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Cariño:
Si recibes esta larga carta, es que hay malas noticias. Supongo que ya las conocerás. Mi secretaria tiene orden de enviarte estas líneas cuando todo haya terminado. Ojalá no tuvieras que recibirlas nunca. Me temo que lo harás pronto.
¿Cuánto tiempo llevamos trabajando juntos? ¿Un año, más o menos? Tengo la sensación de que nunca hemos hablado de lo más importante. No es culpa tuya, mi biógrafo. Has sido un buen chico. Hasta me has enseñado cosas que yo no sabía. Debo agradecértelo. Llego al final de mis días sabiendo quién fui. Y no todo el mundo puede decir eso. Pero aun así, todas nuestras entrevistas, los viajes, todas esas páginas que has escrito sobre mí, siguen sin llegar al punto. Y me temo que ya no tendremos tiempo de llegar juntos.
No me quedan muchas fuerzas. Paso mis horas de conciencia administrando mi muerte, y trato de dejar un recuerdo para cada persona que haya estado conmigo. Para ti, mi biógrafo, tengo estas páginas que garabateo en mi cama, antes de que se apague la luz. No están bien escritas, supongo, pero tú sabrás disculpar mis errores de estilo. No soy escritora como tú. Sólo soy yo.
Después de tantas vueltas, mi historia termina donde empezó: en Santo Domingo. Otra vez esa ciudad caótica, con sus edificios coloniales y sus callejones malolientes. Otra vez ese mundo microscópico. Y otra vez, querido, una boda de relumbrón en la familia, con orquesta y champán y promesas de felicidad para siempre.
Ya has escuchado esta escena, ¿verdad? Las buenas familias uniendo sus destinos y sus cuentas bancarias, como familias reales de un imperio tropical. Pero el vestuario de la escena es diferente: corre 1970. Es el último acto de la obra. Y los personajes también son otros. Frente al cura, no estoy yo, ni mi madre, ni ninguna de las mujeres de la familia. Esta vez, es mi hermano Minetino el que intercambia anillos y promete fidelidad. Minetino, ya conocido por todos con ese nombre, como una réplica en miniatura de mi padre. Los Minetti volvemos a casa y, como siempre, entramos en ella por la puerta grande.
La novia se llama Eulalia Picciardi, y no es nueva. Durante los años treinta, Eulalia fue la parejita oficial de un Minetino que aún ni siquiera tenía pelos en la cara. Pero ya lo sabes, ésa era una época difícil para nosotros: papá estaba exiliado, su relación con Trujillo era imposible y sus bienes estaban congelados. Sus padres le prohibieron a Eulalia casarse con mi hermano. Dijeron que podría contagiarles su desgracia a todos. Eulalia rompió la relación y terminó casándose con un americano.
Los volvería a unir yo.
Supongo que una siempre labra su propia desgracia. Es una ley de vida.
En el año 62, en Miami, miles de exilios después de nuestra despedida, volví a encontrarme con Eulalia en una fiesta. Qué pequeño es el mundo, ¿verdad? No. Qué pequeño era «nuestro» mundo. Eulalia tenía veinte años más, pero estaba igual que en mi memoria. La misma mirada de la niña que quiere tus juguetes. El mismo aire de berrinche, de chica mimada. Nos pusimos al día en nuestras vidas, y entre nosotras saltó una chispa de camaradería de los viejos tiempos. Eulalia se había divorciado, y decía tener ganas de vivir la vida loca. La invité a pasar el fin de semana en nuestra casa de Sunset Lsland.
Cuando llegó, Eulalia Picciardi irrumpió en casa con equipaje suficiente para un ejército. Traía vestidos de noche, de gala, de baño, todos carísimos. Los cubanos vivían años de dificultades. Le advertí que tendríamos poca vida social. Ella sonrió. Pronto comprendí que la vida social le importaba un pepino, y yo también. La razón de su visita era recuperar lo que había perdido mucho tiempo antes: a Giorgio Minetti junior, Minetino.
No hacía falta ser demasiado perspicaz para notarlo. Hasta mi padre, un negado para detectar sentimientos, le predijo a mi hermano que acabaría casándose con Eulalia. Aunque ahora no sé si era una predicción o una orden. En todo caso, Minetino era muy seco y nunca mostraba lo que sentía, si sentía algo. Cuando le hablábamos de Eulalia, él respondía lacónicamente:
– No me gustan los platos de segunda mesa.
Pero a nuestro regreso al país, sería él el segundo plato que Eulalia Picciardi se llevaría al altar.
Ésa es la primera escena del fin de mi historia: una boda.
