39112.fb2 Memorias De Una Geisha - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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Capítulo cuatro

Si hubiera perdido los brazos y las piernas, en lugar de mi familia y mi hogar, no creo que me hubiera sentido peor de lo que me sentí durante los primeros días en aquel lugar extraño. Estaba convencida de que la vida no volvería a ser igual. Sólo podía pensar en mi confusión y mi miseria; y un día tras otro me preguntaba cuándo volvería a ver a Satsu. Me faltaban mi padre, mi madre e incluso la ropa que había llevado siempre. Sin embargo, después de una o dos semanas, lo que más me asombraba es que había logrado sobrevivir. Recuerdo un momento en que estaba en la cocina secando los cuencos del arroz, cuando de pronto me sentí tan perdida que tuve que parar lo que estaba haciendo y mirarme las manos durante un buen rato, pues no me cabía en la cabeza que aquella persona que estaba secando los cuencos fuera realmente yo.

Mamita me había dicho que si trabajaba mucho y me portaba bien empezaría mi aprendizaje en pocos meses. Como me informó Calabaza, el aprendizaje significaba ir a otra zona de Gion a tomar lecciones de música, de baile y de la ceremonia del té. Todas las chicas que se preparaban para ser geishas iban a la misma escuela. Estaba segura de que cuando me dejaran ir encontraría allí a Satsu; así que hacia el final de la primera semana, decidí ser tan obediente como una vaca atada a una soga, en la esperanza de que Mamita me enviara lo antes posible a la escuela.

La mayoría de mis tareas eran muy sencillas. Recogía los futones por la mañana, limpiaba las habitaciones, barría el pasaje y otras cosas por el estilo. A veces me mandaban a la farmacia a comprar ungüento para los sabañones de la cocinera o a una tienda de la Avenida Shijo a buscar las galletas de arroz que tanto le gustaban a la Tía. Por suerte, las peores tareas, como limpiar los retretes, le correspondían a una de las sirvientas más mayores. Pero aunque trabajaba todo lo que podía, nunca me parecía causar la buena impresión que yo esperaba, porque cada día tenía más que hacer y me era imposible terminarlo todo; y la Abuela venía a complicar aún más las cosas.

Entre mis tareas, tal como me las había descrito la Tía, no se encontraba el cuidado de la Abuela. Pero cuando la Abuela me llamaba, yo no podía hacer que no la oía, porque era la más antigua de la okiya. Un día, por ejemplo, estaba a punto de subirle el té a Mamita, cuando la Abuela empezó a dar voces:

– ¿Dónde está esa chica? ¡Que venga inmediatamente!

Tuve que dejar la bandeja de Mamita y apresurarme al cuarto donde estaba comiendo la Abuela.

– ¿No te das cuenta de que esta habitación está demasiado caliente? -me dijo, después de que yo me hubiera postrado en una profunda reverencia-. Deberías haber entrado a abrir las ventanas.

– Lo siento, Abuela. No sabía que tuviera calor.

– ¿Es que no lo parece?

Estaba comiendo arroz, y se le habían quedado pegados unos granos en el labio inferior. Pensé que parecía más miserable que acalorada, pero me dirigí a la ventana y la abrí. En cuanto la abrí, entró una mosca que empezó a zumbar alrededor del plato.

– Pero ¿tú estás bien de la cabeza? -me dijo alejando la mosca con los palillos-. Las otras chicas no dejan entrar moscas cuando abren la ventana.

Le pedí perdón y le dije que iría a buscar un matamoscas.

– ¿Para qué? ¿Para matarme la mosca en el plato? ¡No, no lo harás! Lo que vas a hacer es quedarte aquí a mi lado mientras como y espantármela cada vez que se acerque.

Así que tuve que quedarme allí mientras la Abuela terminaba de comer y me hablaba del gran actor de Kabuki Ichimura Uzaemon XIV, que le había tomado la mano durante una fiesta a la luz de la luna, cuando ella tenía catorce años. Para cuando me dejó ir, el té de Mamita estaba tan frío que ni siquiera pude llevárselo. Y tanto ella como la cocinera se enfadaron conmigo.

