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Mankiewitz. Doctor Mankiewitz, según me lo habían presentado. En el Perú, todos son doctores: los abogados, los economistas, los importantes. En la sierra, a los blancos con corbata se les dice doctor, a los sin corbata, ingeniero. «Doctor» no es un título académico sino un tratamiento de cortesía. No se me había ocurrido que Mankiewitz era un doctor de verdad.
Un oncólogo, para ser exactos. Tenía una fundación de investigación contra el cáncer, donde trataba a Diana Minetti. Mientras escribía desesperadamente, una parte de mi cabeza iba atando cabos con lo que él me había contado por teléfono. Mis estancias en hoteles en París, las desapariciones de Diana, no se debían a que ella dudase de mí o a que tuviese un amante. Sólo se estaba muriendo y no era capaz de decirlo. No podía dejar que nadie la viese débil, enferma, haciendo el viaje de su esplendor a la rigidez de la muerte.
Según Mankiewitz, Diana había llegado a París cuatro años antes, desahuciada por toda la ciencia de los Estados Unidos e Inglaterra, para recibir un tratamiento experimental y prolongar su existencia hasta donde fuese posible. Cuando confirmó que no le quedaba mucho por delante, compró un sepulcro en Père-Lachaise y me contrató para redactar sus memorias. Tras un año tratando de estafar a la muerte, el sepulcro y su historia eran lo único que quedaría de ella en el mundo.
Mankiewitz me pidió una versión final del libro, según dijo, para leérsela en sus últimos momentos. Le prometí un borrador presentable en un par de días. Se la llevaría personalmente a Diana mientras estaba consciente. Me sentía culpable con ella. De haber sabido lo que ocurría, toda nuestra historia habría sido diferente. Ella sólo quería una fotografía de su vida, como las que tenía de su padre y de su madre en su mesa de noche. Agradable, iluminada de un modo que suavizase los ángulos más duros, distinguida. Yo le había contado, la mayor parte del tiempo, un cuento policial con una narradora que ella no reconocía. ¿Cuál es la verdadera historia de la vida de alguien? ¿Quién debe decidir qué hechos caben en ella y cuáles no? Quienquiera que fuese, no era yo.
Escribí como un poseso esos días, sin salir de mi estudio, movido por un intenso sentimiento de culpa. Paula no había regresado, pero yo tampoco la había buscado. La muerte siempre es más urgente que el amor.
Escuché de nuevo todas las grabaciones, empecé a tratar de pintar el tiempo en que vivía Diana, a transcribir sus recuerdos, ya no los más escandalosos sino los más pequeños, las pinceladas de su vida que representaban personas, hechos y lugares mencionados sólo una vez pero sellados para siempre en su memoria, esa memoria de la que sólo quedaría un montón de papeles, un espacio de mi disco duro con copia de seguridad en disquette. Quise rescatar cada recuerdo y robarle a la muerte los momentos dispersos de Diana. Me arrepentí de cada frase dejada de oír, de cada palabra que había discurrido entre mis ansias de champán y mis delirios conspiratorios. Eran como metros de terreno abandonados a la nada, perdidos para siempre.
Como Diana no estaba para hablar con la agencia de viajes, compré yo mismo los pasajes a París. Incluiría el gasto en mi última factura. Nunca había tenido que recordarle a Diana que me pagase, esperaba no tener que hacerlo ahora, en su lecho de muerte. Me levanté todos los días a las ocho y me acosté a las tres de la mañana, sin dejar de trabajar para que toda la vida de Diana pasase frente a sus ojos en el momento final.
Para el sábado, el libro estaba terminado. No habíamos llegado a las cuatrocientas páginas y quedaban muchos detalles que revisar, pero pensé que bastaría como versión preliminar de lo que ella nunca llegaría a ver.
Me levanté a las seis de la mañana sin necesidad de despertador. A las seis y cuarto, cuando estaba a punto de salir, sonó el teléfono. Era Mankiewitz.
– No podés venir, viejo. Diana no puede ni hablar.
