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10.

Tras la partida de Lucky Luciano, la isla se convirtió en un escenario apacible y sin sobresaltos: Batista ya no gobernaba. Reinaba la democracia. Y papá creó su mayor imperio económico: extendió su negocio a transportes terrestres, marítimos y aéreos, compró un periódico llamado El Universo, una estación de radio y un canal de televisión. Abrió un banco. El dinero no paraba de llegar a manos llenas. Y papá no preguntaba de dónde salía. Más bien, su trabajo era decidir de dónde salía.

Por mi parte, yo recuperé la libertad. Me metieron a un colegio de ursulinas, completamente diferentes de las rígidas y severas pasionarias argentinas. El primer día de escuela, saqué la cabeza por la ventana y vi a una monja jugando béisbol. Pensé que no estaba viendo bien. Hasta donde yo había visto en Buenos Aires, un ser humano con hábito estaba incapacitado para divertirse. Cerré los ojos y los volví a abrir: la monja seguía ahí. Yo habitaba en un mundo nuevo.

Pero permanecí poco tiempo en ese colegio. Durante mi adolescencia, papá me envió a terminar mis estudios en Nueva York, en un colegio de los Sagrados Corazones. Ése también fue un cambio de monjas muy extremo. La madre superiora, Mother Krim, tenía un concepto muy práctico de la educación para mujeres: su misión era mostrarnos el camino a un buen matrimonio. Y el camino a un buen matrimonio pasaba por jugar bridge y dedicarse a las labores domésticas.

Supongo que en esa escuela me veían como un bicho raro: yo no había lavado un par de medias en mi vida, nunca había planchado y odio el bridge, todo lo cual me descalificaba como esposa. Pero me enseñaron otras cosas. Al inscribirme en el colegio, mamá le dijo explícitamente a Mother Krim que no quería que yo me pusiera a fumar ni a mascar chicle. Luego, mamá salió por una puerta, y yo salí por la otra a la sala de fumadores. Cuando la madre me pilló, pensé que me iba a castigar y se lo iba a decir a mi madre. La monja se limitó a comentar:

– ¡Pero qué rápido has aprendido!

Otras cosas me asombraban de esa escuela, como que tenía un palco en la ópera. Las chicas podíamos registrarnos y asistir en grupos de cuatro o cinco. Si nadie se registraba, Mother Krim designaba a algunas chicas para no perder el palco. Eso sí le gustaba a mi madre, que se esmeraba por que yo fuera correctamente vestida. Aunque quizá su idea de «correctamente vestida» no era la misma que la de mi preceptora. Alguna vez, mamá le preguntó a la monja:

– ¿Y qué ropa debe llevar a la ópera?

Mother Krim respondió:

– Ampliamente escotada y con unos lazos bellísimos.

Como lo había dicho una religiosa, el escote venía aprobado por las principales autoridades morales. Pero mi madre nunca estuvo muy convencida al respecto.

El objetivo de Mother Krim era que aprendiésemos a usar nuestra libertad con responsabilidad. Una vez, por ejemplo, llegó una chica con copas de más. Todas pensamos que la iban a expulsar. En vez de eso, Mother Krim nos reunió a todas y nos hizo ver lo desagradable que es una chica en esas condiciones. Luego explicó que nadie podía enseñarnos hasta dónde llegar, que nosotras mismas debíamos aprender a beber y calcular la cantidad que resistíamos, porque no hay nada más horrible que una mujer que ha bebido de más.

Además de las lecciones de las monjas, llevábamos un curso llamado Preparación para el Matrimonio, que se ocupaba de hablarnos técnicamente de las cosas, inclusive del método anticonceptivo del ritmo, que era el único que se podía enseñar en una escuela católica, claro. También llevábamos una asignatura de temas de la casa: cocina, costura y esas cosas.

Volví a La Habana a punto de cumplir dieciocho años, no muy diestra pero oficialmente graduada en todo lo que la sociedad esperaba de mí. Sólo faltaba un curso, que para mi católica madre era indispensable: caridad.

