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Nací en Santo Domingo en 1930, el mismo día en que el general Rafael Leónidas Trujillo, «el Chivo», dio un golpe de Estado. Para atender mi nacimiento, la partera tuvo que atravesar toda la ciudad entre los soldados golpistas. Por suerte no le pasó nada. Según dijo, las tropas se habían concentrado en la plaza de la Independencia con todas sus armas. Pero no tenían oponentes porque todos los militares estaban con Trujillo. Así que disparaban al aire, sobre todo para avisar que había un golpe. Cuando se acumulaba demasiada gente tratando de cruzar la plaza para ir al mercado, se detenían un rato y los dejaban pasar. Ya por la tarde, se retiraron a comer y a dormir la siesta.
Mi padre, Giorgio Minetti, era un calabrés muy emprendedor, que había sabido hacer fortuna en todo tipo de situaciones. En su juventud, durante la Primera Guerra Mundial, les vendía comida y vino a los soldados de todos los bandos que pasaban por Italia. Pero cuando se firmó la paz, su mercado se redujo a la mitad, porque los perdedores siempre son malos compradores. Y además, después de la guerra, Italia se llenó de comunistas. Por el contrario, todo el mundo decía que en América aún se podían hacer negocios con tranquilidad y libertad de empresa. Así que un domingo, durante uno de esos gigantescos almuerzos familiares italianos, papá le dijo a mi abuelo:
– Me voy.
– ¿A Roma?
– A la República Dominicana.
– Eso está muy lejos.
– Por eso.
Mi abuela lloró durante meses la partida de su hijo, pero mi abuelo pensaba que los obreros italianos en cualquier momento iban a montar una revolución y les iban a quitar las tierras y las mujeres, así que le parecía buena idea invertir en otro sitio. Y América era un lugar soleado y tranquilo. Algunos amigos de papá aseguran que, en realidad, él se fue de Italia persiguiendo a una cantante de ópera. También es posible. A él no le gustaba la ópera, pero sí le gustaban las cantantes.
En Santo Domingo no consiguió ninguna cantante, pero sí una esposa llamada Delia Ferrusola, mi madre, que provenía de una de las familias más importantes del país. Los Ferrusola tenían inversiones agrícolas que permitían que mi abuelo materno se dedicase a lo mismo que toda su familia: a no hacer nada. Solía pasarse los días en el Club de la Unión y frecuentar a sus amigos.
Mi abuela materna murió cuando mi madre tenía sólo seis años. Y como su padre no sabía hacer nada, ni cuidarla, la envió a un internado en Curazao, eso sí, al mejor internado posible, adonde iban las hijas de todos los dictadores importantes. Pero al volver a Santo Domingo hecha una jovencita, mamá descubrió la libertad. Y empezó a salir con algunos oficiales del ejército norteamericano, que por entonces solía invadir el país de vez en cuando. Salir con un soldado norteamericano era lo peor visto en una chica de la posición de mamá, bueno, aparte de salir con mulatos, lo cual no estaba mal visto sino que era imposible.
Por eso, para el abuelo, la aparición de Giorgio Minetti como pretendiente de mamá, aunque no viniese de una familia tradicional, fue un alivio. Papá no tenía un buen apellido, pero era un empresario de éxito: poseía la concesión de la Ford Motors y una creciente variedad de negocios que dirigía desde Minetti Inc., una enorme oficina con una rosa náutica de cedro en el centro.
El matrimonio de Giorgio y Delia se celebró con mucha elegancia y mucha ilusión, porque era el enlace entre los viejos y los nuevos tiempos: una de las mejores familias se unía con uno de los nuevos empresarios de éxito del país. Un año después de esa unión, llegó un hijo al que llamaron Giorgio por su padre, Humberto por el príncipe de Italia, Francesco por su abuelo paterno, Álvaro por el materno y Víctor Manuel por el rey de Italia. Entre tanto nombre, el pequeño Giorgio Humberto Francesco Álvaro Víctor Manuel nunca supo con cuál quedarse, y siempre fue conocido en la familia y fuera de ella como «Minetino».
Después de Minetino, los doctores le dijeron a mamá que no podría volver a tener hijos. Ella consideró la posibilidad de adoptar a una niña, pero sus tías se opusieron. Dijeron que, a la hora de repartir la herencia, un hijo adoptado siempre plantea problemas. Al final, no adoptó a nadie y de todos modos hubo problemas. Pero de eso hablaremos más adelante. De momento, basta saber que yo nací casi diez años después que mi hermano, y fui una sorpresa, porque nadie me esperaba ya.