La segunda es un funeral. El de mi padre.
Y con él, el de mi familia entera.
Papá murió en 1975, sin aviso, de un infarto, una muerte que no debe haberle gustado. Habría preferido morir luchando contra una enfermedad, o contra lo que sea. En cambio, se murió como por descuido. Habría querido estar avisado, como lo estoy yo, para poner orden en sus asuntos personales. Pero se murió de improviso, sin preliminares, y dejando al mundo explotar tras él. De haber sabido lo que se vendría, sin duda, habría preferido morirse lentamente, como un procedimiento administrativo penoso pero riguroso.
En el funeral, mamá y yo recibimos los pésames y los abrazos. No recuerdo la imagen de Minetino en ese momento. Estaba presente, sin duda, pero no sé dónde. A veces pienso que mi hermano ya tenía bien enterrado a mi padre desde antes de su muerte. Siempre había sido tan frío e introvertido que nunca pudimos saber qué tenía en la cabeza. Pero quizá me equivoco. Honestamente, mi memoria de esos días es confusa. Me había convertido en un perrito sin amo. Súbitamente, no sabía a quién lamerle la mano.
El cuerpo de papá aún estaba caliente cuando mi hermano nos reunió para hacer lectura del testamento. Me pareció bastante insensible de su parte ocuparse de eso tan pronto, cuando todos estábamos aún muy dolidos. Pero debo admitir que al propio papá le tenían sin cuidado esos detalles. De haber aparecido su fantasma, habría dicho: «¿Para qué tanta ceremonia? La vida continúa, y los negocios también». Y Minetino, al fin y al cabo, era su hijo.
El testamento adjudicaba el sesenta y cinco por ciento de la herencia a mi hermano y el treinta y cinco por ciento a mí, lo cual me parecía justo. Pero tras la lectura, mi hermano leyó también un documento nuevo: un trust. Con el tiempo, aprendí que un trust es un fondo con fines específicos que su propietario deja bajo la administración de un banco. Éste en particular era manejado por un banco de las Bahamas y, al parecer, había sido pensado para cubrir las necesidades básicas de la familia en caso de cualquier emergencia, como las que papá había sufrido en vida con los gobernantes y los exilios. Indicaba explícitamente que debía ser invertido en la educación de mis hijos, últimos herederos de la familia. Llevaba la rúbrica de mi madre, como muchos otros documentos que papá le había hecho firmar a ciegas. Pero al revisarlo mamá y yo con calma, en casa, un detalle nos alarmó: le faltaban las dos últimas páginas, precisamente las que definían los alcances y límites del fondo.
Aún no teníamos sospechas de que ocurriese nada anormal. Pero no estábamos seguras de qué estaba pasando. Y Minetino no nos tomaba en serio. Decía que él se estaba ocupando de todo. Preocupadas, mamá y yo decidimos ir a Nassau y hablar directamente con el administrador del fondo, un tal Andrew Fairfax. Fairfax, a quien nunca habíamos visto antes y a quien papá jamás conoció, resultó ser un hombre pequeñito y arrogante, con ese complejo de superioridad que tienen los enanos. Desde que lo vi, supuse que podíamos esperar exactamente lo que recibimos de él.
Entre los nervios y el aire acondicionado al máximo, yo entré a esa oficina temblando. Fairfax no se puso de pie para saludar. Tampoco fue capaz de ofrecer reducir el aire acondicionado o siquiera invitar un café. Cuando dio la hora de almuerzo, mandó traer unos sándwiches envueltos en papel. El resto del tiempo, se limitaba a examinarnos con sus ojitos de rata desde atrás del escritorio. Se esmeraba por no olvidar el más mínimo detalle que pudiese hacernos sentir incómodas. Yo nunca había tratado a mis empleados con la misma prepotencia con que él nos trató a nosotras. Pero lo peor no fue el trato, sino sus respuestas. La primera que preguntó fue mamá:
– Nos interesa saber a cuánto ascienden los bienes dejados en herencia y qué parte de ellos están incluidos en el trust que mi esposo dejó.
Fairfax sonrió cínicamente.
– ¿Bienes?
– Bienes, cuentas, lo que haya para dividir.
– Fuera del fideicomiso, dice usted.
– Exacto.
– Ah. Fuera del trust no queda nada, señora Minetti.
– ¿Cómo?
– Pensé que lo sabría usted. Usted firmó ese papel. Y el trust incluye todos los bienes de la familia.
– El trust…
– Sí. En esa medida, todo ha sido cedido al banco. Pensé que lo sabría usted.
