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A noir, E blanc. I rouge, U vert, O bleu
Rimbaud
No existe ley alguna contra el uso de prismáticos en la National Gallery.
Aquel miércoles por la tarde, durante el verano de 1963, Toni llevaba el cuaderno y yo los gemelos. Hasta ese momento había sido una visita productiva. Primero, una monja joven con gafas de hombre que, tras sonreír sentimentalmente un rato ante La boda Arnolfini, frunció el ceño y emitió un cloqueo de desaprobación. Luego, una trotamundos con anorak tan transida de emoción ante el retablo de Crivelli que nos limitamos a ponernos uno a cada lado de ella, para poder advertir el más sutil movimiento de labios, la menor tensión de piel que le atravesara las mejillas o la frente. (¿Notas algo en la sien? Nada. Así que Toni escribió: «Temblor en la sien. Sólo L. Izq.») Y, por fin, el hombre del traje a rayas, tan gruesas que parecían marcadas con tiza» y la raya del pelo sólo un centímetro por encima de la oreja derecha, que se contraía espasmódica y nerviosamente ante un pequeño paisaje de Monet. El hombre hinchó los carrillos, se inclinó lentamente hacia atrás sobre los talones, y expulsó el aire con la discreción de un globo.
Entonces llegamos a una de nuestras salas favoritas y a «no de nuestros más útiles cuadros: el retrato ecuestre de Carlos I de Van Dyck. Una señora de mediana edad que llevaba un impermeable rojo estaba sentada ante él. Toni y yo nos deslizamos hasta el banco almohadillado del otro lado de la sala y simulamos interesarnos por un Franz Hals de una jovialidad bastante vulgar. Después, ocultándome detrás de Toni, me adelanté un poco y la enfoqué con los prismáticos. Estábamos lo bastante lejos como para que yo pudiera susurrarle comentarios a Toni sin correr peligro. Y si ella llegaba a oír algo, lo tomaría por el habitual murmullo de admiración y alabanza.
El museo estaba completamente vacío esa tarde, y la mujer se encontraba a sus anchas ante el retrato. Tuve tiempo de especular sobre unos cuantos detalles biográficos.
«Reside en Dorking o Bagshot. De cuarenta y cinco o cincuenta años. Ha ido de compras. Casada, dos hijos, ya no deja que su marido se la tire. Felicidad aparente, insatisfacción profunda.»
Con eso parecía estar todo dicho. Estaba contemplando el cuadro como si fuese una adoradora de iconos. Sus ojos lo devoraron con avidez de arriba abajo. Luego se detuvieron y, de nuevo, empezaron a recorrer su superficie lentamente. A veces ladeaba la cabeza y lanzaba el cuello hacía adelante. Las ventanas de su nariz parecían agrandarse como si percibiera nuevos significados en el cuadro. Las manos, que temblequeaban de vez en cuando, descansaban sobre los muslos. Gradualmente, los movimientos fueron cesando.
– Una especie de de paz religiosa -le susurré a Toni-. Bueno, casi religiosa, en todo caso. Pon eso.
Volví a enfocarle las manos. Ahora las tenía juntas y apretadas como las de un monaguillo. Entonces, le dirigí otra vez los prismáticos al rostro. Había cerrado los ojos. Mencioné el detalle.
– Parece estar recreando la belleza de lo que tiene delante, o deleitarse con la imagen lograda. No lo sabría decir.
La observé con los gemelos durante dos minutos largos. Mientras tanto, Toni, con el boli a punto, esperaba mi siguiente comentarlo.
Había dos formas de interpretarlo: o estaba más allá del placer de observación o se había dormido.
La alheña de los setos recién cortada huele todavía a manzanas ácidas, como cuando yo tenía dieciséis años, pero esto es una excepción rara y perdurable. A esa edad, todo parecía más abierto a la analogía o a la metáfora de lo que parece ahora. Había más significados, más interpretaciones, una mayor variedad de verdades asequibles. Había más simbolismos. Las cosas tenían más contenido.
