39112.fb2 Memorias De Una Geisha - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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Capítulo seis

Al margen de lo que pensara de Hatsumono cada una de nosotras, la realidad es que era la emperatriz de nuestra okiya, ya que ganaba el dinero del que vivíamos todas las demás. Y siendo como era una emperatriz, no le habría agradado volver de madrugada y encontrarse la casa a oscuras y a todos los criados dormidos. Es decir, cuando volvía a casa demasiado borracha para desabrocharse los calcetines, alguien tenía que hacérselo; y si tenía hambre, no se iba a preparar ella algo en la cocina -como un umeboshi ochazuke, que era lo que más le gustaba comer fuera de horas: sobras de arroz con ciruelas agrias en salmuera, mojado todo ello en té caliente-. En realidad, a este respecto, nuestra okiya era totalmente normal. La tarea de esperar despierta a que volviera la geisha para recibirla siempre recaía en el más nuevo de los «capullos», que era como se llamaba a las niñas que estaban aprendiendo para geishas. Y desde el momento en que empecé a ir a la escuela, yo era el capullo más joven de la okiya. Mucho antes de la medianoche, Calabaza y las dos criadas mayores estaban ya profundamente dormidas en sus futones extendidos en el suelo del vestíbulo, como a un metro de mí, mientras que yo tenía que seguir arrodillada, luchando contra el sueño, a veces hasta tan tarde como las dos de la madrugada. El cuarto de la Abuela estaba al lado, y ella dormía con la luz encendida y la puerta entreabierta. El haz de luz que iluminaba mi futón vacío me recordó un día, no mucho antes de que a Satsu y a mí nos llevaran del pueblo, en que me asomé a la puerta de la habitación trasera de la casa para ver a mi madre dormida. Mi padre había colgado unas redes de pescar delante de las ventanas, para oscurecer un poco la habitación, pero estaba tan lúgubre que decidí abrir una; y al hacerlo un rayo de luz cayó sobre el futón de mi madre iluminando una de sus manos, pálida y huesuda. Viendo la luz amarilla del cuarto de la Abuela sobre mi futón, me preguntaba si mi madre estaría todavía viva. Nos parecíamos tanto que estaba segura de que si hubiera muerto lo habría sabido; pero, claro está, no tenía forma de confirmarlo.

Una noche de otoño, por la época en que empieza a refrescar, me había adormilado arrimada a un poste, cuando oí que abrían la puerta de la calle. Hatsumono se enfadaría mucho si me encontrara dormida, así que hice todo lo posible por parecer bien despierta. Pero cuando se abrió la puerta interior, me sorprendió ver a un hombre, vestido con la típica ropa de trabajo -una chaqueta muy floja, abrochada a la altura de las caderas, y pantalones de campesino-, aunque no parecía ni un obrero ni un campesino. Iba peinado a la última, con aceite y todo el cabello hacia atrás, y llevaba una barbita recortada, que le daba aspecto de intelectual. Se inclinó para ponerse a mi altura, me agarró por la cabeza y me miró fijamente a los ojos.

– ¡Pero qué bonita eres! -me dijo en voz baja-. ¿Cómo te llamas?

No me cabía la menor duda de que debía de ser un operario de algún tipo, aunque no podía explicarme por qué venía a tales horas. Me daba miedo contestarle, pero logré decirle mi nombre, y entonces él se humedeció un dedo en la lengua y me tocó en la mejilla, para quitarme una pestaña, al parecer.

– ¿Está Yoko todavía aquí?

Yoko era una joven que venía todos los días desde media tarde hasta bien entrada la noche. Por aquel tiempo, las okiyas y las casas de té de Gion estaban comunicadas por un sistema de teléfono privado, y durante esas horas Yoko era casi la más ocupada de la okiya contestando a las llamadas y registrando los compromisos de Hatsumono, a veces para banquetes o fiestas con seis meses o un año de adelanto. Por lo general, la agenda de Hatsumono no se completaba hasta la mañana anterior, y durante la tarde y la noche seguía habiendo llamadas de clientes que querían que se pasara por una u otra casa de té si todavía le quedaba tiempo. Pero aquella noche el teléfono no había sonado mucho, y pensé que probablemente Yoko también se había quedado dormida, como yo. El hombre no esperó mi respuesta, pero me hizo un gesto para que guardara silencio y se dirigió por el pasaje hasta el cuarto de las sirvientas.