Según la explicación de Fairfax, papá había hecho testamento separando el porcentaje de mi hermano y el mío sobre bienes valorados en cero dólares. Y todo lo demás, lo había dejado en un fideicomiso sin decírselo a nadie y haciendo fideicomisario, en la práctica, a un desconocido en un banco, con la aprobación de mi madre. No tenía ninguna lógica. Al menos para nosotras.
Al regresar de Nassau, Minetino nos recibió con una explosión de ira: nos acusó de no confiar en él, y dijo que nosotras ni siquiera sabíamos leer un documento bancario. Probablemente tenía razón, pero tampoco nos enseñó a leerlo, ni escuchó nuestras preocupaciones. Lo más que hizo fue ofrecer abrirme una cuenta y darme una mesada para que yo pudiese mantener mi nivel de vida, como una limosna para que dejase de importunarlo. En ese punto de la discusión, comprendí que Minetino se había convertido en mi padre o, por decirlo así, mi propietario. Ofrecía una pensión. Y a cambio, quería mi obsecuencia. Terminé esa conversación con un portazo.
Conforme la temperatura familiar se caldeaba, mi hermano comprendió que mamá era la más confundida, y empezó a ponerla en mi contra. Contaba con su machismo inherente y su voluntad de creer siempre, en cualquier caso, que todo en la familia estaba perfectamente bien. Influida por él, mamá empezó a dudar de mis intenciones, como si yo quisiese (o pudiese) quitarle algo. Dado que vivíamos juntas, la tensión se fue volviendo cada vez más insoportable. A menudo, Minetino aparecía en la casa «para llevarla a pasear». Y al volver, ella me recriminaba lo mal que yo trataba a mi hermano. Decía que Minetino estaba sufriendo mucho.
Pero no estaba sufriendo tanto. Más bien, estaba conspirando. Intentaba mantener a mamá tranquila mientras maniobraba en el banco y la herencia. Hasta el día en que nos llamó a las dos y nos citó en nuestra casa. Ni siquiera nos saludó al entrar. Sólo anunció:
– He puesto todas las cosas de la familia a mi nombre. Ahora, en esta casa, mando yo. Y si quiero las puedo dejar en la calle.
Minetino nunca había sido tan agresivo con nosotras. Pero ahora se mostraba seguro. Ya ni siquiera tenía que ganarse a mamá. Lo más inexplicable y terrible fue que, mientras discutíamos, mi hijo Manuel bajó a escuchar. Por entonces, Manuel tenía veintipocos años. Pensé que nos defendería, que sería su primera señal de adultez. Para mi amarga sorpresa, se puso del lado de su tío. Y cuando Minetino abandonó la casa, Manuelito se fue tras él.
Te he dicho ya que mi hijo necesitaba una figura paterna. Desde nuestra llegada a Santo Domingo, Minetino se había convertido en esa figura. Eulalia Picciardi y él no tenían hijos ni los tendrían, y prácticamente habían adoptado al mío durante toda su adolescencia. Aun así, cuando recuerdo ese momento, no me explico por qué Manuelito se fue con ellos.
La cercanía de la muerte me hace reflexionar mucho, y ahora supongo que la única respuesta posible es que yo no era una buena madre. Ni una buena hija o hermana. Trato de rememorar los momentos felices de mi familia, los ratos alegres que pasamos juntos, y nada viene a mi cabeza. ¿Acaso no todas las familias tienen recuerdos felices? Pues parece que la mía, no. Ni siquiera ahora puedo saber si fue por mi culpa, o si nadie me enseñó a ser feliz. Y por entonces, además, ni siquiera era capaz de pensar con claridad. Las brumas de la muerte de mi padre aún no se despejaban. Por el contrario, se hacían más densas, como una pesada niebla húmeda sobre la memoria de la familia.
Mamá era la más afectada por todo esto. No comprendía qué había ocurrido en su mundo feliz. Después del episodio de mi hermano y mi hijo, encargó una cruz de orquídeas blancas y le pidió al chofer que la llevase al cementerio. Al llegar a la tumba de mi padre, dejó la cruz sobre su lápida y empezó a gritarle:
– ¿Cómo has podido dejar las cosas tan enredadas? Ahora hay problemas entre nuestros hijos. ¡A ti te toca decirme qué tengo que hacer!
Papá no se lo dijo, claro.
Comenzamos los preparativos para una batalla legal. Un ejército de abogados desfiló ante nosotras haciendo propuestas, mostrando documentos y presentando presupuestos. Cuando íbamos a contratar a uno, otro aparecía y lo acusaba de trabajar para mi hermano, o de tratar de estafarnos. La magnitud de la herencia era tal que todos los estudios de abogados querían participar en el litigio. Éramos como un sabroso pedazo de carne rodeado de fieras.
