39112.fb2 Memorias De Una Geisha - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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Capítulo dos

A la mañana siguiente, para no pensar en mis preocupaciones, me fui a bañar a un estanque que había un poco más allá de nuestra casa, entre un bosquecillo de pinos. Los niños del pueblo iban a bañarse allí casi todas las mañanas cuando hacía buen tiempo. Satsu también venía a veces, con un traje de baño que se había hecho con unas ropas de pescar de mi padre, que ya estaban prácticamente inservibles. No era exactamente un buen traje de baño, porque cuando se inclinaba se le aflojaba en el pecho, y los muchachos gritaban: «¡Mirad, se le ven los Montes Fujis!». Pero a ella le daba igual.

Hacia mediodía, decidí volver a casa a buscar algo de comer. Satsu se había ido mucho antes con el chico Sugi, que era el hijo del ayudante del Señor Tanaka. Le seguía como un perrito. Cuando iba a algún sitio, el chico miraba hacia atrás para indicarle que debía seguirle, y ella siempre lo hacía. No esperaba volver a verla hasta la hora de cenar, pero al acercarme a la casa la vi en el camino delante de mí, apoyada en un árbol. Si hubieras visto lo que estaba pasando lo hubieras entendido enseguida, pero yo no era más que una niña. Satsu se había subido el traje de baño hasta los hombros, y el muchacho Sugi estaba jugueteando con sus dos «Montes Fuji», como les llamaban los chicos.

Desde que nuestra madre había caído enferma, mi hermana se había puesto bastante gordita. Sus pechos eran tan hirsutos como sus cabellos. Lo que me sorprendía más era que parecía que era precisamente su indocilidad lo que fascinaba al chico Sugi. Los meneaba y los soltaba para ver cómo volvían a su sitio balanceándose. Yo sabía que no debía estar espiando, pero tampoco sabía qué hacer mientras tuviera el camino bloqueado por ellos. Y entonces de pronto oí la voz de un hombre detrás de mí.

– Chiyo-chan, ¿qué haces ahí agachada detrás de un árbol?

Teniendo en cuenta que era una niña de nueve años, que venía de bañarse en un estanque y que todavía no tenía en mi cuerpo ni formas ni texturas que ocultar de la vista de nadie… es fácil imaginar lo que llevaba encima.

Cuando me volví -todavía en cuclillas y cubriendo mi desnudez lo mejor que podía con las manos- vi al Señor Tanaka. No podría haber sentido más vergüenza.

– Esa de ahí debe de ser tu famosa «casita piripi» -dijo-. Y ese de ahí parece el hijo del Señor Sugi. ¡Y por lo que se ve está muy ocupado! ¿Quién es la chica que está con él?

– Pues mi hermana, Señor Tanaka. Estoy esperando a que se vayan.

El Señor Tanaka hizo una bocina con las manos y dio un grito; entonces oí que el chico Sugi se echaba a correr camino abajo. Mi hermana debió de salir corriendo también, porque el Señor Tanaka me dijo que podía ir a casa y vestirme.

– Cuando veas a tu hermana -me dijo- quiero que le des esto.

Me dio un paquetito envuelto en papel de arroz del tamaño de una cabeza de pescado.

– Son una hierbas chinas -me dijo-. No le hagáis caso al doctor Miura si os dice que no valen para nada. Que tu hermana prepare con ellas una infusión y se la dé a tu madre para aliviarle el dolor. Son unas hierbas muy apreciadas. No las malgastéis.

– Entonces, en ese caso, más vale que haga yo misma la infusión. A mi hermana no se le dan muy bien esas cosas.

– El doctor Miura me contó que tu madre estaba enferma -dijo-. Y ahora tú me dices que tu hermana no sabe ni hacer una infusión. Y con un padre tan viejo como el tuyo, ¿qué va a ser de ti, Chiyo-chan? ¿Quién se ocupa de ti ahora?

– Supongo que me cuido sola.