Lo siguiente que oí fue a Yoko excusándose, pues, efectivamente, se había quedado dormida; tras disculparse, mantuvo una larga conversación con la centralita. Tuvo que conectar con varias casas de té antes de localizar a Hatsumono y dejarle el mensaje de que el actor de Kabuki Onoe Shikan estaba en la ciudad. Entonces no lo sabía, pero no existía ningún Onoe Shikan; no era más que un código secreto.

Después, Yoko se fue. No pareció preocuparle que hubiera un hombre esperando en la casita de las criadas, así que decidí no avisar a nadie. Y resultó que fue una buena medida, pues cuando Hatsumono apareció veinte minutos más tarde, se detuvo en el vestíbulo y me dijo:

– Todavía no he intentado hacer tu vida miserable de verdad. Pero como se te ocurra decir a nadie que ha habido aquí un hombre, o que he pasado por aquí antes del final de la noche, te vas a enterar.

Estaba de pie frente a mí, y cuando se metió la mano en la manga buscando algo, pese a la escasa luz, vi que tenía los brazos ruborizados. Fue a la casita de las criadas y cerró la puerta tras ella. Oí el sonido amortiguado de una breve conversación, y luego todo se quedó en silencio. De vez en cuando creí oír un suave suspiro o un leve quejido, pero eran unos sonidos tan imperceptibles que no podía estar segura de haberlos oído. No diré que sabía lo que estaban haciendo, pero sí que puedo decir que pensé en mi hermana subiéndose el traje de baño delante del hijo de Sugi. Y sentí una combinación tal de asco y curiosidad que, aunque hubiera podido abandonar mi sitio, creo que no lo habría hecho.

Una vez a la semana más o menos, Hatsumono y su novio -que resultó ser cocinero en un restaurante de la zona- venían a la okiya y se encerraban en la casita de las criadas. También se encontraban a otras horas en otros lugares. Lo sé porque a menudo utilizaban a Yoko para darse los recados, y yo la oía a veces. Todas las criadas sabían lo que hacía Hatsumono. Y una medida del poder que tenía sobre nosotras podría ser el que ninguna le dijera nunca ni una palabra ni a Mamita ni a la Tía ni a la Abuela. Hatsumono habría tenido verdaderos problemas si se hubieran enterado de que tenía un novio y también, pero menos, de que lo traía a la okiya. El tiempo que pasaba con él no ganaba nada y la alejaba de las fiestas y casas de té donde podría estar haciendo dinero. Y por encima de todo, cualquier rico que hubiera estado interesado en una relación duradera con ella cambiaría de parecer al enterarse de que estaba liada con el cocinero de un pequeño restaurante.

Una noche, cuando volvía de beber agua en el pozo del patio, oí la puerta de la calle y un gran estrépito, como si algo se hubiera golpeado contra el marco.

– De verdad, Hatsumono -dijo una voz profunda-, vas a despertar a todo el mundo…

Nunca había entendido por qué Hatsumono corría el riesgo de traer a su novio a la okiya, aunque tal vez era el propio riesgo lo que la excitaba. Pero nunca había sido tan descuidada como para armar semejante escándalo. Me apresuré a ponerme en mi sitio, de rodillas, y Hatsumono no tardó en aparecer en el vestíbulo con dos paquetes envueltos en papel de lino. Detrás de ella entró otra geisha, tan alta que tuvo que agacharse para pasar por el umbral. De pie a mi lado, mirándome desde su altura, se le veían unos labios anormalmente grandes y carnosos, situados casi en el borde inferior de su cara. Nadie hubiera dicho que era hermosa.

– Esta atolondrada es la última de nuestras criadas -dijo Hatsumono-. Creo que tiene un nombre, pero ¿por qué no llamarla Señorita Estúpida?

– Muy bien, Señorita Estúpida -dijo la otra geisha-. Ve y trae algo de beber para tu hermana mayor y para mí-. La voz profunda era la de ella, y no la del novio del Hatsumono.

