39112.fb2 Memorias De Una Geisha - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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Capítulo siete

Nunca había oído aquella palabra, jorou-ya; así que al día siguiente por la tarde, cuando a la tía se le cayó el costurero en el vestíbulo y me mandó que le ayudara a recogerlo, le pregunté:

– Tía, ¿qué es un jorou-ya?

La Tía no contestó y siguió enrollando un carrete de hilo.

– ¿Tía…? -insistí.

– Es el tipo de lugar en el que acabará Hatsumono si alguna vez llega a tener lo que se merece -me respondió.

No parecía muy inclinada a decir más, así que tuve que dejarlo ahí.

Ciertamente no había respondido a mi pregunta, pero por lo que me dijo me formé la idea de que Satsu podría estar pasándolo todavía peor que yo. Así que empecé a pensar en la forma de introducirme en aquel lugar llamado Tatsuyo la primera vez que se me presentara la oportunidad. Por desgracia, parte de mi castigo por haber destrozado el kimono de Mameha era la reclusión en la okiya durante un periodo de cincuenta días. Se me permitía asistir a la escuela siempre que fuera con Calabaza; pero no me dejaban hacer recados. Supongo que podría haber salido corriendo por la puerta en cualquier momento, si hubiera querido, pero no era tan tonta para hacer semejante cosa. Para empezar, no sabía cómo encontrar el Tatsuyo. Y lo que era aún peor, en cuanto se dieran cuenta de que me había ido, mandarían al Señor Bekku o a quien fuera en mi busca. Unos meses antes había huido una joven criada de la okiya de al lado, y la trajeron de vuelta a la mañana siguiente. Le pegaron tanto durante los días que siguieron y sus gritos eran tan espantosos que a veces tenía que taparme los oídos para no oírlos.

Decidí que no me quedaba más remedio que esperar a que acabara mi periodo de confinamiento. Mientras tanto, puse todas mis energías en encontrar la manera de vengarme de la crueldad de Hatsumono y de la Abuela. De Hatsumono me vengué poniéndole en su crema de la cara los excrementos de paloma que me mandaban limpiar de las losas del patio. La crema, como ya he dicho, contenía un ungüento hecho con excrementos de ruiseñor; así que lo más seguro es que no le hiciera daño alguno, pero a mí me produjo una profunda satisfacción hacerlo. De la Abuela me vengué frotando su camisón por dentro con el trapo de limpiar el retrete; y me agradó profundamente verla olisquearlo asombrada, sin llegar a quitárselo. No tardé en darme cuenta de que la cocinera había decidido por su cuenta castigarme también por lo del kimono, reduciendo drásticamente mis dos raciones mensuales de pescado seco. No sabía cómo vengarme de ella, hasta que un día la vi persiguiendo un ratón por el pasillo con un mazo en la mano. Resultó que odiaba a los ratones más que los gatos. Así que recogí excrementos de ratón de debajo de la casa principal y los esparcí por la cocina. Incluso un día hice un agujerito con un palillo en uno de los sacos de arroz, de modo que tuviera que vaciar todas las alacenas para ver si había ratones.

Una noche que estaba esperando que regresara Hatsumono, oí sonar el teléfono, y al cabo de un momento Yoko salió y subió las escaleras. Cuando bajó, llevaba en la mano el shamisen de Hatsumono, desmontado en su estuche de laca.

– Tienes que llevar esto a la Casa de Té Mizuki -me dijo-. Hatsumono ha perdido una apuesta y tiene que tocar una canción en el shamisen. No sé lo que le pasa, pero no quiere utilizar el que le ofrecen. Supongo que es sólo una maniobra para retrasar el momento, porque hace años que no toca.

Al parecer, Yoko no sabía que yo estaba confinada en la okiya, lo que no era de extrañar, por otro lado. Apenas se le permitía salir del cuarto de las criadas no fuera a ser que perdiera alguna llamada importante, y no participaba en la vida de la okiya. Tomé el shamisen mientras ella se ponía el abrigo para irse. Y después de que me explicara dónde encontrar La Casa de Té Mizuki, me puse los zapatos, muy nerviosa de que alguien pudiera detenerme ahora. Las criadas -incluso las tres mayores- y Calabaza estaban todas dormidas, y Yoko se habría ido en cuestión de minutos. Me pareció que por fin se me había presentado la oportunidad de encontrar a mi hermana.