Durante los primeros meses de mi gestación, mamá pensó que yo era un tumor. Estaba en París por entonces, porque viajaba a Europa todos los años. Cuando le dijeron que estaba embarazada tuvo que volver en el primer barco a Santo Domingo para dar a luz ahí. No quería que nadie pensase que yo era adoptada. Los preparativos del parto resultaron un poco apresurados, pero yo fui una bebé muy bonita.
El que no era tan bonito era el dictador Trujillo. En realidad, era un mulato horroroso y muy ambicioso. Quería formar parte de la mejor vida social, como si viniese de una cuna noble. Y hay cosas que no se logran si no se nace con ellas. Su carrera militar lo había llevado de teniente segundo a general de brigada y comandante general del Ejército en menos de diez años. Antes de dar el golpe, cuando no le quedaba más jerarquía militar que escalar, trató de ascender en la sociedad. Quería ingresar en el selecto Club de la Unión. Mi abuelo, que era miembro del club de toda la vida, estaba indignado.
La candidatura de Trujillo al club fue presentada en medio de pifias, porque nadie lo soportaba cerca. El problema no era sólo su origen y sus maneras prepotentes, sino sus escandalosas relaciones extramatrimoniales con María Martínez, una chica bien nacida que había sufrido el rechazo de todas las familias importantes a raíz de su affaire. Debido a ella, a Trujillo trataron de negarle hasta los ascensos a la jefatura del Ejército. Así y todo, su candidatura al Club de la Unión se sometió a votación.
En los comicios participaban todos los socios, introduciendo en ánforas balotas blancas o negras para aceptar o rechazar a cada candidato. El día de la votación, el mismo presidente de la República colocó una balota blanca ostensiblemente en el ánfora de Trujillo y no votó a favor ni en contra de ninguno de los demás candidatos. Aun así, Trujillo necesitó un fraude: antes del conteo, alguien retiró las balotas negras hasta conseguir una mayoría de aceptación. Y según mi abuelo, tuvo que retirar muchísimas.
Debido a las circunstancias de su ingreso, Trujillo nunca se atrevió a presentarse en el club. Y cuando asumió el gobierno, una de sus primeras medidas fue hacerse nombrar presidente del club para clausurarlo. Poco después del cierre, mi abuelo se murió de tristeza, porque ya no tenía adónde ir.
Ya como presidente, Trujillo empezó a usar pomadas blanqueadoras y a alisarse el pelo ensortijado de negro que tenía. Estaba obsesionado con ser cada día más blanco. Hasta cambió de mujer. Acabó casándose con María Martínez, para tener una compañera más presentable que la campesina con que andaba. Francamente, no lo logró. Pero al final, como premio a sus esfuerzos, y como era presidente, Trujillo logró lo que quería: ser uno de nosotros.
De todos modos, Trujillo era tan impresentable que las buenas familias no lo invitaban a sus reuniones ni siendo dictador. Él se organizaba a sí mismo homenajes en las casas de los demás. Y decidía la lista de invitados. Mi propia madre tuvo que aguantar un par de «invitaciones» en su propia casa. Siempre era igual. Un buen día, dos uniformados se presentaban en la puerta sin aviso:
– ¿Señora Minetti?
– ¿Sí?
– Buenos días, somos del cuerpo de seguridad del general Trujillo.
– Ajá.
– Nos envía la oficina de protocolo a verificar las instalaciones.
– ¿Instalaciones?
– Como lo oye, su casa ha sido seleccionada para una cena que se ofrecerá este sábado. Ésta es la lista de invitados. Como ve usted, funcionarios y empresarios de primer nivel.
– ¿Por qué van a venir acá?
– Usted ha sido distinguida con ese honor por el Benefactor en persona…
– Dígale que se lo agradezco, pero este fin de semana estaremos de viaje.
– Pero es que…
– Muchas gracias, hasta luego.
A veces, esos avisos llegaban sin apenas tiempo para los preparativos. De todos modos, con una excusa u otra, mis padres lograron mantenerse al margen de esas farras.
