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– ¿«A la guerra por orden de papá»? ¿Mi hermano? -Diana estaba lívida.
– Bueno, no deja de ser una posibilidad. No hay manera de explicar el posterior regreso de su padre a Cuba si no especulamos con…
– Éstas son unas memorias. No se especula: se rememora. ¡Y todas esas cosas sobre los fascistas y el FBI!…
– No es tan grave…
– ¡Claro que es grave!
Diana nunca perdía la calma, y menos al lado de sus catálogos de joyería francesa y arquitectura del valle del Rin. Pero en esta ocasión, por primera vez, había palidecido de verdad. Lo bueno es que las cuatro copas de champán que llevaba me ayudaban a templar el ánimo mientras ella me dedicaba su ataque de rabia. Mi estrategia del capítulo bomba había funcionado. Cuarenta y ocho horas antes, después de un largo silencio, Diana me había llamado. Con la voz temblando entre el estupor y la rabia, me había ordenado presentarme ante ella ipso facto y sin excusas. Hasta cierto punto, sus métodos se parecían a los de Trujillo. Aunque los míos tampoco habían sido completamente honestos.
– Está bien -admití-: Lo de su hermano es un rumor sin confirmar. Pero es un gran fin de capítulo para alimentar la curiosidad del lector. Ahora, podría ser verdad. ¿Acaso el chico tomaría tamaña decisión sin el consentimiento de su padre? Además, al final, el más beneficiado fue precisamente su padre.
– ¿Y todo lo demás es para «alimentar la curiosidad del lector»?
– No. Todo lo demás sí está documentado. He tratado de justificarlo y suavizarlo, pero es la pura verdad. Su padre les vendía armas a los italianos pero también los traicionaba si hacía falta.
– ¿Y dónde está mi historia con Jackie Onassis?
– Vendrá más adelante. Corresponde a un periodo posterior de su vida…
– ¿Y para qué me entrevistas si luego pones lo que se te ocurre?
Me había hecho la misma pregunta durante el vuelo desde Madrid. Ya tenía el material que necesitaba para el libro. Podía prescindir de ella. No obstante, sospechaba que esta historia podía tener más soga que tirar. Y mientras siguiese trabajando para Diana, ella me pagaría por tirar de esa soga. Por eso, esa mañana me sentía seguro y relajado. Continuaría jugando a escribir su libro mientras escribía el mío, y decidiría al final cuál publicar.
– No pongo lo que se me ocurre. Ésa es su historia, Diana.
– La vida que hay en este libro no es la mía. Y tampoco la de mi padre. No se dice nada de cómo papá odiaba a mi esposo. De hecho, ni se menciona a mi esposo. Leo este libro que se supone que narro yo, pero no reconozco nada. Además, ¿a qué lector te refieres? Nunca hemos hablado de publicar este libro.
Por un momento, hasta mi copa pareció vibrar con su indignación. Afuera el cielo estaba nublado y tormentoso, como el ánimo de mi clienta. Me serví otro champán yo mismo, sin esperar al mayordomo, y me di aires de decir algo importante:
– Pues quizá… sea hora de hablar de la publicación.
– ¿De esto?
Y mientras llamaba «esto» a mi libro (su libro), lo sostenía entre los dedos con una mueca de asco. Diana no había sido criada para expresar ni siquiera el desagrado. Sus dedos como pinzas eran el máximo reflejo de estar ofendida al que podía aspirar. Pensé que tendría que quemar mis últimos cartuchos o me quemaría yo. Pregunté:
– ¿No quería hablar de su caso, de la injusticia de la herencia?
– Esto no tiene nada que ver con mi herencia.
– Ahí se equivoca. Toda la historia que a usted no le gusta es la historia del dinero que usted reclama.
– ¿Cómo has dicho?
Eso era lo último que iba a aguantar. Que yo dijese que su herencia legítima, fruto del sudor de su padre y arrebatada por malas artes, era dinero mal habido de un doble agente fascista y estafador. Comprendí que tendría que retirar mis piezas del tablero o llevar el ataque a las últimas consecuencias. Opté por lo segundo:
– Su caso hay que verlo considerando el contexto político de la era Trujillo: la corrupción, el caos, la crisis, todo sigue igual porque gobiernan los mismos. Pregúnteselo a Jesús Gómez.
Sí. Pregúnteselo a Jesús Gómez, coño. Empecé a exaltarme. Creo que era el alcohol. Dije, quizá grité un poco:
– Porque si a usted no le interesa resolver el tema de su herencia, discúlpeme por pensar que podía ayudarla. Me pareció que haríamos un libro serio, un libro de verdad. Si publica usted unas memorias contando el color de los calzones de la esposa de Trujillo, toda la República Dominicana se reirá en su cara. ¿Eso quiere?
En toda su vida, que era una vida de setenta años entre la crema de la crema, nadie le había hablado así. La crema nunca grita ni pierde los estribos. Hasta sus hijos habían sido más respetuosos que yo. Pero claro, los respetuosos ya le habían birlado cuatrocientos millones de dólares, y yo no.
– No te permito…
– ¿No me permite qué? -exploté-. No me lo permita si no quiere. Éste es su libro y se hará como usted diga. En adelante, me limitaré a obedecer órdenes y no pensaré. ¿Eso desea? Pues adelante, cuénteme alguna boludez de los Picciardi, vamos a ver, hábleme de cómo se viste la reina Beatriz o quien carajo quiera.
Encendí la grabadora y me hundí en el sofá de terciopelo rojo. Había dicho carajo. Y en esa casa. Seguro que era la primera vez que esa palabra resonaba entre los oropeles de la avenida Roosevelt. Mi carajo parecía haber salido de mis labios para rebotar por los tapices en busca de algún sitio para esconderse. Yo no tenía claro si mi furia era real o impostada. Cosas de la literatura.
