39113.fb2 Memorias De Una Dama - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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5.

Diana acabó de leer los últimos avances con los ojos muy abiertos. Acabábamos de terminar los postres y estábamos tomando el café en el comedor, rodeados por murales de deidades romanas. Yo había pedido un coñac y la miraba con expectación. En el texto, había tratado de que su padre no quedase demasiado fascista, pero no había sido fácil. Hasta había salpicado la historia de anécdotas familiares, aunque no estaba seguro de que ambas cosas encajasen. Pero, al margen del estilo, no estaba seguro de que a Diana le gustase lo que leía. Ella se quitó los lentes, con la mirada perdida en las negras nubes parisinas que asomaban por la ventana. No dijo nada.

Bebí un trago de la gorda copa que me habían traído y traté de tomar la iniciativa:

– ¿Por qué no me dijo usted lo de la conspiración de su padre?

– Porque no lo sabía. ¿Estás seguro de eso?

Le mostré los documentos que lo confirmaban. Eran contundentes. Su padre aparecía inclusive en libros de historiadores, estudios y reportajes. Ella no respondió. Yo continué el interrogatorio:

– ¿Y sabía que era fascista?

– Sí sabía que era fascista. Bueno, era italiano. Los italianos eran fascistas. Al menos la gente bien. Pero no era muy, muy fascista. Yo diría que era como un pequeño Berlusconi de los trópicos.

– Por Dios, Diana, era el jefe del Fascio para todo el Caribe.

– ¡Eso no lo pone aquí!

– Claro que no. Esas memorias son de usted. Usted no diría eso.

Se quedó pensando un poco más. Yo también. No teníamos claro hasta qué punto sus memorias podían incluir cosas que no estaban en su memoria.

En realidad, toda la historia de la conspiración era producto de mis conversaciones con historiadores, antiguos empleados de su padre y ancianos periodistas durante mis dos semanas en la República Dominicana. La mayor parte de la investigación la había hecho yo solo. Después de la entrevista con Mitchell, Jesús Gómez se había dedicado a dormir durante el día y jugar a las tragamonedas durante la noche. Gómez ni siquiera había podido contestar a mi intento de entrevistarlo a él, porque estaba demasiado sordo. Así que yo me pasaba el día hurgando en bibliotecas y archivos, y haciendo entrevistas. Y la noche, leyendo y alcoholizándome en el hotel. Las primeras noches había tratado de salir a pasear, pero poner un pie en el malecón atraía a una nube de mulatos que querían venderme coca y putas, y no me apetecía. Tampoco me gustaba que me hablasen siempre como si fuera español. Con esa rutina -y sin nadie con quien hablar aparte de mis entrevistados- había elaborado una investigación muy completa y rigurosa sobre el padre de Diana. Aunque no necesariamente había encontrado las cosas que ella buscaba.

– Hay… hay mucha más información que aún no he usado -continué-. Podría resultar… comprometedora. Además, no sé si estamos haciendo un libro sobre usted o sobre su padre.

– Papá tiene que estar en el libro. Era un héroe. Conspiró contra Trujillo.

– Digamos que era un personaje interesante. Ambiguo. ¿Nunca habló de esto con usted?

– No.

No me sorprendió. Durante todas nuestras entrevistas, Diana no había sido capaz de recordar un solo diálogo entre ella y nadie de su familia. Nada más que generalidades y fórmulas de cortesía. El mundo podía explotar a su alrededor sin que ella perdiese los estribos. Y lo mismo se podía decir del resto de su vida. Ella no hablaba con ninguna persona, más allá de las formalidades de la vida social. A veces, según me dijo, le confesaba algunas preocupaciones a su médico, y eso era lo más lejos que llegaba. No tenía amigas ni amigos ni novios con los que compartiese penas, confidencias o alegrías, porque su mundo era perfecto y no tenía espacio para ese tipo de tonterías. Si yo le preguntaba por sus sentimientos, ella respondía con una lista de ocasiones sociales, eventos, recepciones: galas de soledad.

– Escuche, Diana -traté de explicar-, el libro que tenemos entre manos es muy distinto del que habíamos planeado. Los recuerdos de usted van por un lado, y la historia de su familia, por otro. Para escribir unas memorias coherentes y profundas, como quiere Jesús Gómez, vamos a tener que hablar de política. No sólo necesito sus anécdotas. Son fundamentales sus opiniones sobre las cosas que ocurrían en el mundo.

