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La Habana se parecía a Santo Domingo de un modo extraño, como si fuesen la misma ciudad en dos universos paralelos: cada una era lo que la otra podía haber sido. La capital cubana tenía una bahía con apariencia de río, como el Ozama, pero estaba quieta, dormida, bajo una fortaleza costera que ya no tenía nada que defender. Ahí comenzaba uno de los malecones más antiguos de América Latina, pero en vez de modernos hoteles con cristales ahumados, entre las casonas derruidas se elevaban un par de viejos edificios de los años cincuenta, clavados ahí como monumentos a lo que nunca fue.
El barrio del malecón, Centro Habana, estaba arrasado, como si una guerra le hubiese pasado por encima. Las fachadas se sostenían con columnas de madera improvisadas. Las paredes se descascaraban. Los interiores estaban tan subdivididos que no se sabía dónde empezaba una casa y terminaba otra. Por las noches, junto al mar se amontonaban las parejas y los que podían pagarse una botella de ron. Los demás se quedaban en casa dormitando frente al televisor, alternando entre la señal de los dos únicos canales.
En medio de ese malecón adormilado estaba mi hotel, el Deauville, construido en 1956. En su inauguración, durante los años dorados de Minetti, el Deauville había sido considerado el mejor puticlub del Caribe: tenía salas de juego, piscina, salón de baile, restaurante y ciento cuarenta habitaciones distribuidas en once pisos. El lujo del hotel atraía clientes de todo el continente. Pero cuando yo llegue, casi cincuenta años después, era sólo un alojamiento barato. Por una suma de dinero ridícula, me quedé en el piso 11, con vista al mar y a los escombros de la ciudad.
Diana ya no conocía a casi nadie ahí. Y yo tampoco, pero daba igual. En Cuba, si tenías que hablar con un periodista, llamabas a la Unión Nacional de Periodistas. Si buscabas a un escritor, llamabas a la Unión Nacional de Escritores, y ahí tenían los datos de todos. Lo único difícil sería encontrar a la vieja amiga de Diana, Mariana San Martín. No tenía su número ni su dirección. No sabía si seguía viva, ni qué había sido de ella.
Llegué un lunes por la mañana y decidí ponerme en acción de inmediato. Tiré mis maletas en la habitación y bajé a la recepción. Tras el mostrador, dormitando con un ejemplar del periódico Granma sobre la cara, vegetaba una gordita de uñas moradas y pelo teñido de rubio.
– ¿Me puede dar una guía telefónica, por favor? -pedí.
La gordita ni se movió. Apenas desplazó hacia mí una de sus pupilas y contestó:
– Compañero, ¿necesitas una guía telefónica en la playa?
– No he venido a la playa. Vengo a trabajar. Tengo que llamar a algunas instituciones oficiales.
– Puedes esperar un poco que no hay nadie. Hoy es festivo.
– ¿Cómo que hoy es…? Pero si no…
– El comemielda de Bush ha hablado contra Cuba otra vez. Hay asamblea constitucional para declarar el socialismo intocable en la Constitución. Fidel ha declarado festivo, para que todo el mundo pueda ver la retransmisión de la asamblea.
Regresé a mi cuarto y encendí la televisión. Ahí estaban los padres de la patria. En los dos canales en simultáneo, quinientos representantes en la Asamblea Nacional decían exactamente lo mismo uno tras otro. Y no acabaron ese día. Al final de la jornada, un locutor de noticias anunció que el martes continuarían las deliberaciones. Un festivo más. Muy probablemente, el miércoles pasaría lo mismo. De los cinco días útiles que tenía para investigar, el comandante me acababa de anular tres.
Pensé darme un baño para relajarme. Me quité la ropa y abrí la cortina de la ducha. Bajo el caño, había dos cucarachas con antenas enormes. Parecían estar hablando de mí. Traté de llamar a la recepción, pero la línea telefónica no funcionaba. Tuve que vestirme y bajar en el ascensor, temiendo que se estropease en cualquier momento. Al llegar al primer piso, estaba furioso:
– ¡Hay cucarachas en la ducha! -grité ante la gordita inamovible.
– ¿Cucarachas? -quiso confirmar, y al ver mi cara de desesperación, hizo gesto de iniciar las gestiones, aunque no se movió-. No te preocupes, compañero. Sólo dime una cosa. Esas cucarachas que dices, ¿están vivas o están muertas?
– ¿Y cuál es la diferencia?
– Que si están vivas, te mando al exterminador. Pero si ya están muertas, te mando al de la limpieza nomás.
