39113.fb2 Memorias De Una Dama - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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1.

Conocí a Diana Minetti en su residencia de la avenida Roosevelt, a pocos metros de los Campos Elíseos. Vivía entre las galerías de arte más exclusivas, cerca del palacio presidencial, y desde la terraza de su dúplex se dominaba toda la ciudad, de Montmartre a La Défense. La servidumbre de su casa bastaba para atender un ministerio: un ama de llaves irlandesa, una mucama portuguesa, un mayordomo marroquí y un chef francés, igual que la secretaria. Entré en la casa por la puerta de servicio y atravesé una ajetreada cocina en la que parecía prepararse un lanzamiento espacial. Luego recorrí un largo pasillo de espejos y desemboqué en el salón, donde el mayordomo me indicó que me sentase. Del altísimo techo colgaba una araña de cristal sobre varios sillones Voltaire y tapices del siglo xix. Afuera, en un largo balcón, la torre Eiffel se regalaba a la vista. Un café con leche se materializó ante mí como por arte de magia. Sobre la mesita del salón descansaba una pitillera de plata rebosante de Marlboros light. Robé uno y me senté a esperar.

Por el teléfono, Madame Minetti me había dado la impresión de ser una anciana venerable, más bien débil. Supuse que sería algo egocéntrica, a juzgar por el tipo de trabajo que requería. Pero, en cualquier caso, su llamada había caído del cielo.

Por entonces, a mediados del año 2001, yo acababa de terminar de estudiar en España y no sabía qué hacer con mi vida. Me había graduado en el peor máster de guión de cine del mundo hispano por sólo tres mil quinientos dólares más gastos de subsistencia. La publicidad de la escuela ofrecía promover los guiones de fin de carrera, poro ni siquiera se tomaron la molestia de leer el mío. Me mandaron una carta sin firma: está muy bonito su guión, no tenemos nada que criticar. Ahora, búsquese la vida. Genial, muchas gracias, conchatumadre.

Estudiar en España, de todos modos, era una excusa. Yo quería ser escritor. Es trillado, sí. Pero era cierto. Desde mi infancia, cada vez que me gustaba un escritor, la solapa de su libro informaba que residía en España (o en París, pero eso quedaba fuera de mis posibilidades económicas). En mi imaginación, antes de llegar, Madrid era una especie de Hollywood literario donde los editores se arrastraban detrás de los escritores latinoamericanos suplicándoles para publicarlos y premiarlos con la fama y la fortuna.

La realidad era un poco distinta. Yo no era un escritor latinoamericano. Yo era un «sudaca». Y me permitiría agregar «de mierda». No tenía trabajo, porque no tenía papeles. No tenía papeles, porque no tenía oferta de trabajo. Seguía viviendo de los ahorros cada vez más escasos que había traído del Perú. En España había vendido varios guiones, pero el productor no me los pagaría hasta ver mi permiso de residencia. Era ilegal pagarme.

Afortunadamente, tenía pocos gastos. Vivía en un apartamento que una tía abuela española me alquilaba a precio de casi nada durante mis estudios. Mi tía abuela Puri se había casado a los setenta y dos años con un veterano nacional que había perdido una pierna en la Guerra Civil, y ya no recordaba bien los nombres de la gente. Mi tía tenía un piso en la exclusiva calle Lagasca, pero se negaba a alquilarlo porque, cuando el Veterano muriese, no quería quedarse sola ni un segundo en casa de él. Así que, mientras tanto, el piso servía como albergue para familiares en dificultades. Había cobijado a la tía Elena durante su crisis alcohólica y al primo Manolo cuando su padre lo echó de casa tras descubrir su homosexualidad.

Yo era el tercer inquilino, el primero de la familia de ultramar, y la casa estaba igual como la dejó tía Puri, decorada para señoras. Aunque sin duda yo era el vecino más miserable de la calle Lagasca, mi vida transcurría entre la platería, los adornos de porcelana y las escenas de caza de las paredes. En el salón colgaba un enorme retrato en uniforme diplomático de mi bisabuelo, que, por lo visto, era igualito a Franco, lo que no ayudaba en nada a mejorar mi vida social. En mi dormitorio había un crucifijo, una Biblia, un cuadro de la Virgen y una figura del Corazón de Jesús. Desde la primera noche que pasamos juntos, Paula había quitado todos esos adornos para reducir el riesgo de crisis de impotencia, pero yo a veces los volvía a colocar para pedirles que mi tío el Veterano gozase de la mejor de las saludes, al menos hasta que yo consiguiese trabajo. De vez en cuando, hasta le comentaba al crucifijo que había dejado mi trabajo en un ministerio y mi país para ser escritor en España, a ver si se apiadaba y me conseguía un premio literario. Pero, por el momento, básicamente me conformaba con un puesto de camarero. Hasta que una mañana, cuando todo parecía perdido, el crucifijo me escuchó. Y Madame Minetti llegó a mi vida.