– Conozco a un hombre que hoy ya es mayor, pero cuando era un muchacho de tu edad, perdió a su padre. Al año siguiente murió su madre, y luego su hermano mayor se fue a Osaka y lo dejó solo. ¿Suena un poco como tu historia, no te parece?

El Señor Tanaka me miró como si me estuviera diciendo que no me atreviera a llevarle la contraria.

– Pues bien, ese hombre se llama Tanaka Ichiro -continuó diciendo-. Sí, yo… aunque por entonces mi nombre era Morihashi Ichiro. A los doce años me acogió la familia Tanaka. Cuando me hice un poco más mayor, me casaron con la hija y me adoptaron. Hoy ayudo a llevar el negocio familiar. Así que todo acabó bien para mí, como ves. Tal vez a ti también te suceda algo así.

Me quedé mirando las canas del Señor Tanaka y los surcos de su frente, que parecían los de la corteza de un árbol. Me parecía el hombre más sabio y más erudito de la tierra. Creía que él sabía cosas que yo nunca sabría, que tenía una elegancia que yo no tendría nunca, y que su kimono azul era más fino que cualquier prenda que yo pudiera llegar a ponerme. Estaba agachada delante de él, en el camino, con el pelo enredado, la cara sucia y el olor al agua del estanque en la piel.

– No creo que nadie quiera adoptarme nunca -dije.

– ¿Ah, no? Pero si eres una chica lista. ¡Mira que decir que tu casa «está piripi» y que la cabeza de tu padre parece un huevo!

– ¡Pero si es verdad que parece un huevo!

– Has dado la mejor explicación que se podía dar. Ahora, corre, Chiyo-chan -dijo-. Quieres comer, ¿no? Tal vez, si tu hermana se toma una sopa, podrás echarte en el suelo y aprovechar la que ella derrame.

Desde ese mismo momento empecé a hacerme ilusiones de que el Señor Tanaka me adoptaba. A veces me olvido de lo angustiada que me sentía durante esa época. Supongo que me agarraba a cualquier cosa que me consolara. Con frecuencia, cuando me sentía atormentada, me encontraba volviendo a la misma imagen de mi madre, muy anterior a que empezara a gemir de dolor por las mañanas. Yo tenía cuatro años, y estábamos celebrando las fiestas del obon de nuestro pueblo, el momento del año en que dábamos la bienvenida al espíritu de los muertos. Después de varias noches de ceremonias en el cementerio y de encender las hogueras a las puertas de las casas para guiar a los espíritus, nos reuníamos la última noche del festival en el Santuario Shinto, que se alzaba sobre las rocas, dominando toda la bahía. Nada más pasar las verjas del santuario había un claro, que aquella noche estaba decorado con farolillos de papel de todos los colores, colgados de cordeles entre los árboles. Mi madre y yo bailamos juntas mucho rato con el resto del pueblo al son de la música de la flauta y el tamboril; pero luego yo me cansé, y ella me tomó en brazos y se sentó al borde del claro. De pronto sopló una ráfaga de viento desde el acantilado y uno de los farolillos se prendió fuego. Vimos cómo se quemaba el cordel y empezaba a caer en llamas el farolillo. Y entonces volvió a soplar otra ráfaga, que lo dirigió hacia donde estábamos nosotras, dejando un reguero de polvo dorado en el aire. Pareció que la bola de fuego había caído al suelo, pero, de nuevo, mi madre y yo vimos cómo volvía a ser empujada por el viento directamente hacia nosotras. Sentí que mi madre me soltaba, y un instante después se abalanzaba a apagarla con las manos. Por un momento nos vimos rodeadas de chispas y llamaradas; pero enseguida las pavesas encendidas volaron hacia los árboles, donde terminaron apagándose, y nadie -ni siquiera mi madre- resultó herido.

