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Puestos a hablar de fracasos, querer rememorar el pasado es como tratar de entender el significado de la existencia. Ambas cosas le hacen sentir a uno como el niño que quiere agarrar una pelota de baloncesto y se le escapa una y otra vez de las manos.
Recuerdo poco de mi vida y lo que recuerdo tiene escasa importancia. La mayoría de las ideas que me interesaron y que conservo en la memoria deben su significación a la época en que surgieron. Las que no recuerdo, sin duda han sido expresadas mucho mejor por otro. La biografía de un escritor radica en la tergiversación del lenguaje que emplea. Recuerdo, por ejemplo, que cuando yo tenía unos diez u once años se me ocurrió que la máxima de Marx que afirma que «la existencia condiciona la conciencia» sólo era verdad durante el tiempo que la conciencia tarda en dominar el arte del extrañamiento; a partir de entonces, la conciencia es independiente y tanto puede condicionar como ignorar la existencia. A esa edad, seguramente se trató de un descubrimiento, pero apenas digno de ser registrado, aparte de que es probable que hubiera sido mejor expresado por otros. ¿Importa realmente saber quién fue el primero en descifrar este cuneiforme jeroglífico mental del que la máxima «la existencia condiciona la conciencia» constituye un ejemplo perfecto?
De modo que, si escribo todo esto, no es para que conste en acta y que quede bien sentado (esta clase de «actas» precisas no existe y, de existir, son insignificantes y, por lo tanto, nadie se molestó aún en alterarlas), sino principalmente por la razón habitual que impulsa a un escritor a escribir: para dar un impulso a la lengua o para obtenerlo de ella, en la ocasión presente una lengua extranjera. Lo poco que recuerdo todavía se reduce más al evocarlo en inglés.
Por lo que se refiere al principio de mi existencia, debo confiar en mi partida de nacimiento, que declara que nací el 24 de mayo de 1940, en Leningrado, Rusia, por más que aborrezco ese nombre dado a la ciudad que hace mucho tiempo el pueblo llano apodaba simplemente «Peter», de Petersburgo, o Petrogrado. Hay un antiguo pareado que dice:
Rasca el viejo Pedro
los costados del pueblo.
En el marco de la experiencia nacional, la ciudad es definitivamente Leningrado; en el marco de la creciente vulgaridad de su contenido, cada día es más Leningrado. Por otra parte, como palabra, «Leningrado» suena tan neutra para el oído ruso como la palabra «construcción» o la palabra «salchicha». Yo prefiero llamarla «Peter», porque recuerdo esta ciudad en unos tiempos en los que no parecía «Leningrado», justo después de la guerra: fachadas grises o verde pálido, con huecos de balas y metralla; calles desiertas e interminables, con escasos transeúntes y poco tráfico; casi un semblante hambriento y, por ello, de rasgos más definidos y, si se quiere, más nobles; un semblante descarnado y duro con el abstracto resplandor de su río reflejado en los ojos de sus ventanas huecas. A un superviviente no se le puede dar el nombre de Lenin.
Aquellas magníficas fachadas picadas de viruela detrás de las cuales, entre viejos pianos, gastadas alfombras, polvorientas pinturas con gruesos marcos de bronce, restos de mobiliario (las sillas eran lo más escaso) consumido por las estufas de hierro durante el asedio…, la vida empezaba a vislumbrarse débilmente. Y me acuerdo de que, pasando ante aquellas fachadas camino de la escuela, me sentía completamente absorto al imaginar lo que pudo haber ocurrido en aquellas habitaciones en las que el papel de las paredes, avejentado, se caía a tiras. Debo decir que de esas fachadas y pórticos, clásicos, modernos, eclécticos, con sus columnas, sus pilastras y sus cabezas de yeso que representaban seres humanos o animales míticos, de sus ornamentos y de sus cariátides que sostenían los balcones, de los torsos de las hornacinas en sus entradas, aprendí más sobre la historia del mundo que más tarde en cualquier libro. Grecia, Roma, Egipto…, todos estaban allí, todos fueron desportillados por la artillería durante los bombardeos. Y del río gris, de aguas reverberantes, que discurría hacia el Báltico, con algún que otro remolcador que, en medio de él, luchaba contra la corriente, aprendí más sobre el infinito y sobre el estoicismo que en las matemáticas y en Zenón.
Todo eso tenía muy poco que ver con Lenin, al que supongo empecé a despreciar cuando yo cursaba el primer grado, no tanto por su filosofía o su práctica política, acerca de las cuales a la edad de siete años sabía bien poco, sino por sus omnipresentes imágenes, que infestaban casi todos los libros de texto, todas las paredes de las aulas, los sellos de correos, los billetes y tantas otras cosas, reproduciendo a ese hombre en diferentes edades y estadios de su vida. Había el Lenin niño, querubín de dorados rizos; había el Lenin con veintitantos y treinta y tantos años, calvo y hermético, con aquella expresión vacía en su rostro, que podía tomarse por cualquier cosa, preferiblemente por una actitud de determinación. Es el rostro que de algún modo persigue a todo ruso y le sugiere una especie de patrón para el aspecto humano porque denota una manifiesta ausencia de carácter. (Tal vez porque en ese rostro no hay nada que sea específico, sugiera tantas posibilidades.) Había después un Lenin más viejo, más calvo, con su barba en forma de cuña, su traje oscuro de tres piezas, a veces sonriendo, pero más a menudo arengando a las «masas» desde lo alto de un carro blindado o desde el podio en algún congreso del partido, con una mano extendida en el aire.
Había también variantes: Lenin con gorra de obrero y clavel en la solapa; con chaleco y sentado en su despacho, escribiendo o leyendo; sentado en un tronco, a orillas de un lago, garrapateando sus Tesis de Abril o algún otro dislate, al fresco. Finalmente, Lenin vestido con una chaqueta paramilitar, en un banco de jardín junto a Stalin, el único en sobrepasar a Lenin en cuanto a ubicuidad de imágenes impresas. Pero Stalin entonces estaba vivo, mientras que Lenin estaba muerto y, aunque sólo fuera por esto, era «bueno» porque pertenecía al pasado, es decir, estaba auspiciado por la historia y por la naturaleza, mientras que Stalin sólo estaba auspiciado por la naturaleza, o al revés.
Me parece que llegar a ignorar aquellas fotografías fue mi primera lección de desconexión, mi primer intento de extrañamiento. Habría más; de hecho, cabe considerar el resto de mi vida como una constante evitación de sus aspectos más importunos. Debo admitir que llegué muy lejos por este camino; tal vez demasiado: todo aquello que sugiriese reiteración quedaba condenado o sujeto a eliminación. Y ello incluía frases, árboles, ciertos tipos de personas, a veces incluso el dolor físico… y afectó a muchas de mis relaciones. En cierto modo, estoy en deuda con Lenin. Todo lo que se me presentara con profusión, lo veía yo como una especie de propaganda. Esta actitud, supongo, contribuyó a una terrible aceleración a través de la selva de los hechos, acompañada por la superficialidad.