La verdad era que a la Abuela no le gustaba estar sola. Incluso cuando tenía que ir al retrete, hacía que la Tía la esperara fuera, agarrándole las manos para ayudarle a mantenerse en cuclillas sin perder el equilibrio. El olor era tan espantoso que la pobre Tía casi se rompía el cuello en su intento de alejar las narices lo más posible. Yo no tenía ninguna tarea tan horrible como ésta, pero la Abuela solía llamarme para que le diera un masaje mientras ella se limpiaba las orejas con una cucharilla de plata; y la tarea de darle masaje era bastante peor de lo que uno se pueda imaginar. Casi me mareo la primera vez que se desabrochó el vestido y se descubrió los hombros, pues tenía la piel amarillenta y llena de rugosidades como un pollo crudo. El problema, como supe más tarde, era que en sus días de geisha había utilizado un tipo de maquillaje blanco que llamamos «arcilla de China», que está hecho con una base de plomo. Para empezar, la arcilla de China era venenosa, lo que probablemente explicaba en parte la locura de la Abuela. Pero además, de joven, la Abuela había acudido a menudo a las termas al norte de Kioto. No habría habido ningún mal en ello, si no fuera porque aquel maquillaje era muy difícil de quitar totalmente; y los restos se combinaban con algún componente químico presente en el agua, produciendo un tinte que terminó destrozándole la piel. La Abuela no era la única aquejada por este problema. Todavía durante los primeros años de la II Guerra Mundial, se veían por las calles de Gion ancianas con la piel del cuello amarilla y rugosa como la de un pollo.

Un día, cuando llevaba en la okiya unas tres semanas, subí mucho más tarde de lo normal a arreglar el cuarto de Hatsumono. Hatsumono me daba mucho miedo, aunque, en realidad, apenas la veía, porque estaba siempre ocupada. Me preocupaba lo que sucedería si me encontraba sola, así que siempre intentaba limpiar su habitación en cuanto ella se iba a sus lecciones de danza. Por desgracia, aquella mañana, la Abuela me había retenido con ella casi hasta el mediodía.

El cuarto de Hatsumono era el más grande de la okiya; ocupaba más espacio que toda mi casa de Yoroido. No podía imaginarme por qué era mucho más grande que los del resto, hasta que una de las sirvientas me explicó que aunque entonces Hatsumono era la única geisha que vivía en la okiya, en el pasado había habido hasta tres o cuatro; y todas dormían juntas en la misma habitación. Puede que Hatsumono viviera ahora sola, pero ciertamente ensuciaba como cuatro. Cuando subí a su cuarto aquel día, además de todas las revistas esparcidas aquí y allá y los cepillos tirados en las esteras junto a su pequeño tocador, encontré un corazón de manzana y una botella de whisky vacía debajo de la mesa. La ventana estaba abierta, y la brisa debía de haber tirado la percha en la que había colgado el kimono por la noche -o tal vez la había tirado al irse a acostar ebria y no se había molestado en levantarla-. Normalmente, la Tía lo tendría que haber recogido ya, pues ella era la encargada de la ropa, pero por una razón u otra no lo había hecho. Justo cuando estaba levantando la percha, se abrió la puerta de pronto, y cuando me volví vi a Hatsumono parada en el umbral.

– ¡Ah, eres tú! -dijo-. Me había parecido oír una rata o algo así. Ya veo que has estado ordenándome el cuarto. ¿Eres tú la que coloca los tarros de maquillaje? ¿Por qué te empeñas en ordenarlos?

– Lo siento, señora -dije-. Los muevo sólo para limpiar el polvo por debajo.

– Pero si los tocas, empezarán a oler como tú -dijo-. Y entonces los hombres me dirán: «Hatsumono-san, ¿por qué hueles como una chica de pueblo?». Estoy segura de que has entendido, ¿verdad? Pero para estar más segura vas a repetirlo. ¿Por qué no quiero que toques mis tarros de maquillaje?

Me costó trabajo decirlo. Pero finalmente le contesté:

– Porque empezarán a oler como yo.

– ¡Muy bien! ¿Y qué dirán los hombres?

– Dirán: «Hatsumono-san, ¿por qué hueles como una chica de pueblo?».

– Hmm… hay algo en tu forma de decirlo que no acaba de gustarme. Pero vamos a dejarlo. No entiendo por qué oléis tan mal las chicas de los pueblos de la costa. Esa horrorosa hermana tuya estuvo aquí el otro día buscándote y su hedor era casi tan repugnante como el tuyo.

Hasta ese momento no había levantado la vista del suelo; pero al oír estas palabras, miré a Hatsumono a la cara para ver si me estaba diciendo la verdad.

– Pareces sorprendida -dijo-. ¿No te había mencionado que había venido? Quería darte un recado y decirte dónde vivía. Probablemente quiere que vayas a buscarla para poder huir juntas.