Mamá me envió a trabajar en el dispensario de San Lorenzo, un centro médico para pobres que pertenecía a un agustino amigo de papá. Durante dos meses, fui la secretaria y asistente del psiquiatra. Llegaba todas las mañanas y salía cuando llegaba la comida, porque el olor de los platos era tan repugnante que no lo podía soportar. Parte de mi trabajo ocurría cuando a alguno de los pacientes se le suministraba un electroshock. Yo tenía que arrojarme sobre él a ayudarlo para que no se cayera de la mesa.

Mi única amiga en ese puesto era una loca que tenía delirios de sangre azul. Siempre se vestía de rosado y simulaba con sus harapos los vuelos de las faldas de la aristocracia. A veces se creía María Antonieta, a veces Josefina. Yo le seguía la cuerda y conversaba con la mitad de la historia francesa en la versión alucinada de ese pobre ángel. Cuando la dieron de alta, me la llevé a trabajar a la casa, para ayudar a su reinserción. Dos horas después de llegar, estranguló al gato con sus propias manos. Ahí se terminó mi trabajo social.

Pero al menos lo intenté. Y había muchas chicas haciendo lo mismo. Eso no lo he visto en ninguno de los libros que aparecen sobre esa época. Todos hablan de la corrupción moral, y seguramente la había. Debe haber habido drogas y affaires prohibidos, como en todo el mundo. Pero básicamente, el mundo en que yo me crié era muy sano, tradicional y muy consciente de los deberes sociales. Esas cosas se harían, si se hacían, en círculos muy cerrados. Ahora ya ni siquiera hay que preguntarle a alguien si es homosexual. Hay que preguntarle si es heterosexual, más bien. Pero por entonces, los vicios eran más discretos. La primera vez que oí hablar de un homosexual, ni siquiera sabía de qué estaban hablando. Tomábamos té en un club y alguien dijo:

– ¿Sabías que el hijo de Alicia se tuvo que ir a los Estados Unidos?

– ¿En serio? ¿Y por qué se tuvo que ir?

– Algo.

– ¿Cómo?

– Pasó algo, tú entiendes.

– Algo.

– Exactamente.

Muchos años después, me enteré de que «algo» significaba un escándalo gay de proporciones. Pero no era fácil saberlo. Tampoco las drogas circulaban con facilidad. Y eso si circulaban, porque yo ni siquiera sabía lo que era una droga. Tengo amigas que advierten a sus hijas hoy en día que no beban nada que no haya sido abierto frente a sus ojos. En La Habana, eso jamás habría supuesto un riesgo para nosotras.

Normalmente, las chicas pasábamos todo el tiempo en los clubes. Los domingos por la noche, el Country Club organizaba sus famosos tés familiares, que en realidad eran cenas con baile que servían para que los jóvenes buscasen pareja bajo la atenta vigilancia de los padres.

La única excepción se daba cada 31 de diciembre, cuando no podías sentarte en la mesa de tus padres porque eso significaba que nadie te había invitado. De hecho, tus padres no podían pedir una mesa porque eso era como poner un cartel diciendo «Nadie quiso invitar a mi hija», una cosa realmente humillante. Tenías que ir con alguien, así no fuese tu pareja ideal.

Yo tenía un amigo que me invitó tres años seguidos. Yo aceptaba para entrar con él pero estar con todo el mundo. Eso no le hacía mucha gracia a mi amigo, que estaba buscando una relación. Con el tiempo se casó con otra amiga mía y empezó a decirme:

– ¿Tú sabes la cantidad de dinero que me hiciste tirar en champán? ¡De haberlo sabido, no te invitaba!

En una de esas fiestas conocí a quien se convertiría en mi esposo. Se llamaba Manuel Rodríguez y Fernández de la Vega. Era hijo de los marqueses de Valle Siciliana y marqués de la Real Proclamación. En Santo Domingo, como en España, los títulos se habían dejado de usar. Pero en La Habana, la alta sociedad vivía muy orgullosa de ellos y había una gran competencia social. Una broma de esos años decía que, si te quedabas sin dinero, podías vender tus apellidos. Luego he descubierto que no era una broma. Es lo que hizo mi novio al casarse conmigo, exactamente.