– Ya tengo los pasajes. Iré y esperaré, a ver si mejora…
– Aquí no te va a atender nadie, como comprenderás. Las cosas no están para eso. Mándame el libro por mail que yo se lo muestro. Creo que podremos salir de la crisis la próxima semana, al menos podemos darle unos días de consciencia más. Y venite el próximo fin de semana.
La batalla se limitaba a eso, a darle a Diana unos instantes más para revisar su vida y preparar su muerte. Según Mankiewitz, en sus momentos de vigilia ella no hacía más que firmar papeles, ordenar movimientos de cuentas, dejar todo atado y bien atado para que no hubiese problemas de sucesión. Ella detestaba muy especialmente los problemas de sucesión.
– Odio decir esto, Mankiewitz, pero yo también tengo que cobrar los últimos dos meses y los pasajes.
– Manda la factura con el libro. Yo me ocuparé de todo. Adiós.
No pude cambiar los pasajes de avión, que por baratos eran intocables. Tuve que comprar otros y dar por perdidos mis últimos ahorros. Pero, al menos, gané más tiempo para redondear el libro, para que cualquier detalle de nuestras conversaciones tuviese un lugar en él. Me obsesionaba que toda la memoria debía quedarse registrada para trascender a la muerte. Para eso son los libros, ¿no?
Un par de veces, al tomarme un respiro y salir de mi estudio, tuve la sensación de que algo había cambiado en la casa. Como estaba absorbido por el trabajo, no le daba demasiada importancia. Sólo la víspera de mi viaje, al abrir el armario para hacer la maleta, comprendí que faltaban cosas. Paula había estado yendo a la casa para recoger su ropa. Y yo ni siquiera lo había notado.
Me había olvidado por completo de ella.
En fin, mi viaje a París nos daría tiempo para enfriar las cosas y dinero para salir de apuros. Diana siempre me había salvado y esta vez no sería la excepción. Por la noche, soñé conmigo mismo. Tenía ochenta años y era un escritor rico y famoso, pero sufría del mal de Parkinson y había contratado a un chico para escribir mis memorias. Después de un año trabajando, el chico había escrito un tratado sobre política peruana. Mi nombre sólo aparecía en un capítulo: «Cómo perdí a la última persona que me amó en mi vida». Después el chico se convertía en Paula y me estrangulaba con sus propias manos. Desperté sudando con el timbre del teléfono. No sabía si me lo estaba imaginando o el teléfono sonaba como si fuese a explotar, como apremiándome a contestar. Una vez más, era Mankiewitz, la única persona que me llamaba:
– Olvidalo. Esta semana tampoco venís.
– Ya he comprado otros pasajes.
– Sí, bueno, decíselo al cáncer. Él también compró pasajes ya para Diana.
– Mankiewitz, por favor…
– Por cierto, está muy bien el libro. Podría ser un best seller de aeropuerto eso.
– ¿Se lo has leído a ella?
– Todavía no tiene suficiente consciencia. Pero escúchame. Me ha dicho algo interesante. Dice que tenés un contrato de confidencialidad firmado. Que no podés publicarlo.
– Qué estupidez. Ella quiere que se publique.
– Sí, ella está preocupada porque quiere que se publique. Pero con ese contrato de por medio, te puede caer una denuncia…
– ¿De qué estás hablando?
– A ver si me explico. Yo quiero que el libro se publique. Ella quiere que se publique. Pero hay que ver cuál es la situación legal de ese libro, ¿me entendés?
– No.
– Yo voy a tratar de ayudarte con este tema, vos quedate tranquilo. Y considerá la posibilidad de pasar un porcentaje de los derechos a mi fundación contra el cáncer. Eso sería lo correcto.
– ¿Por qué?
– Esos son los deseos de Diana. Me ha donado en herencia veinte millones de dólares. Y creo que también va a querer que un porcentaje de sus memorias vaya a la fundación, y que en ellas se mencione el trabajo que hacemos aquí. Podríamos conversar al respecto…
– Conversaremos con Diana.
– Diana no está en condiciones de conversar. Yo le hablaré de esto cuando la vea bien, junto con el tema de tu factura. Todo está en mis manos.