Por lo general, a Hatsumono le gustaba beber un tipo especial de sake llamado amakuchi, que es muy ligero y dulzón. Pero el amakuchi se hacía sólo en invierno, y parecía que se había agotado. En su lugar, serví dos vasos de cerveza y se los llevé. Hatsumono y su amiga ya habían entrado, calzadas con los zapatos de madera, y estaban de pie en el pasaje. Me di cuenta de que estaban muy ebrias; la amiga de Hatsumono tenía unos pies demasiado grandes para nuestros diminutos zapatos de madera y apenas podía dar un paso sin que las dos estallaran en grandes carcajadas. Hatsumono acababa de dejar los dos paquetes en la pasarela que recorría un lado de la casa, y estaba a punto de abrir uno cuando llegué yo con la cerveza.

– No me apetece cerveza -dijo, y agachándose vació los dos vasos bajo la casa.

– Pues a mí sí que me apetece -dijo su amiga, pero ya era demasiado tarde-. ¿Por qué has tirado el mío?

– i Venga, calla ya, Korin! -dijo Hatsumono-. Ya has bebido bastante. Mira esto ahora, porque te vas a morir de alegría cuando lo veas -y diciendo esto, Hatsumono desató el cordel de uno de los paquetes y extendió sobre la pasarela un precioso kimono en diferentes tonos de verde, con un estampado de vides con hojas rojas. Era de verdad una gasa de seda maravillosa, aunque de verano y poco apropiada para el otoño. La amiga de Hatsumono, Korin, se quedó tan sorprendida que de tanto que contuvo el aliento, se atragantó con su propia saliva, lo que hizo que las dos volvieran a echarse a reír. Yo decidí que había llegado el momento de desaparecer. Pero Hatsumono dijo:

– No te vayas, Señorita Estúpida -y entonces se volvió a su amiga y le dijo-: Vamos a divertirnos un rato, Korin-san. Adivina de quién es este kimono.

Korin seguía tosiendo, pero cuando pudo hablar dijo:

– ¡Cómo me gustaría que fuera mío!

– Pues no lo es. Pertenece ni más ni menos que a la geisha que las dos más odiamos en el mundo.

– ¡Ay, Hatsumono, eres genial! Pero ¿de dónde has sacado un kimono de Satoka?

– ¡No me refiero a Satoka! ¡Hablo de Doña Perfecta!

– ¿De quién?

– De Doña Yo-soy-la-mejor…, ni más ni menos.

Se produjo un silencio, y entonces dijo Korin:

– ¡Mameha! ¡Es un kimono de Mameha! ¡Cómo es posible que no lo haya reconocido! ¿Cómo te las has arreglado para conseguirlo?

– Hace unos días, me olvidé algo en el Teatro Kaburenjo después del ensayo -dijo Hatsumono-. Y cuando volví a buscarlo, oí unos gemidos que salían de las escaleras del sótano. Así que pensé: «No puede ser. Eso sería demasiado divertido». Y cuando bajé y encendí la luz, adivina a quiénes me encontré tirados en el suelo pegados como dos granos de arroz.

– ¡No puedo creerlo! ¡A Mameha!

– No seas tonta. Mameha es demasiado remilgada para hacer semejante cosa. Era su doncella, con el guarda del teatro. Sabía que haría cualquier cosa con tal de que me callara la boca, así que fui a verla más tarde y le dije que quería el kimono de Mameha. Empezó a llorar cuando se dio cuenta de cuál le estaba diciendo.

– ¿Y qué hay en el otro? -preguntó Korin, señalando el siguiente paquete, todavía sin abrir.

– Éste es uno que le hice comprar a la chica con su dinero y que ahora es mío.

– ¿Con su dinero? -preguntó Korin-. ¿Qué criada posee el dinero suficiente para comprar un kimono?

– Bueno, si no lo ha comprado, como me dijo, no quiero saber de dónde lo ha sacado. En cualquier caso, la Señorita Estúpida va a ir a guardarlo en el almacén.

– Hatsumono-san, a mí no me está permitido entrar en el almacén -dije yo inmediatamente.

– Si quieres saber dónde está tu hermana mayor, no me hagas repetir dos veces las cosas esta noche. Tengo proyectos para ti. Luego me podrás hacer una sola pregunta, y yo te la responderé.

No diré que la creí; pero no cabía duda de que Hatsumono podía hacer mi vida miserable de mil maneras diferentes. No me quedaba más remedio que obedecerla.