A pesar de sus nobles apellidos, mi padre odió a mi marido desde el primer momento. Nunca dijo nada, pero yo podía sentirlo. Ahora supongo que había calado a Manuel de inmediato, mucho antes que yo. A papá le habría gustado que me casase con un muchacho bueno y trabajador. Y mi primer esposo, digámoslo de una vez, era un zángano.

Pero había que contar con mi madre también, y ella estaba fascinada con mi prometido: hijo de cubanos con títulos nobiliarios, buen mozo, era el gran partido de aquella época y todas las niñitas estábamos detrás de él. Además, para mamá, Manuel era la llave de la alta sociedad. En todo el Caribe, las viejas familias formaban una élite cerrada, a la cual sólo se accedía por vía matrimonial. Fue así como papá entró en la República Dominicana, y lo mismo haría mi hermano años después.

En Cuba, las familias con apellidos despreciaban a los nuevos empresarios, especialmente a los extranjeros. Pero compartían espacios con ellos, como los clubes, porque no les quedaba remedio. Eran familias conservadoras con inversiones principalmente agrarias que, debido a la inestabilidad política, arriesgaban poco. Y por eso ganaban poco también. Cada vez menos. Los empresarios extranjeros, más dinámicos y arriesgados, controlaban una parte de la economía mucho mayor que la de aquella vieja aristocracia dormida entre sus sedas.

A mis dieciocho años, yo estaba fascinada con Manuel. Me encantaba su personalidad, su savoir faire, su mundo. Pero supongo que no estaba enamorada. Ni siquiera sabía qué era estar enamorada. ¿Y cómo podía saberlo? Era una niña. Para mí, era un misterio incluso cómo estaba construido un hombre. Sin embargo, Manuel fue mi primer amor, luego mi primer novio y, al final, mi primer marido. ¿Por qué? Creo que la mejor respuesta es la más simple: por idiota.

En cuanto a Minetino, cada día llegaba más alto en su trabajo de la CIA, que por lo demás era lo único que tenía en la vida. Para 1950, despachaba con Alien Dulles, subdirector de la Agencia Central de Inteligencia. En una de esas reuniones, Dulles se quejó de varias medidas del gobierno cubano:

– Algo muy feo está ocurriendo en ese país -dijo parapetado tras un bigotito ralo y un gesto seco-. Nos han bloqueado las concesiones mineras. Han declarado zafra libre. Han creado un Banco Nacional. ¿Se está volviendo comunista el presidente Prío?

– No creo. Sólo está demasiado presionado. Trata de contentar a todo el mundo.

Dulles encendió su pipa.

– Yo no sé para qué mantenemos a ese hijo de puta -dijo mientras la mascaba.

– Porque los demás son peores -respondió Minetino.

– Ridículo. Batista arreglaría todo y pondría orden en dos patadas, y nosotros lo tenemos jugando al bridge en Daytona mientras la isla entera se quiere volver comunista.

– No sé si sea conveniente…

– ¿Y los italianos? Tú conoces a todos los mafiosos de ahí. ¿Qué están haciendo ésos? Antes al menos servían para algo. Ahora, todo el país nos grita que tenemos una cueva de la Cosa Nostra a veinte metros de Miami. Y ellos se forran de dinero a nuestra costa. Por Dios, esa gente le pagaría a Lenin si él les garantizase sus hoteles. Esto es una mierda…

A Dulles le brillaba la media calva. Parecía haber sido medio calvo desde siempre, desde su niñez.

– Podemos apretarles las tuercas a los italianos -ofreció Minetino-. Exigir mayor discreción en las operaciones. Pero debemos ser pacientes. La situación está muy complicada. Los más comunistas son los opositores del Partido Ortodoxo. Están haciendo campaña con el tema de la corrupción. Y la gente los escucha. Si nos precipitamos y cometemos un error, podríamos regalarles una victoria en las próximas elecciones.