Más o menos una semana después, cuando mis fantasías de ser adoptada habían tenido tiempo sobrado para madurar, volví a casa una tarde y me encontré al Señor Tanaka sentado frente a mi padre en la mesita de nuestra casa. Me di cuenta de que estaban hablando de algo importante, porque ni siquiera se percataron de mi presencia cuando entré. Me quedé inmóvil escuchándolos.

– ¿Qué piensas entonces de mi propuesta, Sakamoto?

– No sé, Señor Tanaka -dijo mi padre-, no puedo imaginarme a mis hijas viviendo en otro lugar.

– Le entiendo, pero piense que podrían estar mucho mejor; lo mismo que usted. Sólo ocúpese de que mañana por la tarde bajen al pueblo…

Tras esto, el Señor Tanaka se levantó para irse. Yo fingí que acababa de llegar cuando nos cruzamos en la puerta.

– Le estaba hablando de ti a tu padre, Chiyo-chan -me dijo-. Vivo al otro lado de la loma, en la villa de Senzuru. Es más grande que Yoroido. Creo que te gustará. ¿Por qué no venís tú y Satsu-san mañana? Veréis mi casa y conoceréis a mi hijita. Tal vez hasta os gustaría pasar la noche. Sólo una noche, no te preocupes; y luego yo os traería de vuelta a casa. ¿Qué te parece?

Dije que me parecía estupendo. E intenté por todos los medios hacer como si todo me pareciera tan normal. Pero en mi cabeza se había producido una explosión. No podía hilar un pensamiento con otro. No cabía duda de que una parte de mí deseaba fervientemente ser adoptada por el Señor Tanaka después de la muerte de mi madre; pero otra parte de mí estaba muy, muy asustada. Me avergonzaba horriblemente sólo imaginarme que podría vivir en otro lugar que no fuera mi casita piripi. Después de que se fuera el Señor Tanaka, traté de atarearme en la cocina, pero me sentía un poco como Satsu, pues no veía lo que tenía delante de mis narices. No sé cuánto tiempo pasó. Por fin oí suspirar a mi padre, y me pareció que estaba llorando, lo que me sonrojó de vergüenza. Cuando finalmente me obligué a mirarlo, ya tenía las manos enredadas en una de sus redes de pescar, pero estaba de pie en el umbral del cuarto de atrás, donde mi madre yacía al sol con la sábana pegada a ella, como la piel.

Al día siguiente, en preparación para la cita con el Señor Tanaka en el pueblo, me froté bien los sucios tobillos y estuve a remojo un buen rato en nuestro baño, que había sido en tiempos la caldera de una vieja máquina de vapor que alguien había abandonado en el pueblo; le habían serrado la parte superior y forrado de madera. Sentada en el baño, mirando al mar, me sentí muy independiente, pues por primera vez en mi vida estaba a punto de ver algo del mundo fuera de nuestro pueblo.

Cuando Satsu y yo llegamos a la Compañía Japonesa del Pescado y el Marisco, vimos a los pescadores descargando la pesca en el muelle. Mi padre estaba entre ellos, agarrando los pescados con sus huesudas manos y echándolos en cestas. En un momento determinado miró hacia donde estábamos Satsu y yo y luego se limpió la cara con la manga de la camisa. Sus rasgos parecían más graves de lo normal. Los hombres transportaban las cestas llenas hasta el carro del Señor Tanaka y las colocaban detrás. Yo me subí a la rueda a mirar. Las mayoría de los peces tenían los ojos muy abiertos y vidriosos, pero de vez en cuando uno movía la boca, y a mí me parecía que estaba dando un gritito. Yo intentaba tranquilizarlos diciéndoles:

– Vais a la ciudad de Senzuru, pescaditos. No os pasará nada.

No veía qué se ganaba diciéndoles la verdad.

Por fin, el Señor Tanaka salió a la calle y nos dijo a Satsu y a mí que nos subiéramos con él al carro. Yo me senté en el medio, lo bastante pegada al Señor Tanaka para tocar con la mano la tela de su kimono. Me sonrojé. Satsu me miró fijamente, pero no pareció notar nada, igual de aturdida que de costumbre.