Hasta que ocurrió lo más extraño de esta historia. Y lo más inexplicable.
Un fin de semana, mientras visitaba a una amiga en Miami, llamé a casa a preguntar por mamá. La empleada me contestó el teléfono con la voz temblorosa, atragantándose de los nervios:
– Señora, qué bueno que llama ahora, no se puede imaginar…
– ¿Qué pasa, chica? ¿Mamá está bien?
– Sí… bueno… no…
– ¿Te puedes calmar? ¿Me puedes decir lo que está pasando?
– Acaban de llamar…
– ¿Quién ha llamado? ¿Mi hermano? ¿Ha sido mi hermano?
– Sí… bueno… no…
– ¡Aclárate de una vez!
– Su hermano Minetino, señora, acaba de sufrir un ataque al corazón.
Yo pensé inmediatamente que eso era teatro puro, que mi hermano quería ponerse mal para luego decirle a mamá que lo estaba matando a angustias o algo así. Antes de hablar con mamá, llamé a una amiga de Santo Domingo, que me dijo que habría al menos algo de verdad, que habían visto llegar la ambulancia a casa de mi hermano. Entonces, volví a llamar a casa y anuncié mi regreso inmediato.
Cuando llegué a Santo Domingo, mi hermano estaba ya en el ataúd. Ésta es la tercera escena del último acto de mi vida. En adelante, todo es cuesta abajo.
Dos funerales en menos de un año eran demasiado para mí. Pero traté de mantener el tipo. Mamá y yo asistimos a la ceremonia de un lado del féretro. Del otro lado, la familia de su esposa, Eulalia Picciardi. Entre ellos, como si perteneciese a los Picciardi, mi hijo Manuel. A pesar de los golpes, no derramé una lágrima. Tampoco lo había hecho en el funeral de papá. Los hombres que me han hecho llorar nunca han sido mis parientes. Pero cuando me asomé al féretro y vi el rostro pétreo y verdoso de mi hermano, con la boca llena de algodón para mantener la forma, el único pensamiento que pasó por mi mente fue: «Dios mío. ¿Cuándo fue la última vez que yo te vi sonreír?».
Nuestras relaciones jamás habían llegado a ser buenas en toda su vida. Al principio, yo no comprendía lo que ocurría entre nosotros. Ahora, creo que yo nunca le perdoné ser hombre. Ser el favorito, el que contaba en los planes, el que monopolizaba la atención de papá. Y él nunca me perdonó el simple hecho de haber nacido. Yo fui una niña tardía que llegó para quitarle la exclusiva. Él decidió desde muy temprano ser un hijo único. Y yo también.
Más aún, he llegado a pensar que él trataba de protegerme. Del mundo exterior, de tomar decisiones, de la libertad. Su idea de una mujer era ésa. Alguien que necesitaba que él la protegiese de sí misma.
La muerte de mi padre, la extraña reacción de mi hermano, su propia muerte eran demasiada tristeza junta. Pero aún no habíamos atravesado el infierno. ¿Alguna vez has subido a una montaña, y ya en la cresta te has dado cuenta de que la montaña no termina ahí, que hay otro pico lejano que escalar? Pues lo mismo ocurría con nuestros problemas.
El mismo día del entierro de Minetino, Eulalia Picciardi y mi hijo Manuel entraron en su oficina y arramblaron con todos los documentos que encontraron. Sacaron tres maletas llenas de papeles a vista y paciencia del personal administrativo y de seguridad. Nadie se atrevió a detenerlos.
Con lo poco que me quedaba de autoridad materna, llamé a mi hijo:
– ¿Por qué entraste a la oficina de mi hermano?
– Mamá, yo no…
– Manuel, te vio hasta el vigilante. Todo el mundo sabe que entraste, no me lo niegues.
– No te preocupes. Se trataba sólo de acomodar ciertos registros para cumplir la última voluntad de mi tío. Eulalia está al corriente.
– ¿Quieres decir que mi hermano, moribundo, agonizando en una clínica, dedicó sus últimos pensamientos al reacomodo de registros de la oficina? Manuel, por favor…
– Es bueno para todos, mamá. Para ti también. Se trata de proteger los bienes del fisco.
Veintipocos años.
Y ya sabía cómo «proteger los bienes del fisco».
Supongo que ése era el entrenamiento Minetti a los varones de la familia. A mí siempre se me dejó al margen de eso.
– Tienes que ser muy generoso, Manuel, para proteger del fisco los bienes que no son tuyos.