Rose y el mayordomo bajaron a ver qué ocurría. Temí que Diana me mandara echar, pero ella los despidió con un gesto. Yo pedí algo fuerte. Sí, coñac estará bien. Demoraron en traer las copas, quizá para darnos tiempo a calmarnos. Diana suspiró hondo y fijó la mirada durante unos segundos en la chimenea neoclásica. Luego señaló la grabadora y dijo:
– Apaga eso.
Obedecí. Tal vez me había excedido un poco con mi arrebato. Cosas del alcohol. Pero ella estaba tranquila, casi dócil:
– ¿Tú crees que este libro puede ayudar a resolver el caso de la herencia? -preguntó.
En ese momento, fue como si una luz se encendiera ante la puerta del túnel del desempleo. Respondí:
– Podemos darle publicidad al caso. Si el libro se publica en España, con una editorial seria, tendrá resonancia. Habrá reacciones. Es imposible saber cuáles, pero pasarán cosas. Para eso, necesitamos ahondar en las raíces históricas y políticas del caso, en la historia de las élites de la República Dominicana.
– Yo no sé nada de eso.
– Usted es una de ellos, Diana. Y lo que no sepa usted, lo averiguaré yo. Yo seré sus ojos y su boca. Eso es mi trabajo. Si so tratase sólo de transcribir sus anécdotas, podría haber contratado a su secretaria. Lo contaremos desde su perspectiva, ¿comprende? Será una historia de ascenso y caída de una familia. Cómo crearon un imperio y cómo ese imperio acabó con ustedes.
– ¿Y los Picciardi?
– Estarán en el libro, pero no por cómo se vista la niña, ni con quién se acueste. Estarán como miembros de una clase corrompida, serán el ejemplo de cómo se ha gobernado su país.
– No creo que el caso se resuelva ya. Seguramente no se resolverá nunca. Pero quiero que les duela lo que me hicieron. Que les duela a mis hijos lo que me robaron. ¿Se puede hacer eso?
Las emociones estaban sueltas en esa casa. Diana sentía rabia y dolor, aunque apenas perceptibles, amortiguados por el terciopelo de las cortinas.
– Claro que sí. Usted misma, querida Diana, no es consciente de lo que significa su vida. Usted pertenece a la clase dominante que ha saqueado América Latina, y luego ha devorado a sus hijos, como usted misma. Nuestro libro será el testimonio de una despojada, de una desterrada del paraíso, que por primera vez habla en contra de la clase que representa. Nadie ha hecho eso hasta ahora, Diana. Usted será la primera. Será admirada por su valor, y no denostada por su frivolidad. Un libro puede ser muy poderoso si se sabe cómo escribirlo.
Por primera vez, vi un brillo en sus ojos. Pero sus pupilas aún temblaban:
– ¿Y papá? ¿Quedará bien?
– Quedará como lo que era. Un hombre astuto entre las espinas del poder, tratando de esquivarlas como podía. Tendremos éxito en la medida en que nos atengamos a la verdad. Por eso debe estar todo documentado.
Lo peor de todo es que yo creía al pie de la letra iodo lo que estaba diciendo. Llega un momento en que las mentiras se le confunden a uno con la verdad. Ya me había pasado antes. Ella sonrió:
– ¿Crees que nos escucharán?
– Nos escucharán, Diana. Confíe en mí.
Ese fin de semana fue realmente productivo. Por primera vez, teníamos un enfoque claro de hacia dónde iba el libro. Y, lo más importante: era mi enfoque. Le exprimí la memoria para que me diese una lista de todos los funcionarios y personajes importantes que podrían aparecer en la investigación. Logré que dejara de pensar en nobles y primos de novias de reyes para concentrarse en personas vinculadas a la región. Averigüé con su secretaria qué nuevas fuentes de información se podrían conseguir: diplomáticos, especialistas franceses y españoles, amigos suyos en Miami. Ella tenía pocos amigos fuera de Europa.
Ni siquiera tuve tiempo de ver a Mariela esa vez. Sólo hablé por teléfono con ella, para saludarla. Me dijo que se iría a una fiesta y me dejó la dirección. Yo prometí ir si podía.
Pero por una vez tenía cosas que hacer. Diana había recuperado la euforia y la prisa que se había ido apagando en nuestros últimos y ociosos encuentros. Cada cinco minutos recordaba a alguien que podría saber sobre la política caribeña, y nos poníamos en contacto con esa persona. También empezaba a hilar detalles por sí misma. Y sacaba conclusiones que abrían nuevas pistas. Se divertía con ese juego del detective. Estaba descubriendo cómo piensa un periodista de investigación. Estaba radiante.
Creo que ése fue el viaje en que mejor la pasé con ella. La mañana de ese domingo, parecíamos dos niños que se encontraban para jugar. Ella me dio los buenos días con una sonrisa de emoción. Se sentía importante:
– Tendrás que hablar con Mario Vargas Llosa, ¿no? -dijo-. Por su libro sobre Trujillo.
Le dije que haría lo que pudiera. Yo habría estado encantado de hablar con Vargas Llosa, claro, sobre Trujillo o lo que fuera, pero ya tenía amigos que habían tratado de conseguir citas con él para tesis, entrevistas y novelas. Siempre estaba de viaje o escribiendo y era muy difícil acceder a él. El poco tiempo que tenía, no lo perdía con novatos como nosotros. Yo tampoco lo habría hecho.
Sin embargo, Diana tenía un as bajo la manga. Me extendió un sobrecito con dinero y me dijo:
– Anda y cómprate algo de ropa más o menos elegante. Vienen a cenar los Pérez de Cuéllar.