Quizá los rechazos de mamá contribuyeron a incentivar los problemas que sobrevendrían después entre papá y el dictador. Quizá los complejos del Chivo alimentarían su odio contra mi familia, hasta que ocurrió lo que ocurrió. Y sin embargo, a pesar de todas las peleas entre el dictador y papá, ese mulato resentido de Trujillo debía habernos estado agradecido, porque si finalmente llegó a insertarse en la alta sociedad, fue precisamente debido a mi familia.
El salvaje de Ramfis Trujillo, hijo del dictador, se hizo novio de mi tía Octavia Ricart, prima de mi madre. Y apenas un par de meses después, se mudaron juntos. La familia de mamá no sabía si sentirse bien o mal. En términos económicos era una pareja siempre conveniente, pero la cuestión ya no era el origen social, sino la depravación de Ramfis.
Quizá si hubiese sido un ser humano normal les habría molestado menos, pero Ramfis andaba todo el día con prostitutas y amigos que parecían sacados de un hospital mental. Por su yate y su cama pasaban desde actrices de Hollywood hasta bataclaras de baja estofa, y sus aventuras eran noticias del periódico. Era completamente incapaz de administrar una empresa (menos aún un país) y sólo servía para derrochar las toneladas de dinero de su padre, es decir, de las arcas públicas. Nunca hizo siquiera el esfuerzo de disimular un poco esa vida, que ostentaba en todas las ocasiones sociales.
Una tarde, en un club de navegación, dos mulatas salieron corriendo del yate Angelita de la familia Trujillo. Atrás de ellas corría Ramfis, el príncipe del país, persiguiéndolas a disparos, muerto de risa, con un revólver en la mano. No les dio, pero agujereó el casco de dos yates y perforó las velas de otros tres. Nadie le pasó al niño una factura por los daños para no ofender a su papá, pero las mujeres de mi familia -a los hombres les pareció muy divertido- iniciaron una campaña para disuadir a Octavia de su noviazgo. Prepararon una larga serie de discursos y argumentos que finalmente le transmitió, como era la costumbre, una prima: mi madre. Octavia la escuchó con atención y mucha calma. Y luego respondió:
– Ese hombre me quiere, sólo hay que reformarlo un poco, tiene muy malas costumbres.
– ¿Y tienes que ser tú quien lo reforme?
– Yo sé cómo es. Siempre haciendo travesuras…
– Octavia, apareció borracho y casi mató a dos prostitutas…
– Es que lo rodean, no le dejan respirar, todo este país quiere acostarse con Ramfis…
– Pero, Octavia…
– Tú misma. ¿Por qué me quieres separar de Ramfis? ¿Tú también quieres algo con él? ¿Quién te has creído que eres?
Mi pobre madre hizo lo que pudo hasta que entendió que la iban a sacar de la casa a rastras. Octavia tenía unos celos tan enfermizos que estaba dispuesta a creer que hasta las paredes se querían acostar con su novio. La política de la familia desde entonces fue ignorar los hechos y no volver a mencionarlos. De todos modos, el resto de la familia no dejó de aceptar las invitaciones a cenar en la Estancia Ramfis, donde, a veces, el yerno hacía ligeros esfuerzos para parecer una persona casi en sus cabales.
Cuando nació el primer hijo de la pareja, los Ferrusola pensaron que ya era suficiente y empezaron a presionar para que Octavia se casase y formalizase esa relación. Ramfis no quería ni oír hablar de eso. Decía que el amor no necesita papeles. Luego se iba de la casa por días y sólo aparecía cuando caía inconsciente de tanto beber y su guardia de seguridad lo metía en un carro y lo llevaba de vuelta. Entonces Octavia lo despertaba a cachetadas y todo empezaba de nuevo. A veces estas escenas ocurrían enfrente de visitas. La verdad, era un espectáculo muy poco digno de una familia como Dios manda.
Tras el nacimiento del segundo hijo, el caso se volvió más alarmante. Tía Octavia estaba dejando el grado de amante para pasar al de «concubina reproductiva». Afortunadamente, andaba cerca el tío Alfredo, hermano de mamá.
Al principio del régimen, tío Alfredo había odiado a Trujillo, y había llegado a decir que no trabajaría nunca para el dictador porque el solo hecho de darle la mano ya era incompatible con su dignidad y sus escrúpulos. Pero a principios de los años treinta se le olvidaron esos detalles y se volvió un funcionario importante del régimen. Nadie en la familia supo por qué había cambiado de opinión. Nadie lo preguntó tampoco.