Me pasé gran parte del viaje mirando al pescado bullir en las cajas. Al subir la loma, dejando atrás Yoroido, una rueda pasó sobre una gran roca, y el carro se inclinó de pronto hacia un lado. Una de las lubinas cayó al camino y revivió con el golpe. Verla aletear, boqueando, era más de lo que yo podía soportar. Me volví con lágrimas en los ojos, y aunque intenté ocultárselas al Señor Tanaka, él se dio cuenta. Después de recoger el pescado y cuando ya estábamos de nuevo en camino, me preguntó qué me pasaba.

– ¡Pobrecito pescado! -dije yo.

– Te pareces a mi mujer. Cuando ve los pescados ya están muertos, pero si tiene que cocinar un cangrejo todavía vivo, se le llenan los ojos de lágrimas y les canta una canción.

El Señor Tanaka me enseñó una cancioncilla -en realidad casi una pequeña oración- que pensé que se habría inventado su mujer.

Ella se la cantaba a los cangrejos, pero nosotros adaptamos la letra a la lubina:

Suzuki y o suzuki!

Jobutso shite kure!

¡Lubinita, oh lubinita,

corre, corre, enseguida serás Buda!

Luego me enseñó otra, una nana que yo no conocía. Se la cantamos a una platija que ocupaba sola una cesta, con sus ojos, como botones, girando a ambos lados de la cabeza.

Nemure yo, iikereiyo!

Niwa ya makiba ni

Tort mo hitsuji mo

Minna nemureba

Hoshi wa mado kara

Gin hikari o

Sosogu, kono yoru!

¡Duerme, duerme, platija buena!

Cuando todos estén dormidos,

también los pájaros y los corderos

en los huertos y en los prados,

las estrellas de la noche

verterán su luz dorada

desde la ventana.

Un momento después coronamos la loma y la villa de Senzuro se hizo visible a nuestros pies. Era un día gris. Era la primera vez que veía el mundo fuera de Yoroido, y me pareció que no me había perdido nada. Veía los oscuros cerros, poblados con los tejados de paja del pueblo, rodeando una pequeña bahía, y el mar metálico, veteado de blanco. Tierra adentro, el paisaje podría haber sido atractivo de no ser por la vías del tren que lo recorrían como cicatrices.

Senzuro era una población sucia y maloliente. Incluso el mar despedía un terrible hedor, como si todos los peces se estuvieran pudriendo. Alrededor de los postes del muelle flotaban trozos de fruta y verduras, como las medusas de nuestra bahía. Los barcos tenían la pintura saltada y parte de la madera agrietada; parecía que se habían estado peleando unos con otros.

Satsu y yo esperamos largo rato sentadas en el muelle, hasta que por fin el Señor Tanaka nos llamó y nos dijo que entráramos en las oficinas centrales de la Compañía Japonesa del Pescado y el Marisco, donde nos condujo por un largo pasillo. No creo que dentro de un pez huela más a tripas de pescado que en aquel pasillo. Pero, para mi sorpresa, al fondo, había un despacho, que a mis ojos de niña de nueve años pareció muy bonito. Satsu y yo nos quedamos en el umbral, descalzas en el resbaladizo suelo de piedra. Frente a nosotras había un escalón, y, subiéndolo, una tarima cubierta con tatamis. Tal vez eso fue lo que me impresionó: la elevación del suelo hacía que todo pareciera más grande. En cualquier caso, me pareció la habitación más bonita que había visto nunca, aunque ahora me hace reír pensar que el despacho de un asentador de pescado de un pequeño puerto del Mar de Japón pudiera impresionar tanto a nadie.

Sobre un cojín en la tarima había una mujer de edad, que se levantó al vernos y se acercó al borde y se puso de rodillas. Era vieja y tenía pinta de chiflada; no paraba quieta ni un momento. Cuando no estaba alisándose el kimono, estaba quitándose algo del ojo o rascándose la nariz, al tiempo que suspiraba continuamente, como si lamentara tener que hacer todos aquellos movimientos.