Ella meditó unos minutos y respondió:

– Conocí a Jacqueline Kennedy, ¿eso sirve? Ella estuvo casada con un político. Pero cuando yo la conocí, ya estaba casada con Onassis. Fue durante un viaje por las islas griegas. Yo iba en el yate de la hija del duque de Marlborough y, en un momento, ella señaló una isla cerca de donde estábamos. Dijo que era Skorpios, la isla de Onassis. Y le comenté que Jackie era mi vecina, y que vivía en el mismo edificio que yo en la Quinta Avenida. «Una pesada», sentenció la duquesa, y despachó el tema con una mueca de cansancio. Luego dio orden al maquinista de acelerar, no fuera a ser que nos cruzásemos con el yate de esa mujer, a la que consideraba francamente insoportable.

Comprendí que esa historia no llevaría a ninguna parte. Daba igual. Diana estaba perdida en sus recuerdos, feliz en su mundo de islas griegas y grandes apellidos, incapaz de detenerse.

– Pero nuestro maquinista era un amigo de mi anfitriona que no tenía idea de barcos, y terminamos encallando en Skorpios. Como era inevitable, pedimos ayuda a la isla. Y llegó a nuestro lado su barco, el Christina. Cuando mi amiga vio que Jackie estaba a bordo, corrió a maquillarse y ponerse simpática para la «pesada». Hay que ver qué mujer hipócrita. Debo decir que Jacqueline fue muy amable con nosotros. Casi demasiado. Se puso la misma sonrisa que usaba para las recepciones diplomáticas, la grande, la única. A mí me inspira desconfianza la gente que sonríe de más, simplemente porque no es necesario y los músculos faciales no dan para tanto. En todo caso, lo que más me llamó la atención del Christina fueron los taburetes del bar. Estaban tapizados con prepucio de ballena.

Y sonrió, con cara de haber dicho algo brillante que arrancaba aplausos en todas las cenas. Diana estaba entrenada para ser encantadora, y lo era. Pero, definitivamente, de política no tenía ni idea.

– Bien, hablemos un poco del trabajo de su padre como cónsul -dije desesperado.

Una vez más, mi idea del libro estaba cambiando. Se iba convirtiendo en una radiografía de la corrupción de la clase dominante latinoamericana, un testimonio que nadie había escrito, contado desde la voz de una protagonista. La otra cara de la moneda de mi novela sobre la miseria del Amazonas. Pero esta historia era mejor, porque era real. Era literariamente perfecta. Hasta podía pensar en una trilogía. El único estorbo ahora era mi protagonista, que insistía en hablar de sus irrelevantes tonterías familiares. Era como conversar con Stalin y que te cuente sus hábitos de desayuno.

El conflicto entre su libro y mi libro se reflejaba en la prosa. Para comenzar, los nuevos capítulos padecían la enorme tensión de narrar las conspiraciones de Giorgio Minetti y a la vez retratarlo ante su hija de manera amable, como un tipo honesto que enfrentaba un mundo hostil. Pero, sobre todo, mi interés por describir a los conspiradores tropicales chocaba con las ganas de Diana de hablar de sí misma. A menudo, incluso ponía en su boca palabras que ella jamás diría, como «concubinato» o «maquiavélico». Ni siquiera estaba seguro de que estuviese familiarizada con esos términos. Por suerte, ella odiaba a los dominicanos, lo cual incluía a toda la gente que aparecería en el libro. Mientras peor sonase todo, mejor para ella.

Las nuevas revelaciones sobre su propia biografía familiar confundían también a Diana. Su historia no era la que ella creía, y no sabía bien qué hacer con ella. Idolatraba a su padre, porque mientras él vivió, la familia fue feliz, al menos según su sentido de la felicidad. Pero el halo de inocencia que envolvía a papá Minetti se estaba desvaneciendo, y eso la hacía dudar. Un día, quería escribir un libro sólo sobre su padre, para limpiar su nombre. Otro día, volvía a hablarme del litigio por la herencia y prefería limitarse a ese tema. Ya no estaba tan segura de publicar una memoria personal. Empecé a sospechar que eran los prolegómenos para que Diana diese el libro por terminado, y a mí por despedido. Quizá ella no quería saber más de su propia historia, porque temía lo que pudiese surgir a la luz.

