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El 1 de junio de 1935, Trujillo cedió a la presión internacional y liberó a papá con una única condición: debía abandonar la República Dominicana de inmediato.
Papá -y con él toda la familia- se exilió a la vecina isla de Cuba, donde recuperó la representación de la Ford Motors, y sus relaciones con Italia siguieron fortaleciéndose. Su mezcla de encanto personal y éxito en los negocios le valdría el nombramiento de cónsul general en el Caribe, las medallas de la Corona y la República, y lo que él más apreciaba, la Orden de Caballero del Trabajo. Italia llegaría a ofrecerle hasta un cargo de senador vitalicio. Pero yo no diría que era muy, muy fascista. Digamos que era como un pequeño Berlusconi de los trópicos.
En el fondo, para él, todo se trataba de negocios. La invasión de Etiopía le permitió refundar Minetti Inc. Italia necesitaba comprar automotores para sus ejércitos sin revelar sus planes militares. Papá, gracias a la Ford, los compraba en Estados Unidos y los vendía desde Cuba. Además, en su doble calidad de cónsul y empresario, mantenía informados a los italianos de los movimientos comerciales de Estados Unidos hacia Europa y, sobre todo, de las compras y ventas de armas en la región. Desde luego, era generosamente remunerado por esa información. Y, sin embargo, a la larga, los costes serían más altos que los beneficios.
En 1938, la diplomacia norteamericana empezó a investigar a todos los residentes en el Caribe vinculados al fascismo. Y todos los caminos llevaban a la oficina de Minetti Inc.
Trujillo encontró la ocasión perfecta para vengarse de papá. El gobierno dominicano difundió rumores sobre las actividades de espionaje de papá y sobre su autoridad en el Fascio. La guerra de información desatada proclamaba el «antinorteamericanismo radical» de Giorgio Minetti, y los medios de prensa de Trujillo promocionaron la detención de papá en 1935 como un ejemplo de que la República Dominicana fue «uno de los primeros países que se opusieron abiertamente al fascismo y sufrieron la prepotencia de sus líderes».
A mi padre, la campaña de desprestigio lo tenía sin cuidado. Pensaba que, en la medida en que tenía el apoyo de la Ford Motors, tendría el de Estados Unidos. Pero la cosa llegó aún más lejos: el apellido Minetti se había convertido en un insulto para el Chivo, y ya no se trataba de política, sino de odio. Mi familia debía pagar el precio de haberle dicho que no al Jefe. Hasta las cosas más ridículas podían hacer estallar la tensión contenida. Y en efecto, fue una cosa ridícula la que aceleró los problemas, una cosa tan ridícula, tan insignificante y absurda que respondía al apodo de Pipí.
Un día de marzo de 1940, el capitán del Ejército Romeo Trujillo (alias Pipí), hermano del dictador, chocó en su coche contra un funcionario de la legación italiana en Santo Domingo. Cuando el pobre funcionario bajó a protestar, Pipí, que estaba ebrio, le apuntó con un revólver a la cabeza.
– ¿Tú sabes quién soy yo? -dijo-. ¿Ah? ¿Sabes quién soy?
El italiano lo sabía, pero no podía siquiera pronunciar una palabra. Y se le hizo más difícil responder cuando Pipí le metió el cañón en la boca.
– Tranquilo, por favor -balbuceó-, yo sólo quiero llegar a un acuerdo.
– Conmigo no se llega a acuerdos, extranjero comemierda. Conmigo se hace lo que yo diga, coño.
– Está bien, pero por favor, no se altere.
– Yo no me altero. Si me llego a alterar, te mato, ¿me oyes? Y agradece que estoy de buen humor.
Luego le ordenó que se arrodillase de espaldas y contase hasta cien. Disparó varias veces, pero el italiano no se atrevió a voltear temiendo que alguno de los disparos fuese para él. Cuando el italiano terminó de contar, Pipí había desaparecido y las llantas de su auto tenían todas agujeros de bala.