Oí un trueno, y el aire olía a lluvia. Así que me apresuré por la calle, pasando grupos de hombres y geishas. Algunos me miraban extrañados, porque por aquel entonces todavía había en Gion hombres y mujeres que se ganaban la vida como transportadores de shamisen. Solían ser mayores; y nunca había habido ningún niño entre ellos. No me habría sorprendido que algunos de los que pasé hubieran pensado que había robado el shamisen y estaba huyendo.

Cuando llegué a la Casa de Té Mizuki, empezaba a llover; pero la entrada era tan elegante que me asustaba poner un pie allí. Las paredes detrás de la pequeña cortina colgada en el umbral tenían un suave tono anaranjado y estaban rematadas en madera oscura. Un brillante caminito de piedras conducía a un gran jarrón que contenía un adorno de retorcidas ramas de arce con todas sus hojas otoñales, de un rojo brillante. Finalmente me armé de valor y entré rozando la pequeña cortina. Junto al jarrón, se abría a un lado un espacioso portal, con un suelo de granito. Recuerdo que me sorprendió que todo lo que estaba viendo no fuera ni siquiera el vestíbulo de la casa de té, sino sólo el camino que conducía hasta éste. Era de una delicadeza exquisita -y desde luego tenía que serlo, pues, aunque no lo supiera entonces, estaba entrando en una de las casas de té más exclusivas de todo Japón-. Y una casa de té no es precisamente un lugar donde se toma té; es el lugar adonde van los hombres a divertirse con las geishas.

No bien puse un pie en el portal, se abrió ante mí una puerta corredera. Una joven camarera arrodillada en un suelo elevado me miró desde arriba; debía de haber oído mis zapatos de madera en la piedra. Iba vestida con un bonito kimono azul marino con un sencillo estampado en tonos grises. Un año antes la hubiera tomado por la joven dueña de un lugar tan lujoso, pero tras nueve meses en Gion, me di cuenta enseguida que su kimono -aunque más bonito que cualquier prenda de Yoroido- era demasiado sencillo para una geisha o para la dueña de una casa de té. Y, por supuesto, su peinado era también muy simple. De todos modos era mucho más elegante que yo, y me miró con desprecio.

– Vete por detrás -dijo.

– Hatsumono ha pedido que…

– ¡Que vayas por detrás! -repitió, y volvió a cerrar la puerta sin esperar mi respuesta.

Ahora llovía con más fuerza, de modo que me fui corriendo, más que andando, por el estrecho callejón que corría a un lado de la casa. La puerta trasera se abrió conforme yo llegaba, y la misma camarera me esperaba allí arrodillada. No dijo nada, limitándose a tomar el shamisen de mis manos.

– Señorita -dije-. ¿Puedo preguntarle…? ¿Me podría decir hacia dónde está el distrito de Miyagawa?

– ¿Para qué quieres ir allí?

– Tengo que recoger algo.

Me miró extrañada, pero luego me dijo que tenía que caminar siguiendo el río hasta que pasara el Teatro Minamiza, y entonces me encontraría en el distrito de Miyagawa-cho.

Decidí quedarme bajo los aleros de la casa hasta que dejara de llover. Mirando a mi alrededor descubrí entre los tablones de la cerca que el edificio tenía un ala más. Apliqué el ojo a la cerca y vi un hermoso jardín, detrás del cual había una ventana de cristal iluminada. Dentro, en una linda habitación de suelo de tatami, bañada en una luz anaranjada, un grupo de hombres y geishas estaban sentados en torno a una mesa sobre la que había cepitas de sake y vasos de cerveza. Hatsumono también estaba allí, y un hombre mayor con cara de sueño, que parecía estar contando una historia. Hatsumono parecía divertida por algo, aunque evidentemente no por lo que estaba contando el hombre. Miraba a otra geisha que me daba la espalda. Me encontré de pronto recordando la última vez que había fisgoneando una casa de té, con la hija del Señor Tanaka, Kuniko, y empecé a sentir la misma pesadumbre que había sentido hacía mucho tiempo ante las tumbas de la primera familia de mi padre, como si la tierra tirara de mí. Una idea se abría paso en mi cabeza, hasta que me fue imposible ignorarla. Quería pensar en otra cosa, pero tenía menos fuerza para detener ese pensamiento que la que tiene el viento para dejar de soplar. De modo que di un paso atrás y, sentándome en el escalón de la entrada, me eché a llorar. No podía dejar de pensar en el Señor Tanaka. Me había separado de mi padre y mi madre, me había vendido como esclava y había vendido a mi hermana para algo todavía peor. Yo lo había tomado por un buen hombre. Había pensado que era un hombre refinado, mundano. ¡Qué tonta había sido! Decidí que no volvería nunca más a Yoroido. O si volvía, sería sólo para decirle al Señor Tanaka cuánto le odiaba.