No contesté. Sólo subí por mis maletas y huí de ahí. Corrí por la calle hasta cruzarme con una bicicleta que llevaba detrás una carretilla y que se identificó como «taxi».
– Llévame a cualquier hotel sin cucarachas, por favor -le dije.
Me llevó al Sevilla, en el límite de Centro Habana, un lugar rodeado de edificios esplendorosos como el Capitolio, la fábrica de tabaco y el edificio Bacardí.
Como no podía hacer nada durante el día de la asamblea, decidí pasar la mañana relajándome y leyendo un poco. Me acerqué a la piscina, pero el paisaje sexual me impacto: todas las mujeres eran blancas. Todos los hombres, negros. Las solteras europeas jugueteaban con sus amantes vacacionales, les pagaban las copas y les tocaban los bíceps. Era la única piscina con máquina de preservativos que había visto en mi vida. Me sentí demasiado blanco para conseguir a una europea y demasiado peruano para atraer a una cubana -que además no había- y cambié de planes.
Salí a pasear. Conocí la catedral, recientemente restaurada, y una plaza de Armas llena de libreros y espectáculos al aire libre. Al principio, pensé que si no entrevistaba a nadie, al menos podría hacer un viaje turístico entretenido.
A cada paso que daba, una nube de vividores me rodeaba, zumbando como abejorros. No eran mendigos ni asaltantes. Sólo gente que se acercaba a hablarme, a contarme chistes y ofrecerme tabaco, ron, conversación, guía turística o unos minutos de simpatía. Igual que en Santo Domingo, todos creían que era español. En cada esquina, alguien me gritaba:
– ¡España!
Y luego inventaban algún vínculo con ese país, y empezaban a conversarme, para tantear qué quería yo. Calculaban que todo el mundo quiere algo. Especialmente si pasea solo.
Después de dos horas, la situación se hizo insoportable.
Volví al hotel desesperado. No tendría ni investigación ni paseo. Me quedaría en mi cuarto toda la semana viendo la Asamblea Nacional en dos canales y agradeciendo que no hubiese cucarachas. Inventaría algo para Diana al regresar, aunque de ser posible, volvería de inmediato. Era el viaje más espantoso que me había tocado.
Y entonces, cuando todo parecía perdido, me di de bruces con la solución a mis problemas. Literalmente.
En una pared del pasillo del hotel, bahía una foto de Giorgio Minetti.
«Al principio, pensé que era una ilusión óptica producto de mi angustia. Pero al mirar bien, no quedaron dudas. Era él, justo entre Lucky Luciano y Vito Genovese. Empecé a fijarme con atención en el lobby. Todos los muros estaban llenos de fotos de antes de la Revolución: actores de Hollywood, políticos importantes y un personaje recurrente: Amleto Battisti, el antiguo dueño del hotel. Con Battisti, figuraban en las fotos empresarios americanos e italianos que parecían sacados de una entrega de El Padrino. Y en dos de ellas, Giorgio Minetti.
Regresé corriendo a los puestos de libros de la plaza, pero no encontré nada sobre la Mafia en Cuba. Pasé por dos o tres librerías con el mismo resultado. Ni libros sobre los italianos, ni sobre sus negocios. Los libreros sólo tenían ediciones de la obra completa de Martí.
Oscurecía cuando abandoné la última librería. Estaba cansado y un poco frustrado, pero al menos sabía adónde dirigir mis pasos. Ya a dos calles del hotel, se me acercó un mulato sonriente, como todos los de La Habana:
– ¡España! -me dijo. Así se acercaban siempre.
– No, Perú -le dije yo, un poco harto de dar la misma respuesta, con la ilusión de decepcionarlo. Pero eran incansables.
– Ah, Perú. Yo tengo unos amigos ahí. Los García. ¿Conoces a los García?
– No, no conozco a ningún García. Jamás en mi vida he escuchado ese apellido.
– Ah. ¿Y cómo va la visita? ¿Te gusta Cuba?
– Mucho, sí, pero vengo por trabajo. Y tengo prisa y…
– Yo me llamo Rubén.
Y me extendía la mano. El truco de siempre. Eran tan amables que resultaba imposible mandarlos a la mierda a pesar de las ganas que uno tenía.
– Hola, Rubén.
Perdí.
– ¿Necesitas algo: tabaco, ron, un lugar donde comer?
– No, nada.
– ¿Dar una vuelta, tomar algo, un café, conocer la catedral?
– Realmente no…
– ¿Salir con alguien, conocer gente, fiesta? Se conoce gente. Yo tuve una novia argentina.
– Ah.