En realidad, el contacto con Madame Minetti no venía del crucifijo sino de mi abuela en Lima, porque las buenas familias se conocen en todos los países. En algún cóctel de alcurnia en el Perú, mi abuela había conocido a Madame Minetti, una dominicana que estaba de paso y que, entre elogios a la calidad de las cortinas y referencias a las virtudes de los canapés, comentó que quería escribir sus memorias, pero nunca había escrito -ni había hecho ninguna otra cosa, por cierto-, y necesitaba alguien que la ayudase con el trabajo. En el argot de la profesión, lo que ella quería se llama «negro», pero Madame era muy fina. Jamás habría dicho que necesitaba un negro.

Como Diana Minetti vivía en París, mi abuela mencionó que tenía un nieto escritor no muy lejos, en Madrid. Me extraña que Madame nunca haya sabido que si algo sobra en París más que los quesos de cabra son los escritores latinoamericanos muertos de hambre. Afortunadamente, no tenía la menor idea, o consideraba que ninguno era digno de contar su vida. El caso es que mi abuela me comentó por teléfono su encuentro en febrero. Dijo que era una posibilidad de trabajo, pero no sabía si me interesaría.

– Es una señora demasiado estirada -me dijo-, no sé si sea tu estilo.

– Abuela, por dinero, yo también puedo ser una señora estirada -respondí.

Después pasaron meses sin que yo supiese nada. Pensé que habrían escogido a algún otro. Seguí buscando trabajo sin éxito y, para colmo de problemas, me enamoré, con total falta de tino, de otra extranjera: Paulinha do Brasil, meu amor, minha coisa linda, lo único bueno que me había ocurrido fuera de las fronteras nacionales del Perú.

Paula había estudiado conmigo y era rabiosamente izquierdista. Llevaba una insignia del Che Guevara en la mochila y siempre hablaba de los problemas sociales de su país. Hasta entonces, a mí la política me parecía el tema más irrelevante del mundo después de la reproducción de las tortugas en Oceanía. Había sido empleado público durante un gobierno más o menos dictatorial en Perú, y lo único que recuerdo es que las manifestaciones contra el presidente siempre obstruían el camino a los buenos restaurantes del centro de Lima. Pero lo que no consiguió la protesta callejera, lo consiguieron las caderas de Paula. Durante nuestro primer beso, admití que en mi país había una clase social privilegiada injustamente. Y al día siguiente, durante nuestra primera encamada, minutos después del secuestro y ocultamiento del Corazón de Jesús, declaré a gritos que yo formaba parte del selecto grupo de los más podridos representantes de la oligarquía que saqueaba a mi país. O algo así.

Supongo que todo eso era verdad. Pero mi problema en España era exactamente el contrario. Y con sus ideas, Paula no era de gran ayuda. Una vez, conocimos en un bar a un productor de cine importante. Echando mano de mis mejores habilidades sociales, logré entablar conversación con él, le conté chistes, le caí bien, disparé todo mi repertorio de bromas-de-tipo-con-talento, mientras Paula mantenía un conveniente silencio. Pero luego comenzamos a hablar de política. No recuerdo en qué momento perdí el control de la conversación. Se sucedieron nombres: Blair, Bush, Sadam, Hitler, dándome vueltas en la cabeza mientras yo me preguntaba por qué no estábamos hablando de mis fabulosas ideas y de la fabulosa cuenta bancaria del productor. Hasta que tronó la voz de Paula:

– No acepto que alguien me diga que el control de la inmigración es «democrático». ¿Democrático para quién?

Y yo:

– Ja, ja, ¡Paula es tan divertida! ¿No?

– Claro, ahora que ya son ricos, cierran las puertas, ¿no? ¿Y a la mano de obra barata también le cierran las puertas? ¿Ah? ¡Qué democrático!

Y yo:

– Paula, cariño, cuéntanos esa divertida anécdota de…

– ¡Es usted un oligarca de mierda!

Nunca conseguí trabajar con ese productor. Pero lo peor es que, al final, ella siempre ganaba las discusiones. Me convirtió en un rojo furioso. Bueno, en un aspirante a rojo. En un rosa democrático con problemas de pronunciación en ciertas consignas. Y nos mudamos juntos a la semana de empezar a salir. Su historia se parecía a la mía. Ella era una guionista talentosa con una beca a punto de acabar. No quería volver a Brasil, donde había sido publicista. Ganaba bien, pero odiaba la publicidad. Madrid era nuestra única posibilidad de seguir juntos.

Al final del año lectivo, en julio, a la generación de inmigrantes high class que había llegado a estudiar conmigo le tocó decidir su futuro. En Madrid, los peruanos de clase alta se dividen en dos estratos: el primero es el de los estoicos, que viven mucho peor que en Lima pero insisten en quedarse aunque tengan que trabajar cargando cajas después de hacer un doctorado en Derecho. Los estoicos atraviesan largos periodos de ilegalidad y frecuentemente invierten toda su juventud con el objetivo de no vivir en el Perú, hasta que logran colarse al permiso de trabajo por algún vacío legal tras años de esfuerzo e insistencia.

La otra categoría es la de los pitucos de rancio abolengo, que viven igual o mejor que en Lima porque gozan de subvención paterna y pasaporte europeo. Ésos también quieren quedarse, pero normalmente no necesitan cargar cajas ni hacer nada que no les guste. Suelen decirte cosas como:

– ¿No tienes pasaporte europeo? ¡Sácalo! ¡Es una comodidad!