– Voy este fin de semana.
– No podés…
– Voy este fin de semana, Mankiewitz. Ya hablaremos.
Colgué. Necesitaba orden y concentración. ¿Qué estaba tratando de hacer Mankiewitz? ¿Embolsicarse un porcentaje? ¿O chantajearme directamente? Sólo él podía hablar con Diana, sólo él la veía todos los días. ¿Se aprovecharía de eso en esos momentos? No se lo permitiría. Viajaría a París a hablar con él y ver a Diana en cualquier caso.
No podría quedarme en su casa, claro. Necesitaba un lugar para pasar un par de noches, sólo eso, un par de noches mientras arreglaba las cosas con Mankiewitz y Diana, los tres reunidos con mi factura y mi libro. No podía posponerlo más, cada minuto valía oro. Llamé a Mariela.
– Hola, linda.
– ¿Quién eres? No me digas que eres el cabrón que un día dejó de visitarme y nunca más llamó por teléfono siquiera…
– Mariela, no te pongas así… Mi vida se complicó un poco.
– Ni una llamada.
– Ya, es que…
– ¿Cuántas veces has estado en París? ¿Cuántas?
– Unas ocho o doce, no sé.
– Qué cabrón. ¿Qué pasa? ¿Te aburrías conmigo?
– ¿Qué dices, Mariela? Si eres simpatiquísima…
– Ja, ja.
– Recuerda cómo nos hemos reído siempre juntos. Siempre la hemos pasado bien… Si no te vi más fue porque no pude, de verdad…
– ¿Y entonces ahora qué quieres?
– Es… un poco largo de explicar, pero… Si quieres que nos veamos, podemos hacerlo este fin de semana. Ya te contaré. ¿Me puedo quedar en tu casa?
– No sé.
– Mariela, por favor, no me hagas esto. Necesito quedarme contigo y hablaremos de lo que quieras, ¿ok? No me falles. Será sólo un fin de semana.
Costó muchos mimos y arrumacos convencerla. Le dije «corazón», le dije «te adoro», le dije «te compensaré» y «necesito pasar estas noches contigo». Al fin, aceptó. Me quedaría en su casa, y desde ahí llamaría todo el fin de semana a Mankiewitz hasta que se dignase recibirme. Todo estaba resuelto. Todo… excepto la cara de Paula, que estaba en la puerta y había escuchado mi conversación con Mariela, mis arrumacos, mis «corazón».
Había odio en su mirada.
Traté de pensar una reacción rápida, pero nada llegó a mi cabeza.
– No puedo creerlo -dijo una Paula pálida-. Te ha faltado tiempo para buscarte a otra, ¿verdad?
– ¡Paula! No es lo que parece. Es que… Verás, Diana se está muriendo y…
– No necesitas buscar explicaciones.
– Te estoy diciendo la verdad, mi amor, por fav…
– ¡Deja de mentirme!
Se encerró en el cuarto. Toqué la puerta varias veces, la llamé. No contestó, pero me pareció oír sus sollozos. Quizá me los imaginé. Pasé el día volviendo a su puerta cada media hora y preparando mi viaje: revisé el libro y la factura, anoté en varios sitios el número del doctor para no olvidarlo en ningún caso. A la hora de comer, le dejé a Paula una pizza en la puerta. Una hora después, la pizza seguía intacta y pastosa, como un enorme chicle de queso. Recién al anochecer, Paula salió. Tenía los ojos hundidos y la cara verde. Dijo:
– Bien, lo he pensado… Creo que podemos arreglar esto.
– Yo también. Me alegra oír eso. Conversemos como dos adultos.
Hablábamos bajito, como quien escucha un rezo fúnebre, un réquiem por el amor. Paula rechazó el té que le ofrecí. Dijo:
– Te quiero mucho, te he querido todo este tiempo y he aceptado muchas cosas para quedarme contigo. Pero si vas a la casa de Mariela este fin de semana, te puedes olvidar de mí.
– Paula, lo de Mariela es una tontería, no significa nada…
– Creo que no me estás escuchando.