No creo ni por un momento que todas las claves de la personalidad deban encontrarse en la infancia. Durante tres generaciones, aproximadamente, los rusos han vivido en apartamentos comunitarios y habitaciones estrechas. Nuestros padres hacían el amor mientras nosotros simulábamos dormir. Después hubo una guerra, hambre, padres ausentes o lisiados, madres que perdían su pudor, mentiras oficiales en la escuela y no oficiales en casa, inviernos rigurosos, indumentarias horribles, exhibición pública de nuestras sábanas mojadas en campamentos de verano y comentarios sobre estas cuestiones delante de extraños. Después, la bandera roja ondearía en el mástil del campamento. ¿Y qué? Toda esa militarización de la infancia, toda esa amenazadora majadería, la tensión erótica (a los diez años todos deseábamos a nuestras maestras) no habían afectado mucho a nuestra ética ni a nuestra estética, como tampoco nuestra capacidad para amar y sufrir. Recuerdo esas cosas no porque piense que son las claves del subconsciente ni tampoco, desde Luego, por nostalgia de mi infancia, las recuerdo porque nunca lo he hecho antes, porque quiero que algunas permanezcan…, por lo menos en el papel. Y también porque mirar hacia atrás es más remunerador que lo contrario. Mañana es mucho menos atractivo que ayer. Por alguna razón, el pasado no irradia la inmensa monotonía del futuro. Debido a su profusión, el futuro es propaganda. Lo mismo que la hierba.
La verdadera historia de la conciencia se inicia con la primera mentira. Resulta que yo recuerdo la mía. Fue en la biblioteca de la escuela, al llenar la solicitud de lector. El quinto espacio en blanco hacía referencia, como es lógico, a la «nacionalidad». Yo tenía siete años y sabía muy bien que era judío, pero dije a la empleada que no lo sabía. Con un turbio regocijo me aconsejó que me fuera a casa y se lo preguntara a mis padres. No volví nunca más a aquella biblioteca, pese a lo cual me hice socio de muchas otras en las que había que rellenar la misma solicitud. Ni estaba avergonzado de ser judío ni tenía miedo de admitirlo. En el libro de la clase estaban registrados con todo detalle nuestros nombres, los nombres de nuestros padres, las señas de los hogares y la nacionalidad. De vez en cuando un maestro «olvidaba» el libro sobre la mesa durante el recreo y entonces, como buitres, nos lanzábamos sobre sus páginas. Todos los de la clase sabían que yo era judío, pero los niños de siete años no son buenos antisemitas. Además, yo era muy fuerte para mi edad y lo que más contaba entonces eran los puños. Lo que a mí me avergonzaba era la palabra «judío» en sí -en ruso «yevrei»-, cualesquiera que fuesen sus connotaciones.
El destino de una palabra depende de la variedad de sus contextos, de la frecuencia de su uso. En el ruso impreso, «yevrei» aparece tan raramente como, por ejemplo, «mediastino» o «dondequiera» en castellano. En realidad, tiene también algo de la condición de un sonoro taco o del nombre que sirve para designar una enfermedad venérea. Cuando uno tiene siete años, su vocabulario demuestra ser suficiente para detectar la rareza de esta palabra y es sumamente desagradable identificarse con ella; en cierto modo, va contra el sentido que uno tiene de la prosodia. Recuerdo que siempre me sentía más a gusto con un equivalente ruso de «kike» (judío), «yid» (pronunciado como André Gide): era claramente ofensivo y, por ello, carente de sentido, exento de alusiones. Las palabras de una sola sílaba no pesan mucho en ruso, pero en cuanto se les aplican sufijos, terminaciones o prefijos, entonces se arma la de San Quintín. Esto no quiere decir que sufrí como judío en aquella tierna edad, sino simplemente que mi primera mentira tuvo que ver con mi identidad.
No fue un mal comienzo. En cuanto al antisemitismo como tal, no me preocupaba demasiado, puesto que procedía en gran medida de los maestros: parecía innato en su participación negativa en nuestras vidas y debía ser aceptado con resignación, al igual que las malas notas. De haber sido católico, habría deseado verlos a todos en el infierno. A decir verdad, algunos maestros eran mejores que otros, pero, supuesto que todos eran dueños de nuestras vidas inmediatas, no nos molestábamos en hacer distinciones. Tampoco ellos trataban de hacerlas entre sus pequeños esclavos y hasta las observaciones antisemíticas más ardientes llevaban el sello de una inercia impersonal. En cualquier caso, yo nunca me tomé en serio la agresión verbal, especialmente si procedía de un grupo con una edad tan diferente de la mía. Supongo que las diatribas que mis padres solían pronunciar contra mí me curtieron perfectamente. Además, había maestros que también eran judíos, y no les temía menos que a los rusos de pura sangre.
Esto es tan sólo un ejemplo del recorte de la personalidad que -junto con el lenguaje en sí, donde verbos y nombres intercambian sus puestos con tanta libertad como uno osa concederles-, engendró en nosotros una sensación de ambivalencia tan abrumadora que, al cabo de diez años, terminamos con una fuerza de voluntad en nada superior a la de un alga marina. Cuatro años en el ejército (donde los hombres eran reclutados a los diecinueve años), coronaban el proceso de rendición total al estado. La obediencia se convertía en primera y segunda naturaleza.
Si uno tenía cerebro, no hay duda de que trataba de burlar el sistema ideando todo tipo de subterfugios, haciendo oscuros tratos con sus superiores, acumulando mentiras y tirando de las cuerdas de las conexiones seminepóticas de cada uno. Esto se convertía en un trabajo de dedicación total, pese a lo cual uno tenía plena conciencia de que la red que había tejido era una red de mentiras y, pese al grado de éxito o al sentido del humor de cada uno, acababa despreciándose. Ese es el triunfo definitivo del sistema: tanto si lo burlas como si te unes a él, te sientes igualmente culpable. La creencia nacional es -como bien dice el proverbio- que no hay mal que por bien no venga, y posiblemente viceversa.
La ambivalencia, creo yo, es la principal característica de mi nación. No hay en Rusia verdugo que no tema convertirse en víctima un día, ni hay víctima, por desgraciada que sea su situación, que no se reconozca (aunque sólo sea en su fuero interno) capacidad mental para convertirse en verdugo. Nuestra historia reciente ha abonado ambas posturas. En todo esto hay una cierta sabiduría, y cabría pensar incluso que esta ambivalencia es sabiduría, que la propia vida no es ni buena ni mala, sino arbitraria. Quizá nuestra literatura hace tanto hincapié en la causa del bien porque esa causa se ha visto desafiada demasiado a menudo. Si ese hincapié fuera simplemente resultado de una duplicidad de pensamiento, la cosa estaría muy bien, pero exacerba los instintos. Este tipo de ambivalencia, creo yo, corresponde precisamente a esas «buenas noticias» que el Este, que tiene poco más que ofrecer, se dispone a imponer al resto del mundo. Y el mundo parece estar maduro para recibir.
Dejando aparte el destino del mundo, el único medio que tenía un niño para luchar contra lo que se le venía encima era salirse del camino trazado, cosa difícil debido a los padres y debido a que el propio niño sentía miedo ante lo desconocido. Sobre todo, porque le diferenciaba de la mayoría, y uno había mamado, junto con la leche materna, la creencia de que la mayoría tiene razón. Se requiere una cierta falta de interés y yo era una persona despreocupada. Que yo recuerde, el hecho de que dejara la escuela a la edad de quince años no obedeció tanto a una elección consciente como a una reacción visceral.