Como si fuera la tarjeta de descuento de una tienda de ropa.

Querer un pasaporte extranjero forma parte de la identidad nacional. Tenerlo es un privilegio de casta. Yo casi tuve uno. Pero la españolidad de mi abuela materna no me alcanzó legalmente. Por su parte, mi familia paterna lleva generaciones jurando que algún día seremos italianos y buscando partidas de bautismo en pequeños pueblos de un balneario de la Liguria. Una de mis tías ha llegado a descubrir por Internet a nuestros primos en duodenonagésimo grado, un herrero de Nápoles y un reo por asesinato de Milán. Pero los «primos» no han podido ayudar mucho. Parece que la iglesia en que nació mi abuelo se quemó durante alguna guerra mundial. De todos modos, mi tía les escribe mails contándoles la vida y milagros de su familia en un país que quizá ni sepan que existe.

A veces pienso que tengo demasiadas tías.

Y no tengo un pasaporte extranjero.

Quizá hasta sea mejor así, porque evito formar parte de un club muy impopular. Los inmigrantes de rancio abolengo normalmente son gente relajada y sonriente con inclinaciones artísticas, pero aun así, todos los demás los odiamos.

Existe una última categoría de inmigrantes higb class formada por los que han ganado dinero en el Perú con sus propias manos y son conscientes de que nunca harán tanto en España, ni tendrán servicio doméstico, ni apartamento con vista al mar ni poder de decisión en una empresa grande a los veintiséis años. Ésos, por lo común, abandonan Europa a la primera ocasión y pasan el resto de su vida visitándola cada verano. Por regla general, nunca viajan a otro sitio. Los gringos les parecen vulgares, aunque aprecian Nueva York. A finales de julio de 2001, yo pensaba que pertenecía a esa categoría, la de los que se regresan, con la diferencia de que en el Perú tampoco tendría ingresos para los viajes de verano.

Pero el problema real no era el dinero, sino la autoestima. Lima era en esos años una ciudad deprimida, donde cualquier ilusión corría el riesgo de ser detectada y aniquilada a la menor señal de vida. Y la prosperidad no cambiaba eso. Los pocos amigos con que aún me escribía eran socios menores en estudios de abogados, periodistas de televisión, guionistas de productoras transnacionales. Tenían autos y casas, algunos hasta esposas y putas y eso. Pero se quejaban igual. Todo les parecía horrible en Lima. Si les escribía que pensaba regresar, nadie me decía:

– Qué bueno, hermano, nos tomaremos unas cervezas.

Sino:

– ¡Noooooo! ¿Estás loco? ¡Esto es una mierda! ¡Quédate en España!

No era muy alentador. Algunos sugerían que antes de volver publicase un par de libros en España. Yo no tenía corazón para confesar que el único editor con quien había podido hablar me había rechazado dos libros en una sola mañana. En Lima, todo el mundo creía que cualquier otro país era mejor para vivir. Que arrojabas tus novelas en los escritorios de los editores y ellos gritaban de contento, te publicaban, te daban premios, y a lo mejor podías ser hasta candidato a la presidencia. Regresar al Perú sin libro ni premio ni candidatura era sinónimo de fracaso.

Lo mejor quizá era admitir de una vez que yo era un fracasado y volver a vivir con un sueldo, como la gente normal. Nunca había pensado que sería fácil ser escritor. Pero, en el Perú, al menos podía tener un trabajo de nueve a cinco y escribir por las noches. Cortázar empezó a escribir a los treinta y tantos, ¿no? Y Saramago cuando ya tenía más de cincuenta años. A lo mejor no todo estaba perdido y aún podía volver con el cartelito de «máster en Europa», total, nadie sabía que ese famoso máster era como un capítulo de un año de Plaza Sésamo. Regresaría a mi trabajo de empleado público y con el tiempo podría publicar algo. Ya todas las editoriales del país me habían rechazado, pero quizá aceptarían algún otro libro más adelante. Y quizá no. Ahora, además, estaba el tema de Paula. En último caso, podía terminar viviendo en Brasil.

Todas esas cosas me quitaban el sueño hasta la mañana en que me despertó una llamada telefónica, y en el túnel de mi vida se encendió una luz, al principio sólo una lamparita de minero explotado, pero después un verdadero boquete con vista al sol:

– Mi nombre es Diana Minetti. Quizá le hayan hablado de mí.

Ni reconocí el nombre ni tenía el cerebro despierto. Era muy temprano, como las once.

– Necesito alguien que escriba mis memorias. Me han hablado de usted.

Salté de la cama tan rápido que asusté al gato. Puse voz de llevar horas despierto, Paula dice que eso se me da bien. Mentir.

– Ah, sí. Lo siento, es que tengo tantos pedidos de trabajo que a veces me confundo. Sólo acláreme un detalle, ¿es usted la dama de Mónaco o la de París?

Paula tiene razón. Si me contestas el teléfono y me das cinco minutos, terminaré convenciéndote de que soy Bill Gates.