– Hatsumono-san…

– ¿Quieres que te diga dónde está, verdad? Pues tendrás que ganártelo. Cuando piense cómo, te lo diré. Ahora vete.

No me atreví a desobedecerla, pero justo antes de salir de la habitación me detuve, pensando que, tal vez, podría convencerla.

– Hatsumono-san, sé que no le gusto -dije-. Si fuera tan buena de decirme lo que quiero saber, le prometo no volver a molestarla.

Hatsumono pareció muy complacida de oír esto y se dirigió a mí con cara de luminosa alegría. Sinceramente, nunca he visto una mujer más sorprendente. Los hombres por la calle se detenían a veces y se sacaban el cigarrillo de la boca para mirarla. Pensé que iba a venir a susurrarme algo al oído; pero después de quedarse un instante a mi lado, sonriendo, alargó la mano y me dio una bofetada.

– Te dije que salieras de mi habitación, ¿no? -me dijo.

Yo me quedé demasiado aturdida para saber cómo reaccionar. Pero debí de salir tambaleándome de la habitación, porque lo siguiente que recuerdo es que estaba desplomada en el suelo del repartidor, con la mano en la cara. Un momento después se abrió la puerta de Mamita.

– ¡Hatsumono! -gritó Mamita y se acercó a ayudarme a ponerme en pie-. ¿Qué le has hecho a Chiyo?

– Estaba hablando de escaparse, Mamita. Pensé que sería mejor que la pegara por ti. Pensé que estarías demasiado ocupada para hacerlo tú misma.

Mamita llamó a una doncella y le ordenó que trajera unas rodajitas de jengibre fresco, y luego me llevó a su habitación y me sentó en la mesa mientras ella terminaba una conversación telefónica. El único teléfono de la okiya para llamar fuera de Gion estaba en la pared de su cuarto, y nadie más tenía permiso para usarlo. Había dejado el auricular en un estantito al lado del aparato, y cuando volvió a agarrarlo, pareció estrujarlo de tal forma entre sus dedos regordetes que pensé que podría empezar a gotear en la estera.

– Perdona -dijo frente al auricular con su áspera voz-. Hatsumono está otra vez repartiendo bofetadas entre las criadas.

Durante mis primeras semanas en la okiya desarrollé un afecto poco razonable por Mamita -algo así como lo que debe sentir el pez por el pescador que le quita el anzuelo de la boca-. Probablemente se debía a que sólo la veía unos minutos al día, cuando limpiaba su habitación. Siempre estaba allí, sentada en la mesa, por lo general con un libro de cuentas abierto ante ella y con los dedos corriendo a toda velocidad las bolas de marfil del ábaco. Puede que fuera ordenada para los libros de cuentas, pero en todo lo demás era incluso más desordenada que Hatsumono. Cada vez que dejaba la pipa sobre la mesa, se escapaban cenizas y hebras de tabaco, y ella las dejaba donde caían. No quería que nadie tocara su futón ni le cambiara las sábanas, así que la habitación olía a sábanas sucias. Y los esteres de papel de las ventanas estaban muy sucios debido al humo de la pipa, lo que daba a la habitación un aspecto de lo más sombrío.

Mientras Mamita seguía hablando por teléfono, una de las criadas mayores entró con varias tiritas de jengibre fresco para que me las aplicara en la cara, donde me había abofeteado Hatsumono. El ruido de la puerta al abrirse y cerrarse despertó al pequeño perro de Mamita, Taku, que era una criatura malhumorada, con una cara completamente achatada. Parecía que sólo le entretenían tres cosas en la vida: ladrar, roncar y morder a todo el que intentara acariciarlo. Cuando la doncella salió, Taku vino y se echó detrás de mí. Éste era uno de sus trucos; le gustaba ponerse donde podía tropezarme con él sin querer, y entonces se apresuraba a morderme. Empezaba a sentirme como un ratón atrapado en una puerta corredera, entre Taku y Mamita, cuando ésta colgó por fin el teléfono y vino a sentarse a la mesa. Me miró con sus ojos amarillentos y me dijo:

– Ahora escúchame, muchachita. Tal vez hayas oído mentir a Hatsumono. Pero el hecho de que ella pueda hacerlo no significa que tú también puedas. Dime… ¿por qué te pegó?

– Quería que saliera de la habitación, Mamita -contesté yo-. Lo siento mucho.