Cuando por fin me puse en pie y me sequé los ojos con el vestido húmedo, la lluvia se había convertido en bruma. Los adoquines del callejón brillaban con la luz dorada de las lámparas. Regresé atravesando la zona de Gion denominada Tominaga-Cho hasta el Teatro Minamiza, que me había hecho pensar en un palacio el día que el Señor Bekku nos condujo a Satsu y a mí desde la estación de ferrocarril. La camarera de la Casa de Té Mizuki me había dicho que siguiera el río hasta pasar el teatro, pero la calle que iba al lado del río se acababa en el teatro. Así que me metí por una calle que salía detrás del Minamiza. Pasadas unas cuadras, me encontré en una zona sin farolas y prácticamente desierta. No lo sabía entonces, pero las calles estaban vacías en gran parte a causa de la Gran Depresión; en cualquier otro momento Miyagawa-cho era una zona aún más concurrida que Gion. Aquella noche me pareció un lugar muy triste, lo que en realidad creo que ha sido siempre. Las fachadas de madera eran similares a las de Gion, pero aquí no había árboles, ni un arroyo tan hermoso como el Shirakawa, ni lindos portales. La única iluminación eran las bombillas délos zaguanes abiertos, en los que había viejas sentadas en taburetes, a menudo con dos o tres mujeres, que yo tomé por geishas, detrás de ellas, en la calle. Llevaban kimono y adornos en los cabellos parecidos a los de las geishas, pero el obi iba atado por delante en lugar de ir atado por detrás. Nunca lo había visto y no lo entendí, pero ésa era la marca que distinguía a las prostitutas. Una mujer que tiene que estar toda la noche poniéndose y quitándose la banda del kimono, no puede entretenerse atándoselo por detrás.

Con la ayuda de una de estas mujeres, encontré el Tatsuyo, en un callejón sin salida, en el que sólo había tres casas más. Todas tenían letreros junto a la puerta. No puedo describir cómo me sentí cuando vi uno que decía «Tatsuyo», pero lo que sé es que empecé a temblar como si fuera a explotar. En la entrada del Tatsuyo había una vieja sentada en un taburete charlando con una mujer mucho más joven, también sentada en un taburete al otro lado del callejón; aunque en realidad era la vieja la que llevaba la voz cantante. Estaba arrimada al marco de la puerta, con el kimono medio abierto y los pies dentro de un par de zori. Eran unos zori de paja toscamente tejidos, del tipo que se podía ver en Yoroido, y para nada parecidos a los hermosos zori de laca que llevaba Hatsumono con sus kimonos. Y además, esta mujer llevaba los pies desnudos, sin tabi alguno, ni de seda ni de cualquier otro material. Pero ella los sacaba de los zori, enseñando unas uñas desiguales, como si estuviera contenta de su aspecto y quisiera estar segura de que los veías.

– Tres semanas más, ya te digo, y no vuelvo -decía-. La señora cree que voy a volver, pero no lo haré. Mi nuera me va a cuidar, ya te digo. No es que sea muy despierta, pero trabaja mucho. ¿No la conoces?

– Si la he conocido, no me acuerdo -contestó la mujer más joven desde el otro lado de la calle-. Hay una niña esperando para hablar contigo. ¿No la ves?

Al oír esto, la vieja me miró por primera vez. No dijo nada, pero hizo un gesto con la cabeza para indicarme que me escuchaba.

– Por favor, señora -dije yo-, ¿está con usted una muchacha llamada Satsu?