– ¡Elecciones! -bufó Dulles, y era difícil saber si era un quejido o una carcajada-. Les damos la democracia a estos países y mira lo que conseguimos: nichos de delincuentes y gobiernos estalinistas. No saben gobernarse. A ver si tendremos que invadir cada pequeño país del mundo para evitar que se vuelvan locos.

– Tenga paciencia, Mister Dulles. Deme una oportunidad de arreglar esto.

Tras el humo de su pipa, Dulles observó a mi hermano con desconfianza. De todos modos, él observaba así a todo el mundo.

– Está bien -accedió finalmente-. Haz lo que quieras. Pero si sale mal, llamamos a Batista.

Minetino volvió a La Habana con un mensaje claro: había que detener las reformas del gobierno mientras se limpiaba su imagen de corrupto. Y, a la vez, desacreditar al Partido Ortodoxo. Eso costaría mucho dinero en campañas publicitarias, y lo más caro, en sobornos. Pero era una inversión necesaria.

A mediados de 1951, el líder ortodoxo Eduardo Chibás dio un ultimátum. Dijo tener pruebas de la corrupción en los más altos niveles del gobierno. Juró que mostraría a la luz pública la evidencia. Durante días, todo el mundo en La Habana contuvo la respiración, desde el Hotel Nacional hasta el Yacht Club. Pero algo extraño ocurrió. Las pruebas nunca aparecieron. Chibás no pudo explicar cómo las había perdido, o si las tuvo alguna vez.

El primer domingo de agosto, Chibás emitió en la radio su último mensaje público. Segundos después, se suicidó.

Ese mismo día, a la misma hora, y en presencia de mis padres, parientes y amigos más cercanos, contraje nupcias con Manuel Rodríguez y Fernández de la Vega. Mi boda fue un gran acontecimiento que apareció en toda la prensa de sociales. Entre los quinientos invitados estaban Hemingway, Amleto Battisti y el presidente Prío. El día anterior a la fiesta, el presidente envió agentes del Servicio Secreto a registrar la casa. Pero mi madre les dijo que la mía era una boda privada a la que el presidente había pedido ser invitado. Si Prío se presentaba, lo haría como cualquier otra persona. Y, por cierto, sus agentes no estaban invitados. Mamá tenía el mismo estilo desde los tiempos de Trujillo.

En la recepción, se consumieron trescientas botellas de champán y se reventó un castillo de fuegos artificiales. Y al terminar, un Lincoln negro nos llevó a nuestro departamento de Alturas de Miramar, la nueva casa que habríamos de compartir, regalo de papá. Recuerdo el arranque del auto, bajo una lluvia de arroz, confeti y flores, con las ventanas llenas de fotógrafos y amigos.

Ése fue el último momento agradable de mi matrimonio.

En parte, lo que ocurrió después fue culpa mía. Yo no sabía lo que me esperaba. Quiero decir: no sabía ni siquiera la parte más elemental de lo que me esperaba. La noche anterior, mamá, que jamás en la vida había pronunciado la palabra «sexo», me había preguntado sutilmente si tenía yo idea de lo que los esposos hacían después de la ceremonia. ¡Claro que no la tenía, ni la más mínima! Pero yo era de una inocencia conmovedora y, como toda chica de esa edad, veía el matrimonio como algo esplendoroso que comenzaría con una luna de miel por Nueva York, Marruecos y Europa. Mamá no tuvo corazón para darme lecciones.

La fiesta había sido larga, y Manuel había bebido de más. Pronto, sus caricias se volvieron más bruscas. Cuando empezó a incomodarme, le pedí que se cambiase de ropa en el baño y se refrescase un poco. Él aceptó. Recuerdo que mientras lo escuchaba maniobrar en el baño, yo estaba en la cama, aterrorizada, esperando lo que tenía que venir, preguntándome cómo retrasarlo.

Y lo que vino fue terrible.