Mamita me lo hizo volver a decir con la pronunciación correcta de Kioto, lo que me resultaba muy difícil. Cuando por fin lo dije lo bastante bien para dejarla satisfecha, continuó:

– Me parece que no te das cuenta de cuál es tu trabajo aquí en la okiya. Aquí todos pensamos en una única cosa: en cómo podemos ayudar a Hatsumono para que triunfe como geisha. Incluso la Abuela. Puede que la encuentres difícil, pero en realidad se pasa el día pensando de qué modo puede ayudar a Hatsumono.

Yo no tenía ni la menor idea de lo que estaba hablando Mamita. A decir verdad, no creo que hubiera logrado convencer ni al más tonto de que la Abuela pudiera ayudar a nadie.

– Si alguien con la antigüedad de la Abuela se esfuerza todo el día para facilitarle el trabajo a Hatsumono, piensa cuánto más tendrás que esforzarte tú.

– Sí, Mamita. Seguiré esforzándome.

– No quiero volver a oír que enfadas a Hatsumono. La otra chica se las apaña para no interponerse en su camino; así que tú también puedes hacerlo.

– Sí, Mamita… pero antes de retirarme, ¿puedo preguntarle algo? He estado pensando si sabrá alguien dónde está mi hermana. Es que esperaba poder mandarle recado.

Mamita tenía una boca muy rara; era demasiado grande para su cara y estaba casi siempre abierta; pero entonces hizo algo que no le había visto hacer todavía: apretar los dientes, como si quisiera que se los viera completamente. Era su forma de sonreír, aunque no me di cuenta de ello hasta que empezó a toser con esa tosecilla que era su forma de reírse.

– Pero ¿por qué iba yo a decirte semejante cosa? -dijo.

Y después volvió a reírse, tosiendo unas cuantas veces más, y me indicó que saliera de la habitación con un gesto de la mano.

Cuando salí, la Tía me esperaba en el rellano para encomendarme una tarea. Me dio un cubo y me hizo subir por una escalera de mano y salir por una trampilla al tejado. Allí, sujeto con unos puntales de madera, había un depósito para recoger agua de lluvia. El agua corría por la fuerza de la gravedad y caía en el pequeño retrete del segundo piso, junto al cuarto de Mamita, pues por entonces no teníamos fontanería, ni siquiera en la cocina. Últimamente no había llovido mucho, y el retrete había empezado a oler mal. Lo que yo tenía que hacer era echar agua en el depósito, de modo que la Tía pudiera limpiar el retrete.

Al sol del mediodía, las tejas quemaban como sartenes ardiendo; mientras vaciaba el cubo se me vino a la memoria el agua fresca del estanque donde nos bañábamos en el pueblo. Hacía tan sólo unas semanas que había estado allí, pero entonces, subida al tejado de la okiya, me pareció que todo aquello estaba muy lejos. La Tía me gritó que antes de bajar quitara las malas hierbas que crecían entre las tejas. Contemplé la calima que se extendía sobre la ciudad y los cerros que nos rodeaban como los muros de una cárcel. En algún lugar, bajo alguno de aquellos tejados, estaría probablemente mi hermana, realizando tareas parecidas a las mías. Pensé en ella cuando volqué el tanque sin darme cuenta, y el agua se derramó y cayó a la calle.

Un mes después de mi llegada a la okiya, Mamita me dijo que había llegado el momento de empezar mi enseñanza. Al día siguiente iba a acompañar a Calabaza para que me presentara a las maestras. Luego Hatsumono me llevaría a un lugar llamado el Registro, del que nunca había oído hablar, y más tarde vería cómo se pintaba y se ponía el kimono. Era una tradición de las okiyas que el día que una chica empezaba su enseñanza, observara cómo se arreglaba la geisha más antigua.

Cuando Calabaza se enteró de que al día siguiente tenía que llevarme a la escuela se puso muy nerviosa.

– Tendrás que estar preparada en cuanto te despiertes -me dijo-. Si llegamos tarde, más nos vale ahogarnos en el arroyo.

Había visto a Calabaza fregar la okiya todas las mañanas, tan temprano que todavía tenía los ojos pegados por el sueño; y cuando se iba siempre parecía a punto de llorar. En realidad, cuando oía pasar sus zapatos de madera frente a la ventana de la cocina, a veces me parecía que iba llorando. No se le daba bien la escuela, o mejor dicho, se le daba fatal. Había llegado a la okiya casi seis meses antes que yo, pero sólo había empezado a ir a la escuela una semana o así después de mi llegada. La mayoría de los días, cuando volvía para el almuerzo, se escondía directamente en las habitaciones de las criadas para que nadie viera lo triste que estaba.