Eso también era una buena señal. Por primera vez desde la desastrosa cena de la Toscana, yo le parecía un ente presentable en sociedad.
Javier Pérez de Cuéllar había sido secretario general de las Naciones Unidas y candidato a la presidencia del Perú. Así que, para esa noche, me compré una camisa y un pantalón de tela. Era lo más elegante que podía ponerme. Por la noche, cuando bajé al salón, los Pérez de Cuéllar ya estaban ahí. Diana, por primera vez, me presentó como un periodista peruano (!) que escribía la vida de su padre (!!).
– Papá fue el primer conspirador contra la dictadura de Trujillo -dijo con orgullo-, y también se opuso a Batista. Yo nunca supe todo eso, recién lo he descubierto a raíz del libro que estamos escribiendo.
¿Estamos? ¿Quiénes estamos escribiendo mi libro?, pensé, pero no lo dije.
Pérez de Cuéllar mostró interés. Era un caballero amable y un diplomático, que opinaba poco pero escuchaba mucho, justo al revés que yo. Y su esposa, Marcela, tenía los ojos verdes más bonitos de mi país.
Con los postres, llegamos (¿cuándo no?) al tema de la inmigración. Comentamos la situación de unos inmigrantes ecuatorianos que habían tomado una iglesia española para exigir papeles de trabajo. Las mujeres de la mesa estaban indignadas. Marcela dijo:
– Yo creo que a esa gente sí habría que enviarla de regreso a sus países, aunque fuera por la fuerza. No son personas confiables.
En ese momento entró el mayordomo con su bandeja de plata, y los ojos de Marcela, como dos esmeraldas, se reflejaron en el metal, igual que el pelo de Diana y los gemelos del señor Pérez de Cuéllar. Una luz invadió la sala. De repente, sentí que, en esa mesa, todos éramos inmigrantes, pero inmigrantes de lujo: high class, clase VIP de la miseria, de los que no ocupan iglesias. Sólo les hacen donativos.
Pero esa incómoda sensación duró poco, hasta el café, cuando Pérez de Cuéllar dijo:
– Deberías hablar con Mario, por su libro La Fiesta del Chivo. Yo creo que le gustará escucharte, es una persona muy abierta.
Para mí, esas palabras fueron como un amanecer.
Empecé a preparar frenéticamente mi entrevista con Vargas Llosa desde mi regreso a Madrid. Volví a leer La Fiesta del Chivo y, por si acaso, Conversación en La Catedral. Ensayé palabras que había leído en sus artículos, como «dictadorzuelos», «cacaseno» y, sobre todo, «ignominia». Al fin, después de una hora ensayando cada vocablo que iba a pronunciar, llamé a su esposa, que estaba prevenida por Marcela de mi llamada. La cagué un poco por el teléfono. Le dije «Patricia Vargas». En esa familia todos se apellidan Vargas Llosa, los hijos también. Y ella, justo ella, es la única que sólo se apellida Llosa. Debió pensar que yo era un poco deficiente mental, pero igual me consiguió un hueco en la agenda.
Tuvimos que esperar a su regreso de Nueva York. Y luego a su regreso de Grecia. Y de Holanda. Pero, finalmente, el día de nuestro encuentro llegó. Temblé toda la mañana. Vargas Llosa era el maestro, el novelista máximo, el hombre de mi vida. Quería impresionarlo.
Claro, que, como siempre, Paula tenía sus propias ideas sobre él:
– ¡Es un fascista!
– Es un escritor genial.
– Genial pero de derechas. En su libro sobre la República Dominicana, parece que los Estados Unidos no existieran, ¿no? Que no tuvieran nada que ver con la historia.
Yo me estaba vistiendo, preguntándome si debía ir vestido como estudiante aplicado o como escritor bohemio. Y Paula estaba sentada en la cama, observándome de ese modo que me incomodaba.
– Es una novela, Paula. No tiene que ser historia.
– No me jodas. Está hablando de Trujillo, de sus asesinos con nombre y apellido, de Balaguer. Si eso no es historia, ¿qué es?
– Es una reelaboración ficticia de la historia. Su valor es estético.
– Ya. Y si yo escribo una oda a Franco y digo que es una novela, ¿su valor es estético también?
– Si está bien escrita, lo único que pued…
– Genial. O sea, si está bien escrita, la propaganda fascista no es fascista. Goebbels estaría orgulloso de ti.
– Oye, no es justo. Vargas Llosa peleó por la democracia del Perú.
– ¡Vargas Llosa se nacionalizó español!
– No tiene nada que ver. Fue obligado por las circunstan…
– Ya, claro. Yo también voy a luchar por la independencia del Timor cuando tenga un pasaporte alemán y una casa en Mallorca.
Paula era así. Un poco impulsiva. Yo la amaba, pero no dejaría que nada arruinase mi cita de ese día. Y por la tarde, salí de casa con el corazón henchido de literatura.
Vargas Llosa vivía cerca, en los alrededores del Teatro Real. Caminé hacia su calle con una sola consigna en la mente: no hables de política que vas a meter la pata, no se te ocurra hablar de política bajo ningún concepto, si él empieza a hablar de política, sonríes y dices que sí a todo. Meses antes, a finales de septiembre de 2001, yo había publicado un artículo contra otro de él, en que recomendaba apoyar «inclusive con pertrechos militares» a los opositores afganos. Me pregunté si lo habría leído. Si me odiaba de antemano. Me tranquilicé pensando que las revistas donde yo publicaba no las leía ni mi madre.
El edificio en cuestión debía ser del siglo xix, por lo menos. Tenía un enorme portal de madera que daba entrada al recibidor. El ascensor demoró una eternidad en subir. Pero al llegar, una asistente me hizo pasar directamente a lo que me interesaba: la biblioteca.