No daré detalles al respecto, pero, básicamente, yo no sabía qué hacer. Y el muy idiota de Manuel parece haber creído que se encontraría con una mujer de experiencia. Por lo menos de su experiencia, que, a todas luces, era desbordante. Sumados mi pánico y su estupidez, todo fue un desastre. Después, Manuel se dio la vuelta. Y antes de dormir, me dijo:

– Pensé que serías diferente.

Y eso fue lo más romántico que le oí decir durante todo el matrimonio. Ya durante la luna de miel, Manuel comenzó a flirtear con otras mujeres.

Al volver del viaje de novios, Manuel decidió que nos mudásemos a la hacienda azucarera de su familia. Bueno, no nos mudamos. Él me mudó ahí, donde apenas se presentaba, probablemente para mantenerme alejada de sus amantes de La Habana. El día que llegué, para colmo, el ingenio ni siquiera era un lugar habitable. El único mueble de la casa era una cama con un agujero en el colchón.

Las sorpresas desagradables no terminaron ahí. Al amanecer, encontré frente a mi habitación un borracho sentado contra la pared desnuda. Llevaba en la mano una botella de whisky vacía. Apestaba a alcohol y a ropa sucia. Yo me asusté. Pensé que era un ladrón que se había metido en la casa. Él no se inmutó. Sólo después de unos minutos, como si reaccionase en cámara lenta, intentó ponerse de pie. No tuvo éxito, pero logró decir casi con propiedad:

– ¿Dónde se guarda el alcohol en esta casa, sobrina?

El hombre resultó ser tío Eddy, el hermano de la marquesa, un tarambana alcohólico que la familia de mi esposo mantenía oculto. Nadie lo había mencionado nunca y, desde luego, no lo habían invitado a mi boda. Pero después de cada borrachera demasiado escandalosa, lo enviaban al ingenio para que se calmase. Comprendí entonces que el ingenio San Juan era precisamente un desván de las miserias que la familia no quería mostrar al público. Como yo, por lo visto.

Al menos en un sentido, sí había que esconderme: yo era una inútil. Con el tema del mobiliario y el tío Eddy, simplemente no sabía qué hacer. Tuvo que venir mi madre, comprar muebles y sobornar al tío con un cargamento de ron para que desapareciese de mi vista. Yo sólo atinaba a llorar.

Ni siquiera sabía recibir a la gente. Para la primera visita que llegó -un grupo de primas de Manuel- quise preparar sándwiches y un cake como los que me habían enseñado a hacer en la escuela de cocina. Pero el pan tenía un agujero al medio y no servía ni para canapés. Y el cake se hundió. Y luego se quemó. Terminé arrojándolo contra la pared de la pura rabia. Decidí hacer un ponche por lo menos, pero la única botella de vino que encontré en la casa parecía una mezcla de jarabe y veneno. Tío Eddy había acabado con todo lo demás.

Mi desgracia no acabó ahí. Cuando llegaron las primas, salí a recibirlas con lo que yo consideraba mi atuendo de campo: un sombrero panamá, una camisa y un cigarrillo en boquilla… y ellas aparecieron decoradas con perlas y encajes.

De más está decir que mi marido no me ayudó en nada. Al contrario, desapareció después de la primera noche ahí. Pero en esos días, la persona que más me hacía sufrir era su odiosa madre.

La marquesa es la única persona a la que le he visto los ojos brillar literalmente de codicia. Era ambiciosa, y su esposo, un hombre muy triste. Nunca discutían, porque cuando él trataba de exponer un punto de vista, ella se limitaba a decir «Cállate y siéntate» y él obedecía. La pareja vivía de las viejas glorias familiares y trataba de disimular la decadencia en cada detalle. Al principio, cuando iba con mis padres a cenar a su casa, todo relucía, y la comida llegaba en hermosas vajillas y platerías. Tras mi boda, los ceniceros de plata se convirtieron en ceniceros de ferretería, el cristal se convirtió en vidrio, las alfombras se enrollaron para siempre y la plata se recogió. Sólo volvían a aparecer para las visitas importantes, lo cual no me incluía.