Simplemente, no podía soportar determinados rostros de la clase: los de algunos de mis compañeros, pero principalmente de mis profesores. Así es que una mañana de invierno, sin razón aparente, me levanté en plena clase y protagonicé una melodramática salida por la puerta de la escuela, sabiendo positivamente que nunca más volvería a entrar por ella. De las emociones que me invadieron en aquel momento, la única que recuerdo es el disgusto generalizado que me producía mi persona por el hecho de ser excesivamente joven y dejar que me dominaran tantas cosas a mi alrededor. Por otra parte, subsistía también una sensación de huida difusa, pero feliz, como una calle llena de sol que no tuviera final.
Creo que lo más importante fue el cambio de exteriores. En un estado centralizado todas las habitaciones tienen el mismo aspecto: el despacho del director de la escuela era una réplica exacta de las cámaras para interrogatorios que empecé a frecuentar al cabo de cinco años: los mismos paneles de madera, las mismas mesas, las mismas sillas…, un paraíso para los carpinteros. También los mismos retratos de nuestros fundadores: Lenin, Stalin, miembros del Politburó y Maksim Gorki (el fundador de la literatura soviética), en caso de tratarse de una escuela, o Félix Dzerzinski (el fundador de la policía secreta soviética), si el lugar era una cámara para interrogatorios.
Con todo, era frecuente que Dzerzinski -«Félix de hierro» o el «Caballero de la Revolución», como lo llamaba la propaganda- decorase también las paredes del despacho del director, debido a que el hombre se había deslizado en el sistema educativo desde las alturas de la KGB, al igual que aquellas paredes estucadas de las clases, con su raya horizontal azul a la altura de los ojos que corría indefectiblemente a través del país entero, como la raya de un común denominador infinito: en ayuntamientos, hospitales, fábricas, cárceles y corredores de los apartamentos comunitarios. El único sitio donde no la encontré fue en las barracas de madera de los campesinos.
Esa decoración era tan exasperante como omnipresente y en múltiples ocasiones de mi vida me quedé absorto con la mirada clavada en aquella franja azul de cinco centímetros de anchura, confundida a veces con un horizonte marino y otras como la representación de la misma nada. Era demasiado abstracta para representar nada: desde el suelo hasta el nivel de los ojos, una pared cubierta de pintura color gris rata o verdoso y esa franja azul como remate; por encima de ella, estuco de un blanco virginal. Nadie se había preguntado en la vida qué hacía allí aquella raya, y nadie habría podido contestar, pero allí estaba: una línea fronteriza, una divisoria entre el gris y el blanco, abajo y arriba. No se trataba de colores sino de sugerencias de colores, que sólo podían estar interrumpidos por manchas alternativas de color marrón: las puertas. Cerradas o entornadas. A través de las puertas entornadas podía verse otra habitación con la misma distribución de gris y blanco separados por la raya azul. Aparte de un retrato de Lenin y de un mapamundi.
Fue hermoso abandonar aquel cosmos kafkiano, aunque ya entonces -o así lo parece- yo sabía, de alguna manera, que cambiaba seis por media docena. Sabía que cualquiera que fuese el edificio donde entrase, tendría el mismo aspecto, puesto que es dentro de edificios donde estamos condenados a hacer todo lo que queramos hacer. Sin embargo, me daba cuenta de que debía irme. La situación financiera de nuestra familia era deplorable: subsistíamos gracias, principalmente, al salario de mi madre, puesto que mi padre, después de haber sido dado de baja en la armada en virtud de alguna norma seráfica según la cual los judíos no podían desempeñar cargos militares relevantes, pasó muy malos momentos buscando trabajo. Por supuesto, mis padres podían arreglárselas sin mi contribución, y habrían preferido que terminase la escuela. Yo lo sabía, pero seguía diciéndome que tenía el deber de ayudar a mi familia. Era casi una mentira, pero de esa manera la cosa tenía mejor aspecto, aparte de que por aquel entonces ya había aprendido a saborear las mentiras precisamente por ese «casi» que afina el perfil de la verdad: después de todo, la verdad termina allí donde empieza la mentira. Eso es lo que aprende un chico en la escuela y a la postre resulta más útil que el álgebra.
Fuese lo que fuese -una mentira, la verdad o, más probablemente, su combinación- lo que me empujó a tomar esa decisión, le estoy inmensamente agradecido por lo que al parecer fue mi primer acto libre. Fue un acto instintivo, una salida, y en él tuvo muy poco que ver la razón. Lo sé porque, desde entonces, y con frecuencia creciente, he hecho otras salidas. Y no necesariamente por aburrimiento o por haber advertido el hueco de la trampa, ya que he salido de situaciones perfectas con no menor frecuencia que de situaciones temibles. Por modesto que sea el lugar que uno ocupe, si tiene el más mínimo sello de decencia, puedes estar seguro de que un día aparecerá alguien que lo reclamará para él o, lo que es peor, te insinuará que debes compartirlo con él. En casos como éste, uno lucha por el puesto o lo abandona. Yo estoy por lo último, y no porque no pueda luchar, sino más bien por una absoluta aversión contra mí, pues arreglárselas para quedarse con algo que atrae a los demás denota una cierta vulgaridad en la elección. Poco importa que uno haya llegado antes, porque esto todavía empeora las cosas, puesto que los que sigan tendrán siempre un apetito más fuerte que el tuyo, en parte satisfecho.
Posteriormente, a menudo lamenté la decisión, sobre todo cuando vi que mis antiguos compañeros se situaban tan bien dentro del sistema. Sin embargo, yo sabía algo que ellos desconocían. En realidad, también yo me había situado bien, aunque en dirección opuesta, a lo largo de la cual había recorrido un tramo más largo. Una cosa de la que estoy especialmente complacido es de que logré atrapar a la «clase trabajadora» en su estadio auténticamente proletario, antes de que iniciara su conversión a la clase media a finales de los años cincuenta. Era un verdadero «proletariat» aquel que yo conocí en la fábrica donde, a los quince años, comencé a trabajar como fresador. Marx lo habría reconocido al instante. Ellos -o, mejor dicho, «nosotros»- vivían en apartamentos comunitarios, cuatro o más personas en una misma habitación, a menudo pertenecientes a tres generaciones distintas, durmiendo por turnos, bebiendo como tiburones, armando camorra entre ellos o con los vecinos en la cocina comunitaria, o en la cola matinal delante del retrete igualmente comunitario, pegando a sus mujeres con agónica determinación, llorando sin recato cuando Stalin cayó muerto, o en el cine, y jurando con tanta frecuencia que hasta una palabra normal como «aeroplano» le sonaba a un viandante casual como algo elaboradamente obsceno…, transformándose en un océano gris e indiferente de cabezas o en un bosque de manos alzadas en las asambleas públicas en favor de este o aquel Egipto.
La fábrica era toda de ladrillo, enorme, salida directamente de la revolución industrial. Había sido construida a finales del siglo diecinueve y la población de «Peter» se refería a ella con el nombre de «el Arsenal», pues la fábrica producía cañones. En la época en que trabajé en ella también producía maquinaria agrícola y compresores de aire. Sin embargo, de acuerdo con los siete velos del secreto que cubre en Rusia casi todas las cosas que tienen que ver con la industria pesada, la fábrica tenía su nombre cifrado: Apartado de Correos 671. Pienso, de todos modos, que el secreto había sido impuesto no tanto para burlar algún servicio secreto extranjero como para mantener un cierto tipo de disciplina paramilitar, único procedimiento para garantizar una estabilidad en la producción. En cualquiera de los dos casos, el fracaso era evidente.