– No, aquí no hay ninguna Satsu -respondió.

Estaba demasiado asustada para saber cómo responder; pero, en cualquier caso, de pronto, la vieja se puso alerta, porque un hombre avanzaba hacia la entrada. Se levantó a medias del asiento, le hizo varias reverencias con las manos en las rodillas y le dijo: «¡Sea bienvenido!». Cuando el hombre entró, volvió a aposentarse en el taburete y a descalzarse.

– ¿Pero todavía estás ahí? -me dijo la vieja-. Ya te he dicho que no tenemos ninguna Satsu.

– Claro que sí que tenéis una -dijo la joven al otro lado del callejón-. Tu Yukiyo. Recuerdo que antes se llamaba Satsu.

– Puede ser -contestó la vieja-. Pero no tenemos ninguna Satsu para esta chica. No quiero buscarme problemas por nada.

No entendí lo que quería decir con aquello, hasta que la más joven dijo entre dientes que yo no tenía pinta de tener más de un sen. Y tenía razón. Por entonces, un sen -que valía una centésima parte de un yen- era todavía una moneda de uso corriente, aunque con un solo sen no te podías comprar absolutamente nada. Desde que había llegado a Kioto no había tenido en la mano ni un sen ni ninguna otra moneda. Cuando hacía recados, los cargaba a la cuenta de la okiya Nitta.

– Si lo que quiere es dinero -dije-, Satsu se lo pagará.

– ¿Y por qué iba a pagar para hablar con alguien como tú?

– Soy su hermana pequeña.

– ¡Mírala! -le dijo a la mujer al otro lado de la calle-. ¿Te parece hermana de Yukiyo? Si nuestra Yukiyo fuera tan bonita como ésta, nuestra casa sería la más concurrida de la ciudad. Eres una mentirosa, eso es lo que eres -y tras esto me dio un puntapié y me echó al callejón.

Admito que estaba asustada. Pero estaba más decidida que asustada; ya había llegado muy lejos, y no iba a volver atrás sencillamente porque esa mujer no me creyera. Así que me volví y tras hacerle una reverencia le dije:

– Siento parecerle una mentirosa, señora. Pero no lo soy. Yukiyo es mi hermana. Si tuviera la amabilidad de decirle que Chiyo está aquí, ella le pagará lo que le pida.

Debió de ser la respuesta adecuada, porque por fin se volvió hacia la joven al otro lado de la calle.

– Sube tú en mi lugar. No estás muy ocupada esta noche. Además me duele el cuello. Yo me quedó aquí y vigilo a la chica.

La joven se levantó del taburete, cruzó el callejón y entró en el Tatsuyo. La oí subir las escaleras interiores. Por fin bajó y dijo:

– Yukiyo tiene un cliente ahora. He dejado dicho que la avisen cuando termine.

La vieja me dijo que me pusiera al otro lado de la puerta, pues estaba más oscuro y así no me verían. Esperé allí acuclillada. No sé cuánto tiempo pasó, pero empecé a preocuparme de que alguien en la okiya se diera cuenta de que no estaba. Tenía una excusa para salir, aunque Mamita se enfadaría igualmente conmigo; pero no tenía excusa alguna para no volver enseguida. Finalmente salió un hombre, curándose los dientes con un palillo. La vieja se levantó del asiento y le dio las gracias con una reverencia. Y entonces oí el sonido más agradable desde mi llegada a Kioto.

– ¿Me buscaba, señora?

Era la voz de Satsu.

Me puse en pie de un salto y me abalancé hacia ella. Estaba muy pálida, casi grisácea -aunque tal vez esto era sólo debido a que llevaba un kimono con unos amarillos y unos rojos muy chillones. Y también llevaba los labios pintados con un color muy brillante, del tipo que usaba Mamita. Estaba terminando de atarse la banda en el frente, como las mujeres que había visto antes de llegar. Sentí tal alivio al verla y tal excitación que tuve que contenerme para no lanzarme inmediatamente a sus brazos; y Satsu también dejó escapar un grito, que ahogó inmediatamente tapándose la boca con la mano.

– Si se entera, el ama se enfadará conmigo -dijo la vieja.