La legación no quiso hacer un gran escándalo internacional por ese detalle, pero elevó la queja correspondiente y aprovechó para protestar porque el mismo Pipí había estado robándole madera a la familia Picciardi, de procedencia italiana.
El Estado dominicano pidió disculpas oficiales, pero Pipí estaba furioso. Decía que los dominicanos no tenían por qué humillarse ante esos extranjeros ni dejar que nadie de afuera les dijese cómo gobernar su país. Por presión suya, y debido a un retorcido sentido de compensación, un día de abril del año 40 mi tío Francesco, hermano de mi padre, fue acusado de espionaje y arrestado en la República Dominicana.
El tío Francesco sí era un espía, pero no a sueldo del Estado italiano, sino por encargo de papá, que necesitaba mantenerse informado sobre la República Dominicana. Así que, ante su arresto, Italia negó las acusaciones oficialmente. Habrían hecho lo mismo si él hubiese sido un verdadero espía. De todos modos, para papá lo más importante era siempre la familia, y no iba a soportar que Trujillo se metiese con ella.
Papá desarrolló un plan maquiavélico y muy eficaz, que parecía de película de espionaje. Primero, envió a Italia un mensaje cifrado:
– El general Trujillo está tratando de lograr una reunión de alto nivel con el Fascio.
El Ministerio respondió escéptico:
– No puede ser. Acaba de arrestar a un italiano acusándolo de agente nuestro. Por cierto, es el hermano de usted.
Papá argumentó que eso era una cortina de humo de cara a los Estados Unidos, y que las verdaderas intenciones del Chivo eran ofrecer la bahía de Samaná para la circulación de submarinos alemanes e italianos, que podrían monitorear el comercio entre los Estados Unidos y Europa. A cambio, la República Dominicana pediría a Italia armas y aviones.
Según papá, se trataba de una misión de alta confidencialidad y el mensaje le había llegado por canales confiables. Evidentemente, ninguna comunicación no cifrada, ninguna carta ni llamada telefónica, sería firmada o admitida por los dominicanos. Los italianos quedaron convencidos. El último mensaje desde Roma decía simplemente:
– Tiene usted carta blanca.
Después de eso, papá se puso en contacto con el Ministerio de Relaciones Exteriores de la República Dominicana. Le dijo que Italia estaba dispuesta a canjear al espía por armamento. Añadió que Mussolini quería usar la bahía de Samaná para localizar unidades de espionaje. Por supuesto, puntualizó, un servicio de tal magnitud sería bien pagado. La República Dominicana accedió fascinada. Les parecía mejor que lo que ellos mismos habrían negociado. Concertaron todo el plan de liberaciones y papá fijó las fechas de llegada de los cargamentos.
Trujillo pensó que podría jugar a dos bandas con Mussolini y Roosevelt. Como señal de buena fe, soltó al tío Francesco. Más aún, para sorpresa del mundo, permitió la entrada en el país de navíos italianos y proclamó la neutralidad de la República Dominicana ante el conflicto europeo.
Pero papá tenía preparada una última jugada: le pasó al FBI el informe, con lujo de detalles y fecha exacta, del supuesto desembarco de armas italianas. Así mostraba también su lealtad a Estados Unidos. Y finalmente, en una vuelta de tuerca de ajedrecista, informó a la misma Italia que el FBI había detectado el desembarco.
– Probablemente -sugirió en su mensaje al Ministerio- todo esto ha sido una trampa de Trujillo para que Estados Unidos se quede con nuestras armas. No se puede confiar en estos dominicanos.
El día del desembarco, la bahía estaba llena de agentes americanos y dominicanos. Pero no había un solo barco italiano.