Era como lo soñaba, el estudio perfecto del escritor: vista al centro de la ciudad, un piso lleno de libros, una escalera para subir al otro piso lleno de libros, un par de cómodos sillones para recibir a los escritores jóvenes que babean con las rodillas temblorosas y las lágrimas a punto de salírseles de los ojos. Vargas Llosa me recibió con inesperada cordialidad y me ofreció una Coca-Cola. Él es de los grandes escritores que no son borrachos. Él es un ejemplo de que se puede. Afortunadamente, no hay muchos más.
Cuando nos sentamos, me sudaban las manos y me hervía la cabeza. Sin mucho orden, empecé a vomitar declaraciones de amor, comentarios a libros, risitas bobas. Pero él escuchaba. Cuando yo sea un gran escritor, no pienso escuchar un carajo de lo que me diga nadie, que se jodan. Pero este hombre ponía atención y reaccionaba ante mis incoherencias, como si realmente le estuviera diciendo cosas que valían la pena. Le conté quién era yo. Le dije que escribía, pero siempre era difícil estar en una ciudad nueva, siempre sin terminar de instalarme, lejos tanto tiempo, con la incertidumbre de no saber si era posible vivir de escribir. Quizá dramaticé un poco. Pero él comprendió. Después de escucharme un rato, sentenció:
– Cortázar decía que cuando uno llega a una ciudad nueva hay que pagar derecho de ciudad. Toma un tiempo, claro, y es difícil.
– ¿Ustedes pasaron por eso?
– Hombre, siempre es difícil. Pero vale la pena, ¿ah? Si quieres escribir, lo único que tienes que hacer es escribir.
Parece una estupidez porque es sencillo y lúcido. Si yo se lo digo a cualquiera, no le causará ningún efecto en especial. Pero si te lo dice él, es verdad. Me sentí acogido. Sentí que era la primera persona con quien hablaba que entendía exactamente a qué me refería. Sentí que todo lo que me ocurría les había ocurrido antes a él y a Cortázar, y que por lo tanto mi futuro estaba asegurado.
En cuanto conseguí calmar mi excitación, le hablé de las memorias de Diana. Parecía encontrarlo entretenido:
– ¿Y por qué quiere escribir sus memorias esta mujer? ¿Ha tenido una vida de aventuras y peligros?
Le hablé de papá Giorgio en términos generales, sin mencionar nombres. Conté sus conspiraciones contra Trujillo, sus idas y venidas por el mundo, lo del FBI, lo de las transnacionales y sus movidas oscuras con el fascismo. Cada cierto rato, Vargas Llosa comentaba:
– Qué divertido, ¿ah? Muy divertido.
– Divertido, sí.
Él quería saber más. O yo quería que quisiese. Se suponía que yo iba a entrevistarlo, pero estaba tan nervioso que no podía parar de hablar. Al fin, conseguí controlarme y entrar en materia. Le pregunté qué sabía él de estas familias, qué podía decirme de sus actividades, qué sugería leer. Sentí que estaba escribiendo un libro con Mario Vargas Llosa, el maestro, casi mano a mano. Le confié algunos de los nombres que había investigado. Picciardi no le decía nada. Tenía algunas noticias de los Peynado. Pero solo cuando pronuncié el apellido Minetti le brillaron los ojos:
– ¡Ah! ¡Los Minetti! -dijo de buen humor-. A ésos claro que los conozco. Siempre los veo en mis viajes a la República Dominicana. Prósperos empresarios, ¿ah? Buenos amigos míos.
Prósperos empresarios.
Buenos amigos míos.
Las buenas familias -como la mía- se conocen en todos los países.
En ese momento, se acabó la entrevista para mí. Me quedé de piedra. Si le contaba la información que tenía, se la pasaría a mis personajes. Es el problema de escribir un libro sobre gente que está viva.
Decidí cambiar de tema. Cambiar de tema. Política. No. No hablar de política. Hablé del Amazonas, de cómo había hecho el viaje y cómo reelaboraba el material de la realidad para convertirlo en una ficción persuasiva. Sí, eso estaba bien. Era su propia teoría literaria, pero deformada por mí y convertida en un torrente de nerviosas afirmaciones dispersas. También lo encontró divertido.
Al final, cuando su asistente tocó la puerta para dar la entrevista por finalizada, él se levantó, tomó uno de sus libros de un estante y me escribió una dedicatoria que decía: «Para mi colega escribidor, con un fuerte abrazo». Después, me alcanzó el volumen. Era un ejemplar de La verdad de las mentiras.
Me pareció de lo más adecuado.
Estimulado por mi encuentro con Vargas Llosa, le dije a Diana que tenía un viaje de trabajo muy importante y pasé las siguientes dos semanas encerrado con mi novela sobre el Amazonas. Trabajaba en estado de trance durante jornadas de doce horas diarias, y ya ni siquiera bebía alcohol. Sólo tomaba café y fumaba. Un lunes de madrugada, con tiempo de sobra antes del plazo de entrega, escribí la palabra FIN, y caí rendido en mi cama. Dormí durante catorce horas de un tirón.
Al despertar, le envié el texto a Txema sin disimular mi orgullo. Era más densa de lo que yo solía escribir, pero si lograbas engancharte, no estaba mal. Tenía toneladas de información. Yo conocía cada rincón del río. Inclusive la densidad de estilo se correspondía con la atmósfera del Amazonas. Pero de todos modos, yo estaba abierto a los comentarios del editor. Me veía a mí mismo trabajando con Txema codo a codo, noche y día, corrigiendo, reescribiendo, perfeccionando. Era mi editor. Él confiaba en mí y yo en él. Dicen que Carver era en realidad un mediocre, pero que su editor le cortaba los finales y los diálogos. Y creó al mejor cuentista del siglo. Quizá Txema fuese un editor así, una fábrica de genios.