– Vuelvo enseguida -le dijo Satsu, y desapareció dentro del Tatsuyo. Un momento después estaba de vuelta y depositó unas monedas en la mano de la mujer, que le dijo que me llevara al cuarto vacío de la planta baja.

– Y si me oyes toser es que viene el ama -añadió-. Ahora date prisa.

Seguí a Satsu hasta el siniestro vestíbulo del Tatsuyo. Estaba iluminado por una luz marrón, más que amarilla, y olía a sudor. Debajo de la caja de la escalera había una puerta corrediza que se había salido del carril. Satsu la abrió de un tirón y la cerró, no sin dificultad, detrás de nosotras. Nos encontramos en un pequeña habitación con tatami y sola ventana cubierta con un estor de papel. La luz de fuera era suficiente para ver la forma de Satsu, pero no sus rasgos.

– ¡Ay, Chiyo! -dijo, y entonces alzó la mano para rascarse la cara. O al menos, eso creí yo, pues apenas se veía nada. Me llevó un rato darme cuenta de que estaba llorando. Tras lo cual no pude ya contener mis lágrimas.

– ¡Lo siento, Satsu! -le dije-. Ha sido todo por mi culpa.

Nos fuimos acercando a trompicones en la oscuridad hasta que nos abrazamos. Recuerdo que sólo podía pensar en que Satsu se había quedado en los huesos. Ella me acarició el pelo de una manera que me recordó a mi madre, con lo que los ojos se me inundaron de lágrimas y casi tenía la sensación de estar bajo el agua…

– No hables, Chiyo-chan -me susurró. Tenía la cara pegada a la mía y al hablar despedía un aliento con un fuerte olor acre-. Me darán una paliza si el ama se entera de que has estado aquí. ¿Por qué has tardado tanto?

– ¡Oh, Satsu! Ya sé que viniste a la okiya…

– Hace meses.

– La mujer con la que hablaste es una bruja. Tardó todo lo que pudo en darme el recado.

– Tengo que huir, Chiyo. No puedo quedarme aquí más tiempo.

– Me iré contigo.

– Tengo un horario de trenes escondido arriba, debajo del tatami. Siempre que puedo robo dinero. Tengo lo bastante para sobornar a Kishino. Cada vez que se escapa una chica la azotan. No me dejará ir, a no ser que le pague primero.

– ¿Y quién es ésa?

– La vieja que está en la puerta. Se va a ir. No sé a quién pondrán en su puesto. ¡No puedo más! Este lugar es horroroso. No caigas nunca en un sitio así, Chiyo. Ahora es mejor que te vayas. El ama estará al llegar de un momento a otro.

– ¡Pero, espera! ¿Cuándo huimos?

– Espérame en ese rincón sin hacer un solo ruido. Tengo que subir.

Hice lo que me dijo. Mientras estuvo fuera, oí a la vieja de la puerta saludar a un hombre y luego los pasos de éste subiendo la escalera, por encima de mí. No tardó en bajar alguien con paso apresurado, y se abrió la puerta. Sentí pánico por un momento, pero sólo era Satsu, muy pálida.

– El martes. Huiremos el martes, de madrugada. Dentro de cinco días. Ahora tengo que subir, Chiyo. Me aguarda un cliente.

– ¡Pero espera, Satsu! ¿Dónde nos encontraremos? ¿A qué hora?

– No sé… a la una. Pero no sé dónde.

Le sugerí que nos reuniéramos junto al Teatro Minamiza, pero Satsu dijo que allí nos encontrarían enseguida. Acordamos vernos justo al otro lado del río.

– Ahora tengo que irme -dijo.

– Pero… Satsu… ¿Y si no consigo salir? ¿Y si no nos encontramos?

– Estate allí, Chiyo. Sólo tengo una oportunidad. He esperado todo lo que he podido. Tienes que irte antes de que vuelva el ama. Si te pilla aquí, no podré escapar nunca.

Había tantas cosas que quería decirle, pero me condujo al vestíbulo y tiró de la puerta hasta cerrarla. La hubiera mirado mientras subía las escaleras, pero en ese momento la vieja de la entrada me tomó del brazo y me echó a la oscuridad de la calle.