– Ni siquiera vamos a dormir en la misma habitación.
– Ese apartamento sólo tiene una habitación. Tú mismo lo dijiste.
– No me pidas eso, Paula. Por favor. Ese doctor de mierda me está chantajeando…
– Sigues con tus delirios de la Mafia. Pero tú ¿qué crees que soy? ¿Por quién me tomas?
– Paula, es verdad.
– Es mi última palabra. Dormiré en esta casa. Mañana, cuando despierte, quiero verte aquí. De lo contrario, cuando vuelvas, serás tú el que no me vea.
Luego se volvió a encerrar en el cuarto. Hice algunos intentos más para que saliese, le toqué la puerta, le canté, le supliqué. Pero no podía dejar de ir a París. Estaba en juego el libro, la vida de Diana y el hijo de puta de Mankiewitz. Pasé la noche temblando en el sofá, preguntándome por qué la única verdad de mi vida parecía mentira. Como la vida de Diana, que ni siquiera sabía quién era, de dónde venía, rodeada de mentiras hasta en los rincones más ocultos de su historia. No me costó despertar a las seis. No dormí realmente en toda la noche. Dejé en la puerta de Paula una nota pidiendo que me esperase, por favor, te amo, y salí.
En el aeropuerto Charles de Gaulle compré una tarjeta telefónica y me dirigí a casa de Mariela. La saludé cariñosamente, la puse al tanto de la historia y dediqué la mañana a joder a Mankiewitz:
– Ya llegué, Mankiewitz. Quiero verlos a Diana y a ti.
– Llamame en dos horas.
Y yo llamaba en una hora. Pasé el día así, esperando, tenso, mientras él me daba largas. Al final apagó su teléfono. Me di cuenta de que no tenía nada más que hacer que esperar. Estuve llamando a casa en Madrid, tratando de hablar con Paula. Ella nunca contestó el teléfono. Pensé que me daría un infarto de tanta angustia.
Para relajarme, Mariela me llevó a pasear a los jardines de Luxemburgo. Había una fuente llena de pajaritos y muchos niños franceses rubios y robustos jugando en torno a ella. Dije:
– Ya habíamos estado antes aquí, ¿verdad?
– Tú y yo, no. Estuvimos yo y el chico que tú eras antes de publicar libros y viajar por el mundo.
– ¿Eso crees? ¿Que publico libros y viajo por el mundo?
– Es verdad, ¿no? Antes eras un irresponsable. Y eras divertido. Ahora parece que sufrieras estrés de ejecutivo.
Le hablé de mis trabajos como repartidor de volantes porno, mis problemas de papeles, le conté mi colección de bochornos con escritores importantes. Se rió:
– Tú querías ser un escritor, ¿no? Ahora eres un escritor. Tienes que vivir esas cosas para poder contarlas.
Tenía razón. Pero sobre todo, me conocía. Hacía tiempo que no oía a nadie que me conociese de verdad. Fue como si un peso abandonase mis hombros, mi espalda, mi último año de vida.
Mariela no estaba tan contenta. Todas sus experiencias sexuales con franceses habían sido lamentables, quizá más por su fastidio contra Francia que por culpa de sus amantes. Estaba harta de ser empleada del hogar a cambio de alquiler y de tener que salir de su casa para ir al baño y mear de pie porque así son los baños en Francia. Estaba cansada de hacer un doctorado en estudios latinoamericanos y no conseguir trabajo más que cuidando bebés. No soportaba más el vino y el queso, que además eran carísimos, ni los ásperos modales parisinos. Estaba sola, con su carota mexicana de árabe un poco opaca de tristeza. Comprendí que mi vida, que yo consideraba penosa, seguía siendo mejor que otras.
– Me voy a regresar en un mes -dijo Mariela-, así que supongo que ésta será la última vez que nos veamos.
– Nos podemos ver en México, ¿no?
– ¿Algún día vas a ir a San Luis Potosí? N'hombre. Ahí no va nadie. Sólo los que somos de ahí.