Como si los dioses me sonriesen, ese día llegaron nuestros papeles: un año de residencia prorrogable. Paula y yo lo celebramos con una cena de lujo -o sea, con postre-, y brindamos por el fin de nuestros problemas, el inicio de una vida normal o, por lo menos, legal. Al volver a casa, nos acostamos enredados uno con otro, como un nudo humano apretado y cálido, feliz.
A pesar de los papeles, Paula estaba tensa porque iba a estrenar una obra de teatro como productora. Decía:
– ¿Crees que el montaje saldrá bien? Nunca he hecho teatro antes.
– Saldrá bien. Y yo publicaré ese libro.
– No sé si nuestra directora confía en la obra. No la veo segura.
– Ya. Y luego, le venderé a Txema el libro de la Minetti. Quizá pueda convencer a Diana de poner mi nombre en la portada, ¿no crees? Memorias de una dama escritas por mí.
– Estaría bien.
– Claro que sí. Ese libro resolverá todos nuestros problemas.
– ¿Por qué dices «nuestros» cuando quieres decir «míos»? Tú sólo piensas en ti.
– Eso no es verdad.
– Sí es verdad.
– No.
– Sí.
Insistimos cariñosamente y fuimos besándonos cada vez con más pasión. Acabamos haciendo el amor. Al terminar, justo antes de dormirse, Paula dijo:
– Sí es verdad.
Durante el resto de la semana, llamé sin parar a Txema Kessler, que nunca me contestó el teléfono ni me devolvió ninguna de las llamadas. Hice lo mismo todos los días de la siguiente semana. Finalmente, un día de casualidad, contestó él.
– ¿Hola?
– Qué tal, Txema. ¿Leíste mi libro?
– ¿Cuál?
– El del Amazonas. Ya lo envié.
– ¿En serio? No lo he recibido.
– Pero tu secretaria me ha dicho que ya te lo dio. Seis veces.
– ¿Ah? Ali, es verdad, sí lo he recibido pero todavía no lo he leído.
– ¿Pasarás por Madrid en estos días? Podríamos aprovechar para comentar el libro.
Me diría que sí. Era mi editor y me quería.
– No tengo ningún viaje previsto de momento. Ya te llamo yo y te digo algo.
– ¡Claro, gracias!
¿Gracias? Cabrón. Inmediatamente después de hablar, abrí el periódico y encontré un anuncio en la agenda cultural: un evento con la participación de Txema Kessler al día siguiente, en un café de Madrid.
Kessler presentaría en un café el nuevo libro de un joven novelista paraguayo llamado Santiago Roncagliolo. El anterior trabajo de Roncagliolo era una novela intimista sobre una familia, una de esas frivolidades intrascendentes no demasiado largas para que hasta los analfabetos las puedan leer. Pero la novelita de marras había tenido siete reimpresiones y diez traducciones, y al final un actor famoso del cine español había comprado los derechos para producir un largo. Para remate, la película había sido nominada al Goya al mejor guión adaptado. En suma: un asco de éxito.
Asistí a la presentación. En consonancia con su imagen de joven escritor, Roncagliolo era el típico cabrón divo y seguro de sí mismo que usa lentes Armani y un reloj de pulsera que parece de pared. Daba la impresión de haberse aprendido cada uno de los chistes y anécdotas que debía contar en la presentación. Hasta tenía cuatro o cinco frasecitas para parecer serio y comprometido. Un redomado mentiroso, podía olerlo. Era como si cada centímetro de su cuerpo fuera de mentira.
Terminada la presentación, se ofreció un vino en honor a los asistentes, que se arrojaron como moscas sobre las botellas y los canapés. Pero yo iba a lo mío. Atravesé la turba en pos de mi editor. Sonreí y saludé:
– ¡Txema! ¡Txema!
Con un rápido movimiento, Txema se dio vuelta y empezó a caminar hacia la puerta del local, pero yo tenía calculada esa reacción y le corté el paso a tiempo. Entonces se desvió, siempre sin mirarme, como si hubiese recordado que quería ir al baño. Era lo que yo esperaba. Había estudiado el local antes de la presentación: en esa dirección, Txema quedaría acorralado. Lo perseguí siempre con la mano en alto y la sonrisa en la cara, hasta que llegó a la puerta cerrada del lavabo. Fin de la persecución.
– ¡Hola, Txema! Qué sorpresa encontrarte aquí.
– Ya. Tenía que llamarte, ¿verdad? Es que he estallo muy liado en el banco. Joder, qué coñazo las cuotas de la casa.
Ah, sí. Lo olvidaba. Txema se estaba comprando una casa. Una enorme, por lo que me había dicho.
– Sí, los bancos siempre son un coñazo -me solidaricé.
– Ya -tic tac, tic tac, tic tac-. Ah, revisé el informe sobre tu libro. Dice nuestro lector que está muy bien. Dice que ve el río en cada página.
No tuve valor para decirle que yo no lo había visto nunca.
– ¿Cuándo se publica? -pregunté.
– Es que… creo que vamos a cancelar la serie sobre ríos -miró a un camarero que pasaba, como en busca de salvación-. Tráigame un café cortado, por favor. Puf. He comido como un caballo. Mejor un té de lo que sea.
– ¿Cómo que se cancela?…
– ¿Tienen de menta? Da igual, el que sea más digestivo. He comido con la agente de Vázquez Montalbán. Qué caros se están poniendo los escritores muertos, joder. Y ni siquiera hacen gira promocional. ¿Quieres cobrar bien por los libros? Te tienes que morir.