El Señor Tanaka le dijo:

– Estas son Chiyo-chan y su hermana mayor, Satsu-san.

Yo hice una pequeña reverencia, a la que Doña Fuguillas respondió con una inclinación de cabeza. Entonces suspiró aún más profundamente y empezó a pellizcarse una zona del cuello llena de costras. Me hubiera gustado mirar hacia otro lado, pero tenía los ojos fijos en mí.

– Entonces tú eres Satsu-san, ¿no? -dijo. Pero seguía mirándome a mí.

– Yo soy Satsu -dijo mi hermana.

– ¿Cuándo naciste?

Satsu no parecía todavía muy segura de a cuál de las dos se estaba dirigiendo Doña Fuguillas, así que respondí en su lugar.

– Es del año de la vaca -dije.

La vieja se acercó a mí y me acarició. Pero lo hizo de la forma más rara que se pueda uno imaginar, hundiendo la yema de los dedos en mi mejilla. Me di cuenta de que pretendía acariciarme porque su expresión era bondadosa.

– Ésta es bastante bonita. ¡Qué ojos! Y se nota que es lista. Basta con verle la frente -aquí se volvió a mi hermana y dijo-: Así que del año de la vaca; entonces tienes quince años; el planeta Venus… seis, blanco. A ver, a ver… Acércate un poco más.

Satsu hizo lo que le decían. Doña Fuguillas empezó a examinarle la cara, no sólo con la vista, sino también con las yemas de los dedos. Se pasó un largo rato comprobando la nariz de Satsu desde ángulos diferentes, y sus orejas. Le pellizcó los lóbulos varias veces, y luego empezó a gruñir para indicar que había terminado con Satsu y se volvió hacia mí.

– Tú tienes que ser del año del mono. Basta con mirarte. ¡Cuánta agua tienes! Ocho, blanco; el planeta Saturno. Y eres una chica muy atractiva. Acércate.

Entonces procedió a hacer lo mismo conmigo, pellizcándome las orejas y todo lo demás. Yo no podía dejar de pensar que hacía un momento se había estado rascando las costras del cuello con la misma mano. Enseguida se puso en pie y se bajó al suelo, donde estábamos nosotras. Le llevó un rato meter los pies en los zori, pero finalmente se volvió hacia el Señor Tanaka y le dirigió una mirada que él pareció entender de inmediato, porque salió de la habitación, cerrando la puerta tras él.

Doña Fuguillas desabrochó el blusón campesino que llevaba Satsu y se lo quitó. Le estuvo moviendo los pechos, le miró debajo de los brazos, y luego la giró y le examinó la espalda. Yo estaba tan sorprendida que apenas me atrevía a mirar. Claro que había visto a Satsu desnuda antes, pero la forma de tocarla de Doña Fuguillas me pareció más indecente que cuando Satsu se había subido el bañador para que la manoseara el muchacho Sugi. Entonces, como si no fuera ya bastante, Doña Fuguillas le bajó las bragas de un tirón, la observó de arriba abajo y volvió a ponerla de frente.

– Sal de las bragas -le dijo.

Hacía mucho tiempo que no veía a Satsu tan avergonzada, pero dio un paso y dejó las bragas en el suelo fangoso. Doña Fuguillas la tomó por los hombros y la sentó en la tarima. Satsu estaba totalmente desnuda; y estoy segura de que no tenía más idea que yo de lo que estaba haciendo allí sentada. Pero tampoco tuvo mucho tiempo de preguntárselo, porque un instante después, Doña Fuguillas le había puesto las manos en las rodillas, separándoselas. Y sin vacilar un momento, metió la mano entre las piernas de Satsu. Después de esto, no pude seguir mirando. Supongo que Satsu debió de resistirse porque Doña Fuguillas dio un grito y al mismo tiempo oí un sonoro azote: Doña Fuguillas había pegado a Satsu en el muslo, como pude darme cuenta luego por la señal roja que le había dejado. Un momento después Doña Fuguillas había terminado y le dijo a Satsu que se vistiera. Mientras se vestía, Satsu soltó un profundo suspiro. Puede que estuviera llorando, pero yo no me atreví a mirarla.