A la mañana siguiente, me desperté más temprano de lo normal y me puse por primera vez el vestido azul y blanco que llevan las escolares. No era más que un traje de algodón sin forro con un estampado infantil de cuadros. Estoy segura de que no tenía un aspecto más elegante que un huésped en una posada cubierto con un batín camino del baño. Pero nunca había puesto sobre mi cuerpo nada tan sofisticado.

Calabaza me esperaba en el portal con una mirada preocupada. Estaba a punto de deslizar los pies dentro de los zapatos cuando la Abuela me llamó a su cuarto.

– ¡No vayas! -dijo Calabaza en voz baja; y su cara se arrugó como cera derretida-. Volveré a llegar tarde. Vayámonos y hagamos como que no la hemos oído.

Me hubiera gustado hacer lo que Calabaza proponía, pero la Abuela apareció en el umbral de su habitación, clavando sus ojos en mí desde el otro lado del vestíbulo. No me retuvo más de diez o quince minutos, pero para cuando volví, Calabaza tenía los ojos inundados de lágrimas. Cuando por fin emprendimos nuestro camino, empezó a andar tan rápido que yo apenas podía seguirla.

– Qué mala es esa vieja -dijo-. No dejes de poner la mano en un plato con sal después de darle el masaje en el cuello.

– ¿Y para qué?

– Mi madre solía decirme que el Mal se extiende por el mundo a través del tacto. Y sé que es verdad porque mi madre se rozó con un demonio que pasó a su lado en la calle una mañana, y por eso se murió. Si no purificas tus manos, te volverás una mojama arrugada como la Abuela.

Considerando que Calabaza y yo teníamos la misma edad y nos encontrábamos en las mismas extrañas circunstancias, estoy segura de que habríamos hablado frecuentemente si hubiéramos podido. Pero nuestras tareas nos mantenían tan ocupadas que apenas teníamos tiempo, ni siquiera para comer, lo que Calabaza hacía antes que yo porque era más antigua en la okiya. Yo sabía que Calabaza había llegado seis meses antes que yo, como ya he mencionado. Pero poco más sabía de ella. Así que le pregunté:

– ¿Eres de Kioto, Calabaza? Por el acento lo pareces.

– Nací en Sapporo. Pero mi mamá murió cuando yo tenía cinco años, y mi padre me envió aquí a vivir con unos tíos. El año pasado mi tío se arruinó, y aquí me tienes.

– ¿Y por qué no te escapas y vuelves a Sapporo?

– A mi padre le echaron un mal de ojo y murió el año pasado. No puedo escaparme. No tengo adonde ir.

– Cuando encuentre a mi hermana -le dije-, podrás venirte con nosotras. Nos escaparemos juntas.

Teniendo en cuenta lo mal que lo estaba pasando Calabaza en la escuela, esperaba que mi oferta la pusiera contenta. Pero no dijo nada. Habíamos llegado a la Avenida Shijo y la cruzamos en silencio. Ésta era la misma avenida que había estado tan llena de gente el día que el Señor Bekku nos había traído a Satsu y a mí de la estación. Pero aquel día, como era tan temprano, sólo se veía un tranvía a lo lejos y unos cuantos ciclistas aquí y allá. Cuando llegamos al otro lado, tomamos una calle estrecha, y entonces Calabaza se detuvo por primera vez desde que habíamos salido de la okiya.

– Mi tío era un buen hombre -dijo-. Lo último que le oí decir antes de separarnos fue: «Unas chicas son listas y otras son tontas. Tú eres una chica bonita, pero de las tontas. No podrás desenvolverte sola en el mundo. Te voy a enviar a un sitio donde te dirán lo que tienes que hacer. Haz lo que te dicen, y siempre cuidarán de ti». Así que si tú te quieres ir, Chiyo-chan, vete. Pero yo… yo he encontrado el sitio en el que voy a pasar mi vida. Trabajaré todo lo que pueda para que no me echen. Pero antes me tiro por un precipicio que perder la oportunidad de ser una geisha como Hatsumono -aquí Calabaza se interrumpió. Miraba algo detrás de mí, en el suelo-. ¡Oh, dios mío!, Chiyo-chan -dijo-, ¿no te entra hambre?