– No…
– Devuélveme esas maletas de inmediato. Por favor, no creemos más problemas.
Al día siguiente, en efecto, las maletas llegaron a casa. En el interior sólo había facturas por la compra de material de escritorio: tres años de compras de lápices y sacapuntas por valor de quinientos dólares.
Los verdaderos documentos que contenían las maletas fueron llevados a las Bahamas por Manuel en persona, y depositados en el banco con un sello sin fecha, como si siempre hubiesen estado en el trust. La estafa quedaba consumada. Cuatrocientos millones de dólares en un fondo educativo para dos adolescentes. A salvo del fisco, claro. A salvo de su madre también.
Reiniciamos la pelea legal. El primer paso recomendado por mi abogado fue presentarme como la legítima heredera en todas las instancias. En consecuencia, entré en la oficina de mi padre y tomé posesión de su cargo. Mi experiencia laboral era nula, pero mi presencia constituía un símbolo. Mi obligación era recibir a quien me fuese a ver y dejar claro que ése era mi lugar. El primero en llegar fue mi hijo Manuel. Parecía un desconocido.
– ¿Has venido a ayudarme o a hundirme? -le dije.
– Mamá, tú no tienes idea de lo que estás haciendo.
– Nos están robando. Tú y los demás, tú y tu nueva familia.
– No voy a discutir eso.
– ¿Entonces qué quieres hacer?
– El revólver de mi tío aún está en la oficina. Quiero llevármelo.
– ¿Crees que lo voy a usar para algo?
Sacó el revólver y se lo guardó en el bolsillo. Me trataba como si yo estuviese desequilibrada. Ahora que lo pienso, todos me trataron siempre así.
– He encontrado una carta del abuelo para ti -continuó-. Pide que me des mi parte de la herencia.
– ¿Tu parte? Yo no tengo herencia, no tengo un centavo. Si quieres dinero puedes ir donde el ladrón de Fairfax, él lo tiene todo. ¿Lo único que te preocupa de todo esto es el dinero?
No respondió. Días después, volvió a la oficina con el ladrón de Fairfax. Esta vez, estaba violento.
– ¡Fuera! -me gritó-. ¡Tú no tienes nada que hacer aquí!
– Esto me pertenece.
Fairfax intervino entonces, con brillo en sus ojitos de roedor. Y recitó de memoria:
– Manuel Minetti es el heredero de Giorgio Minetti, Minetino, por lo tanto es dueño de todo lo que queda bajo la administración de nuestro banco.
Yo traté de decir algo, lo que fuera, algo de gente de negocios.
– Ustedes no están al tanto de las leyes dominicanas.
– ¡Bueno, ya está bien! -respondió mi hijo. Sus palabras aún me retumban en la cabeza-. O te vas o te sacamos.
– No puedes sacarme de aquí legalmente.
– Puedo sacarte de aquí cuando me dé la gana. Por las buenas o por las malas.
Pero no me sacaron ese día. No les servía de nada alimentar el escándalo. Simplemente se fueron y prepararon una estrategia de hostigamiento. En cuanto cerraron la puerta, estallé en llanto. Jamás habría imaginado llegar hasta ese límite. Y aún entonces, no pensaba que ésa sería la última vez que hablaría con mi hijo fuera de un tribunal. Para mí, fue como una tercera muerte, la del último varón Minetti. En menos de un año.
Al día siguiente hubo una misa para mi hermano. Mi madre y yo nos enteramos por el diario. Nadie nos había dicho nada, ni nos preguntó si el día y horario nos parecían bien. No asistimos.
Desde entonces, me presenté en la oficina todas las mañanas. Me levantaba, me arreglaba lo mejor posible y me dirigía al sillón de papá. Mi hijo y Fairfax ocupaban la oficina de Minetino, y libraban conmigo una guerra de nervios. Todas las mañanas, pegaban en mi puerta -y yo despegaba- una entrevista periodística con Fairfax donde explicaba su versión de la herencia de papá. Teníamos juntas de accionistas por separado. Por un lado, ellos. Por el otro, yo. Renovaron el mobiliario de todo el edificio menos el de mi oficina. Por la noche, volvía a casa y fingía ante mamá que estábamos ganando la lucha.
Recibí amenazas anónimas. Al principio eran sólo llamadas silenciosas. Luego, preguntaban por mí y colgaban. Al final empezaron a hablar:
– No te metas en problemas, niña rica.
– ¿Quién habla?
– Podemos hacer que te duela mucho, mucho…
– ¿Quién eres?
Empezaron a llamar también a mamá. Y entonces no pude más.