La maquinaria era obsoleta: el noventa por ciento de la misma había sido retirada de Alemania en concepto de reparaciones después de la segunda guerra mundial. Recuerdo aquel zoo de hierro fundido, poblado de criaturas exóticas que llevaban los nombres de Cincinnati, Karlton, Fritz Werner y Siemens amp; Schuckert. La planificación era odiosa; de vez en cuando, un pedido urgente, que imponía la producción de algo determinado, trastocaba los vacilantes intentos de uno para restablecer un ritmo de trabajo cualquiera, un procedimiento. Hacia el final del trimestre (es decir, cada tres meses), cuando el plan se había quedado en agua de borrajas, la administración dejaba oír el grito de guerra que movilizaba todas las manos en un solo trabajo y el plan quedaba sometido a un ataque masivo. Cuando algo se estropeaba, como no había piezas de repuesto, se llamaba a una cuadrilla de chapuceros, generalmente medio borrachos, para que ejercitaran sus dotes mágicas. El metal llegaría lleno de cráteres, y prácticamente todos tendrían resaca el lunes, ello sin hablar de las mañanas después del día de la paga.
La producción declinaba verticalmente el día después de una derrota del equipo de fútbol de la ciudad o de la nación. Nadie trabajaba y todos se dedicaban a discutir las incidencias del partido o las relativas a los jugadores, puesto que además de los complejos de una nación superior a las demás, Rusia posee el gran complejo de inferioridad de un país pequeño, resultado en parte de la centralización de la vida nacional. De aquí la bobería de signo positivo y «vital» de los periódicos oficiales y de la radio incluso cuando tienen que dar la noticia de un terremoto: nunca se informa acerca de las víctimas, sino que únicamente se entonan alabanzas a las demás ciudades y repúblicas, que han dispensado sus fraternales cuidados proporcionando tiendas y sacos de dormir a la zona afectada. O bien, en el caso de una epidemia de cólera, es muy posible que uno sólo se entere de ella a través de los últimos éxitos de nuestra maravillosa medicina, confirmados con la invención de una nueva vacuna.
Todo habría sido absurdo a no ser por aquellas mañanas a primerísima hora cuando, después de engullir el desayuno a base de té solo, salía corriendo para atrapar el tranvía y, sumándome -un grano de uva más- al montón gris oscuro de racimos humanos que colgaban del estribo, navegaba a través de la ciudad entre rosada y azul, como una acuarela, hasta la perrera de madera que hacía las veces de entrada de la fábrica. Había allí dos guardias que revisaban nuestras credenciales y la fachada estaba decorada con pilastras clásicas revestidas. He tenido ocasión de observar que las entradas de las cárceles, manicomios y campos de concentración están construidas en ese mismo estilo: todas tienen su toque de clasicismo o sus pórticos barrocos. Cual si fueran un eco. Ya en el taller, se entremezclaban bajo el techo matices de gris y las mangueras neumáticas silbaban suavemente en el suelo entre charcos de fuel que centelleaban con todos los colores del arco iris. A las diez, aquella jungla de metal estaba en todo su apogeo, gritando y rugiendo, mientras el cañón de acero de una supuesta ametralladora antiaérea se cernía en el aire como el cuello descoyuntado de una jirafa.
Siempre he envidiado a aquellos personajes del siglo diecinueve que eran capaces de volver la vista atrás y distinguir los hitos que marcaban sus vidas, su desarrollo. Había hechos que marcaban un punto de transición, un estadio diferente. Estoy hablando de escritores, pero en lo que realmente estoy pensando es en la capacidad de ciertas personas para racionalizar sus vidas, para ver las cosas por separado, si no con claridad. Y entiendo que este fenómeno no debería quedar limitado al siglo diecinueve, pese a que en mi vida haya sido representado principalmente por la literatura. Ya sea por algún defecto básico de mi mente, ya sea por la naturaleza fluida y amorfa de la vida misma, nunca he sido capaz de distinguir ningún hito, mucho menos una boya. Si hay algo que se parezca a un hito, este algo no sabré reconocerlo; me estoy refiriendo a la muerte. En cierto aspecto, en la infancia no hubo nada que se pareciera a esto. A mí esas categorías -infancia, edad adulta, madurez- me parecen muy extrañas y si a veces las empleo en la conversación, las miro siempre mudo cuando se refieren a mí, y las veo como si fueran prestadas.
Supongo que siempre hubo alguna parte de mi «yo» dentro de aquel caparazón, pequeño primero y más grande después, alrededor del cual ocurría «todo». Dentro de ese caparazón, la entidad a la que se da el nombre de «yo» no cambió nunca, ni tampoco dejó de observar lo que ocurría fuera. No quiero dar a entender con estas palabras que dentro encerrara perlas, sino que lo que pretendo decir es que el paso del tiempo no afecta mucho la entidad a la que he hecho referencia. Obtener una calificación baja, hacer funcionar una fresadora, ser derrotado en un interrogatorio o dar una conferencia sobre Calimaco ante una clase son cosas que esencialmente vienen a ser lo mismo. Esto es lo que hace que uno se sienta un tanto asombrado cuando crece y se encuentra haciendo aquellas cosas que se supone deben hacer las personas adultas. La contrariedad que siente un niño ante el control que ejercen sobre él sus padres y el pánico de un adulto que se enfrenta a una responsabilidad son de la misma naturaleza. Uno no es ninguna de esas cifras; tal vez uno sea menos que «uno».
No hay duda de que se trata de una consecuencia de la profesión que uno ejerce. Si trabaja en un banco o pilota un avión sabe que, cuando haya adquirido una buena experiencia, tiene más o menos garantizado un beneficio o un aterrizaje seguro. En cambio, en el negocio de escribir, no se acumulan experiencias, sino incertidumbres, que no es sino un sinónimo de pericia. En ese campo donde la experiencia invita a la condena, los conceptos de adolescencia y madurez se entremezclan y el pánico pasa a ser el estado más frecuente de la mente. En consecuencia, mentiría si recurriese a la cronología o a cualquier cosa que sugiera un proceso lineal. Una escuela es una fábrica es un poema es una cárcel es una academia es aburrimiento, con destellos de pánico.
Excepto que la fábrica estaba junto a un hospital y el hospital estaba junto a la cárcel más famosa de toda Rusia, llamada Las Cruces. Y el depósito de aquel hospital era el lugar donde iba a trabajar cuando salía del Arsenal, porque tenía en la cabeza la idea de ser médico. Las Cruces me abrió las puertas de su celda cuando cambié mis planes y me puse a escribir poemas. Cuando trabajaba en la fábrica, por encima del muro veía el hospital y, cuando cortaba y cosía cadáveres en el hospital, veía a los prisioneros que se paseaban por el patio de Las Cruces; a veces se las arreglaban para arrojarme cartas por encima de la tapia. Yo las recogía y las enviaba. Debido a lo apretado de su topografía y a lo cerrado del caparazón, todos esos lugares, trabajos, presidiarios, obreros, guardianes y médicos se han mezclado entre sí y ya no sé si recuerdo a una persona por haberla visto paseándose por aquel patio en forma de tabla de planchar en la cárcel de Las Cruces o si soy yo quien se pasea por él. Por otra parte, la fábrica y la cárcel habían sido construidas aproximadamente en la misma época y exteriormente no se distinguían una de otra; parecía como si fuera un ala de ampliación de la otra.