Me volví y me encontré ante el portal de otra okiya. En un estante, al otro lado de las puertas, había un altar shinto en miniatura con una ofrenda consistente en un pastel de arroz. Me pregunté si sería aquello lo que había visto Calabaza, pero tenía la vista fija en el suelo. Unos cuantos helechos y un poco de musgo bordeaban el caminito de guijarros que conducía a las puertas interiores, pero no se veía nada más. Entonces di con ello. Fuera de las puertas, al borde de la acera, había tirada una brocheta en la que quedaba un trocito de calamar asado a la brasa. Por la noche pasaban carritos vendiéndolas. El olor dulzón de la salsa con la que los rociaban solía ser un tormento cotidiano, pues la mayoría de las comidas de las chicas como nosotras no constaban más que de arroz con algún encurtido y un cuenco de sopa al día y unas pequeñas porciones de pescado seco dos veces al mes. Pero ni así podía encontrar apetitoso aquel trozo de pescado tirado en el suelo. Dos moscas lo exploraban, tan tranquilas como si hubieran salido a dar un paseo por el parque.

Calabaza tenía pinta de engordar rápidamente si se le daba la oportunidad. A veces oía cómo le sonaban las tripas de hambre, y hacían tanto ruido como una puerta enorme al abrirse. Sin embargo, no creía que estuviese realmente planeando comerse el trozo de calamar, hasta que la vi mirar hacia un lado y el otro de la calle para asegurarse de que no venía nadie.

– Calabaza, por lo que más quieras -le dije-, si tienes hambre, llévate el pastel de arroz del altar. Las moscas ya se han apoderado del calamar.

– Yo soy más grande que ellas -dijo-. Además, no estaría bien comerse el pastel de arroz. Es una ofrenda.

Dicho lo mal, se agachó para tomar la brocheta.

Es cierto que yo me crié en un lugar en el que los niños probaban a comerse todo lo que se moviera. Y he de admitir que en una ocasión, cuando tenía cuatro o cinco años, me comí un grillo, pero sólo porque alguien me hizo una broma. Pero ver a Calabaza con aquel trozo de calamar pinchado en un palito, rebozado con polvo de la calle y dos moscas pegadas… Lo sopló para espantarlas, pero las moscas se limitaron a moverse para mantener el equilibrio.

– Calabaza, no puedes comerte eso -le dije-. Es como si te pusieras a limpiar los adoquines con la lengua.

– ¿Y qué les pasa a los adoquines? -dijo.

Y con ello -no lo habría creído si no lo hubiera visto- Calabaza se arrodilló, sacó la lengua y lamió el suelo lenta y minuciosamente. Me quedé con la boca abierta del susto. Cuando se puso en pie, parecía como si no se creyera lo que acababa de hacer. Pero se limpió la lengua con la palma de la mano, escupió unas cuantas veces y luego se puso entre los dientes el trozo de calamar y tiró para sacarlo de la brocheta.

Debía de ser un calamar bastante duro, porque Calabaza no dejó de masticarlo durante toda la cuesta que llevaba hasta el recinto de la escuela. Cuando entramos se me hizo un nudo en el estómago, porque el jardín me pareció inmenso. Arbustos de hoja perenne y pinos retorcidos rodeaban un estanque decorativo lleno de carpas. Atravesada en la parte más estrecha del estanque había una losa de mármol. Dos ancianas en kimono estaban en ella, con sus sombrillas lacadas abiertas para tapar el sol de madrugada. En cuanto a los edificios, de momento no entendí lo que veía, pero ahora sé que sólo una pequeña parte del recinto estaba dedicado a escuela. El gran edificio del fondo era en realidad el Teatro Kaburenjo, donde las geishas de Gion bailaban las Danzas de la Antigua Capital todas las primaveras.

Calabaza se apresuró a la entrada de una larga construcción de madera que yo tomé por las habitaciones de los criados, pero que resultó ser la escuela. En cuanto entré, percibí el peculiar olor a hojas de té tostadas que todavía hoy me encoge el estómago, como si volviera de nuevo a la escuela. Me quité los zapatos e intenté dejarlos en el primer casillero que vi vacío, pero Calabaza me detuvo; había una regla tácita sobre qué casillero debía usar cada cual. Calabaza estaba entre las chicas que llevaban menos tiempo en la escuela y tenía que trepar por los casilleros hasta arriba para dejar sus zapatos. Como aquella era mi primera mañana, yo todavía tenía menos antigüedad, así que tuve que utilizar el casillero de encima de ella.

– Ten mucho cuidado de no pisar los zapatos de las otras cuando trepes -me dijo Calabaza, aunque sólo había unos cuantos pares de zapatos-. Si los pisas y una de las chicas te ve, te regañarán hasta que te salgan ampollas en los oídos.