– Me estabas hablando de la serie sobre…
– Ah, sí. Pues se cancela. Pero tu libro está muy bien, ¿eh? Yo mismo he leído el comienzo. Es denso y maravilloso. Escribes muy bien.
– Pero ¿no va a salir?
– Hombre, ya haremos otra serie. Te llamaré.
– Pero ya me pagaste el libro.
De repente, fue como si Txema se acordase de quién era yo. Como si un fogonazo iluminase su mente. Me miró profundamente a los ojos. Una chica salió del baño y se instaló en la barra. Txema le miró el culo, pero luego se volvió a acordar de mí.
– ¿Ya te lo pagué?
– Sí.
– Ah. Entonces tiene que salir, ¿no? Pues sacaremos la serie. O te publicaremos solo. ¿De dónde eres tú?
– Peruano.
– «La Nueva Narrativa Peruana.» Todavía hay gente que compra esas cosas.
Se quedó reflexionando un rato en torno a su té y al culo de la barra. Dijo:
– ¿De qué estábamos hablando?
– De mi libro. De publicarme a mí.
– Ah, sí… Peruano, ¿no? Déjame pensar… Creo que hay un fondo del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte para escritores iberoamericanos. Buscaremos algo por ahí. Bien, ya te diré cosas. Llámame.
Hizo ademán de zafarse. Con él, parecían irse también mis esperanzas literarias. Pero había aún una salida:
– Todavía no traen tu té.
– Es verdad, tienes razón -se quedó quieto, y yo pude respirar con alivio. Por primera vez, me tuvo que dirigir la palabra él-. Y… ¿cómo va todo? ¿La vida? ¿El amor?
– Estoy trabajando en otro libro.
Le trajeron su té. Dio un trago y puso cara de asco.
– Odio el té. ¿De qué es el libro?
– Es un libro de no ficción, pero está escrito como una novela. Es la historia de un conspirador y doble agente italiano en la República Dominicana, narrada por su hija. Tú sabes, corrupción, poder, Estados Unidos, el FBI…
Txema no parecía muy impresionado. Volvió a mirar el culo de la chica, que seguía de pie en la barra. Traté de llamar su atención:
– Claro que todo el material es real, pero se le puede dar la forma que más convenga. Puede ser una novela tipo Casada con la Mafia o El honor de los Prizzi, un poco en plan Mario Puzo…
– No lo sé. No lo veo.
– … O quizá un policial…
– Ya.
– Una novela de aventuras, un relato histórico, una comedia política, un monólogo teatral…
– República Dominicana dices, ¿no?
– Exactamente.
– La era Trujillo…
– En pleno. Este hombre fue el primer conspirador contra…
– Ya está el libro de Vargas Llosa, ¿no?
– Pero este enfoque es completamente diferente, es una crónica desde adentro sobre las clases dominant…
– ¿Queda algo por decir de todo eso después del libro de Vargas Llosa?
– Mucho, porque nuestro libro puede llegar hasta nuestros días… Ahí sigue gobernando la misma gente, eso es un sistema feudal, ¿me entiendes? Cuatro familias son dueñas de todo el país y eso…
– ¿Y Cuba?
– ¿Cuba?
– ¿Se habla de Cuba?
– N… bue… ¿Necesitas que hable de Cuba?
– A los lectores les interesa mucho más Cuba que la República Dominicana. Ni saben dónde está la República Dominicana. Pero Cuba es otra cosa.
– Sale Cuba. Todo el tiempo. Cuba es el escenario principal. Todo el libro es un alarde de cubanidad rabiosa. Un canto a la patria perdida, al caimán verde…
– A las memorias de Huber Matos les ha ido muy bien. Dos páginas en El País del domingo y todo. ¿Aparece Huber Matos?
¿Quién es Huber Matos?, pensé.
– Secundariamente, pero de manera intensa -respondí.
– Sí, lo que importa es Cuba. Este té es una mierda. En fin, llámame cuando tengas el libro.
Ahora no hizo ademanes. Se adelantó con prisa, mirando el reloj.
– ¿Y qué pasa con el otro, el del Amazonas?
– ¿Amazonas? Ah, pues… saldrá en estos meses, supongo. ¿Ya te lo pagué? ¿Estás seguro?
Mi editor y yo: uña y carne.
Ese fin de semana volví a París. Había avanzado muy poco desde mi último encuentro con Diana, pero quedaba material de la República Dominicana. Y después de mi encuentro con Txema, de todos modos, el libro iba a reenfocarse en Cuba. Aún no sabía que toda mi relación con Diana empezaría a reenfocarse en ese viaje.
Para empezar, al abrir la puerta, el mayordomo me anunció, con el mentón hacia arriba y la mirada hacia abajo, como era él:
– La señora ha pedido que se aloje usted en un hotel.
Antes de que pudiese reaccionar, estábamos caminando hacia un pequeño hotel de la avenida Matignon, donde había una reserva a mi nombre. Mi cuarto no era tan ejecutivo como el Meliá, pero tenía televisión sin cable y frigobar (¡frigobar!). De todos modos, la situación era un poco inesperada. Mientras volvíamos, el mayordomo me preguntó con flema y una sonrisa irónica:
– Y… ese libro que escribe usted, ¿estará terminado para Navidad del próximo año?
¿Y a ti qué te importa, criado impertinente?
– Estará listo, quédate tranquilo. ¿Por qué me quedo en un hotel?
– Oh, por nada. Madame tiene unas visitas.