Madame Minetti me pidió que fuese a visitarla para ver si llegábamos a un acuerdo. Pensé que estaba loca. No tenía dinero ni para un picnic, menos lo tendría para ir a París. Pero ella tenía una agente de viajes en Miami que se ocuparía de todo. Se pondría en contacto conmigo y me enviarían el billete.

– ¿Quiere usted venir en tren o prefiere un pasaje aéreo? -preguntó Diana.

– Aéreo, por favor. No tengo mucho tiempo.

Arreglamos los detalles del viaje y colgué. Volví a la cama y abracé a Paula muy fuerte. La besé entera. El gato volvió a acurrucarse en la cama. Hicimos el amor (con Paula, no con el gato). Paula hacía el amor siempre como si fuese la primera y la última vez. En esos días, si algo estaba claro era que cada día podía ser la última vez. Pero ahora estábamos salvados, al menos de momento.

Dos semanas después de esa llamada, mientras esperaba en el salón Voltaire, había decidido cobrar mil dólares al mes más viáticos por la redacción del libro. Me parecía una fortuna. Además, gastaría pocos viáticos. Me movería en bus y metro pero lo facturaría como taxi. Funcionaría. Con eso, descontando el alquiler ridículo que pagábamos, Paula y yo podríamos vivir tranquilos mientras buscábamos algo estable.

Calculaba que el libro me permitiría vivir unos seis meses, aunque iba firmemente decidido a prolongar el trabajo tanto como fuese posible. En el taxi, mientras recorría el barrio de Madame, el octavo arrondissement, pensé que podría cobrar mil cien dólares. Ella ni siquiera notaría la diferencia. Al ver su apartamento, mientras la esperaba con el café y el cigarro, aumenté a mil doscientos. Quizá era mejor exigir más, darse más valor.

Y entonces apareció ella.

Se abrieron las puertas del salón de par en par y entró una mujer majestuosa que no tenía nada que ver con la ancianita venerable que yo imaginaba. Diana Minetti llevaba un traje blanco y plateado a juego con su cabello, que caía copiosamente sobre sus hombros, como una cascada de nieve. Debía tener alrededor de setenta años, pero caminaba con firmeza y hablaba con seguridad. Resplandecía. Me ofreció una copa de champán. Eran las diez de la mañana. Mil trescientos, pensé.

Tras ella, como un séquito, venían dos peruanos de rancio abolengo, Juan Armando y María Eugenia Aliaga de la Puente, quienes habían presentado a mi abuela con Madame Minetti durante su visita a Lima. Esta mañana, los Aliaga de la Puente estaban de paso por París rumbo a Ginebra, Luxemburgo, Viena y Londres, «a Madrid nunca vamos porque nos parece un pueblucho, como Lima pero más grande». Entendí que ellos, especialmente él, eran los encargados de evaluarme, de pasar revista a mi confiabilidad y decencia.

Juan Armando Aliaga de la Puente comentó que él había estudiado con mi padre, que en sus años locos había dirigido un grupo de estudiantes socialistas:

– Tu papá era un hombre muy inteligente -comentó Juan Armando-, aunque no compartíamos los colores políticos.

– ¿Y cuáles son tus colores políticos? -interrumpió Madame con mirada suspicaz.

Pregunta capciosa. No era difícil adivinar los suyos. Yo pensé que, a fin de cuentas, era un inmigrante. Y me acordé de la integridad de Paula ante aquel productor de cine en el bar. Pero miré mi copa de champán y el cuadro renacentista sobre la chimenea, y pensé que quizá podría cobrar mil cuatrocientos dólares.

– Creo que lo importante es respetar los viejos valores que hacen grandes a las naciones -respondí.

Madame asintió. Le parecía una respuesta razonable. Nunca he sido un héroe. Pero para ser cobarde, es mejor ser un cobarde con sueldo que uno desempleado. Juan Armando continuó el interrogatorio:

– ¿Estudiaste en el colegio jesuita de Lima?

– Sí -respondí orgulloso.

Generalmente, ésa era una respuesta correcta. Pero esta vez falló:

– ¡Los jesuitas! -se alarmó Madame-, unas alimañas.

Afortunadamente, Juan Armando también había estudiado con los jesuitas. Se ocupó de defenderlos él mismo. Después llegó la pregunta por mi familia española. Sabía quiénes eran mucho mejor que yo mismo. Mencionó -él, no yo- que soy sobrino nieto directo del escritor Toribio Vega y Centeno, Premio Planeta 1961, uno de los más importantes escritores monárquicos y católicos durante el franquismo -algo que procuraba ocultarle a Paula- y más o menos mi pariente, algo que nadie me cree. En honor a la verdad, Toribio Vega y Centeno estaba casado con una prima lejana de mi abuela, pero en la nebulosa genealogía de ultramar ella ha convencido a todas las familias de alta sociedad de que era como su hermano.

– ¿Y ahí en España trabajas para el periódico de tu familia? -preguntó Juan Armando-. Creo que no he leído nada tuyo.

