros para alejarlo de mí, pero en ese momento me imaginé de amante de Nobu y la vida sin esperanza que tendría que vivir, y entonces las quité y las dejé caer en la estera de nuevo. Los dedos del consejero subían por mi entrepierna; era imposible no sentirlos. Intenté distraerme mirando a la puerta. Con un poco de suerte se abriría entonces, antes de que el consejero llegara más lejos; pero en ese momento oí tintinear la hebilla de su cinturón y el sonido de una cremallera, y un segundo después forcejeaba dentro de mí. Me pareció volver a los quince años, pues, de alguna manera, la sensación me recordó al Doctor Cangrejo. Incluso me oí lloriquear. El consejero se sostenía sobre los codos, con la cara encima de mí. Sólo podía verlo por el rabillo del ojo, pero así de tan cerca, apuntándome con su sobresaliente mandíbula, parecía más un animal que un ser humano. Y eso no era lo peor; lo peor era que al sacar la mandíbula, el labio inferior del consejero se convertía en un recipiente en el que se iba acumulando su saliva. No sé si se debía a las tripas de calamar que había comido, pero tenía una espesa saliva grisácea, que me recordó a los residuos que quedan en la tabla cuando se limpia el pescado.
Al vestirme aquella mañana, me había metido varios trozos de un tipo de papel de arroz muy absorbente por detrás del obi. No esperaba necesitarlos hasta más tarde, cuando el consejero quisiera limpiarse, si yo decidía dejarlo llegar hasta el final, claro está. Pero parecía que iba a necesitarlos mucho antes, para limpiarme yo la saliva que me estaba cayendo en la cara. Pero como se había echado prácticamente con todo su peso sobre mis caderas, me resultaba imposible meter la mano por debajo de mí. Al intentarlo, jadeé un poco, lo que el consejero tomó por gemidos de excitación, o, en cualquier caso, de pronto se movió con más energía, y la saliva acumulada en su boca se agitó con tal violencia que no podía creer que no empezara a chorrear formando un auténtico reguero sobre mí. Lo único que podía hacer era cerrar los ojos con fuerza y esperar. Me dieron náuseas, como si estuviera tirada en el fondo de una barca sacudida por las olas y me estuviera golpeando repetidamente la cabeza contra las maderas. Entonces, súbitamente, el consejero emitió un gruñido y se quedó muy quieto unos instantes, al mismo tiempo que sentí su saliva corriéndome por la mejilla.
Volví a intentar sacar el papel de arroz de debajo de mí, pero ahora el consejero se había colapsado sobre todo mi cuerpo, jadeando pesadamente, como si acabara de terminar una carrera. Estaba a punto de empujarlo para alejarlo de mí, cuando oí ruidos fuera. Me parecía que el inmenso asco que sentía había ahogado todo lo demás. Pero entonces, al acordarme de Nobu, volví a sentir los latidos de mi corazón. Volví a oír otro ruido fuera; era alguien subiendo los escalones de piedra. El consejero no parecía consciente de lo que estaba a punto de suceder. Alzó la cabeza y señaló hacia la puerta sin mucho interés, como si esperara ver un pájaro o algo por el estilo. Y entonces la puerta se abrió con un crujido, y nos deslumbre la luz del sol. Entrecerré los ojos, pero distinguí dos figuras. Allí estaba Calabaza, que había venido al teatro como se lo había pedido. Pero el hombre que nos miraba a su lado no era Nobu en absoluto. No podía imaginar por qué había hecho tal cosa, pero Calabaza había traído con ella al Presidente.