Seguidamente, Doña Fuguillas vino directa hacia mí, y en un segundo me había bajado las bragas hasta las rodillas y me había quitado el blusón, como había hecho con Satsu. Yo no tenía pecho que la vieja pudiera toquetear, pero me examinó debajo de los brazos, igual que a mi hermana, y también me dio la vuelta, antes de sentarme en la tarima y terminar de quitarme las bragas. Estaba horriblemente asustada pensando en lo que vendría después. Cuando intentó separarme las rodillas, tuvo que darme un azote en el muslo, como a Satsu, y a mí se me hizo un nudo en la garganta intentando contener las lágrimas. Me puso un dedo entre las piernas; y sentí como un pellizco, tan intenso que solté un grito. Cuando me dijo que me vistiera, me sentía como deben de sentirse las compuertas de un pantano al detener las aguas de un río. Pero me daba miedo que el Señor Tanaka nos mirara mal si cualquiera de las dos se echaba a llorar como una niña pequeña.

– Las niñas están sanas -le dijo al Señor Tanaka cuando éste volvió a entrar en la habitación-, y son aptas. Las dos están intactas. La mayor tiene demasiada madera, pero la pequeña tiene una buena cantidad de agua. También es muy bonita, ¿no le parece? Su hermana mayor parece una campesina a su lado.

– No me cabe la menor duda de que las dos son atractivas a su manera -respondió él-. Pero ¿por qué no lo hablamos mientras la acompaño fuera? Las niñas me esperarán aquí.

Cuando el Señor Tanaka cerró la puerta tras él, me volví para ver a Satsu que estaba sentada al borde de la tarima, mirando al techo. Las lágrimas formaban un charquito a cada lado de su nariz, y en cuanto vi lo triste que estaba ella, yo también me eché a llorar. Me sentía culpable de lo que había sucedido y le sequé la cara con una esquina de mi blusón.

– ¿Quién era esa horrorosa mujer? -me preguntó.

– Debe de ser una adivina. Lo más seguro es que el Señor Tanaka quiera saberlo todo de nosotras.

– Pero ¿por qué nos ha examinado de esa forma tan horrible?

– ¿No lo entiendes, Satsu-san? -le contesté-. El Señor Tanaka quiere adoptarnos.

Al oír esto, Satsu empezó a parpadear como si se le hubiera metido un bicho en el ojo.

– Pero ¿qué dices? -me preguntó-. El señor Tanaka no puede adoptarnos.

– Nuestro papaíto está ya muy viejo… Y como la mamá está enferma, creo que al Señor Tanaka le preocupa nuestro futuro. No tendremos quien se ocupe de nosotras.

Satsu se puso en pie, muy agitada con mis palabras. Empezó a bizquear, y pude darme cuenta de que se esforzaba por seguir creyendo que nada nos sacaría de nuestra casita piripi. Estrujaba lo que yo le había dicho como se estruja una esponja para sacarle el agua. Poco a poco su rostro empezó a relajarse y se volvió a sentar al borde de la tarima. Un instante después estaba tan tranquila observando la habitación, como si no hubiéramos tenido conversación alguna.