– Se fue hace unos meses, pero nos seguimos escribiendo un poco. Yo le digo que la quiero, que quiero verla. Creo que me voy a ir para Buenos Aires.
Era inevitable. Habría que conversar. Se me ocurrió un último recurso.
– ¿Tú consigues cosas? ¿Sabes lo que necesito? Un libro sobre la Mafia en Cuba durante la década de los cincuenta. ¿Puedes conseguirme eso?
Me miró como si le hubiese pedido un caramelo. Ni siquiera preguntó qué tipo de libro, nada.
– Fácil -dijo.
Pensé que trataría de estafarme, pero se veía tan natural y tranquilo que no pude menos que seguirlo. Me llevó a un portal donde un anciano estaba sentado con una caja. Miró a todos lados, como si fuese una operación secreta e ilegal, y murmuró:
– Viejo, ¿tienes algún libro sobre la Mafia en Cuba? Hay uno de Letras Cubanas, ¿te acuerdas?
Lo dijo así. Con editorial y todo. Como quien pide un café. Y el anciano revisó su caja. Tenía dos ediciones, una de ellas ilustrada, de un estudio sobre la Mafia en Cuba que había ganado el Premio Casa de las Américas en 1993. Con las manos temblando, abrí la edición ilustrada. Entre las fotos, una vez más, había una de Giorgio Minetti, que era presentado como el encargado de las fachadas legales de los negocios de la Cosa Nostra. Bingo, como dicen los gringos.
A partir de ese día, Rubén se convirtió en mi asistente de investigación. Cada mañana al salir, me lo encontraba en la puerta del hotel. Me conseguía taxis baratos. Me acompañó personalmente al edificio de Minetti en la calle Infanta, que aún tenía la rosa náutica en la fachada. Y sobre todo, me agenció libros, datos y contactos. Yo necesitaba un libro sobre los bienes expropiados a partir de 1960. Rubén lo tenía. Una lista de italianos fascistas, una guía telefónica del 59, una historia política de Cuba. No había problema. Yo pagaba buen precio por los documentos, y además le llevaba los jabones que robaba del hotel, a veces una camiseta de mi equipaje. El único límite para sus habilidades fue la amiga de Diana, Mariana San Martín, a quien nunca pudimos localizar.
En los dos días útiles que me dejó la asamblea revolucionaria, conseguí ampliar la historia con algunas entrevistas. Según los informantes, Minetti no sólo había creado el vínculo Mafia-CIA, sino que luego le había vendido la línea informativa de su periódico a Batista. Y aunque odiaba y despreciaba al dictador, había terminado congraciándose con él porque era el único modo de hacer negocios. Así cerró su triángulo de poder. Era un genio, por donde se lo mirase. Un Rasputín del trópico con sangre italiana.
Para no lastimar a Diana, haría falta justificar en el texto a su padre, ensalzarlo, no pintarlo como un delincuente sin escrúpulos sino como un hombre con instinto de supervivencia. Aun así, la historia era espectacular. Y lo mejor de todo: era totalmente imposible de verificar. Aunque sus bases eran sólidas, el relato de Minetti estaba hecho de cuentos de ancianos, chismes de viejos periodistas y declaraciones sin pruebas. O sea, el sueño de un escritor. Una historia sin referentes claros te da mucho margen para inventar. Y yo puedo inventarme cosas mucho mejores que la realidad.
El único inconveniente de la historia era que no tenía nada que ver con Diana. Para resolverlo en la narración, decidí inventar una escena en la que Lucky Luciano frecuentaba la casa. Ya vería cómo convencer a Diana de que eso era verdad.
Un día antes de partir, había acumulado suficiente información y suficientes mentiras como para cobrar mi sueldo durante tres meses más. De todos modos, en vez de irme a la playa, entrevisté a un último periodista octogenario: Camilo Pérez Cino. Como casi todos los intelectuales que había encontrado, Pérez Cino residía en El Vedado, una antigua zona de clase alta. El barrio aún conservaba algo del viejo esplendor en algunas de sus avenidas, sobre todo donde habían puesto escuelas e instituciones públicas. Pero la mayoría estaba hecha pedazos. Los coches que circulaban por las calles no habían cambiado desde el año 60, aparte de algunos Lada soviéticos. De vez en cuando, asomaba un Jeep o un Fiat, propiedad de algún funcionario público o ejecutivo turístico.
Pérez Cino me citó en la heladería Coppelia, donde los cubanos hacían largas colas para comprar un helado, pero los extranjeros no. Le invité un helado para extranjeros y me pedí otro.