Después fuimos a la plaza de la Concordia. La rueda de la fortuna ya no estaba. Nos desviamos y caminamos a lo largo del Sena conversando, interrumpiéndonos cada hora para que yo llamase a casa y a Mankiewitz. Tras la cuarta llamada sin respuesta, comprendí que no tenía más remedio que relajarme y disfrutar de Mariela. Nos habíamos perdido un pasado juntos y ya no tendríamos un futuro. Eso le da a uno cierta tranquilidad para conversar de todo: de los planes, de los recuerdos, de las imágenes del tiempo que se proyectan en el presente, como la sombra de los puentes sobre el río. París parecía una buena ciudad para ser feliz. Mariela la consideraba la peor del mundo para estar triste. Diana la había escogido para estar muerta.
Al final de la tarde, Mankiewitz contestó al fin el teléfono.
– ¿Qué tal? ¿Estás chingando con tu amiga mexicana?
– No seas imbécil, Mankiewitz.
– Quedate tranquilo, ya pasé tu factura. Deben hacerte un giro el lunes.
– ¿Y qué pasa con el libro?
– Mira, viejo, te diré la verdad: esta casa está llena de gente compitiendo por ver quién quería más a la vieja para ver qué le sacan en el testamento. No hay tiempo para hablar de boludeces. Yo te digo que no te voy a denunciar por publicarlo, pero que ese contrato sigue por ahí firmado y nadie sabe dónde carajo está.
Mankiewitz se estaba desembarazando de mí. Le resultaba incómodo discutir conmigo, una complicación más de las que surgen en tropel cuando hay que repartir la vida de alguien. No estábamos lejos de la casa de Diana. Le pedí a Mariela que me acompañase hasta ahí. No había ningún movimiento especial en la avenida Roosevelt. No me atreví a tocar el timbre de Diana.
Por la noche, bebimos tequila que Mariela tenía en su apartamento, «para preparar el regreso». Bebimos demasiado, creo. Se suponía que yo había conseguido algo de ese viaje, pero aún no sabía qué. Cuando ya íbamos bastante borrachos, me di cuenta de que estábamos sentados, casi recostados, muy juntos en el sofá cama de su apartamento.
– ¿Cómo es que no tienes un novio aquí?
– Ya te he dicho que los pinches franceses son imposibles, güey.
– Hay de todas partes aquí.
– Hay algunos argentinos. Siempre hay argentinos en todas partes.
– Hay peruanos.
Ella no respondió. Arrimé un poco mi cuerpo hacia el suyo. Una mentira más, pensé. Para rematar la faena. Le toqué la mano. Ella cerró los ojos. Acerqué mi cara hacia su cuello. Olía a perfume y tequila. Le pasé una mano por el pelo rizado y negro, de mexicanota. Le besé la mejilla, la base del cuello y el final del cuero cabelludo. Traté de voltearla hacia mi boca. Cuando nuestros labios estaban muy cerca, se apartó.
– Será mejor que vayamos a dormir -dijo.
– ¿Hice… algo malo?
Sonrió, como una madre le sonríe a un niño travieso y además tonto.
– No.
Lo dijo con naturalidad y sin explayarse en el tema. No dio explicaciones de por qué no ni por qué nada. Sacó un colchón del armario y me dio a entender con un gesto que era para mí.
Al día siguiente, con los croissants del desayuno, siguió hablando de otras cosas, como si nada hubiera pasado. Nunca volvería a verla.
Regresé a Madrid sin terminar de entender qué había hecho en París y por qué era tan urgente. Al llegar a mi apartamento, empecé a preguntarme lo mismo sobre España. Mi casa estaba vacía. Paula se había llevado hasta el colchón que recogimos de la basura. Sólo había dejado, en un sobre junto a la puerta, su juego de llaves y su mitad del último alquiler.
Durante los días siguientes, busqué a mi novia en casa de todos los amigos comunes. Llamé a quien pudiera conocerla: su primera residencia de estudiantes, los compañeros de la escuela. Recordé que había montado una obra de teatro en algún momento, quizá mientras yo estaba de viaje, porque no la había visto. Busqué a los de su grupo de teatro. Al fin, Javi me llamó por teléfono. Dijo que tenía un mensaje de Paula. Nos citamos en el café de las presentaciones de libros. Lo primero que él dijo fue:
– Paula te odia.