Alfredo, que ya gozaba de la consideración del Benefactor cuando Octavia tuvo su segundo hijo, un día no pudo más y le llevó el caso al Chivo en persona. Aprovechó una reunión de trabajo y, cuando el ambiente se distendió un poco, cerca del final, habló del tema que le preocupaba en realidad:
– Excelentísimo Benefactor -comenzó-, sé que no debería importunarlo con mis asuntos personales, que no conciernen a una persona de su rango, pero ocurre que mi sobrina lleva ya dos años y dos hijos con nuestro bienamado Ramfis y la familia cree que…
– Este pendejo no se quiere casar, ¿verdad? -interrumpió Trujillo.
– Bueno… en realidad… Eso es, sí, excelencia.
– Este chico es un dolor de cabeza, Alfredo. Ha heredado todos los atributos viriles de su padre. Pero no sé de dónde ha sacado tanta mala maña.
– Pasa en las mejores familias, Benefactor.
– ¿Sabes qué es lo que me apena a veces? Que este chico tiene que aprender mucho de la vida antes de asumir el gobierno del país. Octavia es una buena chica. Lo ayudará.
– Estoy seguro de que todo mejorará.
– Tú tranquilo -concluyó Trujillo con un par de palmaditas en la espalda-, yo me ocupo.
Cuando uno tenía una conversación así con Trujillo, no podía saber si «yo me ocupo» significaba que resolvería el problema o que mandaría matar a su interlocutor. En este caso, era una buena señal. Trujillo apreciaba a Octavia, a la que consideraba una mujer de carácter que podía reencaminar a su hijo. Y como hombre conservador a fin de cuentas, opinaba que el matrimonio era lo mejor para un temperamento tan voluble como el del príncipe heredero.
Así que fue a buscar a su hijo en el yate, donde Ramfis por entonces pasaba mucho tiempo. Lo encontró tirado en cubierta, rodeado de amigos y amigas, todos desnudos y demasiado inconscientes como para reaccionar a la altura de la visita. A una señal del Jefe, sus guardaespaldas los arrojaron a todos al agua, excepto a los que provenían de familias demasiado amigas del gobierno. Cuando padre e hijo quedaron a solas, Ramfis aún no podía articular palabra. Trujillo en persona tuvo que meterlo bajo agua fría hasta que reaccionase.
– No eres digno de mí -le dijo después, con un café-, ni de este país ni de tu familia.
– No es para tanto. ¿Ahora resulta que no puedo divertirme? ¿Que tengo que estar encerrado en mi casa todo el día?
– Pero si no es eso, Ramfis, es sólo que tienes que mostrarte como un líder del que tu país pueda estar orgulloso. Como tu padre.
– Nunca podré ser como tú.
– Bueno, nadie puede ser como yo…
– Pero yo menos que nadie, no seré capaz… -y ahora, Ramfis estaba sollozando.
– Tendrás que serlo, porque te casas.
– ¿Con quién?
– Con Octavia, idiota.
– Yo no quiero…
– Mira, pendejo. Soy tu padre y este yate y este país son míos. Así que vas a hacer lo que yo te diga hasta que demuestres la madurez suficiente para valerte por ti mismo. Y si no, te vas buscando un trabajo sin mi ayuda, que no quiero mantenidos en la familia, ¿está claro?
Menos de tres meses después, se repartían los partes de boda. El dictador en persona le envió a mi tío Alfredo uno matrimonial en el que había escrito: «Por la unión eterna de las familias decentes».
Pero a la larga, el matrimonio sólo creó nuevos problemas. Octavia, sintiéndose dueña de la situación, empezó a llevarse mal con doña María, la mujer de Trujillo, a la que acusaba de ayudar a Ramfis en sus salidas y de conspirar contra ella. Doña María, está claro, no era mujer que se dejase mangonear aunque su relación con el Benefactor fuese casi una réplica de la de Octavia y Ramfis.
En vez de ayudarse, como habría sido natural, las dos mujeres tuvieron una relación cada vez más áspera. Lo peor era que Octavia perdió todo el respeto por la familia, y hasta empezó a disfrutar burlándose del nombre de la hija de doña María, María de los Ángeles del Corazón de Jesús. Decía que con ese nombre, el único hombre que podría pretenderla era el Cristo de la catedral.