La casa del Señor Tanaka se encontraba al final de una callejuela, a la salida del pueblo. El bosquecillo de pinos que la rodeaba olía tan fuerte como el océano en los acantilados de nuestra casa; y cuando pensé en el océano y en que iba a cambiar un olor por otro, sentí un vacío terrible, como cuando te asomas a un precipicio y enseguida tienes que retirarte. No había en Yoroido una casa tan grande, y tenía unos aleros inmensos, como los del santuario de nuestro pueblo. Al cruzar el umbral de la puerta, el Señor Tanaka dejó los zapatos exactamente en el mismo sitio en el que se los quitó, y una doncella vino inmediatamente y los puso en un estante. Satsu y yo no teníamos zapatos que quitarnos, pero justo en el momento en que iba a entrar en la casa, sentí un ligero golpe en la espalda, y una pina cayó entre mis pies en suelo de madera. Me volví y vi a una niña más o menos de mi misma edad, con el pelo muy corto, que corría a esconderse detrás de un árbol. Se asomó, con una sonrisa que dejaba ver sus paletas separadas, y echó a correr, volviendo la cabeza de vez en cuando para asegurarse de que iba tras ella. Puede que suene raro, pero no tenía la experiencia de conocer niñas de mi edad. Claro que conocía a las otras niñas del pueblo, pero no tenía la sensación de haberlas conocido, pues habíamos crecido juntas y nos conocíamos desde siempre. Pero Kuniko -pues ese era el nombre de la hijita del Señor Tanaka- fue tan simpática desde el momento en que la vi que pensé que tal vez no me iba a resultar tan difícil pasar de un mundo al otro.

Las ropas de Kuniko eran mucho más refinadas que las mías, y llevaba zori; pero siendo yo como era una niña de pueblo, la perseguí descalza por el bosque hasta que la alcancé en una especie de casa de muñecas construida con las ramas de un árbol seco. Había dispuesto por el suelo piedrecitas y piñas para separar las habitaciones. En una hizo que me servía té en una taza desportillada; en otra nos turnamos la tarea de acunar a su «bebé», que se llamaba Taro y que, en realidad, no era más que un saquito lleno de tierra. Kuniko me dijo que Taro no extrañaba a nadie, pero que le asustaban las lombrices; casualmente, igual que a ella. Cuando encontrábamos una, Kuniko se aseguraba de que yo la tirara fuera antes de que el pobre Taro se pusiera a llorar.

Yo estaba encantada con la perspectiva de tener a Kuniko de hermana. En realidad, los majestuosos árboles y el olor a pino -incluso el Señor Tanaka- empezaron a parecerme insignificantes en comparación. La diferencia entre la vida allí, en la casa del Señor Tanaka, y la vida en Yoroido era tan grande como la diferencia entre el olor a comida y un bocado de algo delicioso.

Al oscurecer, nos lavamos las manos y los pies en el pozo y entramos a sentarnos en el suelo en torno a una mesa cuadrada. Me sorprendió ver el humo que salía de la comida que estábamos a punto de comer y se elevaba hasta las vigas del alto techo, del que colgaban luces eléctricas. La habitación tenía una luz sobrecogedora; nunca había visto nada igual. Enseguida aparecieron los sirvientes con la cena -lubina asada, encurtidos, sopa y arroz al vapor-, pero en el momento en el que empezábamos a comer se apagaron las luces. El Señor Tanaka se rió; al parecer, esto sucedía con bastante frecuencia. Los sirvientes se afanaban encendiendo unos faroles colgados de trípodes de madera.

Nadie habló mucho mientras comíamos. Yo esperaba que la Señora Tanaka fuera muy atractiva, pero parecía una versión envejecida de Satsu, salvo que sonreía continuamente. Después de cenar, ella y Satsu se pusieron a jugar al go, y el Señor Tanaka llamó a la doncella y le ordenó que le trajera la chaqueta del kimono. Un momento después salió, y pasado un rato prudencial, Kuniko me hizo un gesto para que la siguiera fuera. Se calzó unos zori de paja y me prestó a mí un par. Le pregunté que adonde íbamos.

– ¡Más bajo! -dijo-. Estamos siguiendo a mi papá. Lo hago siempre que sale. Es un secreto.