El interior de la escuela me pareció tan viejo y polvoriento como una casa abandonada. Al fondo de un largo vestíbulo había un grupo de cinco o seis chicas. Sentí un sobresalto de alegría cuando las vi, porque pensé que una podría ser Satsu; pero cuando se volvieron a mirarnos me llevé una desilusión. Todas llevaban el mismo peinado -el wareshinobu de las jóvenes aprendices de geisha-, y me pareció que sabían más de Gion de lo que Calabaza o yo llegaríamos a saber nunca.

A mitad de camino del vestíbulo entramos en una espaciosa aula amueblada en el estilo tradicional japonés. A lo largo de la pared había un gran tablón con unos ganchos de los que colgaban unas plaquitas de madera; en cada plaquita había escrito un nombre, con unos gruesos trazos negros. Yo apenas leía y escribía; en Yoroido había ido a la escuela por las mañanas, y desde que llegué a Kioto, la Tía me había dado una hora de clase todas las tardes, pero no podía leer la mayoría de los nombres. Calabaza se acercó al tablón y tomando de una caja que había sobre la estera una placa que tenía su propio nombre, la colgó en el primer gancho libre. El tablón clavado en la pared era una especie de hoja de firmas.

Después de esto, fuimos por otras aulas a firmar del mismo modo para el resto de las clases de Calabaza. Iba a tener cuatro clases aquella mañana -shamisen, danza, ceremonia del té y un tipo de canto que nosotras llamamos nagauta-. Calabaza estaba tan preocupada por ser la última en todas las clases que, cuando salíamos de nuevo para ir a desayunar a la okiya, empezó a retorcer el shas de su vestido, muy nerviosa. Pero justo en el momento en que nos estábamos calzando, otra chica de nuestra edad atravesaba el jardín corriendo a todo correr, con todo el pelo alborotado. Después de verla, Calabaza pareció calmarse un poco.

Nos tomamos el cuenco de sopa y volvimos a la escuela lo más rápido que pudimos, para que a Calabaza le diera tiempo de montar su shamisen, arrodillada al fondo de la clase. Quien no haya visto nunca un shamisen puede pensar que es un instrumento muy raro. Algunos lo llaman laúd japonés, pero en realidad es mucho más pequeño que una guitarra y tiene un fino mástil de madera con tres grandes clavijas en el extremo. La caja de madera es muy pequeña y lleva una piel de gato muy tensa por encima, como si fuera un tambor. Todo el instrumento se puede desmontar y guardar en una bolsa o en una caja, que es como se transporta. En cualquier caso, Calabaza montó su shamisen y, sacando la lengua, empezó a afinarlo; pero tenía un oído pésimo, y las notas subían y bajaban como una barca entre las olas, sin llegar a quedarse donde debían. La clase no tardó en llenarse con otras niñas, todas con el shamisen en la mano, que se colocaron ordenadamente espaciadas, como una caja de bombones. Yo no quitaba la vista de la puerta, esperando que entrara Satsu; pero no sucedió así.

Un momento después entró la profesora. Era una mujer de edad, pequeñita y con voz de pito. Se llamaba Profesora Mizumi, y así nos dirigíamos a ella. Pero el nombre Mizumi suena muy parecido a nezumi, que en japonés significa ratón; así que a sus espaldas la llamábamos Señorita Ratón.

La Señorita Ratón se arrodilló en un cojín mirando a la clase y no hizo esfuerzo alguno por parecer simpática. Cuando las alumnas le dieron los buenos días al tiempo que todas al unísono le hacían una reverencia, ella se limitó a mirarlas fijamente sin decir palabra. Finalmente, miró al tablón de la pared y dijo en voz alta el nombre de la primera alumna.

Esta parecía una chica muy segura de sí misma. Avanzó como deslizándose hasta el frente, hizo una reverencia a la profesora y empezó a tocar. Pasados uno o dos minutos, la Señorita Ratón le mandó parar y le espetó toda suerte de cosas desagradables sobre su forma de tocar; luego cerró el abanico de un golpe y lo agitó en el aire en dirección a la chica indicándole que se retirara. La chica le dio las gracias, hizo otra reverencia y volvió a su sitio. Y la Señorita Ratón llamó a la siguiente.