Ramfis nunca mejoró su conducta y mi tía Octavia no dejó de culpar a doña María de ello, sabe Dios por qué. Llegaron a arrojarse las copas de vino mutuamente durante una cena familiar en la cual ni siquiera Trujillo pudo controlarlas. Y a veces, en las reuniones de trabajo e inclusive diplomáticas, Trujillo debía contestar llamadas de las dos mujeres, que le hacían llegar sus quejas recíprocas al mismo tiempo.
Al final, así como había dado orden de que se casasen, Trujillo mandó divorciar a Ramfis y Octavia. Su sentencia salió en 1953, pero ese mismo año Ramfis prometió cambiar y los Trujillo anularon el trámite en el juzgado. Siguieron casados hasta 1960, cuando el matrimonio se rompió definitivamente. Octavia parece haber olido la caída del régimen para divorciarse justo a tiempo. Creo que después se casó con un industrial al que no le importó que tuviese seis hijos del subnormal ese.
En fin, lo que quiero decir: por ese tipo de cosas, Santo Domingo era un lugar insoportable. El dictador y su esperpéntica familia acabaron con todo lo que brillaba y corrompieron los mejores apellidos del país, incluso el mío. Por fortuna, nosotros -papá, mamá, mi hermano y yo- teníamos un refugio contra toda esa ordinariez, un paraíso a salvo de la vulgaridad que se llamaba Cuba.
Nos mudamos a Cuba a fines de los años treinta. Por entonces, La Habana mezclaba lo mejor que se podía encontrar en Europa con lo mejor de Estados Unidos. Era definitivamente muy conservadora y se limitaba a clubes y casas de familia. En La Habana, mis clubes favoritos eran el Havana Biltmore y el Yacht and Country Club. Eran lugares muy exclusivos que no hacían concesiones.
En ellos las familias decentes estaban a salvo de bochornos. Ahí conocíamos a nuestros esposos. Bueno, papá odiaba a mi esposo, pero aun así, él era de la crema y nata, comme il faut. Ahí, de hecho, todos éramos comme il faut, y todo era perfecto: jugábamos tenis, golf, hacíamos velita y bajábamos a la playa a las cinco de la tarde. Hoy en día eso parece muy avanzado, porque se ha vuelto a poner de moda protegerse del sol. Pero en esa época, nosotras mirábamos a las americanas atónitas por su costumbre de tumbarse al sol como una tostada por el día entero. Por eso, las señoras de la edad de mi madre tenían una piel fantástica: blanca, sin manchas, sin sequedad. Fue mi generación la primera que empezó a broncearse por placer. A mí me gustaba la playa, también el tenis y la equitación, y estuve en una de las primeras canoas de mujeres que se organizaron en el Biltmore: eso fue revolucionario.
Éramos muy inocentes, eso sí. Yo fui siempre a colegios de monjas, y nunca supe de drogas ni escándalos ni homosexuales. Todo el mundo era muy consciente de sus deberes sociales, en ambos países. Mi peor travesura era huir de casa algunas noches para bailar en las fiestas que daba Hemingway. Era un viejo borrachín pero muy simpático, Hemingway. En sus fiestas se reunían los jóvenes de la mejor sociedad y los pescadores de la bahía de Cojímar. El escritor bailaba con todo el mundo, especialmente con las chicas más guapas, a las que decía tonterías al oído. Todas salían pensando que él estaba enamorado de ellas, pero en realidad ninguna entendía nada de lo que estaba diciendo. Y no era por el inglés, era porque siempre estaba demasiado bebido cuando hablaba.
Hemingway tenía un aura especial que mantenía a la gente a su alrededor aunque dijese incoherencias. A veces se llevaba a alguna conquista a la playa, pero se dormía nada más llegar. Las chicas volvían al baile diciendo que habían pasado una noche inolvidable con el escritor, una noche de pasión y poesía (sin sexo, eso sí, nada que comprometiese la virtud). Y él no podía desmentirlo porque estaba tirado en la orilla del mar con la barba llena de arena. Al día siguiente, salía a pescar. No quiero decir que yo fuese con él alguna vez, a mí todo esto me lo han contado. Yo estuve siempre en colegios de monjas, y la mayoría de las cosas buenas de esta vida las descubrí demasiado tarde.