Los americanos atribuyeron el fiasco a la proverbial ineficiencia dominicana. Alguien debía haberse ido de la lengua. Los dominicanos se explicaron la ausencia de los italianos por la cantidad de agentes americanos que había en el lugar. Y si algún agente italiano fue enviado a verificar la situación de la bahía, debió haber descubierto que casi un ejército entero esperaba a esos barcos, confirmando la versión de papá en Italia. Lo importante era que, para entonces, tío Francesco estaba libre y a salvo. Y papá volvía a ganar una batalla en su guerra contra el Chivo.
¿Quién ríe último en política?
Esto no es como el boxeo. No se sabe el número de asaltos. Ni siquiera el de oponentes. Cambian según de dónde sople el viento. Y desde finales de los años treinta, vientos huracanados soplaban contra la embarcación de papá, vientos que ni siquiera podía salvar la rosa náutica que él usaba como símbolo. Trujillo al fin tendría su venganza y ganaría la partida, aunque sin mover un dedo. Casi por casualidad.
En diciembre de 1941, después del ataque a Pearl Harbour, Estados Unidos entró en la guerra. Los países satélites de los aliados declararon al unísono la guerra al Eje. Cuba y la República Dominicana, pretenciosamente, les declararon la guerra a Alemania, Italia y Japón. El representante italiano en la República Dominicana fue arrestado y enviado a los Estados Unidos para ser canjeado por otros rehenes. La legación norteamericana preparó varias listas negras de empresas con las que los norteamericanos no podían negociar, de cuentas bancarias que debían ser congeladas y de fascistas que debían ser, en el mejor de los casos, vigilados. Mi padre y sus empresas encabezaban todas las listas.
La presión no se limitó a las instancias políticas. La Ford Motors estaba enterada de la venta de automotores a Italia para invadir Etiopía, y había mantenido un largo silencio al respecto. Sin embargo, si comenzaban las investigaciones, terminaría por hacerse público que una empresa-emblema de los Estados Unidos había estado armando a Mussolini. Había que evitar llegar a ese punto. Una mañana, papá recibió una llamada del presidente del directorio de su empresa, desde Estados Unidos.
– Minetti, nos ha llegado información sobre ciertos negocios suyos.
Él sabía que su conversación estaba siendo grabada. Papá también lo sabía. Los dos hablaban más para el FBI que para ellos mismos.
– No sé de qué negocios habla. Todo esto es una campaña de desprestigio.
– Nosotros estamos con usted, señor Minetti. Sólo queremos encontrar una salida en conjunto respecto al tema de Italia.
– He negado cualquier acusación. No tengo negocios con Italia. Tengo sólo una representación diplomática.
Papá hablaba como si tuviese un juez delante. El otro, como si sospechase de papá y no supiera nada.
– En cualquier caso, Minetti, comprenda usted que recaen en su persona sospechas de antiamericanismo.
– Comprendo, sí. Y comprendo el riesgo que esto entraña para la empresa.
– No sabemos qué hacer.
– Estoy dispuesto a dejar mi puesto para que la empresa pueda estar tranquila mientras transcurren las investigaciones.
– Deje que lo pensemos. Le enviaremos a alguien.
Una llamada perfecta y correcta, como la ejecución de una sinfonía. El negociador de la empresa llegó dos días más tarde a La Habana y ofreció a papá comprarle su representación de la empresa para que no perdiese el capital. Así, además, no sería necesario que nadie supiese de las ventas a Italia. Si hacían el pago por giro a una cuenta americana, la cuenta sería congelada y papá nunca vería el dinero. La Ford ofreció pagar en efectivo y en Argentina, para que papá pudiese conservar el capital y, eventualmente, abandonar el país. Y de paso, para perder el rastro del dinero.
No obstante, los problemas iban mucho más allá de la posición empresarial. Papá había reconstruido su vida y sus negocios en La Habana. Y ahora, una vez más, todo se derrumbaba ante sus ojos. Trató de mover todas sus influencias en el FBI, pero la respuesta era invariable. Era una figura demasiado visible para obviarla. Para los mismos servicios de inteligencia, retirarlo de la lista negra habría sido como firmar una declaración de concubinato con Mussolini. Su última conversación con un oficial del FBI fue más una súplica que un diálogo:
– Puedo romper lazos con Italia -ofreció papá, y era su última oferta, la más desesperada-, a cambio de un permiso para permanecer en Cuba.