Así es que estaría fuera de lugar que tratara de ser consecutivo al explicarme. La vida nunca me ha parecido constituida por un conjunto de transiciones claramente delimitadas, sino que más bien va creciendo a la manera de una bola de nieve y, cuanto más crece, más se parece un lugar a otro o una época a otra. Recuerdo, por ejemplo, que en 1945 mi madre y yo estábamos esperando un tren en una estación cercana a Leningrado. La guerra acababa de terminar, veinte millones de rusos estaban pudriéndose en sepulturas provisionales en todo el continente, mientras el resto, dispersados por la guerra, volvían a sus casas o a lo que quedaba de sus casas. La estación de ferrocarril era como una estampa del caos primigenio. La gente sitiaba los trenes de ganado como insectos enloquecidos: trepaban al techo de los vagones, se comprimían unos a otros, etcétera. Por alguna razón, observé a un viejo lisiado y calvo, con una pierna de palo, que trataba de montarse en el tren y que iba recorriendo vagón tras vagón, constantemente expulsado de ellos por los que ya iban colgados de los estribos. El tren comenzó a moverse y el viejo seguía saltando a lo largo del tren. De pronto consiguió asirse a la manija de uno de los vagones y en ese punto vi a una mujer que estaba en la puerta y que, levantando en el aire un puchero, arrojó encima de la coronilla del viejo un chorro de agua hirviendo. El hombre se cayó y el movimiento browniano de mil piernas lo engulló y lo perdí de vista.
Fue algo cruel, sí, pero este ejemplo de crueldad se mezcla a su vez en mi mente con una historia ocurrida hace veinte años, al ser descubierta una banda de antiguos colaboradores con las fuerzas alemanas de ocupación, los llamados Polizei. La noticia salió en los periódicos. Eran seis o siete viejos y, como es natural, el nombre del jefe era Gurewicz o Ginzburg, lo que quiere decir que era judío, por inconcebible que parezca que un judío pueda colaborar con los nazis. Los sentenciaron a diversas penas y, como es lógico, al judío le correspondió la pena capital. Me contaron que la mañana en que debía ser ejecutado, al salir de la celda y ser conducido al patio de la cárcel donde le estaba aguardando el pelotón de fusilamiento, el oficial que estaba al mando de los guardianes de la cárcel le preguntó:
– ¡Ah!, a propósito, Gurewicz [o Ginzburg], ¿cuál es tu último deseo?
A lo que el hombre respondió:
– ¿Mi último deseo? Pues, no sé… me gustaría mear…
Y entonces el oficial replicó:
– Bien, ya mearás después.
Para mí las dos historias son iguales y todavía sería peor que la segunda historia fuera puro folklore, aunque creo que no es el caso. Historietas de ésas las conozco a centenares, pero están todas mezcladas.
Lo que hacía que mi fábrica fuese diferente de mi escuela no era lo que yo pudiera hacer dentro, ni lo que hubiera podido pensar en los respectivos períodos, sino el aspecto de las fachadas, las cosas que yo veía camino de clase o camino del taller. En último análisis, el aspecto lo es todo. Millones y millones tienen el mismo sino idiota. La existencia como tal, monótona de por sí, ha quedado reducida, por el estado centralizado, a una uniforme rigidez. Lo que quedaba por observar eran rostros, el tiempo que hacía, los edificios, y también la lengua que usaba la gente.
Tenía un tío que pertenecía al Partido y que, según he podido comprobar después, era un ingeniero extraordinariamente apto. Durante la guerra construyó refugios para protegerse contra las bombas los Genossen del Partido; antes y después de la misma, construyó puentes. Unos y otros siguen en pie. Mi padre siempre se burlaba de él cuando se peleaba con mi madre por cuestiones de dinero, debido a que ella ponía a su hermano ingeniero como ejemplo de situación sólida y estable, mientras que yo lo despreciaba de una manera más o menos automática. Con todo, poseía una magnífica biblioteca. No leía mucho, supongo, pero entre la clase media soviética era, y sigue siendo, señal de buen tono suscribirse a nuevas ediciones de enciclopedias, clásicos y libros por el estilo. Yo le tenía una envidia loca. Recuerdo que una vez, de pie detrás de su asiento, mientras le escrutaba el cogote, iba pensando que, si lo mataba, todos sus libros pasarían a ser de mi propiedad, puesto que entonces el hombre era soltero y no tenía hijos. Solía sustraerle libros, que cogía de los estantes e incluso llegué a hacerme una llave de un gran armario acristalado, detrás de cuya puerta había cuatro volúmenes de una edición prerrevolucionaria de Hombre y mujer.
Se trataba de una enciclopedia profusamente ilustrada, de la que sigo considerándome deudor por mis conocimientos básicos acerca de cómo sabe el fruto prohibido. Si, en general, la pornografía consiste en un objeto inanimado causante de una erección, valdrá la pena subrayar que, en el ambiente puritano de la Rusia de Stalin, uno podía excitarse con la absolutamente inocente pintura perteneciente al realismo socialista y titulada Admisión en el Komsomol, profusamente reproducida y que decoraba casi todas las aulas. Entre los personajes que aparecían en la pintura figuraba una joven rubia, sentada en una silla con las piernas cruzadas de tal modo que dejaba ver seis o siete centímetros del muslo. No era tanto el trozo de muslo como su contraste con el vestido marrón oscuro que llevaba lo que me enloquecía y me perseguía en sueños.
Fue entonces cuando aprendí a desconfiar de todo el jaleo en torno al subconsciente. Creo que nunca he soñado a base de símbolos, puesto que he visto siempre la cosa en sí: pechos, caderas, ropa interior de mujer. En cuanto a esta última, tenía un extraño sentido para nosotros, los chicos, en aquel tiempo. Recuerdo que, durante una clase, uno de nosotros fue a rastras por debajo de las hileras de bancos hasta el pupitre de la maestra con un único propósito: mirar por debajo de su vestido para ver de qué color llevaba las bragas aquel día. Terminada la expedición, anunció con un dramático murmullo al resto de la clase: «Lila».
En resumen, nuestras fantasías nos inquietaban muy poco, porque teníamos demasiadas realidades que asumir. He dicho en otra parte que los rusos -o, por lo menos, mi generación- no recurrían nunca al psiquiatra. En primer lugar, hay pocos y, por otro lado, la psiquiatría es propiedad del estado. Uno sabe que un historial psiquiátrico no es cosa envidiable y que, en el momento más impensado, se puede volver contra uno, pero sea por la razón que fuera, acostumbrábamos resolvernos los problemas y vigilar lo que ocurría en nuestra cabeza sin ayuda ajena. El totalitarismo tiene la ventaja de que indica al individuo una especie de jerarquía vertical propia, con la conciencia situada en el nivel más alto. Estudiamos lo que ocurre dentro de nosotros, hacemos una especie de informe a nuestra conciencia sobre nuestros instintos y nos castigamos nosotros mismos. Cuando nos damos cuenta de que el castigo no es proporcional a la altura del cerdo que hemos descubierto dentro de nosotros, recurrimos al alcohol y perdemos el sentido con la bebida.