Por las noches, en su estudio de Saint-Placide, Mariela me decía:

– ¿Cómo has podido decirle lo de su padre? Has debido callártelo.

– Mi trabajo es decirle la verdad. Investigo y se lo cuento.

– ¿Y cómo es que ella no lo sabía?

– Creo que su familia la mantuvo siempre apartada de los negocios. Era la niña de la casa. A las ricas las educaban para casarlas con otros ricos. Así funcionaban las fusiones empresariales. Y de todos modos, en esa casa no se hablaba mucho.

– Ni tú hablarás con ella mucho más si deja de gustarle lo que escribes.

Mariela tenía razón. Diana no quería saber la verdad sino sólo dejar una historia bonita para la posteridad, como los retratos que se mandaban hacer los nobles europeos. En mis investigaciones había encontrado varias biografías de figuras políticas del Caribe escritas por periodistas a sueldo que hablaban hasta de la «virilidad y contextura atlética» de sus biografiados y no escatimaban elogios para esos «excelsos representantes de la cubanidad». Los biografiados pagaban libros que hablasen bien de ellos y luego financiaban anónimamente su publicación mediante fondos editoriales universitarios. Los libros no eran ningún éxito editorial, pero quedaban para la posteridad, aunque fuese en oscuras bibliotecas de Miami. Diana, de hecho, nunca había hablado de publicar sus memorias. Tal vez quería simplemente algo así, una hagiografía, una oda, un elogio, y yo estaba tratando de convertir ese pasquín en el libro que revolucionaría la historia del Caribe.

– Me da igual que no revoluciones la historia del Caribe -dijo una noche Mariela-. Pero me daría pena que no vuelvas a París.

Todo se venía abajo. Mis viajes a París empezaron a espaciarse. Con frecuencia, Diana dejaba pasar varias semanas -cada vez más- sin llamar. Yo no me atrevía a hacerlo.

Para colmo, cada vez era más difícil viajar. Mi permiso de retorno había expirado. Y mis nuevos papeles se estaban retrasando. Para agravar las cosas, desde el 11 de septiembre, la seguridad en los aeropuertos se había redoblado. Pedían identificación, documentos, tarjetas de residencia. Y yo no tenía nada de eso.

En los últimos viajes del año, desarrollé una estrategia arriesgada pero eficaz para pasar los controles de seguridad: cuando me pedían mis documentos en España, mostraba mi residencia vencida y decía que en París tomaría la conexión para volver al Perú. Eso no era ilegal y, en cualquier caso, me estaba yendo de España. Mejor para ellos. Uno menos.

Luego al volver, en Francia, cuando me pedían los papeles montaba un escándalo:

– ¡Soy un ciudadano español y no tengo obligación de mostrar ni un puto papel para moverme al interior del espacio de la comunidad europea signataria del Acuerdo de Schengen! -me indignaba muy en francés legal.

En esos días, el aeropuerto Charles de Gaulle estaba lleno de policías armados y por los altavoces se anunciaba que los equipajes sin dueño encontrados en los pasillos serían automáticamente destruidos. No se podía llevar ni una navaja de afeitar. A los árabes de cualquier condición les pedían papeles extras y les preguntaban varias veces cuál iba a ser su recorrido, para ver si se contradecían. A las mujeres les quitaban los velos y las revisaban. Al menos yo tenía cara de español. Cuando me enojaba, los funcionarios se disculpaban conmigo, me explicaban que la cosa era sólo con los extranjeros y aceptaban como identificación mi tarjeta de estudiante, que no consignaba mi origen. Yo esperaba que la treta durase lo suficiente, porque no se me ocurría otra.

Luego comprendí que no necesitaría ninguna treta más. Porque después de las vacaciones de Navidad, Diana dejó de llamarme definitivamente.

En Madrid, las cosas no andaban mucho mejor. De hecho, no tuve mucho tiempo de pensar en lo de Diana, porque surgieron nuevas complicaciones por el lado más inesperado, el que nunca habría creído: mi siempre cariñosa y maternal tía Puri.