– ¿Y cómo quedamos nosotros? -respondió el oficial-. ¿Detenemos y congelamos los bienes de todos los fascistas menos el más importante?
– Mi lealtad a los Estados Unidos está fuera de toda duda.
– Ya, pero ahora somos enemigos, señor Minetti. El mundo es así, no podemos cambiarlo.
– ¿No hay nada que se pueda hacer?
– Quizá si usted volviese a Italia a trabajar para nosotros… Quizá.
– No puedo hacer eso. Lo sabrían y… son mis amigos, mis compañeros. Sería una traición demasiado horrible.
– ¿No ha trabajado ya para ellos a la vez que para nosotros?
– No.
Pero lo dijo sin convicción. Aceptarlo habría minado su credibilidad. Si aún la tenía. Los servicios secretos son redes de mentiras. Los agentes intercambian falsos testimonios, versiones inventadas, fantasmas, y quedan presos de su propia información. Si sueltan un fantasma fuera de lugar, abren una caja de Pandora cuyas consecuencias son imposibles de prever.
Como último esfuerzo, papá acudió al mismo Fulgencio Batista, que en ese momento estaba en el poder, para buscar una solución.
Batista, a diferencia de Trujillo, alguna vez había tenido ciertas pretensiones intelectuales. Tras una infancia humilde y pueblerina había sido peón en los trenes, pero siempre entendió la necesidad de cultivarse y leía mucho. Durante sus primeros años en el Ejército, enseñaba taquigrafía y frecuentaba el Partido Comunista. No asistía a fiestas ni grandes juergas. Su único lujo era un carrito comprado con los ahorros que su esposa ganaba como lavandera. Hasta que encabezó un motín contra los oficiales del Ejército. En sólo once años a partir de ese momento, trepó de sargento a presidente de la República.
Pero el Batista que recibió a mi padre aquel día de 1942 era ya indistinguible de su colega dominicano. El comunismo se le había olvidado desde la primera vez que cruzó la puerta de la embajada americana. Ahora vestía de civil. Llevaba el pelo engominado y el rostro radiante de quien ha alcanzado todas las metas de su carrera hacia arriba. Quizá lo único que quedaba de su pasado de pobre era esa dificultad para pronunciar la c característica del mulato cubano, la que le hacía imposible decir «doctor» o «electoral». Él decía «dotor» y «eletoral».
Recibió a mi padre con amabilidad y le dijo que no tendría que preocuparse de nada, que él no estaba registrado oficialmente como diplomático italiano y que, por lo tanto, se podía quedar en Cuba, pero que formalizar eso tomaría unos días, quizá más.
Mi padre entendió desde los primeros minutos de la entrevista que el presidente quería un soborno.
– Mire usted, Minetti -dijo Batista-. Nuestra intención es ayudarlo y ayudar a los italianos, que siempre han sido un pueblo hermano de Cuba. Pero la presión de los Estados Unidos es demasiado fuerte. Lo quieren joder a usted. Usted tiene un valor simbólico. Sin embargo, podemos interponer nuestros buenos oficios si usted interpone los suyos.
Ese medio lenguaje se utilizaba en el Caribe para cualquier negocio sucio, estafa o soborno. Nadie lo ofrecía ni lo pedía, pero todo el mundo entendía de qué se trataba. Con ese medio lenguaje, Batista «recomendó» a Minetti que comprase ciertos insumos industriales.
