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Apenas recuerdo nada después de que se abriera aquella puerta, pues se me debió de helar la sangre en el cuerpo y me quedé petrificada. Sé que el consejero se levantó, o tal vez, yo lo empujé. Recuerdo que me eché a llorar y le pregunté si él había visto lo mismo que yo, si realmente había sido el Presidente el hombre que habíamos visto parado en el umbral. No había podido distinguir la expresión del Presidente, pues el sol de la tarde le iluminaba desde atrás, pero cuando la puerta volvió a cerrarse, me empecé a imaginar que había visto reflejada en su cara la misma conmoción que sentía yo. No sabía realmente si él había sentido conmoción alguna -y de hecho lo dudaba-. Pero cuando sufrimos por algo, incluso los árboles en flor nos parecen cargados con el peso del dolor. Y después de ver allí al Presidente, creo que hubiera encontrado mi pena reflejada en cualquier cosa.
Si se tiene en cuenta que había llevado al consejero a aquel teatro vacío con el objetivo claro de ponerme en peligro -para que el cuchillo cayera de golpe en la tabla de picar, por así decirlo- estoy segura de que se entenderá que en medio de toda la preocupación y el miedo y el asco que me invadían, también era presa de cierta excitación. En el instante anterior a que se abriera la puerta, tuve la sensación de que mi vida se expandía como un río cuyas aguas empiezan a subir, pues nunca en mi vida había dado un paso tan drástico para alterar el curso de mi futuro. Era como un niño que avanza de puntillas a lo largo de un precipicio sobre el mar. Y, sin embargo, no me había imaginado que pudiera venir una gran ola y arrastrarme con todo lo demás.
Cuando el caos de mis sentimientos empezó a calmarse, y poco a poco fui recobrando conciencia de mí misma, Mameha estaba arrodillada a mi lado. Me sorprendió no encontrarme en el teatro, sino en la hospedería, acostada en el tatami de una pequeña habitación en penumbra. No recuerdo cómo salí del teatro, pero debí de hacerlo de algún modo u otro. Posteriormente Mameha me contó que había ido a pedirle al propietario de la hospedería un lugar para descansar sola; él se dio cuenta de que yo no debía de encontrarme bien y fue a buscar a Mameha enseguida.
Afortunadamente, Mameha quiso creer que yo estaba realmente enferma, y me dejó allí. Más tarde, cuando me dirigí al cuarto común, aturdida y terriblemente asustada, vi salir a la pasarela cubierta, justo delante de mí, a Calabaza. Se paró al verme; pero en lugar de apresurarse a pedir disculpas, como yo había esperado que hiciera, se volvió poco a poco hacia mí, como una culebra que acaba de descubrir un ratón.
– Calabaza -le dije-, te pedí que trajeras a Nobu, no al Presidente. No entiendo…
– Sí, Sayuri, debe de resultarte difícil entender cuando las cosas no te salen a la perfección.
– ¿A la perfección? No podría haber sucedido nada peor. ¿No entendiste lo que te dije?
– ¡De verdad crees que soy tonta, Sayuri!
Sus palabras me desconcertaron, y me quedé en silencio.
– Creí que eras amiga mía -dije por fin.
– Yo también creí en cierta ocasión que tú eras mi amiga. Pero hace mucho tiempo de eso.
– Hablas como si yo te hubiera hecho daño, Calabaza, pero…
– ¡Oh, no! ¡Tú nunca harías nada así! ¡La perfecta Señorita Nitta Sayuri! Supongo que no tiene ninguna importancia que me quitaras el sitio como hija de la okiya. ¿Te acuerdas de eso, Sayuri? Después de que te ayudé con aquella historia del doctor… como se llame. ¡Después de arriesgarme a que Hatsumono se pusiera furiosa conmigo por haberte ayudado! Entonces vas y lo vuelves todo y me quitas lo que me correspondía. Llevo todos estos meses preguntándome por qué me llevaste a aquella pequeña recepción con el consejero. Siento que esta vez no hayas podido aprovecharte de mí…
– Pero Calabaza-le interrumpí-, ¿por qué no te negaste a ayudarme? ¿Por qué tenías que venir con el Presidente?
Se irguió.
– Sé muy bien lo que sientes por él -me contestó-. Cuando nadie te ve, te quedas prendida mirándolo.
Estaba tan enfadada que se mordió el labio; vi que tenía los dientes manchados de carmín. Entonces caí en la cuenta de que se había propuesto hacerme el mayor daño posible.