Puso el kimono -envuelto en su papel- en mis brazos y me condujo al almacén, al fondo del patio. Abrió la puerta y encendió el interruptor de la luz con un golpe seco. Vi estantes llenos de sábanas y almohadones, así como varios baúles cerrados y unos cuantos futones enrollados. Hatsumono me agarró por el brazo y señaló la escalera de mano apoyada en el muro exterior.

– Los kimonos están ahí arriba -dijo.

Subí hasta arriba y abrí una puerta corredera. El almacén superior no tenía estantes, como abajo. En su lugar, había cajas de laca rojas apiladas junto a las paredes; las pilas llegaban casi hasta el techo. Entre las dos paredes de cajas había un estrecho pasillo, con unos ventanucos cubiertos con esteres en los extremos, para la ventilación. El espacio estaba iluminado con la misma luz desnuda del inferior, pero más fuerte; así que cuando entré, pude leer los caracteres negros escritos en el frente de las cajas. Decían cosas como Kata-Komon, Ro (estampados en gasa de seda) y Kuromontsuki, Awase (vestidos de etiqueta con forro). A decir verdad, por entonces no entendía todos los caracteres, pero me las apañé para encontrar la caja con el nombre de Hatsumono. Me costó bajarla, pero por fin pude añadir el nuevo kimono a los otros que contenía la caja, también envueltos en papel de lino, y volví a ponerla en su sitio. Por curiosidad, abrí otra de las cajas y vi que estaba llena hasta arriba de kimonos, tal vez quince o más, e igual estaban el resto. Al ver el almacén comprendí el miedo al fuego de la Abuela. Aquella colección de kimonos valía tanto como toda la riqueza de Yoroido y Senzuru juntos. Y como supe mucho más tarde, los más caros se almacenaban en otra parte. Sólo se los ponían las aprendizas de geisha; y como Hatsumono ya no podía llevarlos, estaban guardados en una caja fuerte hasta que volvieran a necesitarse.

Para cuando volví al patio, Hatsumono había subido a su habitación a buscar una piedra y una barra de tinta, así como un pincel de caligrafía. Pensé que tal vez quería escribir una nota para meterla dentro del kimono al doblarlo. Había salpicado agua del pozo en la piedra de tinta y ahora, sentada en la pasarela, molía la tinta. Cuando estuvo lo bastante negra, mojó el pincel y lo escurrió contra la piedra, de modo que toda la tinta quedara en el pincel y no goteara. Entonces me lo puso en la mano, sosteniéndola sobre el hermoso kimono y me dijo:

– Practica tu caligrafía, pequeña Chiyo.

Aquel kimono, que pertenecía a una geisha que yo no conocía llamada Mameha, era una obra de arte. Desde el dobladillo hasta la cintura trepaba una vid hecha con hilos lacados, retorcidos juntos como si fueran un cable de poco grosor y finalmente cosidos. Era parte del estampado, pero parecía que, si querías, la podías tomar entre los dedos, y arrancarla del suelo como si fuera una mala hierba. Las hojas ensortijadas en los tallos parecían estarse marchitando y secando con el tiempo de otoño, e incluso amarilleaban en partes.

– No lo puedo hacer, Hatsumono-san -exclamé.

– ¡Qué pena, cariño! -me dijo su amiga-. Porque si se lo haces repetir a Hatsumono, perderás la oportunidad de encontrar a tu hermana.

– Cierra la boca, Korin. Chiyo sabe que tiene que hacer lo que le digo. Escribe algo en la tela, Señorita Estúpida. Lo que sea.

Cuando el pincel tocó el kimono, Korin dejó escapar un chillido de excitación. Una de las criadas mayores se despertó, y se asomó al pasillo en camisón y con un paño en la cabeza. Hatsumono dio una patada en el suelo e hizo un gesto como si estuviera espantando un bicho, lo que bastó para hacerla volver inmediatamente a su futón. A Korin no le gustaron las temblorosas pinceladas que yo había dado en la seda, de modo que Hatsumono me dijo en dónde tenía que marcar la tela y qué tipo de marca tenía que hacer. No tenían ningún sentido; sencillamente Hatsumono estaba intentando ser artística a su manera. Luego volvió a envolver el kimono en el mismo papel y lo ató con su cordel. Ella y Korin volvieron a la entrada a calzarse sus zori de laca. Cuando abrieron la puerta de la calle, Hatsumono me dijo que las siguiera.