Papá estaba indignado, pero no se encontraba en situación de pelear. Eso sí, tampoco le daría un centavo a Batista. De hecho, durante la reunión, a pesar de sus formalidades y su frialdad profesional, era evidente que se odiaban. Batista consideraba a mi padre un espía de Mussolini y papá consideraba a Batista una cucaracha. Salió sin dejar nada claro. Un soborno habría sido dinero tirado a la basura: por mucho que le pagase, Batista no se negaría a las presiones de los Estados Unidos. Sólo trataría de sacarle la mayor cantidad posible antes de traicionarlo.
A partir de ese día, vivimos con las maletas en la puerta. Papá compró pasajes de avión abiertos. Muchas de nuestras cosas fueron empaquetadas y preparadas para salir en cualquier momento. La casa parecía estar empacándose constantemente, los cuartos se iban vaciando, la servidumbre se reducía. Y, lo más sorprendente de todo, papá no se movía. Lo recuerdo siempre sentado junto a la rosa náutica que había mandado traer de su oficina. Él, que era un hombre hiperactivo y enérgico, estaba agazapado en su oficina semivacía, como un francotirador que pierde la escopeta en medio del combate.
Los empleados de Batista llamaban a casa casi todos los días a ver si su negocio seguía en pie. Papá no hizo ninguno de los pagos exigidos. Tampoco hizo nada más. Estaba anulado, con todas las puertas cerradas, esperando un milagro o una orden de detención. Al fin, el 7 de febrero de 1942, la orden de arresto y confiscación de bienes fue definitivamente firmada. Papá llevaba casi dos meses tratando de evitarla. Lo único que había logrado era el compromiso de las fuerzas de seguridad de avisarle antes de llevar a cabo la orden. Y cumplieron, quizá porque a nadie le convenía que papá contase muchas de las cosas que sabía.
La última mañana en La Habana, yo estaba sentada con papá en nuestro salón. Parecíamos dos fantasmas. No había nada que hacer en casa, y papá cada vez insistía más en tenernos a todos a la vista. Pasábamos horas sentados sin decirnos nada, esperando algo, yo ni siquiera sabía qué. Hasta ese día, cuando papá descolgó el teléfono y sólo le oí decir:
– Sí… sí… sí.
Luego colgó. Tres horas después, estábamos todos en un avión hacia Buenos Aires.
Sólo tengo un recuerdo del vuelo. Mamá llevaba una cofia horrorosa que le agrandaba la cabeza. Yo quería jugar con la cofia, porque me aburría en el avión. Se la quité de la cabeza y ella me la arrebató rápidamente. Pero pude verla bien. En el forro interior de la cofia llevaba cosidas decenas de billetes de mil dólares. A partir de entonces, y durante el resto de su vida, mamá juró que en Argentina habíamos vivido de esos billetes que había estado cosiendo al forro durante meses antes de dejar la isla.
La expulsión de Cuba marcó un antes y un después en la vida de mi padre. Supongo que le hizo entender al fin que el Caribe funcionaba de un modo y que tratar de cambiarlo era como pelear contra el mar. Supongo que se volvió más pragmático desde entonces, para bien o para mal. Y supongo que lo hizo por su familia, por nosotros. Nuestros buenos tiempos en Cuba habían durado menos que en Santo Domingo. Y ni siquiera la astucia de papá había podido salvarnos. No se puede tapar el sol con un dedo. Y menos detener una guerra mundial desde un consulado.
Nuestra huida a Argentina fue el segundo exilio político de nuestra vida.
Yo tenía doce años.
Papá se aburría en Buenos Aires. Vivíamos en un pequeño departamento cerca de la calle Corrientes, y él trabajaba ahí mismo, en un pequeño estudio. Su incomodidad era evidente. Se sentía mediocre y fuera de lugar. Un hombre de su energía no podía vivir en esas condiciones. Por suerte, consiguió un hobby: de pura abulia, empezó a asistir a remates inmobiliarios y a descubrir que ése era un negocio con mucho futuro. Empezó a comprar casas, arreglarlas y venderlas, y acabó ganando mucho dinero con eso. Pero para un hombre con sus antecedentes, seguía siendo poca cosa.