– Hace tiempo me quitaste algo, Sayuri. ¿Entiendes ahora cómo se siente una? -dijo-. Le temblaban las aletas de la nariz y su cara ardía de rabia, como una rama en la hoguera. Era como si el espíritu de Hatsumono hubiera vivido atrapado dentro de ella durante todos aquellos años y ahora se hubiera liberado.
No recuerdo nada del resto de la velada, salvo una confusión de acontecimientos y mi temor de lo que me aguardaba. Mientras los otros bebían y reían, yo sólo podía fingir que me reía. Debí de pasar toda la noche ruborizada, pues Mameha me ponía de vez en cuando la mano en la frente para ver si tenía fiebre. Me senté lo más alejada que pude del Presidente, de modo que nuestras miradas no llegaran a cruzarse en ningún momento; y logré pasar toda la velada sin tener que hacerle frente. Pero cuando nos disponíamos para acostarnos, salí al pasillo justo cuando él entraba en la habitación. Tendría que haberle dejado pasar, pero estaba tan avergonzada que le hice una breve inclinación y salí corriendo, sin molestarme siquiera en ocultar lo desgraciada que me sentía.
Fue una noche atormentada, y sólo recuerdo una cosa más. En un momento dado, cuando todos dormían, salí aturdida de la hospedería y terminé en los acantilados, mirando a las tinieblas y oyendo rugir las aguas bajo mí. El estrépito del océano era como una amargo lamento. Me parecía ver bajo todas las cosas una sombra de crueldad que hasta entonces no sabía que existiera, como si los árboles y el viento e incluso las rocas en las que me encontraba se hubieran aliado con la enemiga de mis años de niñez y juventud. Me parecía que el viento aullaba y los árboles se mecían para burlarse de mí. ¿Podría ser cierto que el curso de mi vida hubiera quedado decidido para siempre? Me saqué el pañuelo del Presidente, que llevaba metido bajo la manga, pues lo había guardado conmigo aquella noche para consolarme por última vez. Me sequé las lágrimas con él y lo agité al viento. Estaba a punto de dejarlo volar en la oscuridad de la noche, cuando pensé en las pequeñas tablillas mortuorias que años antes me había enviado el Señor Tanaka. Hemos de guardar siempre algo que nos recuerde a aquellos que nos han dejado. Las tablillas mortuorias que guardaba en la okiya era todo lo que me quedaba de mi infancia. El pañuelo del Presidente sería lo que me quedaría del resto de mi vida.
Los primeros días tras nuestro regreso a Kioto, me dejé arrastrar por una frenética corriente de actividad. No tenía más remedio que maquillarme y asistir a las compromisos que tenía en las casas de té, como si nada hubiera cambiado en el mundo. Me recordaba constantemente a mí misma lo que Mameha me había dicho en una ocasión: que el trabajo era lo mejor para superar las decepciones; pero mi trabajo no parecía ayudarme en ese sentido. Cada vez que entraba en la Casa de Té Ichiriki, recordaba que estaba al caer el día que Nobu me mandara llamar para decirme que por fin había quedado sellado el trato. Teniendo en cuenta lo ocupado que había estado durante los meses pasados, esperaba no tener noticias suyas en un tiempo prudencial, una o dos semanas, tal vez. Pero el miércoles por la mañana, tres días después de volver de Amami, me dieron el recado de que la Compañía Iwamura había telefoneado a la Casa de Té Ichiriki solicitando mi presencia esa tarde.
Me vestí con un kimono amarillo de gasa de seda y una enagua verde con un obi azul oscuro con hilos dorados. La Tía me tranquilizó diciéndome que estaba muy bonita, pero cuando me miré al espejo, vi a una mujer derrotada. Ciertamente, en el pasado también había habido momentos en los que no me había agradado nada mi aspecto cuando salía de la okiya; pero por lo general encontraba algo a lo que agarrarme en el curso de la velada. Por ejemplo, cierta enagua anaranjada siempre realzaba el azul de mis ojos en lugar del gris, por cansada que estuviera. Pero esa tarde tenía las mejillas especialmente hundidas -aunque me había maquillado a la occidental, como solía en los últimos años- e incluso me parecía que tenía el peinado torcido. Lo único que se me ocurría para disimular mi abatimiento, era decirle al Señor Bekku que me atara el obi un dedo más alto.