El diario conservador con más tradición de España había sido fundado por el padre de Toribio y dirigido por él mismo, y aún tenía miembros de la familia entre sus directivos, y por supuesto, desde mi llegada a ese país, mi arribismo había puesto mira en conseguir un puesto en él. A tal efecto, preparé toda una batería de estrategias, mentiras y medias verdades. Lamentablemente, mi tía Puri se llevaba muy mal con la viuda de Toribio, y todos mis esfuerzos por acercarme a los Vega y Centeno se habían estrellado contra la pared de su resentimiento. De todos modos, yo no iba a permitir que eso arruinase las ilusiones de Juan Armando:

– Sí, por supuesto, en la página editorial. Pero no firmo los artículos. Escribo la voz institucional del periódico.

A veces me sorprendo a mí mismo.

Madame apreció que yo estuviese avalado por una familia decente. Para ella, mi único curriculum era mi apellido, al menos el apellido que ella me suponía.

Inmediatamente después, entró el mayordomo a anunciar que el chofer estaba en la puerta. Mi anfitriona y sus invitados tenían un almuerzo, y luego pasearían un poco. Al levantarse, ella me entregó un portafolio.

– Quiero que leas estos papeles y veas este vídeo. A mi regreso me darás tu opinión.

Abandonó el salón rodeada por su corte. Estaba radiante y misteriosa. Sólo por eso, le cobraría un poco más.

La mucama me llevó a mi habitación, que estaba en un ala independiente del dúplex. Tenía una cama con dosel, como los reyes de las películas, y televisión por cable, además de un recibidor propio. Desde mi ventana se veía Montmartre. Pensé en Baudelaire, Henry Miller, Boris Vian, en Hemingway, la sociedad de escritores borrachos. Todos esos perdedores jamás habían tenido una vista como la mía. Desde mi cuarto, París era una fiesta con dosel.

Pasé el resto de la mañana examinando el contenido del portafolio. Pensaba encontrar una selección de páginas sociales y revistas del corazón sobre la vida glamourosa de Diana Minetti. Pero lo que hallé no tenía nada que ver con mis expectativas. Se trataba de una resma de recortes de periódicos dominicanos y norteamericanos, alguno del New York Times y del Miami Herald, un panfleto de ochenta páginas y una cinta de VHS, y a primera vista hablaban más de política y economía que de fiestas y galas.

En busca de un orden, me concentré en el panfleto: contaba la gran estafa que Diana había sufrido en el reparto de la herencia de su padre, un honesto y ejemplar empresario italiano llamado Giorgio Minetti. En 1975, papá Minetti había fallecido por sorpresa, dejando una enorme pero oscura operación financiera a medias, y en el momento de su deceso todo su dinero y posesiones estaban en un fideicomiso dedicado a la educación de sus nietos. Hasta ahí, la cosa era rara pero legal. Sin embargo, según el texto, los hijos de Diana -con la ayuda de una familia llamada Picciardi- habían llegado a un acuerdo con el banco para saltar a su madre en la sucesión y quedarse directamente con toda la fortuna: unos cuatrocientos millones de dólares.

Cuatrocientos millones de dólares.

Volví a leer.

Cuatrocientos millones de dólares según el cálculo de los bienes sólo hasta la fecha del testamento. Desde entonces, había corrido tiempo suficiente para doblar o triplicar una cifra tan grande. A Madame le habían dejado con un fideicomiso de veinte millones para que viviese de los intereses. Según el panfleto, ella estaba arruinada, despojada, expoliada. Pensé que ése era justo el tipo de ruina que yo necesitaba con urgencia.

En mi dormitorio había un reproductor de vídeo, y puse la cinta. Se trataba de una conversación que Diana Minetti había sostenido con un congresista dominicano en París, pocos años antes. Y a continuación, una entrevista que el congresista había concedido a su regreso a la televisión de su país. A instancias de Madame, el congresista había propuesto formar una comisión parlamentaria para investigar la estafa Minetti, porque todo ese dinero (¡cuatrocientos millones de dólares!) no había pagado impuestos en la República Dominicana. A cambio, Madame Minetti ofrecía pagar los impuestos y sus correspondientes intereses si el caso se resolvía a su favor.

Según el resto de los papeles, las más altas esferas habían tomado partido en el caso. Un recorte de un periódico dominicano reproducía la denuncia del congresista. Otro, del día siguiente, abría con el hijo de Diana dándole la mano al presidente del país. Era una respuesta velada. En la foto, por cierto, el hijo no se parecía mucho a su madre.

La cantidad de dinero en juego me mareó: ¿qué hace alguien con cuatrocientos millones de dólares, o con quinientos o mil? Yo no sabría ni cómo gastar uno. Por otro lado, ¿qué tenía yo que ver con esa historia?, ¿qué podía hacer por ella? Pasé un rato dando vueltas alrededor del dosel, confundido, y luego salí a caminar.

Recorrí los Campos Elíseos, atravesé la plaza de la Concordia y seguí por entre los jardines hasta el Louvre. Luego regresé bordeando el Sena. Aún seguía ahí la luminosa rueda de la fortuna con que París había celebrado la llegada del milenio. Me trajo recuerdos.