Empecé a andar con dos guardaespaldas. En Santo Domingo no se podía llevar uno solo porque a ése era fácil comprarlo. Me agencié un arma que entraba en mi maletín y, sin apenas saber usarla, empecé a llevarla conmigo.
En la oficina de papá, las cosas empeoraban. Al principio, los empleados me habían expresado su respaldo. Apoyaban lo que consideraban justo. Pero poco a poco iba perdiendo piso. Pensaban que no podría sola contra un banco, y veían que quienes realmente mandaban ahí eran mi hijo y el señor Fairfax. La última muestra de aprecio me la dio una operadora. Una mañana, cuando mi hijo no estaba, entró en la oficina y me enseñó que la instalación telefónica estaba dispuesta de modo que mi hermano podía escuchar todas las llamadas de papá. O sea, que mi hijo podía escuchar todas las mías.
De todos modos, cada día me llamaba menos gente. Pasaba las horas muertas tratando de hacer algo para no volverme loca. Comencé a revisar los archivos. Algunos descubrimientos me horrorizaron. En esos cajones estaba toda mi vida, repartida en ficheros. Había una copia de mi sentencia de divorcio. Y una carta en la que mi hermano solicitaba a un amigo de Washington información sobre John Tate. También estaba la respuesta del amigo: una copia de la reseña sobre John en el Who is Who? americano. Y lo que más me dolió: copias de una correspondencia entre Francisco Irureta y mi padre, de la época de nuestra llegada a Miami. Mi padre interrogaba cautelosamente a Francisco sobre el estado de sus relaciones conmigo. Y él le aseguraba que no me buscaría más, que tenía una vida propia, que no hacía falta preocuparse por él. Que no sabía nada de mí. Ni yo de él.
Hasta ahora, no sé cómo interpretar esos hallazgos. No sé si me vigilaban para que no les causase problemas o por una genuina preocupación, como se vigila a una menor de edad. Ahora supongo que, para ellos, entre ambas cosas no existía diferencia.
El hostigamiento no cesó. Progresivamente, me quedé sin crédito. El acceso a mis cuentas fue cancelado. A casa llegaron advertencias de embargo y, en el último momento, avisos de cortes de agua y luz. Y entonces, cuando mamá y yo estábamos desesperadas, derrotadas, Fairfax hizo una oferta. Nos ofreció dos pequeños trusts que no podríamos tocar más y de los cuales deberíamos vivir en adelante.
En total, ambos trusts no representaban ni el tres por ciento de la fortuna en juego. Nos íbamos a vender por migajas, pero ¿quedaba alternativa? El banco contaba con que éramos dos mujeres sin experiencia, una de ellas de casi ochenta años. Teníamos una casa en República Dominicana, dos apartamentos en Nueva York y sólo siete mil dólares en cuentas entre las dos. No podíamos meternos en un pleito. No teníamos dinero ni para pagar a los abogados. Los abogados americanos preveían un caso largo y recomendaban firmar aun sin ver los estados de cuenta, que Fairfax ocultaba. Pero yo todavía les debía dinero a los anteriores abogados. Mamá y yo no sabíamos qué hacer.
Tras muchas dudas, mamá decidió aceptar la oferta. Y yo la secundé. Era la única forma de sobrevivir y evitar un lío legal.
Lo que no evitamos fue la ruptura total con mi hijo. A mi madre, Manuel le mandó decir que sólo iría a visitarla si no le hablaba de finanzas. Ella le respondió que no se molestase entonces. Él apenas le volvió a dirigir la palabra para exigirle garantías de que su finca de campo no pasaría jamás a mis manos. Minetino ya nos había tratado como problemas de negocios. Ahora Manuel trataba a mi madre como a una empleada del área de Asuntos Familiares. A ella, porque a mí no me trataba. Nuestro contacto se limitó a cartas entre sus abogados y los nuestros cada vez que encontrábamos alguna anomalía en los estados de cuenta que nos enviaba el banco.
No tardamos en volver a enfrentarnos en un litigio, cuando mi hijo decidió comprar todas las propiedades y empresas del trust. Para entonces, Dianita ya era mayor de edad, y nuestra relación era buena. Ella tenía dos hijos que habían nacido en mi casa. Mamá y yo íbamos tranquilas porque la teníamos de nuestro lado. Pero conforme el juicio avanzaba, su abogado cada vez hacía menos por apoyar nuestra causa. En una ocasión nos llamó «animales de litigio». Cuando protestamos ante Diana, ella dijo que lo obligaría a pedir excusas. Nunca las pidió. Más adelante supimos que Manuel le había ofrecido a su hermana una parte de los beneficios. Sentí que mis hijos, al llegar a la mayoría de edad, desertaban de mi lado.