Una vez al mes, sin falta, yo almorzaba con tía Puri y su esposo el Veterano, y les llevaba el dinero del alquiler. La pasaba bien en esos almuerzos. El Veterano no paraba de contar historias de la Guerra Civil. Los amigos de la pareja estaban aburridos de él, pero a mí me divertían sus batallas y sus narraciones sobre cómo perdió la pierna o qué porquerías comían en el campo de batalla. Para el Veterano, el tiempo parecía haberse detenido en 1939. Su única manera de entender el mundo era a través del prisma de la guerra: la gente se dividía en «rojos» y «fachas», el mundo se dividía en buenos y malos y su guerra aún continuaba. Como ya estaba muy viejo, no recordaba mucho más de la vida. De hecho, pensaba que yo era chileno. Siempre me comentaba cosas bonitas de Chile, a veces hasta me cantaba el himno chileno y elogiaba que Pinochet hubiese entrado a tiempo a salvarnos del enemigo comunista. En fin, nunca creí que diría esto de alguien que defiende el asesinato de diez mil personas, pero a su manera, el Veterano era tierno.

Tía Puri también era una veterana de la vida. Y sobre todo, una veterana del amor. Durante la guerra, mientras su futuro esposo se batía en las trincheras, ella huyó de casa con su novio de juventud. Años después se metió a monja, pero abandonó los hábitos cuando se enamoró de un productor de Hollywood. Con los años, dejó al productor por un diplomático colombiano veinte años mayor que ella, al que acompañó hasta su muerte. Y finalmente, con más de setenta años cumplidos, se casó con el Veterano ante la oposición de mi abuela, que creía que se estaba casando con un trabajo de enfermera. Pero tía Puri tenía un instinto romántico para vivir, y no había desperdiciado ninguna oportunidad de amar.

Con esa ajetreada historia, tía Puri era una extraña mezcla entre mujer cosmopolita y señora conservadora. Había recorrido mucho mundo, pero consideraba que si hay tantos pobres en el planeta es porque ellos quieren. Cuando le dije que me mudaría con Paula, nos permitió quedarnos en su casa, pero sólo si mi madre estaba al corriente. No le preocupaba que viviese en pecado, pero no le gustaba que me hubiera enamorado de una extranjera. Creo que no había notado que yo también era extranjero. Y ateo. Y rojo (bueno, sólo cuando hace falta). Y alcohólico. El día que sepa todas esas cosas, a la pobre le va a dar un soponcio.

En fin, al que sí le dio un soponcio fue al Veterano. En uno de mis regresos de París, me enteré de que lo habían hospitalizado por una obstrucción arterial. Mi tía Puri estaba desesperada. Se había despertado una noche y lo había encontrado tirado en el suelo, agitándose para tratar de llegar a su silla de ruedas. Cuando fui a visitarlo al hospital, conocí a sus dos hijas, que apenas lo habían visitado en cinco años. Tía Puri y las hijas se llevaban muy mal. Una mañana, a gritos en el pasillo del hospital, una de ellas la acusó de tratar de envenenar a su padre.

Como la situación era muy grave, las tres mujeres aparcaron sus diferencias, al menos hasta el desenlace fatal. A su edad, sin pierna y con la cabeza como la tenía, nadie esperaba que el Veterano sobreviviese. Pero contra todo pronóstico, no murió. Después de una semana en la Unidad de Cuidados Intensivos, pasó a una habitación, y finalmente fue dado de alta. Esta vez, las hijas lo acompañaron de regreso a su casa, con la certeza de que no le quedaba mucho de vida.

Haré la historia corta: a los tres días, tratando de entrar en su casa después de las compras, la llave de tía Puri se trabó. Pensó que se habría estropeado y tocó el timbre. Al abrirse la puerta con la cadena puesta del otro lado, asomaron las hijas del Veterano:

– Hemos cambiado la cerradura.

– ¿Cómo que han cambiado…? Ésta es mi casa.

– No. Es la casa de nuestro padre. Y tú lo estás envenenando para quedarte con ella. Pero no te lo permitiremos.

Antes de que cerrasen, mi tía logró ver sus lenguas bífidas sacudiéndose de placer.