Corrí desde Miyagawa-cho hasta la okiya, y sentí un gran alivio cuando la encontré tan silenciosa como la había dejado. Entré sin hacer ruido y me arrodillé en la luz mortecina del portal, secándome el sudor de la frente y el cuello con la manga del vestido y tratando de recuperar el aliento. Empezaba a tranquilizarme y a alegrarme de que no me hubieran descubierto, cuando miré hacia la casita de las criadas y vi que la puerta estaba un poquito entreabierta, sólo lo bastante como para dejar pasar un brazo, y me quedé helada. Nadie la dejaba así. Salvo cuando hacía mucho calor, siempre estaba totalmente cerrada. Mientras la observaba me pareció oír un crujido. Esperaba que fuera una rata, porque si no era una rata, era Hatsumono que había vuelto con su novio. Empecé a desear no haber ido a Miyagawa-cho. Lo deseé tanto que, de haber sido posible, creo que el propio tiempo habría empezado a retroceder empujado por la fuerza de mi deseo. Me puse de pie y salí sin hacer ruido al pasaje, mareada de puro miedo y con la garganta seca como un trozo de desierto. Cuando llegué a la puerta de la casita de las criadas, acerqué el ojo a la rendija abierta para ver qué pasaba dentro. No se veía bien. Como había estado lloviendo, Yoko había encendido un brasero de carbón; sólo quedaban los rescoldos, y a la tenue luz que despedían, vi moverse algo pequeño y pálido. Casi doy un grito al verlo, porque estaba segura de que era una rata meneando la cabeza al masticar. Para mi horror, oía también el chasquido húmedo de su boca. Parecía estar subida a algo, pero no veía el qué. Hacia mí distinguía dos bultos, que tomé por dos rollos de tela y pensé que la rata los habría roído hasta separarlos. Estaba comiéndose algo que Yoko debía de haber dejado en el cuarto. Iba a cerrar la puerta, porque me asustaba que me siguiera por el pasaje, cuando oí un gemido. Y entonces, de pronto, de un poco más allá de donde estaba la rata comiendo, surgió la cabeza de Hatsumono, que me miró fijamente. Me alejé de un salto de la puerta. Lo que había tomado por dos rollos de tela eran sus piernas. Y la rata no era una rata. Era la pálida mano de su novio saliendo de la manga.

– ¿Qué es eso? -oí decir a la voz de su novio-. Hay alguien ahí.

– No es nada -susurró Hatsumono.

– Te digo que hay alguien ahí.

– Que no, que no hay nada de nada -le dijo ella-. Yo también creí oír algo, pero no hay nadie.

No me cabía la menor duda de que Hatsumono me había visto. Pero al parecer no quería que su novio lo supiera. Volví a prisa al vestíbulo y me arrodillé, tan temblorosa como si me hubiera atropellado un tranvía. Seguí oyendo ruiditos y gemidos y luego todo volvió a quedarse en completo silencio. Cuando Hatsumono y su novio salieron por fin al pasaje, él se me quedó mirando.

– Esa chica del vestíbulo -dijo- no estaba cuando llegamos.

– ¡Oh! No le hagas caso. Hoy se ha portado mal y ha salido de la okiya sin permiso. Luego me ocuparé de ella.

– Entonces sí que había alguien espiándonos. ¿Por qué me has mentido?

– ¡Qué mal humor tienes esta noche, Koichi-san!

– No te ha sorprendido en absoluto verla. Sabías que estaba aquí.

El novio de Hatsumono se dirigió a grandes zancadas al portal y se paró y me miró fijamente antes de bajar los escalones de la entrada. Yo no levanté la vista del suelo, pero sentí que estaba muy sonrojada. Hatsumono se apresuró a ayudarle a calzarse. La oí hablar con él, como no la había oído hablar con nadie, con una voz suplicante, casi llorosa.

– Koichi-san, por favor -dijo-, cálmate. No sé lo que te ha pasado esta noche. Vuelve mañana.

– No quiero verte mañana.

– No me gusta que me hagas esperar tanto tiempo para verte. Te veré donde tú me digas. En el fondo del río, si quieres.

– No te puedo ver en ningún sitio. Mi mujer siempre me está vigilando.

– Entonces vuelve aquí. Tenemos la casita de las criadas…

– ¡Sí, eso! Lo que te gusta es entrar furtivamente y que te anden espiando. Deja que me vaya, Hatsumono. Quiero irme a casa.