Pongamos como ejemplo el abrigo de mi madre. Se lo había hecho ella misma, utilizando el maniquí de un sastre que vivía bajo la escalera, y que lo decía todo y nada acerca del cuerpo de las mujeres (¿se entiende lo que quiero decir?). El abrigo era reversible, rojo brillante por un lado y a grandes cuadros blancos y negros por el otro. Las solapas, hechas del mismo material que en el interior, proporcionaban lo que el patrón llamaba «una nota de color y contraste en el cuello», y hacían conjunto con los grandes bolsillos cuadrados, cosidos como parches. Ahora me doy cuenta de que era un verdadero alarde de alta costura; eso me confirmaba que mi madre era una chaquetera.
La evidencia de su duplicidad se corroboró el año en que toda la familia nos fuimos de vacaciones a las Islas del Canal, El tamaño de los bolsillos del abrigo, trascendió entonces, era exactamente el mismo que el de un cartón de tabaco. Mi madre atravesó la aduana llevando ochocientos cigarrillos Senior Service de contrabando. Yo me sentí, por asociación, culpable y nervioso, pero también sentí en el fondo, el íntimo convencimiento de tener razón.
Además, se podían deducir otras cosas de aquel simple abrigo. Tanto el color como la hechura tenían sus secretos. Una tarde, yendo con mi madre a casa desde la estación, miré el abrigo, que ella llevaba puesto por el lado rojo, y me di cuenta de que se había vuelto marrón. Miré los labios de mí madre y también eran marrones. Si se hubiese quitado los guantes blancos (ahora algo oscuros), sus uñas, estaba seguro, serían también marrones. Un acontecimiento trivial hoy, pero durante los primeros meses de funcionamiento del sistema de iluminación a base de sodio naranja, era maravillosamente turbador. Naranja sobre rojo da marrón oscuro. Sólo en las afueras de Londres, pensé, podía suceder esto.
Al día siguiente, en el colegio, se lo conté a Toni antes de entrar en clase. Era el confidente con quien compartía todos mis odios y la mayoría de mis entusiasmos.
– Incluso están jodiendo el espectro -le dije, harto ya de tantos atropellos.
– ¿Qué coño quieres decir?
No había ambigüedad alguna en el uso de la tercera persona del plural. Cuando yo la utilizaba, me refería a los no identificables legisladores, moralistas, lumbreras sociales y padres que vivían en los barrios residenciales. Cuando Toni la utilizaba, se refería a su contrapartida en el centro de Londres. Ese tipo de gente era, no nos cabía la menor duda, exactamente el mismo.
– Los colores. Las farolas. Te joden los colores en cuanto oscurece. Todo se vuelve marrón o naranja. Hacen que parezcamos marcianos.
Entonces éramos muy sensibles a los colores. Todo había empezado durante unas vacaciones de verano, cuando me llevé a Baudelaire para leerlo en la playa. Si se mira el cielo a través de una pajita, decía él» parece de un azul mucho más rico que si se mira directamente. En una postal le comuniqué a Toni mi descubrimiento. Después de eso, empezamos a preocuparnos por los colores. Estos eran -no podía negarse- verdades esenciales y fundamentales de valor extraordinario para los impíos. No queríamos que los burócratas comenzasen a jodérnoslos. Ya se habían encargado de:
«…el lenguaje…»
«…la ética…»
«…el sentido de las prioridades…»
Pero, en última instancia, todo esto se podía ignorar. Uno podía seguir llevando su vida de fanfarrón. ¿Pero qué pasaría si acababan controlando los colores? Ni siquiera podríamos contar con ser nosotros mismos. Los rasgos morenos y centroeuropeos de Toni, como por ejemplo sus labios gruesos» aparecerían completamente negros bajo la luz del sodio. Mí rostro chato e inequívocamente inglés (todavía esperando con ansiedad su gran salto hacia la madurez) no corría peligro inmediato, pero «ellos», sin duda, acabarían por idear alguna estratagema satírica contra él.