– Nunca le fui infiel, Javi.
Aunque no sabía si eso era verdad.
– Ella no me ha dicho que hayas sido infiel. Sólo que eres demasiado egoísta.
– Dile que hable conmigo. Lo aclararé todo. Cambiaré.
– Pudiste cambiar muchas veces. Te lo advirtió. Hasta yo te lo advertí, tío. Te lo digo como amigo: eres un monstruo.
– ¿Dónde está Paula?
La mirada de Javi me respondió por sí misma. Era una mirada que confesaba lo que sus labios no se atrevían a decir.
– Javi, no me digas que tú…
– Hombre…
– Tú y Paula…
– ¿Y qué querías? Tú ni siquiera estabas en la casa. Y cuando estabas, ni siquiera escuchabas.
– Y tú te follabas a mi novia para consolarla, ¿no? Eres un hijo de…
Traté de levantarme para golpearlo, pero no tenía fuerzas ni para eso.
– No es sólo Paula, ¿qué pasa con tu tía, la que te prestó el piso cuando llegaste a Madrid? ¿La has visitado una sola vez, cabrón, desde que se separó de su esposo? ¿La has llamado al menos?
– Ya. Sólo eso faltaba. ¿Me vas a dar lecciones de moral después de tirarte a mi novia?
– No es lo que crees -y ahora, el viejo Javi, el fumón de la PlayStation, adquirió un aire serio, casi adulto, antes de dictar la sentencia final-. Voy a casarme con Paula.
– Oh, mierda.
– Así arreglaremos su situación legal… y de paso, mi vida. Ella me ha dado estabilidad. Estoy trabajando.
– ¿Dónde?
– En un alquiler de juegos de vídeo.
– ¿En un alquiler…? -de repente, dejé de sentir rabia. Ya no sentía más que asco-. ¿Sabes lo que eres, Javi? Eres un puto perdedor. Eres lo más patético que he tenido la mala suerte de conocer.
– ¿Sí? Pues ya me dirás quién de los dos ha perdido esta vez.
Javi se levantó de la mesa y se largó.
Ni siquiera pagó su café.
Tuve que pagar yo, y me quedé sin efectivo. Afuera, al tratar de retirar dinero de un cajero, descubrí que mi cuenta de ahorros seguía en números rojos. El giro prometido por Mankiewitz no había llegado aún.
Rápidamente, se me olvidó el episodio Javi. Fui a casa y llamé a París para preguntar qué había pasado. Esta vez, me contestó la secretaria.
– Lo siento -me dijo-, hay demasiadas cosas que no hemos tenido tiempo de atender… Estamos saturados.
– Me lo imagino, sí.
– Trataré de resolver lo de la transferencia cuando acabemos con todos los responsos y el entierro.
– ¿El entierro? ¿Ya están viendo eso?
– Es hora de verlo, sí.
– ¿No es un poco prematuro?
– Oh, ¿no lo sabe usted? Pensé que el doctor Mankiewitz se lo había dicho. La señora Diana murió ayer. Ya no se podía hacer más por ella. Lo siento.
Ahora todo estaba sellado. Era el fin. Los jugadores abandonan la cancha ante el temporal y suspenden el partido sin hacer preguntas complicadas como cuál fue el marcador. Fin de campeonato: como en el fútbol peruano, todos pierden. Especialmente yo.
– Estamos muy ocupados por eso -continuó la secretaria-. Han venido los hijos a arreglar los detalles administrativos.