Yo también quería desertar de la República Dominicana, cuyo aire se había vuelto irrespirable para mí. Pero mamá estaba decidida a resolver todas las injusticias de ese país, particularmente las que le incumbían. Todas las semanas llegaba con alguna cuestión que quería resolver en tribunales. Se sentía despojada y quería revancha.
Su última aventura legal fue tratar de recuperar una casa, una hermosa construcción en el centro histórico que, por casualidad, había terminado en sus manos después de todas las reparticiones de la herencia. Al revisar sus propiedades, mamá había descubierto que esa casa funcionaba como burdel. Y se negaba a ser la beneficiaria de una casa de pecado.
Le pidió al chofer que la llevase. Él intentó negarse:
– ¿Usted sabe lo que hay en esa casa?
Y mamá retrucaba:
– ¿Y usted cree que alguien pensará mal de mí a mis años?
Vencida la resistencia del chofer, mamá logró entrevistarse con la jefa del lugar, que la recibió con una bata casi elegante, según sus palabras. Mamá le explicó que no estaba de acuerdo con sus actividades, y además, le reprochó que no restauraba la construcción ni pagaba un buen alquiler. Para su sorpresa, la mujer entendió su posición y se mudó de ahí con sus chicas.
Pensando que haría un gran negocio, mamá le alquiló el lugar a un americano. El contrato seguía siendo bastante desventajoso, pero era un poco mejor que el anterior y mamá era una orgullosa empresaria, así que preferí no decirle nada. El inquilino subarrendó el local ilegalmente. Mamá contrató un abogado. El abogado no hizo nada, pero usó el poder de mamá para vender otra casa suya y quedarse con el dinero. Un año después, a mamá le embargaron la casa del centro histórico por deudas del americano.
Al final, la única persona decente que habitó ahí fue la dueña del burdel.
Frustrada, abandonada por su familia y golpeada en su último intento de ser alguien por sí misma, mamá envejeció de repente. Perdió la cabeza. Deambulaba por la casa amenazando con denunciar al mayordomo y la mucama. Dejó de reconocerme. Creo que toda su vida se había vuelto irreconocible.
Me la llevé a Nassau a morir. Dedicó su último año de vida a montar en un carrito de golf con una enfermera a cada lado, y pasear viendo las flores y los jardines. Lo único coherente que repetía era:
– Quiero que me entierren en Santo Domingo.
Cuando supe que se acercaba el día de su muerte, intenté asegurarme de que sería enterrada donde quería. Pero no existen pequeños jets privados que uno pueda alquilar para llevar un féretro. Para eso es necesario alquilar un avión de veinte personas y meterlo ahí. Existía la posibilidad de hacer el viaje vía Estados Unidos, pero no era muy tentador multiplicar los papeleos y los viajes con un cadáver y un ataúd. Alguien sugirió que la llevásemos en una bolsa negra, como las que usan en la guerra, pero eso me parecía horrendo.
La decisión final fue llevarla antes de morir. Ahora bien, entre Nassau y Santo Domingo no había vuelos comerciales, ni ella estaba en condiciones de soportarlos. Mi hijo tiene un avión privado pero nunca lo ofreció. Tuvimos que alquilar una avioneta y un enfermero con oxígeno.
Cuando ya todos los papeles estaban listos y el avión preparado en la pista de aterrizaje, el piloto se me acercó para advertirme que, si ella moría durante el vuelo, habría que llevarla al puerto más cercano, Puerto Rico. Tuvimos que contratar a un médico también, porque sólo así la dejarían llegar a Santo Domingo.
Dos horas después de su llegada, mamá finalmente falleció.
Lo hizo en paz, estoy segura. De su muerte guardo un palomar gigantesco, donde continúan reproduciéndose las palomas que compré para soltar el día del funeral. Y guardo también el recuerdo de mi hijo. Entró al cementerio cuando la tumba ya se había cerrado, pasó a mi lado y me miró como si jamás me hubiera visto antes. Mi hijo. La palabra ya me suena extraña.
Ahora, todos esos rostros desfilan ante mí. Algunos están borrosos. Se han ido evaporando, dejando sólo un vaho sucio y húmedo, como el aire de Santo Domingo. Otros, como el de mi madre, permanecen en mi retina como un reclamo sin resolver.
A comienzos de los ochenta, en un restaurante de Londres, me quedé mirando a una niña muy mona de la mesa de al lado. Cuando ya me iba, me acerqué a saludarla y a decirle lo linda que era. Le pregunté su nombre. Era mi nieta. Ni entonces ni hoy sería yo capaz de reconocerla.