Como puede verse, en aquella época nos preocupaban los grandes temas. ¿Y por qué no? ¿Cuándo, si no, puede uno preocuparse por ellos? No nos habrían sorprendido atribulados por nuestras futuras carreras» porque sabíamos que cuando fuéramos mayores el Estado pagaría a la gente como nosotros por el mero hecho de existir, de pasearnos por el mundo como hombres anuncio proclamando la buena vida. Pero asuntos como el de la pureza del lenguaje, la perfección del ser, la función del arte, más un puñado de intangibles con mayúscula como el Amor, la Verdad, la Autenticidad… bueno, eso ya era otra cosa.
Nuestro rutilante idealismo se expresaba, de forma natural, mediante una constante exhibición pública del más provocativo cinismo. Sólo nuestro afán de purificación podía explicar porqué Toni y yo nos mofábamos de los demás tan intempestiva e implacablemente. Los lemas que juzgábamos apropiados para nuestra causa eran écraser l'infâme y épater la bourgeoisie. Admirábamos el gilet rouge de Gautier y la langosta de Nerval. Nuestra guerra civil española era La bataille d´Hernani. Cantábamos a dúo;
Le Belge est très civilisé;
Il est voleur, il est rusé;
Il est parfois syphilisé;
Il est donc très civilisé.
La rima final nos encantaba, y solíamos colar la equívoca homofonía en toda ocasión durante nuestras circunspectas clases de conversación en francés. Primero chapurreábamos cualquier comentario desdeñoso e irritante en lenguaje normal. El chapurreo se iba deslizando a trompicones:
– Je ne suis pas, hum… d'accord avec ce qui… ce que? -(aquí le dirigíamos una mirada ceñuda al profesor)-, Barbarowski a, hum… juste dit…
Y entonces, uno de nuestros cómplices en la intriga irrumpía en la conversación, antes de que el profesor pudiera recuperarse del disgusto provocado por nuestro torpe chapurreo:
– Carrément, M'sieur, je crois pas que Phillips soit assez syphilisé pour bien comprendre ce que Barbarowski vient de proposer…
Y siempre colaba.
Como puede adivinarse, estudiábamos más que nada francés. Nos gustaba el idioma porque sus sonidos eran rotundos y precisos, y nos gustaba la literatura francesa, sobre todo por su combatividad. Los escritores franceses estaban luchando siempre uno contra otro, defendiendo y purificando el lenguaje, desdeñando el argot, escribiendo diccionarios preceptivos, haciéndose arrestar, siendo perseguidos por obscenidad, mostrándose agresivamente parnasianos, luchando por un asiento en la Academia, intrigando para ganar premios literarios, exiliándose. La idea de la dureza sofisticada nos atraía enormemente. Montherlant y Camus nos parecían dos guardametas. Una foto, publicada en el Paris-Match, de Henri de dirigiéndose a un baile de gala, que yo había pegado con celo en el interior de mi pupitre, era tan venerada en la clase como el retrato con autógrafo de June Ritchie, en A Kind of Loving, que tenía Geoff Glass.
No había ninguna dureza sofisticada en el programa de nuestro curso de literatura inglesa. Y desde luego, ningún guardameta. Johnson era fustigante pero no tanto como nosotros exigíamos. Después de todo, no había cruzado siquiera el Canal de la Mancha hasta poco antes de morir. Y tipos como Yeats, por otro lado, eran todo lo contrario, fustigantes, pero siempre dando el coñazo con hadas y cosas así. ¿Cómo reaccionarían los escritores ingleses si lo rojo se volviera marrón? Apenas se notaría lo ocurrido; a los franceses, en cambio, el trauma los enceguecería.
Toni y yo deambulábamos a menudo por Oxford Street tratando de parecer flâneurs. No era tan fácil como parece. Para empezar suele necesitarse un quaio, por lo menos, un boulevard, y, además, por mucho que lográsemos imitar la carencia de propósito de la flâneriemisma al final de cada vagabundeo, nos quedaba siempre la sensación de no haber estado a la altura de las circunstancias. En París, habríamos dejado atrás un sofá destartalado en una chambre particulière. Aquí, lo que dejábamos atrás era la parada de metro de Tottenham Court Road, para dirigirnos a la de Bond Street.
– ¿Qué tal si «ecrasamos» a alguien? -sugerí yo, dándole vueltas al paraguas.