En España, si un hombre muere, su pareja tiene derecho a permanecer en el domicilio conyugal. Las hijas, viendo cercana la muerte del viejo, decidieron prevenir esa eventualidad. A fin de cuentas, el Veterano no era ya capaz de valerse por sí mismo. Y así, de esa forma injusta y despiadada, terminó el último amor de mi tía Puri, la mujer que nunca se negó a querer.

Y así, por supuesto, terminó mi contrato preferencial de vivienda. Mi apartamento, reservado para crisis humanitarias de la familia, ahora tenía en lista de espera una nueva ocupante.

Yo pensaba que, de todos modos, ya era hora de mudarnos. Tía Puri había sido demasiado generosa y seguía siéndolo. Yo había acabado de estudiar, y tenía un trabajo. Era hora de dejar atrás la casa, la Biblia, el retrato del bisabuelo y los crucifijos, como recuerdos de un tiempo pasado.

Pero, una vez más, me equivoqué: los tiempos difíciles no habían pasado. Estaban empezando.

Si eres extranjero, encontrar un piso en Madrid puede ser como encontrar una nevera en el infierno. Al oír tu acento en el teléfono, los propietarios imaginan a hordas de gitanos y sudacas arrancando los váteres y levantando los pisos, y así es muy difícil que confíen en ti. Paula y yo empezamos a despertarnos todos los días a las siete para comprar la revista de anuncios clasificados bajo el frío de diciembre. De siete a ocho, marcábamos los pisos que podíamos pagar. A partir de las ocho, comenzábamos a llamar por teléfono. La primera llamada fue más o menos así:

– Hola, llamo por el piso del anuncio.

– ¿Y te mudarías tú con quién más? No es que importe, pero…

– Con una amiga.

– ¿Es tu amiga o tu novia? No es que importe, pero…

– Es mi novia.

– ¿De dónde dices que eres?

– Del Perú.

– ¿Y ella?

– De Brasil.

– ¡Brasil! No será negra, ¿no? No es que importe, pero…

No nos dieron ese piso. Ni el siguiente, ni el siguiente, ni el siguiente. A menudo, con sólo oír mi acento, decían que el piso estaba alquilado. Le decían lo mismo a Paula. Algunos nos permitían ir a ver los pisos, pero luego nunca nos escogían entre los candidatos. Muchos de los propietarios, además, exigían nómina de trabajo o un aval. Ninguno de nosotros tenía nada de eso. En teoría, ni siquiera trabajábamos. Al final del primer mes de búsqueda, empezamos a temer que esto iba a ser más difícil de lo que parecía. Mientras tanto, mi tía presionaba -con toda razón- para que yo soltase el piso. Y yo, dadas las circunstancias, me sentía como una cucaracha. Solíamos tener diálogos como:

– Estoy buscando el piso, tía, pero no es nada fácil. Con lo de ser extranjero…

– Pero tú no eres cualquier extranjero. Eres como un europeo más. Tienes educación y buenas costumbres…

– La gente que viene a vivir a España también tiene buenas costumbres: las suyas.

– No, hijo, perdóname pero no. Hay barrios horrorosos llenos de inmigrantes que no son como tú sino… de los otros. Y son muy desagradables. Yo lo veo por la gente que ha trabajado en mi casa: las marroquíes son limpias, pero no hablan ni una palabra de español. Las peruanas y colombianas hablan mejor, pero son muy mugrientas. Y además, en cuanto tienen los papeles, se van.

– ¡Claro que se van! Porque no han venido a ser empleadas domésticas. Para eso se quedaban en sus países.

– Horrorosas, hijo.

Tradicionalmente, en nuestros almuerzos, cuando la conversación se empezaba a poner incómoda, el Veterano contaba alguna anécdota de la Guerra Civil, todos cantábamos el himno de Chile y la sobremesa se perdía por otros caminos. Pero ahora, ese escape había desaparecido.

La urgencia de encontrar piso empezó a crear un mal ambiente entre Paula y yo. Cada mañana, Paula salía a buscar y volvía con las manos vacías. Yo me quedaba en casa escribiendo con la excusa de que era el que trabajaba, pero en realidad, conforme los viajes a París se espaciaban, también el dinero empezaba a desaparecer. Paula y yo nos culpábamos mutuamente de la desgracia, y sosteníamos largas discusiones que terminaban con lágrimas de rabia e incertidumbre. Empezábamos a preguntarnos si valía la pena pasar por todo eso para seguir juntos. Nada había podido separarnos tanto como la maldita búsqueda de piso.