Pérez Cino no sabía bien quién era Minetti, ni nada sobre la Mafia. Después de un rato, empecé a sospechar que sólo había aceptado mi invitación para ganarse un helado. Eso sí, como para merecer su premio, hablaba sin parar. Conversamos un poco más sobre la vida y otras tonterías, hasta que terminamos el segundo helado. Entonces me levanté:
– Bueno, señor Pérez Cino. Muchas gracias por su ayuda.
– Cuando quieras. ¿Te quedas mucho tiempo?
– Me voy mañana, pero creo que ya tengo todo lo que necesitaba. Sólo me he quedado con las ganas de ubicar a una amiga de mi jefa, una mujer llamada Mariana San Martín. Supongo que ha muerto, porque…
– ¡Mariana! Pero si ésa es mi hermana, chico.
– Está bromeando.
– No. Y conozco su casa. Te puedo llevar ahora mismo. A ver si nos invita un café, chico.
Subimos a su auto, que se estaba cayendo a pedazos, y tuvimos que parar dos veces en el camino porque la puerta se caía y el motor no soportaba las cuestas. Y eso que en esa ciudad no hay cuestas.
Atravesamos un puente de hierro y llegamos al barrio de Miramar. Miramar acogía las casas más bellas de Cuba, las de los antiguos aristócratas, y la mayoría de ellas seguían ahí. Ahora era el barrio de las embajadas. Pero no pude apreciar la arquitectura, porque casi todo el camino empujamos el auto en vez de tripularlo. Hicimos una tercera parada para poner gasolina, que pagué yo.
Después de esa odisea, llegamos. Mariana San Martín vivía en un amplio apartamento cerca de la playa. Pérez Cino llamó a gritos desde el portal, porque habían cortado la luz, y alguien nos abrió la puerta tirando una soga desde el tercer piso. Arriba, en un salón decorado con artesanía santera cubana y adornos étnicos africanos, nos recibió una mujer de pelo corto, vestida con jeans y bandanas de colores en la cabeza. Se presentó como una antropóloga. Y cuando supo que venía de parte de Diana, pareció volverse loca de contento:
– ¿Diana está viva? ¿Cómo está? ¿Dónde está? ¿Qué sabes de ella?
Le conté casi todo. No se habían visto en más de cuarenta años. Mariana había permanecido en Cuba todo ese tiempo. Había viajado también, pero nunca retomó los contactos de su familia, ni buscó a su vieja clase social desperdigada en el exilio. Había publicado varios libros sobre cultura cubana. Le gustaba pintar. No echaba nada de menos. Durante un instante, la imaginé como la otra cara de Diana, la Diana Minetti moderna y hippie que habría resultado de haberse quedado en la isla.
– ¿Y Diana no va a venir? -preguntó.
– Se le hace muy triste volver. Creo que yo soy algo así como su emisario. Pero me gustaría convencerla de que venga.
– A veces pasan por aquí mis viejas amigas. Todas son ricas. Una tuvo un esposo alcohólico que la hizo sufrir mucho. Otra se terminó deshaciendo a punta de cirugías estéticas. Ahora me dices que Diana no ha visto a sus hijos en veinte años. Yo no sé para qué tienen tanto dinero. Yo no tengo un centavo y no me falta nada. Y no soy una comunista ni nada. A mí Fidel no me gusta. Pero soy feliz.
– ¿Por qué se quedó usted en Cuba?
– Chico, porque éste es mi país y de aquí no me saca nadie. Y menos ese barbón.
– ¿No le quitaron sus propiedades?
– Trataron de quitarme la casa de Varadero. Fui y les dije: «Oye, ésta es mi casa y si quieres quitármela, tendrás que pasar sobre mi cadáver». Y se fueron. Todavía tengo esa casa. Si Diana viene, la llevaré. Bueno, si tenemos gasolina cuando venga.
– ¿Se veían mucho cuando eran jóvenes?
– Íbamos juntas a todas partes: a los clubes, a la playa, a Bahamas…
– ¿Cómo era ella?
– ¿Diana? Pues… Era muy fea, la pobre. Y quizá era demasiado sofisticada para la vida de La Habana. Su familia tenía mucho dinero, demasiado.
– ¿Está usted al corriente de los negocios de su padre?
– ¿Qué dices? Yo te debería preguntar a ti: ¿estás tú al corriente? Porque los negocios de su padre los conocían todos aquí. Nadie quería tener nada que ver con su familia. Hasta que las viejas familias como la mía empezaron a arruinarse mientras Minetti y los suyos se adueñaban del país.
– ¿Familias como la del esposo de Diana?
– Sobre todo ellos.