Ese mismo Año Nuevo, poco antes de empezar a salir con Paula, lo había celebrado en París. Había llegado a la ciudad en bus con un salchichón en la mano para no pagar comida y me había quedado con cinco amigos en un estudio microscópico de la Rue de Rennes. Al principio, los precios de París habían hecho imposible cualquier diversión más allá de vino barato y pan de molde. Pero después había estado saliendo con una estudiante mexicana llamada Mariela, en cuyo estudio pasé las últimas tres noches. Ella tampoco tenía dinero, y por no tener, ni siquiera tenía un retrete dentro de su vivienda. Había que salir al pasillo, al baño compartido, y hacerlo todo de pie. Pero de todos modos, con ella todo cambió. Durante un largo fin de semana, paseamos por la ciudad de la mano deteniéndonos ante cada detalle de sus fachadas, nos maravillamos con sus palacios, y dedicamos nuestros limitados recursos a montar en la rueda de la fortuna. Por las noches, ella hacía vino caliente con canela, y nos metíamos en la cama. Fue, después de todo, una linda semana, llena de besos y canciones. El tipo de viaje con que sueñas, y que luego recuerdas cuando todo va mal para convencerte de que tu vida vale la pena.

Me pregunté si, ahora que estaba de vuelta, debía llamar a Mariela. Quizá era tentar al destino. No quería engañar a Paula ni nada de eso, pero tenía que comentar con alguien lo que estaba pasando. Parecía tan irreal que aún ahora, mientras lo escribo, me pregunto si alguien puede considerarlo verosímil.

Después del paseo, regresé a la casa, y por lo tanto a la realidad. Madame Minetti volvió poco después con sus invitados, y la mucama vino a mi cuarto para anunciarme que tomaríamos el café en el salón. Cogí el portafolio y bajé, tratando de poner un tono de voz profesional, de tipo que tiene otras ofertas de trabajo.

– El suyo me parece un caso fascinante -le dije a Madame con un café y una copa de Napoleón-, y me gustaría ayudarla en todo lo que pudiese a recuperar su herencia. Pero no tengo claro qué puedo hacer por usted. Ya hay un libro sobre esta historia -señalé el panfleto-. No veo la necesidad de repetirlo. Ya ha llevado el caso al parlamento y a las más altas instancias. No sé qué más espera.

Madame Minetti sacudió su cabellera de platino. Claramente, su tema favorito de conversación era ella misma. Así que nada le producía más placer que hablar con alguien que había dedicado toda la mañana a estudiar ese tema.

– Ese libro lo escribió bajo seudónimo Jesús Gómez, un periodista cubano que trabajaba para mi padre. Se lo encargué yo para dar a conocer mi caso. Y fue útil. Pero lo que quiero hacer ahora es muy distinto. Quiero escribir mis memorias, contando toda mi vida: sobre todo es una historia de glamour, llena de grandes apellidos y una rutilante vida social. Ahora bien, tiene una parte oscura: este caso, que no se ha resuelto y que debe figurar en el libro.

– ¿Qué pasó con la comisión parlamentaria que quería formar el congresista dominicano?

– Nunca se formó. A él lo compraron.

– ¿Y el litigio por la herencia?

– Lleva veinte años y aún no se resuelve. No se resolverá nunca, porque mi hijo tiene controlados a los jueces de República Dominicana.

Miré a mi alrededor. Los Aliaga de la Puente estaban sentados uno a cada lado de Madame, asintiendo con la cabeza, como dos guardaespaldas. Reparé en que en toda esa casa llena de adornos y encajes, no había ninguna foto familiar.

– ¿Hace cuánto que no ve a sus hijos?

– En los últimos veinte años, apenas los vi un par de veces en los tribunales.

– ¿Nunca trató de reconciliarse con ellos?

Ella sonrió, luego hizo un gesto lánguido y descuidado con una mano perfectamente manicurada y entrenada para cada movimiento.

– Yo ya no tengo ningún hijo -respondió al fin.

Hablaba sin traslucir emociones, con el mismo tono que usaba para pedir el coñac. Me resultaba tan difícil situarla en su país como en el mío. Me resultaba imposible situarla en ningún lugar de la Tierra a más de trescientos metros de los Campos Elíseos.

– ¿Hace cuánto que no va usted a la República Dominicana?

– ¿A la República Dominicana? ¿Yo? -soltó una delicada carcajada-. Eso sería darles perlas a los cerdos.

– Ya. Sólo una pregunta más. ¿Por qué me llama a mí? ¿No necesita más bien a un periodista dominicano?

– No puedo confiar en ningún dominicano. Lo comprarían. Quiero a alguien que no tenga nada que ver con el caso. Pero ya que lo dice, temo que sea usted demasiado joven para el trabajo.

Ok. Cambio de estrategia. Tanta frialdad tampoco es útil. Pasé el resto de nuestra entrevista tratando de demostrar que era joven pero maduro. Cada vez que un miembro de la servidumbre desfilaba ante nosotros, yo aprovechaba para hablarle en su lengua, a ver si impresionaba a Madame con mi cultura. Al final, noté que lo único que la impresionaba de mí eran mis buenos antecedentes familiares certificados, excluyendo el pasado rojo de mi padre, que procuré no mencionar.