La primera cita que tenía aquella noche era un banquete que ofrecía un coronel americano en honor del nuevo gobernador de la Prefectura de Kioto. Tenía lugar en la antigua hacienda de la familia Sumintomo, que había pasado a ser el cuartel general de la Séptima División del ejército americano. Me asombró ver que habían pintado de blanco muchas de las hermosas piedras del jardín y que había carteles en inglés, que por supuesto yo no entendía, clavados aquí y allá en los árboles. Cuando terminó la fiesta, volví a la Casa de Té Ichiriki, y una camarera me condujo al piso superior, a la misma habitacioncita en la que me había visto con Nobu la noche que cerraban Gion. En esta habitación me comunicó que me había buscado un lugar seguro para pasar la guerra; era, pues, totalmente apropiado que nos volviéramos a ver en este mismo sitio para celebrar que ya era mi danna, aunque yo la verdad es que no tenía mucho que celebrar. Me arrodillé en un extremo de la mesa, de modo que Nobu se sentara en el lateral con la habitación frente a él. Tuve el cuidado de ponerme del lado desde el que podía servirme sake con su único brazo sin que estuviera la mesa por medio; seguro que quería que brindáramos después de que me comunicara que ya habían terminado las negociaciones. Sería una noche agradable para Nobu. Y yo pensaba hacer todo lo posible por no estropeársela.
El ambiente era bastante agradable, con una iluminación muy suave y tamizada con el reflejo rojizo de las paredes. Se me había olvidado el olor de aquella habitación, a polvo mezclado con el del aceite que se emplea para pulir la madera, pero al volver a olerlo, me encontré recordando ciertos detalles de aquella tarde con Nobu que, de no ser así, no me hubieran venido a la cabeza. Recordé que tenía agujereados los calcetines; por uno de ellos asomaba un dedo fino con la uña cuidadosamente recortada. ¿Podría ser verdad que sólo hubieran pasado cinco años y medio desde esa tarde? Parecía que había nacido y muerto toda una generación; tantos habían muerto de la gente que había conocido entonces. ¿Sería ésta la vida para la que había vuelto a Gion? Era exactamente como me había dicho Mameha una vez: «No nos hacemos geishas para tener una vida feliz; nos hacemos geishas porque no tenemos otra opción». Si mi madre no hubiera muerto, a estas alturas yo sería una esposa y madre en un pueblecito de pescadores que pensaría en Kioto como un lugar lejano al que se envía el pescado. ¿Y habría sido realmente peor mi vida? Nobu me había dicho en una ocasión: «Yo soy un hombre muy fácil de entender, Sayuri. Sencillamente no me gusta tener delante de mí lo que no puedo alcanzar». Tal vez, a mí me sucedía lo mismo; me había pasado toda mi vida en Gion imaginándome al Presidente delante de mí, y ahora resultaba que no podía tenerlo.
Cuando había esperado diez o quince minutos, empecé a pensar si Nobu iba a venir realmente. Sabía que no debía hacerlo, pero bajé la cabeza y la reposé sobre la mesa para descansar un momento, pues durante las últimas noches había dormido muy mal. No me quedé dormida, sino que floté a la deriva en mi desgracia. Y entonces tuve el sueño más extraño. Creí oír el sonido de unos tambores a lo lejos y un silbido como de agua saliendo a presión por una espita, y entonces sentí la mano del Presidente en el hombro. Sabía que era su mano porque cuando levanté la cabeza para ver quién me había tocado, allí estaba él. El sonido de los tambores habían sido sus pisadas subiendo las escaleras y el silbido, la puerta al ser descorrida. Y ahora estaba de pie a mi lado con una camarera detrás de él. Lo saludé con una reverencia y pedí disculpas por haberme quedado dormida. Estaba tan confusa que durante un momento me pregunté si estaba realmente despierta; si todo aquello no sería un sueño. El Presidente se estaba sentando en el cojín donde yo esperaba que se sentara Nobu, pero éste no aparecía por ningún lado. Mientras la camarera dejaba el sake sobre la mesa, me atrapó un pensamiento atroz. ¿Habría venido el Presidente a decirme que Nobu había tenido un accidente o que le había sucedido algo aún peor? Porque si no, ¿por qué no había venido él en persona? Estaba a punto de preguntárselo al Presidente cuando la dueña de la casa de té se asomó por la puerta de la habitación.
– ¡Hombre, Presidente! ¡Hacía semanas que no lo veíamos por aquí!