Yo tampoco la pasé muy bien. Me matricularon en un colegio de monjas pasionarias, donde mirar a los ojos a la madre superiora era ya una insolencia. Tenías que cruzar los brazos y mirar al piso. Tenías que guardar silencio. Supongo que yo me habría rebelado de haber tenido alguna experiencia con que compararla, pero no la tenía. Ahora, no me puedo considerar una católica practicante, ni creo que la Iglesia haya hecho gran cosa por convertirme. Su idea de la educación era crear mujeres sumisas que siempre aceptasen la autoridad establecida. Definitivamente, no me gustó.
Pero no la pasé tan mal como papá. Se notaba. Él necesitaba emociones que ningún país fuera del Caribe podía darle. Tenía esa obsesión por trabajar que décadas después empezó a llamarse workaholism. Y el único sobresalto, la emoción de nuestra vida ahí la produjo, por primera vez, mi hermano. Aunque no creo que fuese el tipo de «acción» que papá buscaba.
A Minetino, hasta nuestra salida de Cuba, yo lo había visto muy poco. Me llevaba diez años y nunca crecimos como miembros de una misma familia. Él pasó toda mi infancia -su adolescencia- estudiando en Estados Unidos. La distancia entre nosotros fue siempre tan grande que mi primer recuerdo ni siquiera es de su rostro o de su voz. Es de mis padres llevándolo al garaje de la casa en Santo Domingo, donde le tenían una sorpresa al regresar de sus estudios: un Opel. Recuerdo bien el Opel -era negro por fuera y rojo por dentro-, pero a mi hermano lo tengo un poco borroso.
Yo imaginaba a Minetino como una réplica en chiquito de mi padre. Hasta su nombre indicaba eso. Pero, cuando empezó a visitarnos en Argentina, supe que era diferente. Si papá era expresivo y gritón, mi hermano era una persona retraída y hosca. Si papá siempre era muy claro, a veces toscamente claro, Minetino era más bien sinuoso y oscuro, hablaba a media voz, como tratando de ocultar lo que decía, y se apretaba contra los rincones en las ocasiones sociales.
Creo que para él debía de ser muy difícil crecer bajo la sombra de un hombre como mi padre, que hacía sentir apocado a cualquiera y que, a la vez, era capaz de hacer una fortuna en dos años en cualquier país al que llegase. Quizá sea mejor para un hijo tener padres mediocres y sosos, que nunca representen un reto demasiado grande para él.
Pero no era el caso, y mi hermano tenía que asumir ese conflicto prácticamente solo. Nunca había sido una persona rebelde. Siempre había hecho lo que debía, es decir, lo que mi padre planeaba para él. Había sido un estudiante correcto pero no genial y un hijo gentil que casi no veía a sus padres. No había hecho nada bueno, tampoco nada malo. Era un hermano invisible.
Eso, supongo, tuvo que ver con su extraña y repentina decisión. Quizá en su invisibilidad había acumulado una enorme necesidad de hacer algo distinto, de ser alguien por sí mismo. Hay cosas del pasado, como ésa, que ya nunca podremos saber. Misterios que cambian nuestras vidas sin que sepamos por qué.
Aún recuerdo el día en cuestión. Mi hermano acababa de graduarse, y mamá y yo le habíamos preparado una gran fiesta de recepción para su regreso a Buenos Aires, con confeti y serpentinas colgando de las paredes, y una enorme torta con duraznos, que le encantaban. Papá fue a buscarlo al aeropuerto, y nosotras nos mordimos las uñas cada minuto esperando su regreso. (Yo, más que por él, por la torta. No veía la hora de partirla.)