En esa situación, todo me ponía terriblemente tenso, incluso las llamadas de mi familia desde Lima:

– ¿Y cómo va todo? ¿Has conseguido un trabajo de verdad?

– No, papá. Sólo el de la señora Minetti.

– ¿Y papeles?

– En realidad, no.

– ¿Y vas a publicar algún libro? ¿O te van a producir un guión?

– Bueno, la verdad, tampoco.

Llegó un momento en que entendí que ellos sólo querían escuchar que yo estaba bien. Tu familia es como un gran ojo de tu pasado que te observa porque te quiere, pero al que no puedes decepcionar porque sabrán que eres un fracasado y se lo dirán al resto de la ciudad y del Perú que te espera para echarte en cara que eres un desastre y que ya nunca volverás a salir de ahí. Entonces aprendes a contestar el teléfono así:

– ¿Y? ¿Cómo va todo? ¿Conseguiste un trabajo de verdad?

– Parece que sí. Me han comprado unos guiones y colaboraré con una revista.

– ¿Y papeles?

– Con esas dos cosas podré iniciar el trámite. Es un trámite simple, será rápido.

– ¿Y vas a publicar algún libro?

– Estamos negociándolo con dos editoriales. Veremos qué pasa.

Y tu familia cuelga feliz, porque su hijo ha triunfado. Y empiezas a recibir correos de tus amigos, que quieren saber cuándo se estrena tu película en Lima o cómo se llama el premio literario que te has ganado o si vas a volver ahora que trabajas para la BBC. Y entonces, entre todas las mentiras que tratas de hilar, entiendes que a la gente le basta con eso, prefieren las mentiras agradables que las verdades duras. Quizá la vida sea un poco como la literatura: un montón de mentiras bonitas para soportar las verdades.

Cuando todo parecía perdido y pensábamos que acabaríamos durmiendo bajo un puente, una inmobiliaria nos ofreció un piso perfecto cerca de Plaza de España: un lugar amplio, con espacio independiente para escribir, en un quinto piso, frente a los cines de versión original. Costaba mucho más caro de lo que teníamos planeado, pero era un sueño. Y en cualquier caso, no había opción. Teníamos que dejar el apartamento de mi tía cuanto antes. Decidimos tomarlo.

Ya íbamos a firmar el contrato cuando recibimos una llamada del agente inmobiliario. Hasta ese momento, había mostrado mucha seguridad para ofrecernos el piso, pero ahora había duda en su voz:

– Verás, va a haber una reunión con los propietarios. Una rutina, para que os conozcáis. Quizá sería bueno… No sé cómo decírtelo…

Él no era capaz de completar la frase. Pero yo sí:

– Fingir que somos europeos.

– Hombre, no exactamente… En realidad…

– ¿En realidad qué? ¿Qué exactamente?

– No te lo tienes que tomar así, joder, es que…

– ¿Y cómo me lo tengo que tomar? Somos extranjeros, coño, ¿y qué? Podemos pagarlo. Tenemos el dinero. ¿Esto no se trata de dinero?

– No se trata de eso, es que no confían…

– ¿Y si fuéramos maricones?

– ¿Qué?

– Maricones, gays, homosexuales, ¿y si fuéramos maricones pero europeos? Al menos uno europeo, ¿eso les vale?

– Hombre, supongo que sí. Son un poco fachas y eso, tú sabes, pero la pela es la pela. Los gays siempre pagan sus alquileres a tiempo. Están muy bien considerados en el mercado.

– Perfecto. Mañana a las ocho. Y tranquilo, tendrás tu comisión por este piso.

– Hombre, muchas gracias, ¿eh? Ojalá todo el mundo fuera tan comprensivo.

Colgué y llamé a Javi. Tenía voz de acabar de levantarse. En el fondo de la línea sonaba un videojuego de guerra. Le pregunté:

– ¿Qué tienes que hacer mañana?

– Nada, tío. Si yo nunca hago nada. Tengo un nuevo juego de fútbol…

– Olvídalo. Me tienes que ayudar.