Yo considero eficiente ese sistema, aparte de que cuesta menos dinero. No es que piense que la represión es mejor que la libertad, sino que creo simplemente que el mecanismo de la represión es tan innato en la psique humana como el mecanismo de la liberación. Además, considerarse un cerdo demuestra mayor humildad y, al fin y al cabo, es más exacto que considerarse un ángel caído. Tengo motivos sobrados para pensarlo porque, en el país donde pasé treinta y dos años de mi vida, el adulterio y la asistencia a las salas de cine constituyen las únicas formas de empresa libre. Además del Arte.
Pese a todo, me sentía patriótico. Era el patriotismo normal en un niño, un patriotismo con un intenso perfume militar. Admiraba los aeroplanos y los barcos de guerra y para mí no había nada más hermoso que la bandera amarilla y azul de las fuerzas aéreas, que parecía el casquete de un paracaídas abierto, con una hélice en el centro. Me gustaban los aviones y hasta hace muy poco tiempo he seguido muy de cerca los avances de la aviación, pero al llegar los cohetes perdí el interés y el amor se convirtió en nostalgia de las turbohélices. (Sé que no soy el único: mi hijo de nueve años dijo una vez que, cuando fuera mayor, destruiría todos los turborreactores y volvería a introducir los biplanos.) En cuanto a la marina, como digno hijo de mi padre, a los catorce años solicité la admisión en la academia de submarinismo. Aprobé todos los exámenes pero, debido al párrafo quinto -la nacionalidad-, no fui admitido, y aquel amor irracional que sentía por el abrigo de marino, con su doble hilera de botones dorados, igual que una calle de noche iluminada por los faroles, no fue correspondido.
Me temo que los aspectos visuales de la vida siempre han tenido para mí más peso que el contenido. Por ejemplo, me enamoré de una fotografía de Samuel Beckett mucho antes de leer una sola línea de sus escritos. En lo tocante a lo militar, las cárceles me ahorraron el servicio, por lo que mi amor por los uniformes no pasaría nunca de ser platónico. Desde mi punto de vista, la cárcel es mucho mejor que el ejército. En primer lugar, en la cárcel no hay nadie que te enseñe que hay que odiar a un distante y «potencial» enemigo. El enemigo que tienes en la cárcel no es ninguna abstracción, sino que es concreto y palpable. Mejor dicho, tú eres siempre palpable para tu enemigo. Tal vez «enemigo» sea una palabra demasiado fuerte. En la cárcel se enfrenta uno a un concepto sumamente domesticado de lo que es un enemigo, lo que convierte todo el asunto en algo terrenal y mortal. Después de todo, mis guardianes o mis vecinos no se diferenciaban en nada de mis maestros ni de aquellos trabajadores que me humillaron durante mi aprendizaje en la fábrica.
Mi odio era centro de gravedad; dicho en otras palabras, no se dispersaba en capitalismos extranjeros de parte alguna. No era odio siquiera. El maldito rasgo de comprensión que me hacía perdonar a todo el mundo, y que había nacido cuando yo estaba en la escuela, había florecido plenamente en la cárcel. No creo que odiara siquiera a los agentes de la KGB encargados de interrogarme: generalmente los absolvía (es un inútil, tiene una familia que alimentar, etc.). A los únicos que no justificaba en absoluto era a los que llevaban el país, posiblemente porque no había tenido nunca contacto con ellos. En lo que se refiere a enemigos, el más inmediato en una celda es la falta de espacio. La fórmula de toda cárcel es una falta de espacio equilibrada con un exceso de tiempo. Esto es lo que te inquieta realmente, lo que te sientes incapaz de superar. La cárcel es una ausencia de alternativas y la predictibilidad telescópica del futuro es lo que enloquece a quien la sufre. Pese a todo, sigue siendo infinitamente mejor que la solemnidad con que el ejército ataca a la gente situada al otro extremo del globo, o más cerca.
El servicio en el ejército soviético dura de tres a cuatro años y nunca me he encontrado a nadie cuya psique no hubiera quedado mutilada como resultado de la camisa de fuerza mental impuesta por la obediencia, a excepción, quizá, de los músicos que tocan en las bandas militares y de dos conocidos lejanos que se pegaron un tiro en 1956, en Hungría, donde desempeñaban la función de jefes de tanque. Es el ejército el que acaba haciendo de ti un ciudadano; sin él todavía te queda la posibilidad, por remota que sea, de seguir siendo un ser humano. Si hay razones para que me enorgullezca de mi pasado se basan en que me convertí en presidiario, no en soldado. Si me perdí la jerga militar -que era lo que más me preocupaba-, fui generosamente reembolsado con el argot criminal.
Con todo, los barcos de guerra y los aviones eran bellos y cada año su número iba en aumento. En 1945, las calles se llenaron de camiones y jeeps «Studebekker» con una estrella blanca en las puertas y en el capó: material americano que habíamos obtenido en préstamo y arriendo. En 1972 vendíamos urbi et orbi este tipo de cosas. Si durante este período el nivel de vida aumentó de un 15 a un 20 por ciento, el aumento en la producción de armas podría expresarse en decenas de millares por ciento, aumento que seguirá creciendo, puesto que es la única cosa real que tenemos en ese país, el único campo tangible para avanzar, y también porque la extorsión militar, es decir, el aumento constante en la producción de armamento, perfectamente tolerable dentro del marco totalitario, puede debilitar la economía de cualquier adversario democrático que trate de mantener un equilibrio. La acumulación militar no es ninguna locura, sino que es la mejor arma de que uno dispone para condicionar la economía del adversario, cosa de la que se han dado perfecta cuenta en el Kremlin. Cualquiera que tuviera como objetivo el dominio del mundo haría lo mismo. Las alternativas son impracticables (competición de tipo económico) o demasiado alarmantes (el uso real de dispositivos militares).
Por otra parte, el ejército corresponde a la idea que un campesino se hace del orden. No hay nada tan tranquilizador para un hombre medio como la imagen de los soldados desfilando ante los miembros del Politburó, de pie en lo alto del Mausoleo. Supongo que nunca le ha pasado por la cabeza a nadie que hay un cierto matiz de blasfemia en eso de permanecer de pie sobre la tumba de una reliquia sagrada. La idea, supongo, es la de un continuum, y lo triste de esas figuras que están en lo alto del Mausoleo es que realmente se unen a la momia en el desafío del tiempo. O se las ve en vivo por televisión o en fotografías de mala calidad, reproducidas por millones, en los periódicos oficiales. Como los antiguos romanos, que se relacionaban con el centro del Imperio haciendo que la vía principal de sus colonias discurriera siempre de norte a sur, los rusos mantienen la estabilidad y el carácter previsible de su existencia a través de estas fotografías.
Cuando trabajaba en la fábrica, almorzábamos en el patio; unos se sentaban y desenvolvían los bocadillos, otros fumaban o jugaban a voleibol. Había allí un pequeño parterre de flores, rodeado por una valla de madera de tipo corriente: una hilera de palos de medio metro de altura, separados por espacios de cinco centímetros y unidos por un listón del mismo material, todo pintado de verde. La valla estaba cubierta de polvo y hollín, al igual que las flores encogidas y marchitas del parterre cuadrado. Dondequiera que uno fuera dentro de aquel imperio, encontraría siempre aquella misma valla. Está prefabricada, pero, aun en el caso de que la gente tuviera que construirla con sus manos, también seguiría el modelo prescrito. Cierta vez fui al Asia Central, a Samarcanda, donde me sentí enardecido por las cúpulas turquesa y los enigmáticos ornamentos de las madrasas y los minaretes. Todo estaba allí, pero de pronto vi aquella valla, con su ritmo idiota, y sentí que mi corazón se encogía y que el Oriente se desvanecía. La reiteración a pequeña escala, como si de un peine se tratara, de aquellos finos palitos aniquiló inmediatamente el espacio -al igual que el tiempo- existente entre el patio de la fábrica y la antigua sede de Kubilai Jan.