Pero cuando volvieron del aeropuerto, Minetino apenas nos miró. Ni abrió la boca. Pasó de largo con papá, dejó sus maletas a un lado de la puerta y los dos hombres de la casa se encerraron a discutir durante toda la tarde en el estudio. No hubo gritos ni reproches, pero cierta tensión emanaba de la habitación, como una nube que fuese cerniéndose sobre el futuro de la familia. Cuando finalmente salieron del estudio, mi hermano estaba pálido. Luego nos sentamos a cenar. Papá dijo:
– Dile a tu madre.
Minetino enmudeció y su color blanco se volvió rojo.
– Dile a tu madre -repitió papá con firmeza.
Mi hermano bajó la mirada y dijo:
– Me voy a enrolar en el ejército de Estados Unidos. Me voy a la guerra.
Y, como si se repitiese la escena del Minetti que deja el hogar, como años antes había ocurrido en la lejana Italia, mamá se echó a llorar.
El resto de la visita de mi hermano fue sombrío y triste. Nunca salía de la casa, y si llegaban invitados, ni siquiera abandonaba su dormitorio. De vez en cuando, yo lo sorprendía solo mirando por la ventana la lluvia de Buenos Aires. No era capaz de entender exactamente qué ocurría en esa casa, mi casa. Mamá estaba muy tensa y trataba de que todo fuese perfecto para su hijo en esos días. Cuando por alguna razón él dejaba escapar una sonrisa ante un buen plato de comida, mamá aprovechaba para decirle:
– ¿Ya ves? ¿Quién te va a preparar un almuerzo así en el Ejército?
Lo más increíble es que ella no sabía cocinar. Todo lo hacía una cocinera cubana que nos habíamos llevado. Pero mamá se sentía orgullosa por la comida y moría por que cada detalle fuese maravilloso, inolvidable y, sobre todo, disuasivo. Y a cada uno de sus detalles, cuando le recordaba a su hijo lo feliz que podía ser con nosotros, Minetino se enfurecía y se iba a encerrar en su cuarto. Y mamá lloraba.
La primera vez que eso ocurrió, la misma noche en que Minetino anunció su decisión, yo me acerqué a la habitación de mi hermano para consolarlo y estar con él. No lo había visto apenas, pero sentía esa admiración casi instintiva de los hermanos menores. Mi hermano mayor tenía que ser mi modelo, y era la persona más cercana a mi edad que había en la familia. Yo debía estar con él. Me quedé de pie en el umbral de su puerta. Él estaba volteado boca abajo, con la cabeza hundida en la almohada. Lo llamé por su nombre. Él se levantó y me vio ahí, paradita y sin saber qué hacer. Tenía los ojos hinchados y se había vuelto a poner pálido. Se acercó a mí y me cerró la puerta en la cara. Ése es el segundo recuerdo nítido que tengo de él.
Papá, en cambio, soportaba estoicamente la resolución de su hijo. Se mostraba triste, pero respetaba sus decisiones como siempre respetó las mías. Además, por su propio temperamento, no expresaba emociones ni debilidades. Sólo trataba de que mi madre se mostrase menos sensible con el tema. Creo que, para él, la decisión de Minetino representaba su primera señal de independencia y hombría, pero entendía el matiz de rebeldía que ese gesto implicaba contra él. A un padre, eso le produce sensaciones contradictorias.
El último esfuerzo de mamá por hacer que Minetino se quedase fue presentarle a una chica, hija de una pareja de amigos de mis padres. Venía de una excelente familia muy bien acomodada en Argentina, de modo que resultaba perfecta para mi hermano. Mamá mandó preparar una cena deliciosa y ligera a una hora temprana, para que luego Minetino y su aspirante a novia pudiesen salir «espontáneamente» y conocerse un poco. Era una chica simpática, la pobre. Pero no sabía dónde se estaba metiendo. Desde que llegó a la casa, Minetino no abrió la boca ni una sola vez durante la cena, ni aceptó vino ni comió apenas. Mamá se desesperaba por meterlo en alguna conversación. Decía:
– Minetino se acaba de graduar en Princeton, ¿verdad, hijo?