La dueña siempre era muy amable con sus clientes, pero adiviné en su tono de voz que tenía algo más en mente. Probablemente se estaba preguntando por Nobu, lo mismo que yo. Mientras yo le servía una copa de sake al Presidente, ella se acercó y se arrodilló a la mesa. Cuando él alzó la copa para beber, ella le agarró, impidiéndole que se la llevara a la boca, y se inclinó sobre la bebida, oliendo sus vapores.
– Presidente, nunca entenderé por qué prefiere este sake a los otros -dijo-. Esta tarde hemos abierto una botella del mejor que hemos tenido en años. Estoy segura de que Nobu-san lo apreciará cuando llegue.
– Sin duda que lo apreciaría -contestó el Presidente-. A Nobu le gustan las cosas buenas. Pero no vendrá esta noche.
Me alarmé al oír esto; pero no levanté los ojos de la mesa. Me di cuenta de que la dueña de la casa de té también se había quedado sorprendida, pues enseguida cambió de tema.
– ¡Ah, ya! ¿No cree que nuestra Sayuri está muy bonita esta noche?
– ¿Pero puede decirme cuándo no ha estado bonita Sayuri? -dijo el Presidente a modo de respuesta-. Lo que me recuerda… Le voy a enseñar algo que he traído.
El Presidente puso sobre la mesa un paquetito envuelto en seda azul; no me había dado cuenta de que lo llevaba en la mano cuando entró en la habitación. Lo abrió y sacó un pergamino bastante grueso que empezó a desenrollar. Estaba agrietado por los años y mostraba unas coloridas escenas en miniatura de la corte imperial. Si alguna vez has visto este tipo de pergaminos, sabrás que al desenrollarlos ocupan toda una habitación, pero puedes recorrer en ellos todo el recinto imperial. El Presidente empezó a desenrollarlo, y ante él fueron pasando escenas festivas, de aristócratas bebiendo o jugando a un juego de pelota con los kimonos agarrados entre las piernas, hasta que llegó a una joven vestida con un hermoso kimono de doce sayas, arrodillada en el suelo a la entrada de la cámara del Emperador.
– ¿Qué le parece? -preguntó.
– Es un pergamino precioso -contestó la dueña de la casa de té-. ¿Dónde lo ha encontrado el Señor Presidente?
– Lo compré hace años. Pero mire a esta mujer. Ella es la razón por la que lo compré. ¿No nota nada en ella?
La dueña de la casa de té miró atentamente el pergamino; y luego el Presidente lo giró para que yo lo viera también. La imagen de la joven, aunque no era más grande que una moneda, estaba pintada en exquisito detalle. Al principio no me di cuenta, pero sus ojos eran muy pálidos, y cuando aproximé más la vista vi que eran azul-grisáceos. Enseguida pensé en las obras que había pintado Uchida conmigo como modelo. Me sonrojé y murmuré algo relativo a lo bonito que era el pergamino. La dueña de la casa de té también lo alabó y luego dijo:
– Bueno, pues aquí les dejo. Les mandaré subir una frasca helada del sake que le decía. A no ser que prefiera que la reserve para la próxima vez que venga Nobu-san.
– No se preocupe -dijo el Presidente-. Podemos arreglarnos con éste.
– Nobu-san… se encuentra bien, ¿no?
– ¡Oh, sí sí! -respondió el Presidente-. Bastante bien.
Me sentí aliviada al oírlo; pero al mismo tiempo sentía como crecía en mí la vergüenza. Si el Presidente no había venido a traerme noticias de Nobu, habría venido por otra razón, posiblemente a afearme lo que había hecho. En los pocos días transcurridos desde nuestro regreso a Kioto, intenté no pensar en lo que él habría visto: al consejero con los pantalones bajados, mis piernas desnudas asomando entre mis ropas desordenadas…
Cuando la dueña de la casa de té salió de la habitación, creí oír ruido de sables en el sonido de la puerta al cerrarse.
– Podría decirle, Presidente -empecé lo más serenamente que pude- que mi comportamiento en Amami…
– Sé lo que estás pensando, Sayuri. Pero no he venido aquí a escuchar tus disculpas. Escúchame tranquilamente un momento. Quiero contarte algo que sucedió hace algunos años.
– Presidente, me siento tan confusa -conseguí decir-. Por favor, perdóneme…
– Ahora escucha, Sayuri. Enseguida entenderás por qué te digo todo esto. ¿Recuerdas un restaurante llamado Tsumiyo? Cerró sus puertas más o menos hacia el final de la Depresión, pero…, bueno, lo mismo da eso…; tú eras muy joven por entonces. En cualquier caso, un día, hace bastantes años, dieciocho, para ser exactos, fui a comer allí con unos socios. Nos acompañaba una geisha de Pontocho llamada Izuko.