No hay nada más alejado de esos palos que la naturaleza, cuyo verdor imitan estúpidamente con su pintura. Esos palitos, el hierro gubernamental de las barandillas, el caqui inevitable de los uniformes militares en todas las multitudes que pasan por todas las calles de todas las ciudades, las eternas fotografías de las fundiciones de acero en todos los periódicos de la mañana y el eterno Chaikovski por la radio son cosas que enloquecerían a cualquiera si no aprendiera los mecanismos de desconexión. En la televisión soviética no hay publicidad, hay fotografías de Lenin o las llamadas foto-estudio de la «primavera», el «otoño», etc., en los intervalos entre programas, aparte del burbujeo de una música «ligera» que no tiene compositor y que es producto del propio amplificador.
En aquel tiempo no sabía todavía que todo esto era fruto de la edad de la razón y del progreso, de la era de la producción masiva, y lo atribuía al estado y en parte a la propia nación, tenidos por algo que no exige imaginación. De todos modos, creo que no estaba del todo equivocado. ¿No debería ser más fácil ejercer y distribuir la cultura en un estado centralizado? Teóricamente, un gobernante tiene más acceso a la perfección (que en cualquier caso reclama) que un diputado. Rousseau defendía ese punto de vista. ¡Lástima que no hubiera trabajado en Rusia! Ese país, con su lengua magníficamente declinada, capaz de expresar los matices más sutiles de la psique humana, con una increíble sensibilidad ética (fruto positivo de su historia, por otra parte trágica), tenía todos los ingredientes de un paraíso cultural y espiritual, un auténtico receptáculo de civilización. En lugar de ello, se ha convertido en un infierno de monotonía, con un dogma materialista y ruin y de patéticos aspirantes a consumidores.
Sin embargo, mi generación se libró en cierto modo de ese tipo de cosas. Nosotros salimos de debajo de los escombros de la posguerra cuando el estado estaba demasiado atareado, poniéndose parches en la piel, para ocuparse de nosotros. Ingresamos en la escuela y, por muy excelsa que quisiera ser la basura que allí se nos enseñaba, el sufrimiento y la pobreza eran visibles a nuestro alrededor. No se puede tapar la ruina con una página de Pravda. Las ventanas vacías nos miraban, atónitas, como órbitas de cráneos y, pese a ser unos niños, palpábamos la tragedia. Ciertamente que no podíamos establecer una relación entre nosotros y las ruinas, pero no era necesario: eran lo bastante evidentes como para cortarnos la risa. Después reanudaríamos las risas, de manera absolutamente estúpida…, y todavía habría otra reanudación. En aquellos años de posguerra sentíamos una extraña intensidad en el aire, algo inmaterial, casi fantasmal. Éramos jóvenes, éramos niños. Disponíamos de muy pocas cosas, pero como no habíamos conocido nada más, no nos importaba. Las bicicletas eran viejas, databan de antes de la guerra, y si alguno tenía una pelota de fútbol era considerado un burgués. Las chaquetas y la ropa interior que llevábamos habían sido confeccionadas por nuestras madres con los uniformes y los calzoncillos remendados de nuestros padres: mutis de Sigmund Freud. Debido a esto, no conocíamos el sentido de la posesión. Y las cosas que poseímos después estaban mal hechas y eran feas. En cierto modo, preferíamos las ideas de las cosas a las cosas mismas, pese a que no nos gustaba lo que veíamos en el espejo cuando nos mirábamos en él.
No tuvimos nunca una habitación propia para atraer hasta ella a las chicas, y las chicas con las que íbamos tampoco tenían habitación propia. Nuestras relaciones amorosas se reducían principalmente a pasear o a hablar; tendríamos que pagar una suma astronómica si nos cobraran los kilómetros recorridos. Viejos almacenes, terraplenes junto al río en los barrios industriales, bancos desapacibles en húmedos parques, frías entradas de edificios oficiales… éste fue el telón de fondo habitual de nuestros primeros arrobamientos neumáticos. No tuvimos nunca lo que se ha dado en llamar «estímulos materiales». En cuanto a los ideológicos, habrían sido cosa de risa hasta para niños de parvulario. Si alguien se vendía, no era para comprar cosas o comodidades, puesto que no las había, sino que se vendía obedeciendo a un deseo íntimo y esto era algo que sabía. No había mercancías y la demanda era total.
Si tomábamos opciones éticas, no estaban basadas tanto en la realidad inmediata como en unas normas morales derivadas de la literatura. Éramos ávidos lectores y establecíamos una dependencia con lo que leíamos. Los libros, tal vez por su elemento formal de irrevocabilidad, ejercían sobre nosotros un poder absoluto. Dickens era más real que Stalin o que Beria. Más que ninguna otra cosa, las novelas afectaban nuestras formas de conducta y nuestras conversaciones, aparte de que el noventa por ciento de nuestras conversaciones giraban alrededor de novelas. Había acabado por convertirse en un círculo vicioso, pero no queríamos salir de él.
En lo tocante a su ética, esta generación se cuenta entre las más librescas de la historia de Rusia y hay que dar gracias a Dios por ello. Podía romperse una relación para siempre como resultado de unas preferencias por Hemingway sobre Faulkner. La jerarquía de ese panteón era nuestro verdadero Comité Central. Empezó como una acumulación corriente de conocimientos, pero muy pronto pasó a convertirse en nuestra ocupación más importante, a la que podía sacrificarse cualquier cosa. Los libros se convirtieron en la primera y única realidad, en tanto que la realidad era vista como una necedad o como un fastidio. Comparados con otros, estábamos malgastando o torciendo nuestras vidas de manera ostensible, pero habíamos llegado a la conclusión de que la existencia que ignora las normas planteadas en la literatura es inferior e indigna del esfuerzo de vivirla. Así es que nosotros pensábamos y yo pienso que estábamos en lo cierto.
La preferencia instintiva era leer antes que actuar. No es de extrañar que nuestras vidas reales fueran más o menos un lío. Incluso aquellos de entre nosotros que supieron abrirse paso a través del espeso bosque de la «educación superior», con toda su inevitable coba verbal -y de otro tipo- al sistema, finalmente cayeron víctimas de escrúpulos impuestos por la literatura y no pudieron seguir adelante. Todos terminamos haciendo trabajos rarísimos, rastreros o editoriales o… cosas estúpidas, como grabar inscripciones en lápidas funerarias, hacer copias de planos, traducir textos técnicos, llevar contabilidades, encuadernar libros, revelar placas de rayos X. De vez en cuando aparecíamos inesperadamente en la puerta de la casa de un compañero, con una botella en una mano y pasteles o flores o comida en la otra, y pasábamos la velada charlando, cotilleando, quejándonos de la imbecilidad de los funcionarios que vivían más arriba, haciendo cábalas sobre quién de nosotros moriría primero. Y al llegar aquí tengo que abandonar ya el pronombre «nosotros».