Después de un rato hablando de las buenas familias, la conversación derivó hacia la novia del príncipe de Asturias, que en ese momento era una modelo noruega. A Madame le parecía inapropiada para una familia real. Yo me mostré plenamente de acuerdo en eso y en todo lo que pude. A continuación, considerando que había tenido un día productivo, Madame Minetti salió a arreglarse para cenar con los Aliaga de la Puente.

Y yo no pude más y llamé a Mariela, la estudiante.

Por la noche, fui a visitarla. Vivía cerca del metro Saint-Placide, en un sexto piso sin ascensor. A cambio de sus labores domésticas en casa de los propietarios, estaba exenta del pago del alquiler. Estudiaba en La Sorbona una maestría en temas latinoamericanos. Tenía una sonrisa grande y una cara tan mexicana que parecía árabe. Odiaba a los franceses. A todos. Compramos vino y queso y pasamos la noche en su casa oyendo música.

– No puede ser -me dijo-. No puedes tener tanta suerte.

– Ya. Yo tampoco me lo creo. ¡Es trabajo de escritor! Trabajo de escritor en París, como los grandes: Bryce se vino a París, Ribeyro, Vargas Llosa, Vallejo… et moi.

– ¿Te quedarás a vivir aquí?

– No puedo. Tendré que estar yendo y viniendo mientras busco trabajo en Madrid. Aunque todo depende de mi clienta, en realidad. Si no hay más remedio, me vengo. ¿Me puedo quedar en tu casa?

– Ja.

No hubo ninguna insinuación esa noche. Ni besos ni sexo. Mejor así. Volví a casa de Madame con el último metro. Me sentía aliviado y contento.

A la mañana siguiente, me despertó el ama de llaves con el desayuno: croissants, jugo de naranja, café. El ama de llaves se llamaba Rose, y era una anciana soltera irlandesa con aire de abuelita que hablaba un inglés imposible y nada más. Trabajaba con Madame desde que vivió en Nueva York y se había mudado con ella a París, pero no entendía ese país en donde nadie hablaba inglés. Le pregunté si sabía algo del litigio por la herencia de la familia Minetti. Dijo que era una pena.

– Tienen dinero suficiente para repartírselo y vivir felices, pero la familia está destruida. A esta casa no llegan tarjetas de Navidad familiares y nunca hay una visita de nietos o hijos. Es muy triste. Por cierto -cambió de actitud-, la señora lo espera en la terraza en cuanto esté usted listo.

Cuando bajé, hacía un día soleado y cálido. Madame estaba con sus invitados. Me volvió a ofrecer una copa. Como los mejores escritores, tengo una terrible debilidad por el alcohol. Quizá sea lo único que tengo de ellos. A mediodía ya había tomado tres cócteles de champán con naranja. A la una almorzamos. Yo miraba cómo comían los demás, para hacerlo igual: el orden de los cubiertos, la manera de llevárselos a la boca, cualquier detalle podía desbaratar mi mejor argumento para conseguir el trabajo: la supuesta nobleza de mi origen. Pero debo decir con orgullo que estuve perfecto.

Expliqué cómo veía el libro. Dije que, aunque contase el caso de la herencia, debíamos hacer sobre todo una memoria de vida de Madame Minetti, porque conocía muchos países y muchas personas importantes. En realidad, no estaba seguro de eso, pero así se prolongaría el proceso de escritura. Además, necesitaba que la idea del libro se fuese imponiendo con naturalidad en la conversación, que todos fuésemos dando por sentado que yo escribiría esa historia. Madame Minetti escuchó mis ideas, y sólo añadió que, si fuera escrito en inglés, le gustaría titularlo For Myself with Love. Pero lamentó lo mal que sonaba en español Con amor para mí.

– Quiero que tenga cuatrocientas páginas por lo menos -dijo luego.

Me pregunté si su vida podría realmente llenar cuatrocientas páginas, y me respondí que yo me ocuparía de que las llenase. Para mí, lo mejor sería que tuviese seiscientas, mil, una enciclopedia de personajes, memorias y pagos mensuales.

Después de almorzar, María Eugenia Aliaga de la Puente subió a su habitación y me quedé a solas con Juan Armando y Madame. Debatimos sobre qué es más bello en verano: la Toscana o la Costa Azul. Yo, que nunca había estado en ninguno de los dos sitios, me incliné por la Toscana. De repente, como en un guión cuidadosamente estructurado, Madame se disculpó y abandonó la habitación. Y entonces Juan Armando recondujo la conversación:

– Diana está interesada en contratarte.

Traté de no saltar de felicidad demasiado evidentemente. Me alegré con moderación, sin sorpresa. Él continuó:

– Quiero saber cuáles son tus exigencias económicas para redactar un contrato. Espero que sean razonables, claro. Además, deberás firmar una cláusula de confidencialidad. Nada de lo que te sea revelado durante la redacción de las memorias podrá ser publicado sin la autorización expresa de Diana, ¿ok?

– De acuerdo.

– Nada.

– Nada.