Javi no quiso ni oír hablar del tema. Costó horas de cervezas y porros animarlo. Le dije que sería divertido y que él no tendría que firmar nada. Sólo tenía que ser español. Dijo «me cago en la puta» ochenta veces, preguntó qué pasaría si, por casualidad, alguno de los propietarios conocía a su padre, pero acabó aceptando.

Al día siguiente, dragamos su guardarropa para ver si tenía algo decente que ponerse, y no sólo decente: gay. No gay de verdad, sino lo que los propietarios podrían concebir que es gay. Debía ser algo atrevido, a ser posible exagerado, que no dejase lugar a dudas. Paula nos ayudó a vestirlo con una camisa negra y un pantalón que podía gangrenarle la pierna al menor descuido. Después hubo que cortarle el pelo, desenredarlo y teñirlo de un color decente. Hasta lustré sus zapatos y le compré un colirio para atenuar sus ojos enrojecidos. Finalmente, vino el entrenamiento de personalidad. Le hicimos practicar oraciones subordinadas sin tacos ni jergas. Le costó, pero al final quedó irreconocible y perfecto.

Yo me corté el pelo y me puse un abrigo de mi padre y una bufanda de alpaca que parecía carísima. Me afeité. Antes de salir, tomamos una copa. De whisky, claro, pero sólo una.

Los propietarios del piso eran una pareja que parecía sacada de la familia Monster. De entrada nos miraron de pies a cabeza y con desconfianza. La vocera era la mujer, que chirriaba al andar, como si estuviera oxidada. No hablaba sino crujía:

– ¿A qué se dedican?

– Él es escritor y yo estoy en par… -empezó Javi, con esa estúpida manía de decir la verdad que creo que venden con la PlayStation.

– Yo soy traductor independiente y Javi trabaja para una transnacional de comunicaciones -interrumpí a tiempo-. Mientras arreglan los detalles de su contrato indefinido, yo avalaré la operación. Después les podremos mostrar su nómina definitiva.

Nuestra inquisidora pareció satisfecha.

– ¿Y ustedes estarán solos? No queremos subarriendos ni huéspedes.

– Tenemos un ama de casa brasileña estupenda. Cocina como una diosa. A veces duerme en casa. Pero no es nada de nosotros. No solemos recibir mujeres.

El esposo no pudo contener una risita. Su mujer lo miró con severidad y continuó:

– ¿Animales?

Pensé en mi gato. Era un desastre de bicho. Lo habíamos recogido de la calle en medio del invierno y lleno de parásitos. Se cagaba por toda la casa y Paula lo disculpaba siempre diciendo que había tenido una infancia muy difícil.

– No nos gustan los animales. Restan intimidad.

Otra respuesta ganadora. Javi se limitaba a mirarme, pero eso le daba un aire tímido, de gay que acaba de salir del armario. Yyyy finalmente… la pregunta decisiva:

– ¿Eres argentino?

Ésa es la manera elegante de preguntarlo.

– No, soy peruano. Pero toda mi familia es española y viví aquí mucho tiempo. Ahora he vuelto. Tengo un tío escritor: Toribio Vega y Centeno.

Sólo por su mirada de alivio y tranquilidad, supe que lo habíamos logrado. Me dijo que había leído a mi tío y le gustaba mucho. Perfecto. Era la hora de nuestro contraataque:

– No termina de convencernos la calle. ¿No será muy ruidosa?

La estrategia era no suplicar: exigir y criticar. Como si uno tuviera muchas opciones. Así el otro cambiará de actitud:

– No, no, no, de ninguna manera. Sólo están los cines en esa calle, y son de versión original, va gente culta y bien educada.

Vamos bien. Ahora la duda y la consulta de la pareja:

– No lo sé. No termina de convencerme. ¿Y tú qué opinas, Javi?

– Bueno, no sé, haremos lo que tú quieras.

El propietario volvió a soltar una risita nerviosa. Imaginé que un homosexual era algo que sólo conocía por las películas, afortunadamente. Su mujer salió a defender el piso:

– ¡De verdad, les encantará! Yo misma viví ahí mucho tiempo…

Cuando oí que nos trataba de convencer, salí de dudas: cerraríamos el trato. Al final, hasta ofrecieron colocar una nevera.