Pero de regreso en su penthouse, comprendí que no tenía ninguna visita. No había maletas ni señales de especial actividad. Y aunque las tuviera, en esa casa no faltaban cuartos para recibir a más de una persona a la vez, como cuando coincidimos los Aliaga de la Puente y yo. En realidad, aparte de ellos y los Pérez de Cuéllar, ahí yo nunca había visto ningún visitante. Aunque entre las dos parejas había apellidos suficientes para repartir en un orfanato.
Me senté a esperar a Diana en el salón. Tardaba mucho tiempo, y yo tenía la sensación de que algo extraño estaba ocurriendo. Para relajarme, me empecé a llenar los bolsillos de cigarrillos. Justo entonces, una voz gruesa tronó desde la puerta del pasillo:
– Hola. Vos sos el chico de las memorias, ¿no? Diana me ha hablado de ti.
Disimulé lo de los cigarrillos fingiendo que examinaba con atención la orfebrería de la pitillera. Quien me había hablado era un gordo de unos cincuenta años, aunque llevaba una camiseta adolescente que decía fuck you. Por lo demás, usaba perilla y tenía acento argentino.
– Sí, buenos días. ¿Usted es…?
– El doctor Mankiewitz -dijo desde la puerta Diana, haciendo una entrada triunfal desde el comedor, como si la tuviera ensayada. Ella hacía todo como si lo tuviera ensayado-. Veo que ya se conocen.
Diana irrumpió en el salón y él la siguió.
– Usted es «la visita» -dije yo.
Mankiewitz se rió.
– Podemos decirlo así.
– ¿Argentino?
– Porteño-polaco.
Yo ardía en deseos de preguntarle a Diana qué estaba pasando, por qué me recluía en un hotel. Pero Mankiewitz se quedó hasta el almuerzo, y durante la mañana no trabajamos ni pudimos hablar a solas. En vez de eso, conversamos los tres.
Durante un rato, fue la misma charla insustancial de toda la vida. Pero más adelante, él hizo muchas preguntas sobre el libro. Cuánto llevábamos avanzado, cuál era el hilo conductor, qué habíamos averiguado. Al principio, desconfié de él. Luego comprendí que su interés era el de un hombre culto, con lecturas, algo que al principio resultaba difícil de determinar dado que era una bestia de malos modales. En algún momento, Diana hizo una referencia a las hijas de cierta baronesa. Dijo que eran unas chicas muy extrovertidas que siempre tenían amigos en todas partes.
– Unas putas, ¿eh? -rió Mankiewitz. Yo me puse pálido. Y al mayordomo casi se le cae el strogonoff.
Pero Diana se rió. Con esa risa elegante y social. Y todos nos reímos. Luego Mankiewitz miró al mayordomo.
– ¿Más mostacita no tenés? Porque estos filetes son una mierda de sosos. En Argentina…
Y disertó media hora sobre filetes argentinos. Respetuosamente, el mayordomo prometió hacérselo saber al chef.
Por primera vez, me di cuenta de que alguien más decía malas palabras en esa casa. Entre las aristocráticas amistades de Diana, Mankiewitz resultaba muy peculiar. Me pregunté qué relación tendría con ella. Fantaseé con que fuese su joven amante, un cincuentón desenfadado y peludo. Quizá por eso me había mandado a un hotel. Traté de imaginármelos haciendo el amor y revolcándose por los salones. No. Eso no cuajaba.
Después de almorzar, al fin, Mankiewitz se largó llevándose sus groserías. Tras su partida, el clima de la conversación se enfrió. Diana estaba creando una atmósfera grave. Me llamó aparte, con apariencia de querer decirme algo. Me ofreció bebidas, como de costumbre, y esperó a que se fuese la servidumbre antes de empezar a hablar, con voz pausada y grave:
– He seguido leyendo tus avances, y no me siento segura -me dijo-. Cuanto más leo y releo el libro, menos me convence…
Alerta roja. Todas las alarmas activadas.
– ¿Porqué?
– No lo siento mío, ¿me entiendes? Es como si no lo escribiera yo.
– Es que lo estoy escribiendo yo.
– Sí, y no está mal, pero… Yo estaba pensando en otra cosa. En mis memorias. En un relato que diga quién soy yo, que hable de la vida que yo he llevado, una historia en la que brillen los lugares y los apellidos. Y esto… Es que yo ni siquiera hablo así.
Perlas a los cerdos. Haces el mejor libro que puedes escribir, desnudas la hipocresía, le enseñas a una mujer su propio pasado, y ella insiste en hablar de sí misma. ¿De cuándo acá unas memorias hablan de lo que su protagonista quiere? ¿De cuándo acá hablan de lo que su editor quiere? ¿Alguien sabe que existen los autores? ¿Alguien sabe para qué sirven?
– Recuerde la relevancia social que estamos buscando -comenté con suavidad, sin perder la calma-. Ésa es la clave.
Muy bien, iba bien.
– No quiero un libro con relevancia social. Simplemente quiero un libro mío.
Perlas a los cerdos. Pero era necesario buscar una perla nueva, una golosina para atraer el interés de Diana, la pobre, esa cabecita loca que a veces se distraía del objetivo fundamental, que era que yo tuviese un buen libro, un libro importante, un libro trascendental y polémico. Vamos a ver, una idea, alguna buena idea, una idea persuasiva…
– Pues a Vargas Llosa le encantó el libro -fue lo único que se me ocurrió.
– ¿Ah, sí?
– Dice que le parece… un libro fundamental para la comprensión de la ignominia en la América Latina actual.
– ¿Enserio?
– Y la autora será usted.
Al menos hasta que se me ocurra cómo arreglar eso.
– ¿«Fundamental» dijo?
– Fundamental. Pero dice que hace falta hablar de Cuba. Eso sí.
– ¿De Cuba?