Entre el tío Eddy, mi desastroso matrimonio, mis primeros fracasos como señora de la casa y mi poco colaboradora suegra, me sentía muy sola. Albergaba grandes deseos de tener un hijo. Y por una vez, mi esposo estaba de acuerdo conmigo en algo. Aunque no por las mismas razones. Él quería un primogénito. Y yo creía que un bebé arreglaría mi matrimonio. Ésa es otra de las cosas demasiado ingenuas que una chica pensaba por esa época: si la pareja no va bien, convertirla en familia mejorará las cosas. No es muy lógico, pero así se decía.

El problema fue que, al parecer, yo había heredado las dificultades de concepción de mi madre. Perdí algunos embarazos hasta que el doctor recomendó que me pusiese unas inyecciones para ver si podía conservar el feto. Acabé yendo a ponérmelas a un hospital de chinos que, lo supe tarde, era el hospital más popular de abortos de Cuba, donde iban a interrumpir su embarazo las chicas americanas porque en Estados Unidos estaba prohibido. Para los chinos era un gran negocio, pero para mí fue un susto de muerte. Y tampoco tuvo resultados.

Durante todo este tiempo, mi suegra, en vez de apoyarme, me presionaba para que quedase encinta. Me trataba como a un animal de criadero. Y no perdía la oportunidad de deslizar comentarios hirientes sobre mis carencias como esposa, ama de casa y ahora madre. Cuando finalmente quedé embarazada, como a la cuarta vez, el doctor me recomendó mantener reposo durante los últimos cinco meses de la gestación en cama plana. Aun en esas condiciones, mi suegra me recriminaba que no tuviese un embarazo más normal. Esa mujer me desesperaba a tal grado que la fiebre me subía cuando me visitaba. Lo descubrió mi enfermera, y lo probó durante varias visitas. En cuanto la marquesa subía por las escaleras, la temperatura me aumentaba dos grados.

Todas estas cosas, además, me ocurrían en la más profunda soledad. No recuerdo haber hablado mucho de esos problemas con nadie. Ni siquiera sabía con quién podía hacerlo. Mi madre opinaba que las mujeres están hechas para aguantar y que el divorcio es un disparate. A la pobre, papá le ponía los cuernos un día sí y otro también, y ella lo sabía. Pero, aun así, nunca lo traicionó. Lo consideraba parte de su deber.

Al fin, mi niño nació y le pusimos Manuel, como su padre. Fue una pésima idea. Con un nombre así, sólo podía crearme problemas. Y con el tiempo, eso hizo.

De cualquier modo, el niño me convirtió en una mujer más segura, capaz de despreciar a su esposo con plena confianza. Di por terminada mi etapa idiota. Abandoné el ingenio de los marqueses y me busqué actividades que pudiese hacer por mí misma. Mi padre me regaló una casa al lado de la suya, que yo empecé a reformar. Me entretuve con eso durante un año, y cuando quedó terminada, me mudé ahí.

Pero los hombres son tan torpes. Desde el momento en que lo abandoné definitivamente, Manuel empezó a verme con otros ojos. Comenzó a llamarme de nuevo, y a dar señales de arrepentimiento. Me sacaba a cenar. Me llevaba a bailar. Claro que lo hacía por el dinero. Pero yo quería creerle. Y no quería que mi hijo creciese sin un padre. Ya lo sé, ya sé que estoy diciendo bobadas. Pero entonces no lo sabía. Al fin y al cabo, yo seguía siendo una idiota.

En Cuba, de hecho, nada dejaba de ser. Todo parecía repetirse eternamente, como si la vida fuese circular. Para confirmarlo, poco después del nacimiento de Manuelito, Batista regresó al poder.

Creo que nunca he escuchado a papá renegar tanto como en esos años. En la época de Trujillo, sólo se criticaba en voz baja. Pero ahora, papá ventilaba sus quejas sobre la prepotencia de Batista en todos los almuerzos familiares y frente a cualquiera que lo quisiese escuchar. A veces, incluso venía a ver mis trabajos de decoración, y después de fingir interés por mis tapices, empezaba con la letanía. Simplemente quería que alguien lo oyese, aunque fuese yo. Lo que más le molestaba era el descaro del dictador. Batista llamaba personalmente a su oficina y le decía:

– Oiga, Minetti, tengo un amigo al que aprecio mucho y me gustaría regalarle un auto por sus servicios. Un Oldsmobile estaría bien.