Al salir, Javi dijo:

– No quiero que vuelvas a meterme en ninguna de tus payasadas, tío.

– Qué lástima, porque podríamos ser un éxito, cariño. Tú y yo hasta el fin del mundo.

Le tomé la mano y lo besé. Javi trataba de estar serio, pero se le daba muy mal. Se rió y nos abrazamos. Paula nos esperaba en la esquina, y nos fuimos todos a celebrar. No sé por qué, cuando pienso en mi amigo, siempre recuerdo su imagen levantando la copa, con su pelo teñido y su pantalón apretado. Gran tipo, Javi. Un saludo para ti desde aquí, hermano. Hace mucho tiempo que no nos vemos.

Tuve que desembolsar dos meses de adelanto, otro mes para la inmobiliaria y congelar en una cuenta seis meses de aval. Casi diez mil dólares. Todo el dinero que había cobrado de Madame desapareció en la operación. No terminaba de ser rico y ya había vuelto a ser pobre. Es lo que tiene el dinero, el muy canalla.

Pero logramos mudarnos, y yo recuperé las dos cosas más importantes de mi vida: la sonrisa de mi novia y la tranquilidad para escribir mi libro del Amazonas. Estaba tan obsesionado con el trabajo que a veces creía estar en el río. De tanto leer las crónicas de los viajeros, sabía adónde llevaba cada afluente, y qué especies animales se encontraban en cada región. En cierto momento de la historia, los personajes empezaron a liberarse de mí. Su mundo tenía ya contornos tan claros, tanta densidad y globalidad que les permitía actuar independientemente de mi voluntad. Yo era sólo un testigo de sus marchas y contramarchas, un relator de sus aventuras.

De alguna manera, mi viaje al Amazonas era real: cada línea de mi libro podía ser verificada y ratificada por una cita o una fotografía. Hasta me regodeaba en las armas de los indios y los procedimientos para producir el caucho, en la inmundicia de ciudades desconocidas y la soledad del mundo salvaje. Yo nunca había estado ahí, pero esa miseria era verdadera, como los sentimientos de sus personajes. En todo caso, ese mundo era tan real como el de Giorgio Minetti, que yo también conocía por fuentes ajenas, no por testimonio propio.

O sea, muy lindo todo, muy poético. Pero nada de eso me solucionaba el problema del dinero. Teníamos una casa nueva, pero nos alimentábamos a base de sopas de sobre y tabaco. Vivíamos frente al cine, pero nos contentábamos con mirar los carteles de las películas y ver la televisión. Nuestros muebles eran basura recogida de la calle (para recién llegados a Madrid, recomiendo seriamente el barrio de Salamanca. Basura de lujo. Puedes encontrar hasta sofás en buen estado, y a veces no tienes que pelear a navajazos contra un gitano por ellos).

No podría seguir con mi novela si no conseguía ingresos. Tampoco podíamos seguir viviendo así. Necesitábamos un trabajo. O robar un banco.

Una tarde, hojeando distraídamente el libro abandonado de Diana y su documentación, comprendí que sí tenía una forma de ganar dinero. Una forma efectiva, aunque no muy ortodoxa: quizá Diana no quería pagar para que yo escribiese su libro, pero sin duda pagaría para que no lo escribiese.

Con la información de que disponía, yo podía escribir sobre los negocios sucios del viejo: sus asuntos con Mussolini, sus arreglos con Trujillo, sus enjuagues con el FBI y su hermano espía. Podía contar la misteriosa historia del hermano de Diana. Con todos esos datos en mi poder, Diana comprendería que era mejor no enojarme. No querría que muchas historias de su padre saliesen a la luz. Ella estaba acostumbrada a tratar con mafiosos, y yo estaba haciendo un curso acelerado.

Escribí un capítulo bomba con los turbios asuntos de Minetti antes de la Guerra Mundial. Reuní todas las cosas que no le había contado a Diana. Si antes temía enojarla, ahora quería aterrorizarla. Supongo que estaba planeando un chantaje, una burda extorsión, pero tenía la certeza de que Giorgio Minetti, mi personaje, me habría comprendido perfectamente. Como yo, él también era un inmigrante. Sabía lo duro que es buscarse la vida, y sabía que la ley a menudo no es una ayuda, sino un escollo que salvar.