– Sí -respondía él con esfuerzo.
– Tengo entendido que es lo mejor para la formación en negocios, ¿o es mejor Yale? -preguntaba el padre de la invitada.
– Da igual -respondía Minetino.
– ¿Te gusta bailar? -preguntaba, desesperada, la chica simpática.
– No.
Así transcurrió la noche, más bien sólo una parte de ella. Cuando acabamos de cenar, Minetino se levantó y anunció que se iba a dormir.
– ¿No te vas a despedir de tu nueva amiga? -preguntó mamá en un último esfuerzo.
– Buenas noches -dijo Minetino.
Pero lo dijo de espaldas, ya en camino a su habitación.
Pocos días después se fue. Ya en Estados Unidos, se graduó de oficial en la escuela de Marseilles MTC, abrazó la nacionalidad norteamericana y participó en el desembarco de Normandía. No estuvo en la primera línea, pero sí que peleó. Supimos poco de él, porque era más parco aún por escrito que en persona.
Afortunadamente, cuando él entró en Europa la guerra ya tenía un curso definido. Para los aliados, todo se presentaba cuesta abajo.
Durante el tiempo que duró su experiencia de soldado, en casa, cada vez que yo oía noticias de la guerra lo imaginaba combatiendo en el Mediterráneo, desembarcando en Italia o tomando Berlín. Suponía que mi hermano era un héroe, porque así se pintaba a los americanos en el glorioso combate por la libertad. Y no sabía qué pensar de mi padre. Como italiano, era uno de los malos. Pero en Argentina vivíamos rodeados de italianos y eran buenos, me caían bien. Además, no combatían ni nada, sólo trabajaban.
También me preguntaba si, caso de encontrarlo en un campo de batalla, mi hermano tendría que dispararle a mi padre, o si los héroes podían hacer excepciones en caso de vínculo familiar. Mi cabeza era muy pequeña para un mundo tan grande y lleno de balas. A veces, los disparos de una guerra pueden oírse en la mesa de una familia a miles de kilómetros, como si los combates se peleasen en casa.
Mientras tanto, nosotros permanecimos en Argentina, viendo marchitarse de aburrimiento a mi padre y reventar de intolerancia a mi madre. Ella odiaba ese país. Decía que los argentinos eran insoportablemente pretenciosos, que se vestían para ir a comprar cigarrillos como si fueran a una boda y se consideraban europeos desplazados por un azar del destino al Cono Sur. Solía burlarse mucho y con muy poca diplomacia de las damas platenses, que decían:
– Es que acá sólo nos ponemos la moda francesa, ¿viste?
– Pues entonces supongo que les traen la ropa en submarino.
Tenía razón. Francia estaba en guerra.
Los argentinos no eran lo único que disgustaba a mamá de Argentina. Pasábamos los veranos en Mar del Plata, y a veces la corriente era tan fuerte que los niños teníamos que entrar en el mar con un salvavidas que nos enseñaba a enfrentarnos a las olas. Acostumbrada a las plácidas y azules aguas del Caribe, mamá decía:
– Qué horror, qué manera de bañarse en este país.
Y así, cualquier cosa que ocurriese en ese país tenía que ser una cosa mala. Que si el vino no era ron, que si el cielo no era azul, que si la lluvia no era tropical. Estaba claro que no podríamos volver al Caribe en mucho tiempo. Pero mi padre soñaba con que alguien derrocase a Trujillo y todo volviese a ser como antes. Él parecía funcionar sólo en ese lado del mundo, que amaba y que siguió amando hasta su muerte. Ése era su lugar en el planeta. Y en cuanto a mamá, supongo que sufría por mi hermano, y que mientras él estuviese en la guerra, ella no sería feliz en ningún lugar del mundo.
Yo aún era muy pequeña, y no sospechaba que, quizá, mi hermano había ido a la guerra por orden de papá.