– Hatsumono-san, si salgo de la okiya sin permiso, Mamita se enfadará y…

– Yo te doy permiso -me interrumpió Hatsumono-. Tenemos que devolver el kimono, ¿no? Supongo que no querrás hacerme esperar.

Así que no tuve más remedio que calzarme y seguirlas por el callejón hasta una calle que discurría al lado del arroyo Shirakawa. Por aquellos días, las calles y callejones de Gion estaban todavía hermosamente pavimentados de piedra. Caminamos una cuadra más o menos a la luz de la luna, siguiendo los cerezos que se encorvaban sobre las oscuras aguas, y finalmente cruzamos un puentecillo de madera que llevaba a una zona de Gion en la que no había estado nunca. El dique del arroyo era de piedra, y estaba cubierto en su mayor parte de musgo. Las traseras de las casas de té y de las okiyas formaban un muro sobre él. Esteres rojos dividían en franjitas la luz amarilla de las ventanas, recordándome lo que la cocinera había hecho con un rábano en salmuera ese mismo día. Oí las risas de un grupo de hombres y geishas. Algo muy divertido debía de estar sucediendo en una de las casas de té, porque cada oleada de risas sonaba más fuerte que la anterior, hasta que por fin se fueron acallando y dejaron sólo el tañido de un shamisen de otra fiesta. Por el momento, me imaginaba que Gion era probablemente un sitio divertido para algunos. No podía dejar de preguntarme si Satsu se encontraría en alguna de esas juergas, pese a que Awajiumi, el del Registro, me había dicho que no estaba en Gion.

Poco después, Hatsumono y Korin se detuvieron delante de una puerta de madera.

– Vas a subir las escaleras y entregar este kimono a la criada que esté allí -me dijo Hatsumono-. O si Doña Perfecta abre la puerta, se lo das a ella. No digas nada. Limítate a entregarlo. Nosotras te miraremos desde aquí abajo.

Con esto, me puso en las manos el paquete con el kimono, y Korin abrió la puerta. Unos pulidos escalones de madera conducían a la oscuridad. Yo iba temblando de miedo, de tal modo que no pude pasar de la mitad y me detuve. Entonces oí que Korin me susurraba desde abajo:

– Sigue, sigue, pequeña. Nadie te va a comer, a no ser que vuelvas con el paquete todavía en las manos…, en cuyo caso, tal vez, nos lo pensaríamos. ¿No es verdad, Hatsumono?

Hatsumono suspiró y no dijo nada. Korin se esforzaba por verme en aquella oscuridad; pero Hatsumono, que no estaba mucho más arriba que el hombro de Korin, se mordisqueaba las uñas sin prestar ninguna atención. Incluso entonces, muerta de miedo como estaba, no pude dejar de reparar en cuan extraordinariamente bella era. Puede que fuera tan cruel como una araña, pero estaba más encantadora allí mordiéndose las uñas que la mayoría de las geishas posando para una foto. Y el contraste con su amiga Korin era como comparar una piedra del camino con una piedra preciosa. Korin parecía incómoda con aquel peinado y los adornos del cabello, y siempre se estaba tropezando con el kimono. Mientras que Hatsumono llevaba el kimono como una segunda piel.

En el rellano, arriba de las escaleras, me arrodillé en la oscuridad y llamé:

– ¡Por favor! ¿Hay alguien por ahí? -esperé, pero no sucedió nada.

– Más alto -dijo Korin-. No te esperaban.

Así que volví a llamar:

– ¡Por favor!

– Un momento -dijo una voz amortiguada; y enseguida se abrió la puerta. La muchacha arrodillada al otro lado no era mayor que Satsu, pero era muy delgadita y nerviosa como un pájaro. Le entregué el paquete con el kimono. Se quedó muy sorprendida y me lo arrebató de las manos casi desesperada.

– ¿Quién anda ahí, Asami-san? -dijo una voz desde el interior. Se veía una lamparilla de papel encendida sobre un pedestal antiguo, colocado junto a un futón recién abierto. Era el futón de la geisha Mameha; lo sabía por las sábanas impolutas y la elegante colcha de seda, así como la takamakura, «almohada alta», igual que la que usaba Hatsumono. En realidad, no era verdaderamente un almohada, sino una base de madera con una hendidura acolchada en el centro para poner el cuello; era la única manera en que podían dormir las geishas sin echar a perder sus elaborados peinados.