Enseguida reconocí el nombre de Izuko.
– Era la favorita de todo el mundo en esa época -continuó el Presidente-. Y sucedió que terminamos de comer antes de lo previsto, de modo que sugerí que fuéramos al teatro dando un paseo por la orillas del Shirakawa.
En ese momento me saqué de debajo del obi el pañuelo que me había dado entonces el Presidente y sin decir una palabra lo extendí sobre la mesa, alisándolo para que se vieran claramente las iniciales. El pañuelo tenía una mancha indeleble en una esquina y con el paso de los años el lino se había puesto amarillo; pero el Presidente pareció reconocerlo enseguida. Sus palabras se acallaron y tomó el pañuelo en sus manos.
– ¿De dónde lo has sacado?
– Presidente -dije-, he pasado todos estos años preguntándome si sabría que yo era la pequeña a la que usted había hablado en aquella ocasión. Me dio este pañuelo aquella misma tarde cuando iba de camino al teatro a ver la obra Shibaraku. También me dio una moneda.
– ¿Quieres decir que incluso cuando no eras más que una aprendiza ya sabías que yo era el hombre que había hablado contigo?
– Lo reconocí en cuanto volví a verlo, en el campeonato de sumo. A decir verdad, me sorprende que el Presidente me recordara.
– Bueno, tal vez, deberías mirarte en el espejo de vez en cuando, Sayuri. Particularmente cuando se te llenan los ojos de lágrimas, porque entonces se te ponen… No sé como explicarlo: era como si pudiera ver a través de ellos. Ya sabes, paso mucho tiempo sentado entre hombres que no siempre dicen la verdad; y ahí tenía un niña desconocida que, sin embargo, estaba deseando que viera dentro de ella.
Entonces el Presidente se interrumpió.
– ¿Nunca te has preguntado por qué Mameha se hizo tu hermana mayor?
– ¿Mameha? -dije yo-. No le entiendo. ¿Qué tiene que ver Mameha en todo esto?
– ¿De verdad no lo sabes?
– ¿Saber qué, Presidente?
– Sayuri, yo soy quien le pidió a Mameha que te tomara bajo su cuidado. Le conté que había encontrado una niña muy bonita, con unos sorprendentes ojos grises, y le pedí que si alguna vez daba contigo en Gion te ayudara. Le dije que correría con todos los gastos si era necesario. Y ella dio contigo sólo unos meses después. Por lo que ella me fue contando luego, sin su ayuda, nunca hubieras llegado a ser una geisha.
No puedo describir cómo me afectaron las palabras del Presidente. Siempre había dado por supuesto que la misión de Mameha había sido algo personal, para liberarse y liberar a Gion de Hatsumono. Ahora que entendía sus verdaderos motivos, que había entrado bajo su tutela porque el Presidente… bueno, sentí que tendría que repasar todos los comentarios que me había ido haciendo a lo largo de los años y ver con esta nueva luz su verdadero significado. Y no era Mameha la única súbitamente transformada a mis ojos; incluso yo misma parecía una mujer diferente. Cuando me miré las manos, que reposaban sobre mi regazo, las vi como si fueran unas manos modeladas por el Presidente. Me sentí al mismo tiempo asustada, agradecida y alegre. Me alejé de la mesa para expresarle mi agradecimiento con una profunda reverencia, pero antes de poder hacerla, tuve que decir:
– Presidente, perdóneme, pero me habría gustado tanto que me hubiera contado todo esto hace años… No puedo decirle todo lo que habría significado para mí.
– Hay una razón por la que no podía decírtelo, Sayuri, y por la que tenía que insistir en que Mameha tampoco te lo dijera. Esa razón tenía que ver con Nobu.
Al oírle mencionar el nombre de Nobu, mis emociones se secaron, pues de pronto creí entender adonde quería llegar el Presidente con todo aquello.
– Presidente -le dije-, sé que no me merezco su gentileza. El fin de semana pasado cuando…
– He de confesar, Sayuri, que durante estos últimos días no he podido quitarme de la cabeza lo que pasó en Amami.
Sentía sobre mí los ojos del Presidente; pero no era capaz de devolverle la mirada.
– Hay algo que me gustaría hablar contigo -continuó-. Llevo todo el día pensando en cómo decírtelo. Sigo pensando en algo que sucedió hace muchos años. Supongo que debe de haber una manera mejor de explicarme, pero… espero que entiendas lo que trato de decirte.