Nadie conocía la literatura y la historia mejor que esas gentes, nadie escribía en ruso mejor que ellos, nadie despreciaba más profundamente nuestra época. Para esas personas la civilización era algo más que el pan de cada día y un abrazo por la noche. No era ésta, como pudiera parecer, otra generación perdida, sino la única generación de rusos que se había encontrado a sí misma, y para ella Giotto y Mandelstam eran más imperativos que los destinos de sus individuos. Pobremente vestidos pero en cierto modo elegantes, revueltos por las manos silenciosas de sus amos más inmediatos, huyendo como conejos de los ubicuos galgos del estado y de sus zorros, más ubicuos aún, destrozados, cada día más viejos, seguían alimentando su amor hacia esa cosa que no existía (o que existía únicamente en sus cabezas, de día en día más calvas) llamada «civilización». Amputados sin remedio del resto del mundo, creían que aquel mundo, por lo menos, era como ellos mismos; ahora saben que es como los demás, pero que va mejor vestido. Mientras escribo todo esto, cierro los ojos y casi me parece verlos en sus desmanteladas cocinas, con un vaso en la mano, haciendo irónicas muecas.
– Eso, eso… -dicen con forzada sonrisa-, Liberté, Egalité, Fraternité… ¿Por qué no hay nadie que añada Cultura?
Me parece que la memoria viene a ser un sustituto del rabo que perdimos para siempre durante el feliz proceso de la evolución. Dirige nuestros movimientos, nuestras migraciones incluso. Dejando aparte este aspecto, en el mismo proceso de rememorar hay algo que es claramente atávico, aunque sólo sea porque ese proceso no es nunca lineal. Además, cuantas más cosas recuerda uno, más cerca está de la muerte.
De ser así, es bueno que la memoria tropiece. Sin embargo, las más de las veces se retuerce, vuelve a enroscarse, divaga en todas direcciones, exactamente como el rabo; y así tiene que ser también la narración que uno escribe, so pena de resultar inconsecuente y aburrida. Después de todo, el aburrimiento es el rasgo más frecuente de la existencia, y uno se pregunta por qué prosperó tan poco en la prosa del siglo diecinueve, que luchó tanto por ser realista.
Pero pese a que un escritor esté perfectamente equipado para imitar sobre el papel las fluctuaciones más sutiles de la mente, el esfuerzo para reproducir el rabo en todo su esplendor espiral sigue condenado al fracaso, puesto que por algo existió la evolución. La perspectiva de los años endereza las cosas hasta el punto de la extinción completa y no hay nada que pueda hacerlas regresar, ni siquiera las palabras caligrafiadas con letras de lo más retorcido. Este esfuerzo todavía está más condenado si resulta que el rabo se queda rezagado en algún lugar de Rusia.
Sin embargo, si la palabra impresa no fuera más que una indicación del olvido, todo sería perfecto, pero la triste verdad es que las palabras tampoco reproducen la realidad. Yo, por lo menos, siempre he tenido la sensación de que toda experiencia procedente del reino de Rusia, incluso cuando es descrita con precisión fotográfica, no hace sino rebotar sobre la lengua inglesa sin dejar marca visible en su superficie. Por supuesto que la memoria de una civilización no puede, o quizá no debiera, convertirse en memoria de otra. Pero cuando la lengua no es capaz de reproducir las realidades negativas de otra cultura, el hecho da lugar a tautologías de la peor especie.
La historia, qué duda cabe, está sujeta a repetirse; después de todo, al igual que los hombres, no tiene muchas opciones. Pero por lo menos a uno debería quedarle el consuelo de ser consciente de aquello que lo ha convertido en víctima al tratar de la peculiar semántica predominante en un reino extranjero como Rusia. Uno queda modelado por sus propios hábitos conceptuales y analíticos, es decir, sirviéndose de la lengua para hacer la disección de la experiencia y despojando con ello a la mente de los beneficios de la intuición, puesto que, pese a su belleza, un concepto preciso significa siempre una reducción del sentido, un recorte de cabos sueltos, mientras que los cabos sueltos son lo que más cuenta en el mundo del fenómeno, debido a que se entretejen.
Esas palabras dan testimonio de que estoy muy lejos de acusar de insuficiencia a la lengua inglesa, del mismo modo que tampoco lamento el estado de letargo en que se encuentra la psique de sus habitantes nativos. Lo que lamento simplemente es el hecho de que un concepto tan avanzado del mal como el que resulta estar en posesión de los rusos haya tenido vedada la entrada en la conciencia amparándose en el hecho de tener una sintaxis complicada. No sé cuántos habrá de entre nosotros que recuerden a un malo dotado de un lenguaje llano que cruza el umbral con estas palabras:
– ¡Hola, qué tal, soy el malo! ¿Cómo estáis?
Pero, de todas maneras, si todo esto tiene un aire elegiaco, se debe más al género de la pieza que a su contenido, por lo que la ira sería más apropiada. Por supuesto que ni una cosa ni otra transmiten el sentido del pasado, pero por lo menos la elegía crea una nueva realidad. Poco importa lo elaborada que pueda ser la estructura que uno pueda concebir para agarrarse a su propio rabo, puesto que acabará con la red llena de pescado, pero sin agua. Ello hará que se balancee la barca y le causará mareo, o lo forzará a recurrir al tono elegiaco. O bien a arrojar el pescado por la borda.
Érase una vez un niño que vivía en el país más injusto de la tierra, gobernado por criaturas que, juzgadas de acuerdo con los cánones humanos, debían ser consideradas como seres degenerados. Pero no fueron tenidas por tales.
Y había una ciudad, la ciudad más hermosa de la tierra, con un río gris inmenso que discurría hacia distantes llanuras, como el inmenso cielo gris que cubría aquel río. A orillas de aquel río había magníficos palacios con fachadas tan bellamente elaboradas que, si el niño se quedaba en la orilla derecha, la izquierda se le antojaba la estampa de un gigantesco molusco llamado civilización. Que ya no existe.
Por la mañana muy temprano, cuando el cielo todavía estaba tachonado de estrellas, el niño se levantaba y, después de tomarse una taza de té y un huevo, acompañados por la voz de la radio que anunciaba un nuevo avance en la fundición de acero, a lo que seguía la voz del coro del ejército cantando un himno al Jefe cuyo retrato estaba clavado en la pared, sobre la cabecera de la cama del niño, todavía caliente, echaba a correr por el malecón de granito, cubierto de nieve, camino de la escuela.
El amplio río, blanco y helado, era como una lengua de tierra a la que se hubiera impuesto silencio, mientras el gran puente se arqueaba sobre el cielo azul como un paladar de hierro. Si el niño disponía de dos minutos sobrantes, se deslizaba sobre el hielo y daba veinte o treinta pasos hasta el centro mientras iba pensando qué hacían los peces bajo aquella gruesa capa de hielo. Después se paraba, daba una vuelta de 180 grados y echaba a correr, sin volver a detenerse, hasta la entrada de la escuela. Irrumpía en el vestíbulo, arrojaba la chaqueta y el gorro en la percha y volaba por las escaleras hasta la clase.
La clase es grande, con tres hileras de pupitres, un retrato del Jefe en la pared detrás de la silla del maestro y un mapa con dos hemisferios, de los que sólo uno es legal. El niño toma asiento, abre la cartera, deja la pluma y la libreta sobre el pupitre, levanta los ojos y se dispone a escuchar bobadas.
(1976)