– Por favor, no te enfades conmigo, Koichi-san. ¡No sé por qué te pones así! Dime que volverás, aunque no sea mañana.

– Un día no volveré más -dijo-. Ya te lo he dicho una y mil veces.

Oí abrirse la puerta de fuera y luego cerrarse; pasado un rato, Hatsumono volvió al vestíbulo y se quedó con la vista perdida en el pasaje. Finalmente se volvió hacia mí, secándose los ojos.

– Bueno, pequeña Chiyo -dijo-. Ya veo que has ido a visitar a esa horrorosa hermana tuya, ¿no?

– Por favor, Hatsumono-san -dije.

– Y luego volviste y te pusiste a espiarme -Hatsumono subió tanto la voz que despertó a una de las criadas mayores, que se incorporó sobre un codo para mirarnos. Hatsumono le gritó-: Vuélvete a dormir, vieja -y la criada asintió con la cabeza y volvió a echarse.

– Hatsumono-san, haré todo lo que me diga -dije-. No quiero buscarme líos con Mamita.

– ¡Pues claro que harás lo que yo te diga! Eso ni se discute. Y ya te has metido en un buen lío.

– Tuve que salir a llevarte el shamisen.

– Eso fue hace más de una hora. Fuiste a buscar a tu hermana y habéis planeado escaparos juntas. ¿Te crees que soy tonta? ¡Y luego volviste y te pusiste a espiarme!

– ¡Por favor, perdóneme! -supliqué-. No sabía que estaba allí. Creí que era…

Quería decirle que creía que había visto una rata, pero me pareció que no se lo iba a tomar bien.

Me clavó los ojos y luego subió a su cuarto. Cuando volvió a bajar llevaba algo en la mano cerrada.

– Quieres escaparte con tu hermana, ¿verdad? -me dijo-. Creo que es una buena idea. Cuanto antes desaparezcas de la okiya, mejor para mí. Algunos piensan que no tengo corazón, pero no es verdad. Me conmueve imaginaros a ti y a esa vaca de tu hermana intentando buscaros la vida en algún lugar, solas en el mundo. Cuanto antes te vayas, mejor. Ponte de pie.

Me puse de pie, aunque tenía miedo de que me hiciera algo malo. Fuera lo que fuese lo que tenía en la mano, intentaba metérmelo debajo de la banda del vestido; pero yo no la dejaba acercarse.

– Mira -me dijo, abriendo la mano. Tenía varios billetes enrollados; más dinero del que hubiera visto yo nunca, aunque no sé cuánto era-. He subido a buscarlo para ti. No tienes que agradecérmelo. Tómalo, Me pagarás simplemente desapareciendo de mi vista para siempre.

La Tía me había dicho que no me fiara nunca de Hatsumono, ni siquiera cuando parecía que intentaba ayudarme. Pero cuando me recordé a mí misma todo el odio que me tenía Hatsumono, pensé que realmente no estaba intentando ayudarme; se estaba ayudando a sí misma, deshaciéndose de mí. Me quedé quieta cuando me agarró por el vestido y metió los billetes debajo de la banda. Me rozó con sus uñas brillantes. Me hizo girar sobre mí misma para volver a atarme la banda de modo que el dinero no pudiera caerse, y luego hizo lo más extraño de todo. Me volvió a girar, dejándome cara a cara frente a ella, y me acarició la mejilla, casi con una mirada maternal. La sola idea de que Hatsumono fuera amable conmigo era tan extraña, que me sentí como si se me hubiera acercado una serpiente venenosa y hubiera empezado a frotarse amistosamente contra mi pierna, como un gato. Entonces, antes de que yo pudiera reaccionar, me había hundido los dedos en el cuero cabelludo. Tras lo cual, apretando los dientes furiosamente, me agarró un mechón de pelo y tiró con tal fuerza hacia un lado que yo caí de rodillas y lancé un grito. No entendía lo que estaba pasando, pero Hatsumono me obligó a ponerme en pie, y, sin soltarme el pelo, me arrastró escaleras arriba. Me gritaba, encolerizada; y yo daba unos berridos que no me habría sorprendido que hubiéramos despertado a toda la calle.