Mientras escribo estas líneas, esa niña debe estar cumpliendo los veinticinco años. Me sorprende que a esa edad no tenga curiosidad por conocer a su abuela. Supongo que le han dicho cosas horribles de mí, a ella y a su hermano, y no los culpo. Ahora mismo, con todo lo que ha pasado, he perdido hasta las ganas de verlos. Ya no me interesa si han engordado, si son bonitos o feos, si me quieren. A estas alturas, saberlo sólo aumentaría el dolor.
Durante los siguientes años, renuncié a la República Dominicana. En cambio, me dediqué a ser cubana. Participé en el Bloque de Prensa en el exilio en nombre de papá, tratando de mantener su memoria. Pero eso era tan falso como mi familia dominicana. Ahí conocí a Huber Matos, de quien tú querías saber. Matos había sido un fiel guerrillero de Fidel, y luego se había rebelado contra él. Se pasó veinte años en una prisión revolucionaria antes de partir al exilio. Yo lo encontré en Los Inválidos, en un seminario del Ministerio de Defensa francés sobre la Cuba después de Castro. Esas cosas que sólo se les ocurren a los franceses.
Matos era un conspirador a tiempo completo. Organizaba conferencias ilusorias, solicitaba financiamiento para planes imposibles y vivía de proyectar eternamente el día inalcanzable en que sacaría del poder al usurpador, un día que jamás habría de llegar para él. Sostenía que era perseguido, que pendía una amenaza de muerte sobre su cabeza. Después del seminario, aseguró que tenía algo muy importante que decirme. Me ofreció una visita y fijó la hora a las once de la noche. Llegó con dos guardaespaldas. Nadie lo mató esa noche. Ni nunca. No hacía falta. Yo lo recibí intrigada, sólo para descubrir que quería dinero. Matos tenía una causa. Todo el mundo tenía una causa, todo el mundo derrocaría al dictador y nos daría un futuro nuevo, aunque quizá su idea del futuro era un pasado remoto. Y todo el mundo necesitaba fondos.
Los cubanos eran asalariados de lo imposible. Vivían esperando un momento que nunca llegaría, soltando largas peroratas en el café Versailles de Miami y jurando que volverían a recuperar lo perdido. Y mientras tanto, cobraban por soñar. Para ellos, como para los dominicanos, yo sólo era una fuente de dinero. Me miraban y veían cheques y números. Qué remedio.
A partir de entonces, decidí no ser cubana. Ni dominicana, ni de ninguna parte. He sido una extranjera de mí misma. Y sobre todo, he tratado de rodearme de cosas y lugares bellos.
He escogido mi sepulcro, algo que papá no pudo hacer. Vivo en un lugar hermoso, y seré enterrada en uno más hermoso aún. Mientras espero ese momento, me rodeo de las mejores personas, de las mejores familias. No necesito a nadie más. Ni hijos ni novios ni nada. Quería escribir estas memorias antes de morir para que mi familia lo supiese. Para que se enterase de lo bien que me ha ido sin ellos. Para decirles que yo no los perdí: ellos me perdieron a mí. Pero ahora mismo, cuando el momento se acerca tanto, ya no recuerdo por qué quería hacer algo así. Es normal. Cuando miro por la ventana la torre Eiffel, o Montmartre, sospecho que soy inmensamente feliz, no por mis recuerdos, sino por mis olvidos. Quizá todo este libro, las cuatrocientas páginas que nunca escribimos, sólo haya servido para recordarme lo que tenía que olvidar.
Para terminar, debo contarte un secreto: desde el principio he sabido que no compartías mis ideas políticas. Querido, es demasiado obvio. Sin embargo, cuando papá trabajaba en el periódico, siempre contrataba comunistas. Decía que eran los que mejor escribían.
Aunque la verdad, tampoco creo que seas un comunista. Y la verdad, tampoco tengo yo muchas ideas políticas. Algunos creen que pueden decirle al mundo lo que debería ser. Tú y yo sólo somos lo que la vida nos permite.
Pero mi vida, al menos, ahora tiene un testigo: tú. Ha costado mucho trabajo que alguien me conozca. Tú has visto mi pasado y mi presente, o sea, todo, porque yo no tengo un futuro. Lo que has visto es lo que hay, con sus altas y sus bajas.
Es una buena vida, ¿verdad?
Ya nunca podré preguntártelo en persona.
Pero espero que sí.
Y que la tuya sea mejor.
Afectuosamente,
Diana