– Muy bien, señor Batista -papá siempre se negó a decirle «presidente»-. Envíe a alguien a ver los modelos y estoy seguro de que le podremos hacer un precio especial.

– ¿Un precio especial? Bueno, mire, yo creo que enviaré a este señor a que escoja él mismo y usted lo cargará en mi cuenta.

– Lo lamento, señor Batista. Los autos sólo pueden salir de aquí pagados. Puede usar una línea de crédito si quiere…

– Pero estoy seguro de que usted podrá hacer una excepción debido a nuestras buenas relaciones.

– Algunas reglas no tienen excepción, señor Batista. ¿Usted da concesiones de explotaciones bajo palabra? No, ¿verdad?

– Pero no es lo mismo.

– Para mí, sí.

Batista, acostumbrado a obtener lo que quería con sólo ordenarlo, no podía soportar que papá le negase un capricho. Y vaya si tenía caprichos. No pagaba las cenas en los restaurantes, ni las cuotas de sus préstamos, y ay de quien intentase cobrarlos. Para él, eso era una especie de beneficio extra del poder.

Papá siempre había sido muy práctico y adaptable. Estaba dispuesto a negociar. Pero el sargento venía con todo el apoyo de los americanos para poner orden, el orden que ellos necesitaban, cualquier orden, su orden. Para colmo, aún le dolía la actitud de Batista ante su expulsión de Cuba por la Guerra Mundial. Por eso, desde la llegada del dictador, papá se convirtió en un feroz opositor desde su periódico. Y Batista tampoco tenía paciencia para críticas.

En enero y mayo del 53, surgieron sendas órdenes de silencio contra papá desde los despachos del Ministerio de Gobernación. Ambas fueron revocadas por la presión del Bloque de Prensa. Eran demasiado descaradamente dictatoriales. Pero el 26 de julio la situación dio un vuelco que terminaría por perjudicar a papá de muchas maneras y durante largo tiempo.

Ese día, un grupo de revolucionarios trató de asaltar el cuartel Moncada en Santiago, sede de la jefatura del Primer Distrito Militar de Cuba. A la cabeza de los rebeldes figuraba un joven militante del Partido Ortodoxo llamado Fidel Castro. La reacción de Batista entonces sí que fue furiosa. Y ahora, tenían la excusa perfecta para suspender las garantías democráticas: lo que ellos llamaban «terrorismo».

La inseguridad le dio a Batista la mejor justificación para acallar todas las voces que no se plegaran a su impopular régimen. Esta vez, la orden de censura contra los medios de prensa fue imparable. Batista no sólo apeló a los medios militares y legislativos. Como Trujillo había hecho casi veinte años antes, le arrebató a mi padre la concesión de automotores y se la dio a la Chrysler.

Papá volvió a ver todas las cosas que conocía ya desde la época en la República Dominicana. Las auditorías insospechadas, los problemas burocráticos, la prepotencia de las autoridades. Si no podía meterlo preso, Batista estaba decidido a arruinarlo.

En esta situación, los contactos en la CIA no servían para gran cosa. Mi hermano trató de interceder ante sus jefes, pero Dulles se carteaba con Batista y admiraba su política de represión del comunismo, que consideraba una de las más firmes del mundo. Los amigos de la Mafia tampoco ayudaban. Ellos tenían sus propios problemas. Los grupos financieros de Estados Unidos querían acabar con su competencia, y los iban sitiando. Papá estaba derrotado.

En esas condiciones, el 11 de noviembre de 1953 Batista le ofreció una reunión a papá. El tema a tratar no era ninguna sorpresa: los medios de prensa de la familia. Minetino era partidario de vendérselos a Batista para que nos dejase en paz. Pero papá sabía que sin El Universo, su principal arma de defensa, quedaría fuera de combate.