Los hijos. Al fin habían aparecido, con el tiempo justo para ver el rigor mortis. Me pregunté si habrían llegado a encontrarla viva, si la última imagen que su memoria había registrado era la de sus hijos al pie de la cama. Quién sabe si hubo una reconciliación final o no. Querer a alguien es olvidar, al menos parcialmente, sus defectos, sus traiciones, perdonar aunque joda. ¿Sabría olvidar Diana en su lecho de muerte, ella que nunca tenía conversaciones personales, que nunca admitía penas, que siempre estaba radiante con su peluca blanca y elegante cayéndole sobre los hombros, que era incapaz de confesar que estaba triste y sola y que su cuerpo luminoso de setenta años se lo iban a comer los gusanos? ¿En nombre de qué podría perdonar una mujer que siempre había estado sepultada, metida en su palacio impenetrable, aislada de la vida real?
No moví un músculo durante las siguientes veinticuatro horas. Me quedé como muerto yo también, paralizado en el sofá, deseando un infarto y rememorando cada segundo del último año con ella, con Paula y Mariela, con todas las mujeres que acababa de perder. Conforme a la tradición, me despertó el teléfono al día siguiente. No me sorprendió oír la voz de Mankiewitz.
– Viejo, se nos fue.
– Ya. Me lo habían dicho.
– No voy a soltarte una oda póstuma. Te llamo porque el hijo está aquí en París. Quiere ver el libro.
– ¿Y quién le ha hablado del libro?
– ¿Qué querés, que le mienta? Hay un libro y él tiene que autorizar su publicación.
– Le va a encantar. He pensado titularlo: «Mis hijos me robaron y mi padre era mafioso».
– Pará, viejo, pará. El tipo tiene clase. Es muy amable. Parece razonable. Y tiene mucho dinero. Ha venido en su avión privado.
– Sí, sé de dónde sacó el dinero.
– Mirá, las familias involucradas en tu libro son muy poderosas. Si sos un boludo salvaje, vas a publicar eso inmediatamente y vas a tener un best seller periodístico. Y te van a hundir. Cuando acaben contigo, no te vas a poder comprar ni un café por el resto de tu vida. Si no, quizá podés llegar a un acuerdo con el hijo.
– Un acuerdo.
– Y sí. Quizá te permita publicarlo cambiando un par de cosas. Quizá quiera hasta pagarte. ¿Cuánto te pagó la vieja?
– Pues…
– ¿Veinte mil? ¿Treinta mil? Él te puede dar el doble. Para él, esa guita no significa nada, viejo, es lo que le da al que le cuida el auto.
– ¿Cuál es tu interés en esto, Mankiewitz?
– No, ninguno, lo que sea mejor para vos y el libro, ¿viste? Al principio me preocupaba que se dijese que el dinero de mi fundación venía de la Mafia…
– Y viene de la Mafia.
– Pero este hombre no es un mafioso, che, por favor, tendrías que ver lo elegante y lo amable que es, un caballero. Ha mostrado la mejor disposición hacia la fundación…
– Qué generosidad. Tú lo que quieres es quedar bien con él.
– Y vos también deberías. Yo le he dicho que no te preocupa el dinero sino la gloria periodística. También le he dicho que le mandarás el libro…
– ¿Para qué le voy a mandar el libro?
– Porque, si no, se lo voy a dar yo. Pensátelo. No hagas boludeces. Él sólo quiere que su nombre no aparezca.
– Su nombre es lo que le da fuerza a este libro. Lo que le da la realidad. ¡Es una historia real!
– Bueno, yo ya te dije lo que te tenía que decir. Te mando sus datos por mail. Adiós.
Sólo conseguí moverme horas después, cuando descubrí que me había quedado sin cigarrillos. No hice grandes esfuerzos por bañarme ni parecer un ser humano. Bajé como estaba. Al volver, encontré un paquete en el buzón. Parecía una carpeta de documentos. Probablemente un envío de la abogada. No pensaba ni abrir el sobre, hasta que vi el remitente. Era de Diana. Tenía su sello y su sobre membretado personal.
Corrí por las escaleras hasta llegar a mi apartamento, encendí un cigarro, preparé café y traté de serenarme. Respiré hondo varias veces, aunque tenía los pulmones llenos de humo. Abrí el sobre. En el interior había veinte cuartillas llenas con la pulcra e inconfundible letra de las pasionarias de Diana. Sin duda, las últimas páginas que había escrito antes de morir.