Aquí se detuvo para quitarse la chaqueta, y la dobló y la dejó en la estera a su lado. Sentí el olor a almidón de su camisa, que me recordó a cuando iba a visitar al general a la Posada Suruya y a su habitación, que olía como huelen los planchadores.
– Hace muchos años, cuando Iwamura era una pequeña empresa -empezó a contar el Presidente-, conocí a un hombre llamado Ikeda, que trabajaba para uno de nuestros proveedores al otro lado de la ciudad. Era un genio para las cuestiones de cableado. A veces, cuando teníamos problemas con una instalación, lo pedíamos prestado unos días, y nos los solucionaba inmediatamente. Entonces, una tarde que me apresuraba a volver a casa después del trabajo, dio la casualidad de que me lo encontré en la farmacia. Me dijo que se sentía muy bien porque acababa de irse del trabajo. Cuando le pregunté por qué lo había hecho, me dijo: «¡Me fui porque había llegado el momento de irme!». Allí mismo lo contraté para mi empresa. Unas semanas después, le volví a preguntar: «Ikeda-san, ¿por qué dejaste el trabajo que tenías al otro lado de la ciudad?». Y él me contestó: «Señor Iwamura, llevaba años queriendo trabajar en su empresa. Pero nunca me lo pedía. Siempre me llamaba cuando tenía problemas, pero nunca me pidió que trabajara para usted. Entonces, un día me dije que nunca me lo pediría, porque no querría poner en peligro sus relaciones comerciales con un proveedor. Sólo si era yo el que dejaba el trabajo, tendría usted la oportunidad de contratarme. Así que lo dejé».
Sabía que el Presidente esperaba que dijera algo, pero yo no me atrevía a hablar.
– Pues bien, he estado pensando -continuó-, que tal vez tu encuentro con el consejero era una estratagema parecida a la de Ikeda dejando su trabajo. Y ahora te diré por qué pensé esto. Es algo que dijo Calabaza después de llevarme al teatro. Yo estaba muy enfadado con ella, y le pedí que me dijera por qué lo había hecho. Tardó una eternidad en responderme, y luego me dijo algo que al principio no tenía ningún sentido. Me dijo que le habías pedido que llevara a Nobu.
– Por favor, Presidente -empecé a decir con voz temblorosa-, cometí tal equivocación…
– Antes de seguir, sólo quiero que me digas por qué lo hiciste. Tal vez pensabas que estabas haciendo un favor a la Compañía Iwamura. No sé. O, tal vez, le debías al consejero algo que yo desconozco.
Debí de agitar la cabeza, pues el Presidente se calló de pronto.
– Siento decirlo, Presidente -logré decir-, pero mis motivos eran puramente personales.
Pasado un rato, el Presidente suspiró y me alargó la copa de sake. Yo se la llené, como si mis manos no fueran mías, y entonces él se apuró la bebida y la retuvo un instante antes de tragarla. Al verle con la boca momentáneamente llena, me sentí como una vejiga hinchada de vergüenza.
– Está bien, Sayuri -dijo él-. Te diré exactamente por qué te lo pregunto. No podrás entender por qué he venido aquí esta noche o por qué te he tratado como te he tratado a lo largo de los años, si no tienes una idea clara de la naturaleza de mi relación con Nobu. Créeme, soy más consciente que nadie de lo difícil que puede ser a veces. Pero es un genio; vale más, para mí, que todo un equipo.
No se me ocurría qué hacer o qué decir, así que agarré con mis manos temblorosas la garrafa de sake para servirle más al Presidente. Me pareció un mal signo que él no alzara la copa.
– Un día, cuando hacía poco que te conocía -continuó-, Nobu te regaló una peineta y te la dio en una fiesta delante de todo el mundo. No me había dado cuenta hasta entonces del afecto que te tenía Nobu. Estoy seguro de que antes había habido otros signos, pero se me habían escapado. Y cuando me percaté de lo que sentía, de la forma en que te miraba aquella noche…, supe que no podía quitarle algo que deseaba tan claramente. Nunca dejé de interesarme por tu bienestar. De hecho, conforme pasaban los años, se me iba haciendo más y más difícil escuchar desapasionadamente a Nobu hablarme de ti -aquí el Presidente hizo una pausa, y luego continuó-: Sayuri, ¿me estás escuchando?
– Sí, sí, Presidente.