El día del encuentro, Batista estaba amable, con la amabilidad de quien sabe que tiene todo bajo control.

– Tenemos una situación de emergencia, don Minetti -en venganza por aquello de «señor Batista», el dictador llamaba a mi padre «don», sugiriendo su implicación con la Mafia-. Debemos garantizar la seguridad de la nación y para eso es importante llevar una campaña informativa impermeable al comunismo.

– Lo mejor es mostrar que hay libertad de expresión… -papá ensayó el discurso que funcionaba con los presidentes democráticos.

– Don Minetti, no sea usted comemierda -interrumpió Batista. A esa reunión no se iba a negociar sino a recibir órdenes.

Al salir del despacho presidencial estaba claro que el diario y todos los medios de comunicación de papá cederían su línea editorial a Batista. No habría censura explícita en principio, pero entraría si se hacía necesaria. El diario podría seguir informando con sobriedad, pero nunca en oposición. Además, Batista tenía otra demanda, una aún más ambiciosa: el cierre del banco de papá, que debía ser una señal a los Estados Unidos de que sólo Batista podría lavar dinero en Cuba. Si aceptaba, papá perdería capacidad de presión financiera y política. Si no aceptaba, podía perder mucho más.

Papá aceptó.

Pero no era el único dueño del periódico. El otro gran accionista, Luis Ordóñez, que además era el director, se negó a cambiar la línea editorial. Creía que Batista no duraría mucho, y ya estaba haciendo planes para su caída. Quería montar un escándalo internacional por las presiones contra la libertad de prensa. Quizá años antes papá lo habría secundado. Quizá hasta habría conspirado para asesinar a Batista. Pero supongo que en ese momento simplemente estaba decepcionado de todos y de todo, y lo único que quería era llevar la fiesta en paz.

Papá no discutió con Ordóñez. Esperó con paciencia mientras el diario continuaba publicando furiosos editoriales contra el gobierno. Sabía lo que pasaría. No hacía falta ser un genio para imaginarlo. El 1 de enero de 1954, finalmente, un grupo de agentes del Servicio de Inteligencia Militar fue a buscar a papá a su oficina. Era de noche. Iban armados.

– Usted y nosotros nos vamos al periódico, señor Minetti. Órdenes del coronel Ugalde Carrillo.

Papá no se resistió. Lo subieron a un auto y lo llevaron. Ordóñez estaba ahí. Los agentes lo detuvieron a él y a todos los periodistas que encontraron. Pararon las rotativas y rectificaron lo que consideraron necesario. Papá se preguntaba qué harían con ellos y qué harían con él mismo. A la mayoría los soltaron a las cuatro de la mañana.

Pero de Ordóñez nunca volvió a saberse.

Por entonces, mi principal ocupación era salvar mi matrimonio. Y en 1956 nació mi hija Diana, haciéndome creer que lo lograría. Yo estaba radiante. Mi marido fingió que me quería durante un mes seguido, sin desaparecer. Hasta la insoportable de mi suegra me llevó flores. Y sin embargo, para mi sorpresa, papá no fue a la clínica a conocer a su nieta. Ni siquiera envió una tarjeta. Mamá sencillamente me dijo:

– Tu padre tiene cosas importantes que hacer.

Me ofendí mucho por su ausencia, hasta que mamá me explicó la razón: papá estaba escondido. El jefe de los servicios de inteligencia militar, Blanco Rico, había sido asesinado en la puerta del cabaret Montmartre, propiedad de mi padre, y la policía había culpado a papá de la falta de seguridad en sus locales. Papá había sido citado a declarar, como si hubiese planeado el asesinato él mismo. El gerente del local había tenido que huir a Caracas. Papá no estuvo visible para nadie hasta tener garantías de que no sería detenido.

Cuando volvió a casa, una semana después, ni siquiera me pidió disculpas. Actuó como siempre, como si nada hubiese ocurrido. Yo de todos modos no le reproché su ausencia. Comprendía que él ya tenía bastante. Paso a paso, la isla iba convirtiéndose en un campo de batalla, y papá iba perdiendo sus trincheras.