La criada no contestó, pero abrió el paquete haciendo el menor ruido posible, sacó el kimono e intentó ponerlo a la escasa luz que salía del interior. Cuando vio las manchas de tinta, ahogó un grito, tapándose la boca con la mano. Las lágrimas no tardaron en correrle por las mejillas, y entonces se oyó una voz:

– ¡ Asami-san! ¿Quién está ahí?

– ¡Nadie, nadie, señorita! -le contestó la criada. Me dio mucha lástima verla secarse las lágrimas con la manga rápidamente.

Antes de que cerrara la puerta, alcancé a ver a su señorita. Enseguida comprendí por qué Hatsumono llamaba a Mameha «Doña Perfecta». Su cara era un óvalo perfecto, como el de una muñeca, y tan lisa y delicada como la porcelana, incluso sin maquillar. Avanzó hacia la puerta y se asomó al hueco de la escalera intentando ver algo, pero en ese momento la criada cerró la puerta y desapareció de mi vista.

A la mañana siguiente, al volver de la escuela, vi que Mamita, la Abuela y la Tía se habían encerrado en la sala del primer piso. Estaba segura de que estaban hablando del kimono; y, como era de esperar, en el momento en que Hatsumono entró de la calle, una de las criadas fue a decírselo a Mamita, que salió al vestíbulo y la detuvo al pie de la escalera.

– Esta mañana han venido a visitarnos Mameha y su doncella -dijo.

– Ya sé lo que me vas a decir, Mamita. Siento horrores lo del kimono. Intenté detener a Chiyo, pero fue demasiado tarde. ¡Debió de creer que era mío! No comprendo por qué me empezó a odiar nada más llegar aquí… Pensar que ha destrozado un kimono como ése sólo para hacerme daño a mí.

Para entonces, la Tía había salido renqueando al vestíbulo. «Matte mashita!», le gritó. Yo entendí perfectamente sus palabras; significaban «Te estábamos esperando». Pero no tenía ni idea de qué quería decir con ellas. En realidad, era bastante ingenioso, pues eso es lo que grita a veces el público cuando una gran estrella del Kabuki hace su entrada en el escenario.

– ¿Acaso estás sugiriendo que yo tengo algo que ver con ese kimono, Tía? ¿Por qué iba yo a hacer algo así?

– Todo el mundo sabe que odias a Mameha -le respondió la Tía-. Odias a todas a las que les va mejor que a ti.

– ¿Me estás diciendo que debería tenerte mucho cariño sólo porque eres la viva imagen del fracaso?

– Basta ya -dijo Mamita-. Ahora escúchame, Hatsumono. No pensarás que somos lo bastante estúpidas para creernos el cuento. No permitiré este comportamiento en la okiya, ni siquiera en ti. Respeto mucho a Mameha. No quiero oír que vuelve a suceder algo parecido. Y en lo que respecta al kimono, alguien tiene que pagarlo. No sé lo que pasó anoche, pero no hay discusión sobre quién agarraba el pincel. La criada vio que la chica lo tenía en la mano. Así que será la chica la que pague -dijo Mamita, y luego volvió a meterse la pipa en la boca.

Entonces salió la Abuela de la sala y ordenó a una criada que trajera la vara de bambú.

– Chiyo tiene demasiadas deudas -dijo la Tía-. No entiendo por qué tiene que pagar también las de Hatsumono.

– Ya hemos hablado suficiente sobre el asunto -dijo la Abuela-. La chica será azotada y tendrá que devolver el coste del kimono. Y no se hable más. ¿Dónde está la vara de bambú?

– Yo misma la pegaré -dijo la Tía-. No vaya a ser que se te resientan los huesos otra vez, Abuela. Ven conmigo, Chiyo.

La Tía esperó a que la criada trajera la vara y me condujo al patio. Estaba tan enfadada que tenía las aletas de la nariz más grandes de lo normal y los ojos parecían puños de tan salidos como estaban. Desde que había llegado a la okiya había tenido siempre mucho cuidado de no hacer nada que me pudiera costar una paliza. De pronto me entró mucho calor, y se me empezaron a borrar las losas que estaba pisando. Pero en lugar de pegarme, la Tía dejó la vara contra la pared del almacén y luego se acercó a mí y me dijo sin alzar apenas la voz:

– ¿Qué le has hecho a Hatsumono? Está decidida a acabar contigo. Tiene que haber alguna razón, y quiero conocerla.