Cuando llegamos arriba de la escalera, Hatsumono empezó a dar golpes en la puerta de la habitación de Mamita, al tiempo que la llamaba a voces. Mamita abrió enseguida, atándose el kimono y con cara de enfado.

– Pero ¿qué os pasa a vosotras dos?

– ¡Mis joyas! -gritó Hatsumono-. ¡Esta estúpida, esta estúpida! -y aquí empezó a pegarme. Lo único que pude hacer fue hacerme un ovillo en el suelo y pedir auxilio, hasta que Mamita consiguió refrenarla un poco. Para entonces, la Tía ya se había unido a ella.

– ¡Ay, Mamita! -exclamó Hatsumono-, cuando regresaba a la okiya esta noche creí ver a Chiyo hablando con un hombre al fondo del callejón. No le di mayor importancia porque sabía que no podía ser ella. Se supone que tiene prohibido salir de la okiya, ¿o no? Pero cuando subí a mi habitación, encontré mi joyero todo revuelto, y entonces volví a todo correr justo a tiempo de ver a Chiyo darle algo al hombre. Intentó escaparse, pero la agarré.

Mamita se quedó en silencio un buen rato, mirándome.

– El hombre huyó -continuó Hatsumono-, pero yo creo que Chiyo ha debido de vender algunas de mis joyas para sacar dinero. Estaba planeando escaparse de la okiya, Mamita, eso es lo que yo creo, después de lo buenas que hemos sido con ella.

– Ya basta, Hatsumono -dijo Mamita-. Ya hemos tenido bastante. Ahora tú y la Tía id a tu habitación y mirad lo que falta.

En cuanto me quedé sola con Mamita, levanté la vista del suelo en el que seguía arrodilla y le susurré:

– Mamita, no es verdad… Hatsumono estaba en la casita de las criadas con su novio. Está enfadada por algo y la ha tomado conmigo. ¡ Yo no le he robado nada!

Mamita no dijo nada. Ni siquiera estaba segura de que me hubiera oído. Hatsumono no tardó en salir de su habitación diciendo que le faltaba un broche.

– ¡Mi broche de esmeraldas, Mamita! -repetía y lloraba, fingiendo como una buena actriz-. ¡Ha vendido mi broche de esmeraldas a ese hombre horrible! ¡Era mi broche favorito! ¿Quién se cree que es para andarme robando así?

– Cachead a la niña -dijo Mamita.

Una vez, cuando tendría unos seis años, estaba viendo a una araña tejer su tela en un rincón de nuestra casa. Antes incluso de que la araña hubiera terminado, un mosquito cayó en la tela y quedó atrapado en ella. Al principio, la araña no le prestó ninguna atención, y siguió con lo que estaba haciendo; sólo cuando terminó, se incorporó sobre sus larguiruchas patas y mató al pobre mosquito. En ese momento, viendo acercarse a mí los delicados dedos de Hatsumono, supe que estaba atrapada en la tela que ella había tejido. No podía encontrar una explicación para el dinero que llevaba bajo la banda. Cuando Hatsumono me lo sacó, Mamita se lo quitó de la mano y lo contó.

– Has hecho una tontería vendiendo un broche de esmeraldas por tan poco dinero -me dijo-. Sobre todo porque te va a costar mucho más de eso devolverlo.

Se metió el dinero debajo del camisón, y luego le dijo a Hatsumono:

– Has traído aquí a tu novio esta noche.

Hatsumono se quedó desconcertada; pero no dudó al responder:

– ¿Qué te hace pensar tal cosa, Mamita?

Se produjo un largo silencio, y luego Mamita le dijo a la Tía:

– Sujétala.

La Tía agarró a Hatsumono por los brazos y la sujetó por detrás, mientras que Mamita le abría el kimono a la altura de los muslos. Pensé que Hatsumono se iba a resistir, pero no lo hizo. Me lanzó una gélida mirada, mientras Mamita le levantaba el koshimaki y le separaba las piernas. Luego metió la mano entre ellas, y cuando la sacó, tenía húmedas las yemas de los dedos. Las juntó y las olisqueó. Tras lo cual, le dio una gran bofetada, dejándole la cara cruzada con un surco húmedo.