– No hay ninguna razón por la que habrías de saberlo, pero yo tengo con Nobu una gran deuda. Es cierto que yo soy el fundador de la empresa, y su jefe. Pero cuando la Compañía Eléctrica Iwamura era todavía una empresa joven, tuvimos un problema de liquidez y por poco quebramos. Yo no quería perder el control de la compañía y no escuché los consejos de Nobu cuando me insistió en que teníamos que encontrar quien invirtiera en ella. Finalmente venció su opinión, aunque esto abrió una grieta entre nosotros durante algún tiempo; él se ofreció a dimitir, y yo por poco acepto su dimisión. Pero, claro está, él tenía toda la razón y yo estaba equivocado. De no ser por él habría perdido la empresa. ¿Cómo se puede pagar a alguien una cosa así? ¿Sabes por qué me llaman Presidente y no Director? Porque renuncié a ser director para que lo fuera Nobu, aunque él intentó negarse. Por eso me decidí, en cuanto me di cuenta del afecto que te tenía, a mantener oculto mi propio interés en ti, de modo que pudieras ser suya. La vida ha sido muy cruel con él, Sayuri. No ha recibido muchas gentilezas.
En todos los años que llevaba de geisha nunca había logrado convencerme, ni siquiera por un momento, de que el Presidente sintiera nada especial por mí. Y enterarme ahora de que me había destinado a Nobu…
– Nunca fue mi intención hacerte tan poco caso -continuó-. Pero supongo que te darás cuenta de que si él percibía la más ligera indicación de mis sentimientos, habría desistido de tenerte en ese mismo instante.
Desde mi infancia siempre había soñado que un día el Presidente me diría que me quería; pero al mismo tiempo nunca llegué a creerme del todo que esto podría llegar a suceder. Pero no me había imaginado que me diría exactamente lo que esperaba oír, y al mismo tiempo que Nobu era mi destino. Tal vez, el objetivo que tanto había buscado en la vida se me escapaba; pero, al menos, durante ese instante, estaba en mi poder sentarme con el Presidente en aquella habitación y decirle lo que sentía.
– Por favor, perdóneme por lo que voy a decirle -conseguí finalmente empezar a decir.
Intenté continuar, pero mi garganta decidió tragar por su cuenta -aunque no sé qué es lo que estaba tragando, como no fuera el nudo de emoción que traté de disolver, pues en mi cara ya no cabían más emociones.
– Siento un gran afecto por Nobu, pero lo que hice en Amami… -aquí tuve que esperar unos instantes para poder seguir hablando a que se me pasara la quemazón que tenía en la garganta-. Lo que hice en Amami, lo hice llevada por lo que siento por usted, Presidente. Cada paso que he dado en mi vida desde que era niña en Gion lo he dado en la esperanza de acercarme a usted.
Cuando dije estas palabras, todo el calor del cuerpo se me subió a la cara. Me parecía que de un momento a otro iba a flotar en el aire, como una ceniza sale del fuego, a no ser que centrara mi atención en algo de la habitación. Busqué una mancha en el mantel, pero la propia mesa empezaba a emborronarse y a desaparecer de mi vista.
– Mírame, Sayuri.
Quería hacer lo que me pedía, pero no pude.
– Qué raro -dijo calladamente, casi para sí- que la misma mujer que me miró a los ojos con semejante franqueza de niña se sienta incapaz de hacerlo ahora.
Quizá debería haber sido una tarea sencilla levantar la vista y mirar al Presidente, y, sin embargo, no me habría sentido más nerviosa si hubiera estado sola en un escenario con todo Kioto mirándome. Estábamos sentados en un extremo de la mesa, tan cerca que cuando por fin me sequé los ojos y los levanté para encontrarme con los suyos, pude ver los oscuros anillos de su iris. Me pregunté si no debería mirar hacia otro lado, hacerle una pequeña inclinación y ofrecerle un poco más de sake…, pero ningún gesto habría bastado para romper la tensión. Mientras pensaba todo esto, el Presidente puso a un lado la garrafa de sake y la copa, y luego alargó la mano y agarró el cuello de mi kimono para aproximarme a él. Un momento después, nuestros rostros estaban tan cerca uno del otro que pude sentir el calor de su piel. Yo seguía tratando de entender qué me estaba sucediendo, y qué debería hacer o decir. Entonces el Presidente me atrajo hacia él y me besó.