– ¿Por eso odiaba Giorgio Minetti a su yerno, porque el yerno despreciaba su apellido?
– ¿Quién te ha dicho eso?
– Es una de las obsesiones de Diana. Siempre repite que su padre detestaba a su esposo.
Una nube pasó por la mirada de Mariana.
– Pobre Diana. ¿En serio cree eso? ¿Hasta ahora?
– ¿Qué pasa? ¿No era un mal esposo?
– ¿Manuel? Era un hijo de puta, chico. Un vividor. Un niño rico de una familia cada vez menos rica. Lo único que le interesaba era mantener sus juergas porque no sabía hacer otra cosa. Quizá el padre de Diana lo odiaba, pero le ofreció dinero para casarse con su hija. En todo caso, lo odiaba por aceptar ese dinero.
– Creo que no entiendo. ¿Por qué…?
Mariana me miró como si fuese un crío ingenuo.
– Diana no iba a conseguir un esposo nunca -explicó-. No tenía gracia, no tenía encanto y todos le tenían miedo a su padre. Pero Giorgio Minetti necesitaba insertarse en la alta sociedad cubana, dejar de ser «el mafioso extranjero». Para tener dinero y poder hay que tener confianza. Ser una persona bien vista, ejemplar, con una familia influyente. Eso es lo que siempre quiso Minetti. Una familia influyente. Un hijo agente yanqui. La otra, esposa de alguien. En la República Dominicana se había integrado casándose con la madre de Diana. Era la única manera de hacerlo que conocía. Por eso, cuando Diana se enamoró por primera vez, su padre le compró el marido. Literalmente.
– ¿Nadir le dijo eso a Diana?
– ¿Se lo habrías dicho tú? Ella estaba enamorada de él. Y era de una inocencia conmovedora. Ella vivía en un sueño en el que todo era lindo. Hasta que se acabó.
– Parecía el paraíso, ¿verdad?
– Así podrías llamarle a tu libro.
Mariana San Martín me habló de otra Cuba, una Cuba que se caía a pedazos entre magia, champán y fiesta. Un mundo de nobles y gente fina que sólo sabía ser encantadora mientras el mundo explotaba. También me puso en contacto con otras viejas amigas de Diana. Desde su teléfono, empezó a llamar a las que sobrevivían. Varias veces, escuché decir al otro lado de la línea:
– ¡Yo no tengo ni tuve nada que ver con los Minetti!
Pero cuatro señoras aceptaron hablar conmigo antes de mi partida. Aún tenía veinticuatro horas para una frenética sesión de entrevistas.
– Pues, por lo visto, se quedaron muchos de la clase alta en Cuba, ¿no? -le pregunté a Mariana al despedirme.
– Chico -dijo ella-, estás hablando con el museo de cera de las buenas familias.
Y luego, me susurró muy bajito:
– Llévate a Pérez Cino, por favor, que se quiere quedar a cenar. Y ese viejo come demasiado.
Mis últimas horas en La Habana fueron vertiginosas. En la voz de las amigas de Mariana, conocí la juventud de Diana, inclusive los detalles que ella no contaba por pudor. Pronto, los comentarios sueltos de la propia Diana cobraron sentido en el paisaje de los años cincuenta: sus problemas con su marido, sus dificultades para concebir, su difícil adaptación a la adultez. Era la primera vez que esa mujer radiante que vivía entre sedas aparecía ante mis ojos como un ser humano. Y la primera vez que su historia resultaba triste, con más zonas de oscuridad que reflectores.
Ésa era la historia que Diana me escamoteaba, o quizá ella misma desconocía, y que yo tendría que escribir cuidando que encajase con sus recuerdos. Sin duda, ella nunca aceptaría muchos de mis descubrimientos, como el soborno a su esposo. Ni siquiera era buena idea ponerlos en el libro.
El día de mi partida, me despedí de Rubén, mi fiel asistente. Le regalé una almohada con funda y una toalla del hotel, un champú, crema para la cara, dos jabones, una sábana y el control remoto del televisor. Le deseé suerte en Argentina, con su novia. Le di un abrazo y le dejé conseguirme un taxi barato.
En el aeropuerto me hicieron miles de preguntas de seguridad: ¿cuánto tiempo estuve? ¿Motivo de la estancia? ¿Dónde me alojé? Me pidieron que repitiese mi nombre y los datos de mi documentación española y peruana. Quisieron saber por qué había cambiado de hotel durante mi estancia. El interrogatorio duró unos veinte minutos. Pero no importaba. Por única vez en toda mi aventura con el libro de Diana, era yo el que estaba diciendo la verdad.