– El editor me ha dicho lo mismo. ¿Le comenté que he estado hablando con un editor? Txema Kessler, el editor joven más serio e importante de España. Él cree que es vital para el libro hablar de Cuba. Usted vivió en Cuba, ¿verdad? Pues he ahí un tema esencial que estamos dejando de lado. Si su vida en la República Dominicana es tan interesante, seguro que en Cuba será aún mejor. El momento político de los cincuenta es muy atractivo…
– Pero en Cuba no están los Picciardi ni mis hijos. Este libro es para ellos y contra ellos.
– Pero de Cuba salió parte del dinero que le robaron a usted. Es necesario saber detalladamente qué hizo su padre ahí. Eso bastará para echar luz sobre el resto de la historia. Eso dijo Vargas Llosa -trataba de repetir ese nombre tantas veces como fuese posible.
Pasamos el fin de semana discutiendo esa posibilidad. Ella sentía una resistencia visceral a la idea de incluir a Cuba en el libro. Llamamos a Jesús Gómez. Después de gritarle durante dos horas en el teléfono, él dijo que meter a Cuba le parecía ridículo e innecesario. Según Gómez, en La Habana Giorgio Minetti había sido sólo un empresario honesto sin vínculos políticos. Tenía un periódico y sus concesionarios de siempre, pero no había nada más que buscar ahí.
– ¿Ya ves?-decía Diana.
– No sabía que su padre tenía un periódico -retrucaba yo.
– Sí.
– ¿Y qué pasó con el periódico?
– ¿Qué iba a pasar? Nos lo robaron los comunistas.
– ¿Su padre peleó contra la Revolución para mantener su periódico?
– Claro que sí. Papá estuvo hasta el último minuto al pie del cañón.
– Es increíble, ¿no?
– ¿Qué?
– A usted le han robado todo, Diana. Su familia le robó el dinero, Castro le robó el periódico, Trujillo le robó el sueño de una infancia en su país… Es usted una víctima de la mentira política.
– Bueno… sí.
– Nuestro testimonio se vuelve cada vez más un retrato desde el abismo, ¿se da cuenta? Su historia, la suya, Diana, es la historia de miles de personas que creyeron en esos países y fueron traicionadas. Nadie ha escrito un testimonio así de valiente, fíjese. Es lo que más les interesaba a Kessler y Vargas Llosa…
– ¿De verdad les interesa?
– Les encanta. Dijeron que sería un libro histórico.
– ¿Histórico?
Diana parecía saborear esa palabra, que elevaba su ego a una nueva dimensión.
– Parece que el libro de Huber Matos ha vendido centenares de miles de ejemplares. Tenemos el escenario caliente. El suyo podría aprovechar la corriente.
– ¿Matos ha vendido todo eso?
Bueno, poco más, poco menos.
– ¿Lo conoce usted?
– ¿Que si conozco a Matos?
Sonrió pícaramente, como si no quisiese hablar mal de alguien que no fuese de su familia. Ella tenía esos gestos imposibles de transcribir, pero prometedores.
– Matos ha pasado a la historia -dije-. Y usted no escribirá el libro que todo el mundo hispano espera con ansias, el libro que las víctimas reclaman. La vida es tan injusta…
– Bueno, quizá…
– No, deje. Ya no importa. Comprendo. Podemos limitarlo a la República Dominicana. Total, de todos modos llamará la atención de algunas personas. Quizá unas veinte o treinta. Creo que hay muchos inmigrantes dominicanos en España, pero no leen gran cosa, ¿sabe? Da igual, sigamos con las entrevistas.
– En realidad, yo me siento más cubana que dominicana.
– Ya veo. Pondremos eso por ahí, es una frase bonita.
– Fue ahí donde crecí, me casé y tuve a mis hijos…
Ella empezaba a considerarlo. Mis mentiras estaban surtiendo efecto.
– Pero quiere ignorar todo eso en su libro.
– No es que quiera ignorarlo. Es que… me parece muy triste acordarme de todo eso. Cuba es una herida que me duele desde hace más de cuarenta años.
El momento emocional había llegado. Era hora de aprovecharlo.
– De eso va este libro, Diana. De hecho, yo pensaba llamarlo Las heridas abiertas o Las venas abiertas del Caribe…
– Eso es horrible. Suena comunista.
– También pensaba llamarlo Parecía el Paraíso…
– Eso me gusta más.
– Es un título de John Cheever. Pero los títulos no se registran en derechos de autor. Podemos usarlo.
– Ese título está bien.
– ¿Usted cree? Serviría si habláramos de Cuba, pero… Bueno, en fin, no vamos a llorar sobre la leche derramada.
– Quizá no esté derramada aun -dijo Diana. Sus ojos brillaban.
– Quizá.
– Quizá puedas ir a La Habana.
– Bueno, eso depende de usted.
Diana se puso nerviosa. Emitió su máxima señal de excitación, que era levantar las manos con las yemas de los pulgares contra las de los índices.
– Tengo una amiga… que no he visto en mucho tiempo. Mariana San Martín. Me gustaría… de verdad me gustaría saber qué pasó con ella. Tengo curiosidad por más personas de Cuba que de Santo Domingo. Al menos por una más.
– Uno es de donde el corazón lo reclama.
– Algunas de las chicas se quedaron después de todo lo que pasó. No sé por qué. Hace tanto que no sé de ellas… Quizá podría aprovechar y buscarlas… Quizá… ¿Crees que nuestro libro sea un libro importante?
– No lo he dicho yo. Lo han dicho los grandes. Y la autora será usted.
Al menos hasta que se me ocurra cómo arreglar eso.
– Déjame pensarlo un poco. Empecemos con las entrevistas de esta semana.
– Muy bien. Hábleme de La Habana.