Pedí dos mil dólares al mes más viáticos. Juan Armando no regateó. Comprendí que podía haber cobrado el doble. Según nuestro acuerdo, yo visitaría a Madame dos fines de semana por mes y cobraría cada segunda reunión.

Una vez cerrado el acuerdo, Juan Armando me mostró otros recortes de periódicos, muy distintos a los del día anterior. Esta vez eran las páginas sociales de revistas inglesas y francesas, en las que Madame aparecía como siempre radiante al lado del barón de Rothschild, el alcalde de París y otras figuras de la política y la nobleza europeas. También figuraban menciones a ella en el libro de memorias del jardinero de Buckingham, y hasta en el Who is Who?, la Biblia de la vida social de los Estados Unidos.

– Diana se codea con lo mejor de la alta sociedad europea -enfatizó Juan Armando-, los mejores apellidos, los mejores salones. Tienes que estar a la altura, ¿entiendes?

Le aseguré que haría mi mejor esfuerzo. Mininos después, como si hubiese cronometrado nuestra conversación, Madame volvió a entrar y hablamos de encuadernación de libros en cuero repujado. Por la noche, antes de ir al aeropuerto, me alcanzó un sobre cerrado con los viáticos en francos. Era el primer dinero que recibía desde la liquidación que había cobrado en Perú un año antes. Me metí al baño a contarlo y lo besé. Los billetes franceses eran hermosos, y uno de ellos tenía un dibujo del Principito. Ni en ese momento, ni durante el resto de nuestra relación, Madame se rebajaría a hablar de dinero.

El contrato me llegó al día siguiente por fax a la cabina de Internet del turco de la esquina. Yo había dado ese número como «mi fax». Lo firmé y lo envié de vuelta por la misma vía. Durante los siguientes días, me comuniqué con Madame Minetti por teléfono. Se iría de vacaciones a la Toscana, yo tenía razón, era mucho mejor que el sur. Había alquilado una casa de campo. Si yo aceptaba, podía darle el alcance ahí y empezaríamos a trabajar. No me costó mucho aceptar.

Al día siguiente, fui con Paula a comprar ropa para verme decente. Paula quería ropa moderna, pero yo compré las camisas más conservadoras que encontré y pantalones de pana. Tenía que verme como un niño rico y afeitarme todos los días. Odio afeitarme, me parece una pérdida de tiempo. Pero en vez de una barba de verdad tengo una pelusita de esas que a los tres días parece simple mugre. A Madame no le habría gustado eso.

Los pasajes volvieron a llegarme por correo. Ida y vuelta a Roma-Fiumicino. Ahí tomaría un tren a Toscana. Mientras atravesaba una campiña verde como de cuento de hadas, pensé que en adelante mi vida sería así: un prado fresco y amable.

La casa de verano de Madame estaba fuera de cualquier centro urbano, casi oculta en medio del bosque. Tenía dos pisos, un jardín en el que se podía jugar fútbol y una piscina de veinte metros. La noche de mi llegada, hubo visitas: un pintor italiano, un inglés dueño de varios campos de golf y una nieta de Caruso, que vivía sola con un perro ciego (así se presentó, al menos). Madame explicó que yo era un periodista español que estaba escribiendo su vida y a todos les pareció realmente exótico. Percibí que ella de verdad creía que yo era español. Lo prefería así. Y su mundo estaba hecho sólo de las cosas que ella prefería.

La cena se realizó en cuatro idiomas. Madame era encantadora y hablaba con fluidez los cuatro. Yo habría preferido quedarme con la servidumbre, que comía aparte, porque estaba realmente aburrido ahí. Como la vez anterior, comí cosas que ni siquiera podría describir y bebí todo lo que pude. Con la práctica, uno desarrolla la habilidad de alcoholizarse sin hacer papelones. El único momento tenso fue cuando mencionaron una reunión del G-8, que se realizaba en Génova por esos días. Por la tarde, un manifestante antisistema había muerto acribillado por la policía italiana.

– No entiendo a esos manifestantes -dijo la nieta de Caruso-. La globalización es un proceso inevitable. Lo demás es utopía.

– La protesta es una excusa para la delincuencia callejera -dijo el pintor.

– Pues no sé yo quiénes son los delincuentes -dije con mi copa de vino y mi bocota-. El único muerto ha sido víctima de la policía, no de los manifestantes.

Se hizo un silencio mortal en la mesa hasta que Madame cambió de tema con un encanto indecible. No se habla de muertos en esas mesas. Ni de dinero. Tomé nota mental y, tras los postres, me fui a dormir.

Recién a la mañana siguiente pudimos empezar a trabajar. Diana y yo nos sentamos en una mesa del jardín. Corría una brisa suave y pedí champán. Tenía un cuestionario listo. Pero era necesario entrar en materia y en confianza. Traté de ser cómplice, educado y completamente afeminado. Debía crear cierta atmósfera de complicidad, que le permitiese contarme sus experiencias, sus anécdotas, sus secretos. Diana tardó varios minutos en relajarse. Se distraía con nimiedades domésticas y comentarios sobre el mantenimiento del jardín. Le costaba abrirse.

Finalmente, cuando sentí que Diana Minetti estaba cómoda, encendí la grabadora.