Esto se prolongó durante más de una hora, hasta que oí llamar a Calabaza. Me di cuenta de que estaba muy nerviosa, y, en realidad, cuando empezó a tocar, no dio una a derechas. Primero la Señorita Ratón la hizo detenerse y le quitó el instrumento para volver a afinarlo ella. Entonces Calabaza volvió a intentarlo, pero el resto de las chicas empezaron a mirarse unas a otras, porque ninguna era capaz de distinguir qué pieza estaba tocando. La Señorita Ratón dio un fuerte golpe en la mesa y les dijo que miraran al frente; luego utilizó el abanico cerrado para marcarle el ritmo a Calabaza. Pero esto tampoco pareció ayudarle, de modo que finalmente la Señorita Ratón se puso a corregirle la forma de agarrar la púa. Casi le rompe los dedos, o eso me pareció a mí, intentando que la agarrara correctamente. Pero acabó por desistir también de esto y, ya harta, dejó caer la púa sobre la estera. Calabaza la recogió y regresó a su sitio con lágrimas en los ojos.

Entonces supe por qué se preocupaba tanto Calabaza de no ser la última. Pues la chica de pelo alborotado, que entró corriendo en la escuela cuando nosotras nos íbamos a desayunar, avanzó ahora hasta el frente e hizo una reverencia.

– No malgastes tu tiempo intentando ser educada conmigo -le dijo la Señorita Ratón con su voz chirriante-. Si no te hubieras quedado dormida esta mañana, habrías llegado a tiempo de aprender algo.

La chica pidió perdón y empezó a tocar, pero la profesora no le prestó atención. Y se limitó a decir:

– Si te quedas dormida por la mañana, ¿cómo vas a esperar que te enseñe nada? Primero tendrás que tomarte la molestia de llegar a tiempo, como el resto de las chicas. Vuelve a tu sitio. No me voy a preocupar por ti.

La profesora dio la lección por terminada, y Calabaza me condujo al frente del aula, donde hicimos una reverencia a la Señorita Ratón.

– Le ruego me permita presentarle a Chiyo, profesora -dijo Calabaza-, y le suplico que sea indulgente con ella, pues es una chica con muy poco talento.

Calabaza no pretendía insultarme; sencillamente ésa era la forma en que se hablaba antes, cuando uno quería ser educado. Mi madre lo habría dicho igual. La Señorita Ratón se quedó un buen rato callada, mirándome, y luego me dijo:

– Pareces una chica lista. Basta con mirarte. Tal vez puedas ayudar a tu hermana mayor con sus lecciones.

Se refería, claro está, a Calabaza.

– Pon tu nombre en el tablón lo más temprano que puedas todas las mañanas -me dijo-. Guarda silencio en las clases. No tolero que se diga una palabra. Y has de mirar siempre al frente. Si haces todas estas cosas, te enseñaré lo mejor que pueda.

Y tras esto, nos dijo que nos retiráramos.

En los pasillos, entre una clase y otra, mantenía los ojos bien abiertos buscando a Satsu, pero no la encontré. Empecé a preocuparme de que tal vez no volvería a verla, y me puse tan triste que una de las profesoras, justo antes de empezar su clase, mandó callar a todo el mundo y me dijo:

– ¡Eh, tú!, ¿qué te pasa?

– ¡Oh, nada, nada, profesora! Sólo que me he mordido el labio sin darme cuenta -le contesté yo. Y para demostrarlo, y en beneficio de las chicas que me observaban, me di tal mordisco que me hice sangre.

Fue un alivio para mí comprobar que el resto de las clases de Calabaza no eran tan penosas de ver como la primera. En la clase de danza, por ejemplo, las alumnas practicaban los pasos al unísono, con lo que no sobresalía ninguna. Calabaza no era la que peor lo hacía en absoluto, e incluso se movía con cierta gracia. La clase de canto, ya casi a última hora de la mañana, resultó más difícil dado su mal oído; pero aquí también todas las alumnas practicaban juntas, y Calabaza podía ocultar sus faltas, abriendo la boca mucho, como si cantara, pero sin hacerlo o haciéndolo muy bajito.

Al final de cada clase me presentó a la profesora. Una de ellas me preguntó:

– ¿Vives en la misma okiya que Calabaza?

– Sí, profesora -contesté-, la okiya Nitta -pues Nitta era el apellido de la Abuela, Mamita y la Tía.

– Eso significa que vives con Hatsumono-san.

– Sí, profesora. Hatsumono es la única geisha de nuestra okiya en estos momentos.

– Haré todo lo posible por enseñarte a cantar -dijo-, ¡ siempre que logres sobrevivir, claro!

Y luego se echó a reír como si hubiera contando un buen chiste y nos dijo que nos fuéramos.