– Le juro, Tía, que siempre me ha tratado así, desde que llegué. Ni siquiera sé qué le he hecho para que se porte así conmigo.

– Puede que la Abuela diga que Hatsumono es tonta, pero créeme, Hatsumono no es ninguna tonta. Si quiere destruirte, lo hará. Tienes que dejar de hacer lo que quiera que haces para enfadarla tanto.

– No hago nada, Tía. Se lo prometo.

– No debes fiarte de ella, ni siquiera cuando te parezca que trata de ayudarte. Ya te ha cargado con una deuda tan grande que puede que no llegues a devolverla nunca.

– No entiendo… ¿qué deuda?

– La bromita de Hatsumono con ese kimono te va a costar a ti más dinero del que puedas llegar a imaginar. Ésa es la deuda.

– Pero ¿cómo voy a pagarla?

– Cuando empieces a trabajar de geisha, se lo devolverás a la okiya, junto con el resto de las deudas que hayas ido acumulando: tus comidas, la escuela y el médico, si te pones enferma. Lo pagarás todo. ¿Por qué crees que Mamita pasa tanto tiempo en su cuarto, apuntando cifras en sus dietarios? Pagarás a la okiya incluso el dinero de tu compra.

Durante los meses que llevaba pasados en Gion, alguna vez, sin duda, me había imaginado que algún dinero debió de haber cambiado de manos antes de que Satsu y yo fuéramos sacadas de nuestra casa. A menudo pensaba en aquella conversación entre el Señor Tanaka y mi padre que había oído por casualidad, y en lo que había dicho Doña Fuguillas de que Satsu y yo éramos «aptas». Me preguntaba horrorizada si el Señor Tanaka habría sacado algún dinero por ayudar a vendernos, y cuánto habíamos costado. Pero nunca había imaginado que tendría que devolverlo.

– No habrás terminado de pagar hasta que no hayas pasado un largo tiempo de geisha -continuó-. Y nunca pagarás si fracasas, como me pasó a mí. ¿Es así como quieres pasar tu futuro?

En ese momento me importaba bastante poco lo que pasara con mi futuro.

– Si quieres echar a perder tu vida en Gion, hay una docena de maneras de hacerlo -dijo la Tía-. Puedes intentar huir. Una vez que lo intentes, Mamita considerará que eres una mala inversión y no querrá poner más dinero en alguien que puede desaparecer en cualquier momento. Eso significaría el fin de tus lecciones, y no se puede ser geisha sin aprender lo necesario para serlo. O puedes ganarte la animadversión de tus maestras, de modo que no te presten la ayuda que necesitas. O puede que al crecer te pongas fea, como me pasó a mí. Yo no era una criatura tan poco atractiva cuando la Abuela me compró a mis padres, pero no salí bien, y la Abuela siempre me odió por ello. Una vez me pegó tanto por algo que había hecho que me rompió una cadera. Entonces tuve que dejar de ser geisha. Por eso te voy a pegar yo, antes que dejar que la Abuela te ponga las manos encima.

Me condujo a la pasarela y me dijo que me echara boca abajo. No me importaba que me pegara o no; me parecía que nada podría empeorar mi situación. Cada vez que mi cuerpo se sacudía con el golpe de la vara, yo gritaba lo más alto que me atrevía y me imaginaba la linda cara de Hatsumono sonriendo encima de mí. Cuando terminó de pegarme, la Tía me dejó allí sola llorando. La pasarela no tardó en temblar con los pasos de alguien, y me senté y vi a Hatsumono de pie a mi lado.

– Chiyo, te agradecería que te apartaras de mi camino.

– Me prometió que me diría dónde podía encontrar a mi hermana, Hatsumono -le dije.

– ¿Eso te prometí? -se inclinó para poner su cara a la altura de la mía. Pensé que me iba a decir que todavía no había hecho bastante, que cuando pensara en algo que yo pudiera hacer, me lo diría. Pero no sucedió así-. Tu hermana está en un jorou-ya que se llama Tatsuyo – me dijo-, en el distrito de Miyagawa, al sur de Gion.

Cuando terminó de hablar, me dio un puntapié, y yo salté de la pasarela y me quité de en medio.