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Aunque el personaje de Sayuri y su historias son totalmente ficticios, los hechos históricos relativos a la vida cotidiana de una geisha en los años treinta y cuarenta son reales. Durante la extensa investigación que realicé para escribir este libro, estoy en deuda profunda fundamentalmente con una persona. Mineko Iwasaki, una de las grandes geishas de Gion durante los años sesenta y setenta me recibió en su casa de Kioto en mayo de 1992 y corrigió todas las ideas falsas que tenía sobre la vida de las geishas, aun cuando todo el mundo que había vivido en Kioto o que seguía viviendo allí me había avisado que no esperara tal cosa. Mientras repasaba mi japonés en el avión, me preocupaba que Mineko, a quien todavía no conocía, se limitara a hablar conmigo durante una hora escasa y dijera que aquello había sido nuestra entrevista. En lugar de ello, me llevó a recorrer Gion y, junto con su marido, Jin, y su hermana, Yaetchiyo y el fallecido Kuniko, contestó con todo lujo de detalles a todas mis preguntas relativas a los rituales de la vida de una geisha. Se convirtió en una excelente amiga. Tengo el más grato recuerdo de la visita que nos hizo en compañía de su familia a Boston, y la estupenda sensación que tuvimos mi mujer y yo viendo en la televisión un partido de tenis con nuestra nueva amiga japonesa, una mujer de unos cuarenta años que casualmente era una de las últimas geishas educadas conforme a las viejas tradiciones.
Muchas gracias por todo, Mineko.
Me presentó a Mineko la Señora Reiko Nagura, una inteligente mujer amiga de toda la vida, que habla japonés, inglés y alemán con la misma facilidad. Sólo unos años después de llegar a Estados Unidos, siendo estudiante en Barnard, ganó un premio por una historia que escribió en inglés, y pronto se hizo amiga íntima de mi abuela. La amistad entre ambas familias se extiende ya a la cuarta generación. Su casa ha sido para mí un paraíso en mis visitas a Tokio; le debo más de lo que puedo expresar. Además de otras muchas amabilidades, tuvo la gentileza de leerse el manuscrito en las diferentes fases de su realización, proporcionándome valiosas sugerencias.
Durante los años que trabajé en esta novela, Trudy, mi esposa, me ha proporcionado más ayuda y apoyo del que nadie puede esperar. Además de su ilimitada paciencia, de su buena voluntad para dejarlo todo para leer cuando necesitaba su opinión y de su franqueza y extremada inteligencia, me ha hecho los mejores dones: constancia y comprensión.
Robin Desser, de Knopf, es el tipo de editor con el que sueña todo escritor: apasionado, lleno de ideas, entregado y siempre dispuesto a ayudar, además de inmensamente divertido.
Por su forma de ser cálida y directa, su profesionalidad y su encanto, no es fácil encontrar a nadie como Leigh Feldman. Soy extremadamente afortunado de que sea mi agente.
Helen Bartlett, sabes bien todo lo que hiciste para ayudarme desde el principio. Muchas gracias a ti y a Denise Steward.
Le agradezco mucho a mi buena amiga Sara Laschever su atenta lectura del manuscrito y sus generosas y perspicaces sugerencias e ideas.
Teruko Craig tuvo la gentileza de pasarse horas charlando conmigo sobre su vida de niña en Kioto durante la guerra. También agradezco la ayuda que me prestó Liza Dalby, la única mujer americana que haya llegado a ser geisha, y a su excelente libro, Geisha, un estudio antropológico de la cultura de las geishas en el que también cuenta sus propias experiencias en el distrito de Pontocho; ella me prestó generosamente toda una serie de libros japoneses e ingleses sobre el tema de su colección particular.
Gracias también a Kiharu Nakamura, quien ha escrito sobre sus experiencias en el distrito de Shimbashi de Tokio, y tuvo la amabilidad de charlar conmigo durante el curso de mi investigación.
También estoy en deuda, por sus sagaces ideas y empatía, con mi hermano Stephen.
Robert Singer, conservador de arte japonés del County Museum of Art de Los Ángeles, se tomó la molestia durante mi estancia en Kioto de mostrarme de primera mano cómo vivían antaño los aristócratas japoneses.
Bowen Dees, a quien conocí en un viaje en avión, me permitió leer un manuscrito sobre sus experiencias en Japón durante la ocupación aliada.
También estoy en deuda con Allan Palmer por dejar que me beneficiara de su extenso conocimiento de la ceremonia del té y de las supersticiones japonesas.
John Rosenfield me enseñó historia del arte japonés como nadie habría podido hacerlo, haciendo que una universidad tan gigantesca como Harvard pareciera una pequeña escuela. Le agradezco todos sus buenos consejos.
Tengo una inmensa deuda con Barry Minsky por el papel que jugó cuando yo intentaba hacer realidad esta novela.
Además, agradezco sus innumerables gentilezas a: David Kuhn, Merry White, Kazumi Aoki, Yasu Ikuma, Megumi Nakatani, David Sand, Yoshio Imakita, Mameve Medwed, la fallecida Celia Millwaard, Camilla Trinchieri, Barbara Saphiro, Steve Weisman, Yoshikata Tsukamoto, Carol Janeway, de Knopf, Lynn Pleshette, Denise Rusoff, David Schwab, Alison Tolman, Lidia Yagoda y Len Rosen.