Nos encaminamos por la callejuela y giramos en la calle principal en dirección al centro de Sezuru, siguiendo al Señor Tanaka a cierta distancia. Unos minutos después, nos encontrábamos entre las casas del pueblo, y entonces Kuniko me tomó del brazo y me guió hacia una calle lateral. Al final de un pasaje empedrado, entre dos casas, llegamos a una ventana cubierta con persianas de papel, que brillaba con la luz de su interior. Kuniko aplicó el ojo a un agujerito abierto a su altura en una de las persianas. Mientras ella miraba, yo oí risas y voces, y a alguien cantando al son del shamisen. Por fin, Kuniko se echó a un lado, y yo pude acercar el ojo al agujerito. La mitad de la habitación me quedaba oculta por un biombo, pero pude distinguir al Señor Tanaka, sentado en una de las esteras, entre un grupo de cuatro o cinco hombres. A su lado, un anciano contaba una historia sobre alguien que sostenía una escalera de mano por la que subía una chica y aprovechaba para mirarle por debajo de la falda; todos reían salvo el Señor Tanaka, que tenía la mirada fija en la parte de la habitación oculta a mi vista. Una mujer de edad vestida con kimono se acercó a él con un vaso en la mano, y él lo agarró para que ella le sirviera cerveza. El Señor Tanaka me pareció una isla en medio del océano, porque aunque todos los demás estaban riéndose con la historia -incluso la vieja que servía la cerveza-, él continuaba serio, mirando fijamente al otro lado de la mesa. Aparté el ojo del agujerito y le pregunté a Kuniko qué era aquel sitio.

– Es una casa de té -me respondió-, donde las geishas divierten a los hombres. Mi papá viene casi todas las noches. No sé por qué le gusta tanto. Las mujeres sirven las bebidas, y los hombres cuentan historias, salvo cuando todos se ponen a cantar. Todo el mundo termina borracho.

Volví a mirar por el agujerito a tiempo para ver una sombra que atravesaba la pared, y entonces apareció una mujer. De sus cabellos colgaban los verdes capullos de un sauce, y llevaba un kimono rosa pálido con un estampado en relieve de flores blancas. El ancho obi ceñido en la cintura era naranja y amarillo. Nunca había visto una ropa tan elegante. Lo más sofisticado que poseía una mujer en Yoroido era un traje de algodón, o tal vez lino, con un sencillo estampado en índigo. Pero a diferencia de sus ropas, la mujer no era en absoluto bonita. Tenía unos dientes tan saltones que los labios no llegaban a tapárselos del todo, y la cabeza tan estrecha que parecía que se la hubieran aplastado entre dos tablas al nacer. Se puede pensar que soy cruel al describirla de este modo tan duro; pero me sorprendió ver que aunque nadie diría que era una belleza, los ojos del Señor Tanaka estaban clavados en ella, como un pez en el anzuelo. Continuó mirándola mientras el resto reía y se divertía. Y cuando ella se arrodilló a su lado para servirle un poco más de cerveza, lo miró de una forma que sugería que se conocían muy bien.

Entonces le tocó mirar por el agujero a Kuniko y cuando decidió que ya habíamos tenido bastante, volvimos a la casa y nos bañamos juntas en un baño situado en una de las esquinas del bosquecillo de pinos. Los trozos de cielo que se veían entre las ramas estaban plagados de estrellas. Yo me hubiera quedado mucho más tiempo allí sentada, intentando comprender todo lo que había visto aquel día y los cambios a los que tendría que hacer frente. Pero a Kuniko le había dado tanto sueño el agua caliente del baño que enseguida aparecieron los sirvientes para ayudarnos a salir.

Satsu ya roncaba cuando Kuniko y yo nos acostamos en nuestros futones a su lado, abrazadas una a la otra. Me invadió una cálida alegría, y le susurré a Kuniko al oído: «¿Sabías que voy a venir a vivir contigo?». Pensaba que esta noticia le haría abrir los ojos o incluso incorporarse, pero no la sacó de su sopor. Soltó un gemido, y un momento después su respiración, cálida y húmeda, había tomado el ritmo del sueño.