Te sorprenderá saber que era la primera vez en mi vida que me besaban. El General Tottori había apretado a veces sus labios contra los míos cuando había sido mi danna, pero había sido de una forma totalmente desapasionada. A veces me preguntaba si no lo haría sencillamente para descansar la cara en algún sitio. Incluso aquel Yasuda Akira, el hombre al que había seducido una vez en la Casa de Té Tatematsu y que me había regalado un kimono, me había besado cientos de veces en el cuello y en la cara, pero nunca había posado sus labios en los míos. Así que te puedes imaginar que aquel beso, el primero verdadero de mi vida, me pareció lo más íntimo que había experimentado nunca. Tenía la sensación de que estaba tomando algo del Presidente, y que él me estaba dando algo, algo más privado de lo que nadie me había dado. Tenía un sabor muy especial, tan definido como el de un dulce o una fruta, y cuando lo probé, me temblaron los hombros y se me distendió el estómago, porque por alguna razón trajo a mi mente una docena de escenas distintas que no sabía por qué tenía que recordar ahora. Pensé en el vapor que salía cuando la cocinera de la okiya levantaba la tapadera de la olla. Vi una imagen de la pequeña avenida que era el cruce más importante de Pontocho, tal como la había visto una noche abarrotada de seguidores tras la última actuación de Kichisaburo, el día que éste se retiró del teatro. Estoy segura de que podría haber pensado en cientos de cosas más, porque parecía que todas las barreras de mi mente se hubieran roto y mis recuerdos empezaran a fluir libremente. Pero entonces, el Presidente, sin soltar la mano con la que me sujetaba el cuello, apartó su cara de la mía. Pero estaba todavía tan cerca que pude ver la humedad de sus labios y seguí oliendo el beso que acabábamos de darnos.
– Presidente -dije-. ¿Por qué?
– ¿Por qué qué?
– ¿Por qué… todo? ¿Por qué me ha besado? Hasta hace un momento estaba hablando de mí como de algo que le regalaba a Nobu-san.
– Nobu no quiere saber de ti, Sayuri. No me estoy quedando con nada suyo.
En medio de mis confusos sentimientos, no entendía qué quería decir el Presidente.
– Cuando te vi en aquel teatro con el consejero, tenías una expresión en los ojos que me recordó a la que había visto hace muchos años en aquella niña que encontré en la orilla de Shirakawa -me respondió-. Parecías tan desesperada que te habrías ahogado si alguien no te hubiera salvado. Cuando Calabaza me dijo que lo que pretendías es que te viera Nobu, me decidí a contárselo yo mismo. Y cuando él reaccionó enfadándose de aquel modo… pensé que si no te podía perdonar por lo que habías hecho, estaba claro que no era tu verdadero destino.
Una tarde, cuando era una cría allá en Yoroido, un muchachito llamado Gisuke se subió a un árbol para tirarse al estanque. Trepó mucho más alto de lo que debía; y el agua no era lo bastante profunda. Pero cuando le dijimos que no saltara, le dio miedo bajar por si caía sobre las rocas que había bajo el árbol. Fui corriendo al pueblo a buscar a su padre, el Señor Yamashita, que subió despacio la cuesta. Yo me preguntaba si se estaría imaginando el peligro que corría su hijo. Llegó bajo el árbol, cuando el muchacho, ignorante de la presencia de su padre, perdió el equilibrio y cayó. El Señor Yamashita lo agarró con la misma facilidad que si alguien hubiera dejado caer un saco en sus brazos, y lo dejó de pie en el suelo. Todos gritamos de contentos y nos pusimos a saltar en la orilla del estanque, mientras que Gisuke se quedó inmóvil, parpadeando de sorpresa, y en sus pestañas se posaban unas lagrimitas.
Ahora sé lo que debió de sentir Gisuke. Yo estaba cayendo y me iba a estrellar contra las rocas, cuando el Presidente dio un paso y me recogió en sus brazos. Tuve tal sensación de alivio que ni siquiera me podía limpiar las lágrimas que se me escapaban por el rabillo del ojo. Se me enturbió la vista, y la figura del Presidente se desdibujó, pero vi que se aproximaba a mí, y un momento después me había tomado entre sus brazos como si fuera una cobija. Sus labios fueron directamente al pequeño triángulo de carne que mi kimono dejaba al descubierto en el cuello. Y cuando sentí su aliento en él, y la urgencia con la que por poco me devora, no pude remediar recordar una escena de muchos años antes, cuando entré en la cocina de la okiya y encontré a una de las criadas inclinada sobre el fregadero, tratando de ocultar la pera que se estaba llevando a la boca, cuyos jugos le corrían por el cuello. «Me apetecía tanto», me dijo, y me rogó que no se lo dijera a Mamita.