– La verdad, no me apetece mucho. Ayer «ecrasé» a Dewhurst.
Dewhurst, que estaba a punto de ordenarse sacerdote, era uno de nuestros tutores. Toni, ambos estábamos de acuerdo, lo había demolido completamente en el curso de una discusión metafísica mantenida con mala fe.
– Pero no me desagradaría un épat.
– ¿Seis peniques?
– De acuerdo.
Seguimos andando mientras Toni consideraba posibles víctimas. ¿Un vendedor de helados? Una presa pequeña y no lo suficientemente burguesa. ¿Aquel policía? Demasiado peligroso. Los policías formaban categoría aparte con las mujeres embarazadas y las monjas. De pronto, Toni me hizo un gesto con la cabeza y comenzó a quitarse la corbata del colegio. Hice lo mismo, la enrollé y me la metí en el bolsillo. Ahora, tan sólo éramos dos niños no identificables que llevaban camisa blanca, pantalón gris y americana negra ligeramente cubierta de caspa. Crucé la calle tras él hacia una boutique nueva (cómo desaprobábamos esas importaciones lingüísticas). Grandes letras amarillas anunciaban HOMBRES. Era, sospechábamos, uno de esos nuevos lugares peligrosos en los que te seguían hasta los probadores, introduciéndose en ellos con la intención de violarte, antes de que pudieses quitarte los pantalones. Toni miró a los dependientes uno a uno y se decidió por el de aspecto más respetable: un hombre mayor, con el pelo blanco, traje impecable, e incluso alfiler de corbata y gemelos. Sin duda un vestigio heredado de los anteriores propietarios.
– ¿Puedo ayudarle en algo, señor?
Toni miraba por encima de él los estantes de madera repletos de calcetines Banlon.
Sí, quisiera un hombre y dos niños pequeños, por favor.
¿Perdón? -dijo el vestigio antediluviano.
– Un hombre y dos niños pequeños, por favor -repitió Toni con voz de cliente obstinado. Las reglas del épatprohibían tanto ceder terreno como dejar escapar la risa-. No importa la talla.
– Perdone, señor, pero no le entiendo.
La forma en que dijo «señor», pensé yo, era de lo más fría dadas las circunstancias. Quiero decir que el tipo ya tenía que estar a punto de estallar, ¿no?
– Por el amor de Dios -dijo Toni con un tono bastante grosero-, y tienen la poca vergüenza de poner un letrero que dice HOMBRES. Ya veo que tendré que ir a otro sitio.
– Le sugiero que lo haga, señor. ¿Y puede decirme de qué escuela son?
Pusimos pies en polvorosa.
– Menudo pájaro -me lamenté mientras flaneábamos a toda velocidad.
– Sí. ¿Crees que lo he epatado?
– No está mal, no está mal. -Lo que más me había impresionado es que Toni hubiera estado tan acertado en la elección del dependiente en vez de dirigirse al que estaba más cerca de la puerta.
– De todos modos, te daré los seis peniques.
– No es «eso» lo que me preocupa. Sólo quiero saber si lo he epatado.
– Por supuesto, por supuesto. Si no, no habría preguntado por el colegio. Y oye, ¿te has dado cuenta de cómo te ha llamado señor?
Toni me miró de soslayo y sonrió, torciendo los labios como si éstos se moviesen obedeciendo a los ojos.
– Sí.
Era ese momento de la vida en que ser «señoreado» es de inestimable importancia, un símbolo codiciado muy por encima de su valor real. Mejor que conseguir autorización para utilizar la escalera principal del colegio; mejor que no tener que llevar la gorra puesta; mejor que estar sentado con los mayores durante el recreo; mejor, incluso, que llevar paraguas. Que ya es decir. Un verano estuve llevando y trayendo el paraguas de casa al colegio durante un trimestre completo, todos los días, sin que lloviera una sola vez. La categoría, y no la función, era lo que contaba. Dentro del colegio, uno podía lucirlo practicando esgrima con sus iguales o clavando su afilada punta en los pies de los niños más pequeños; pero fuera, hacía de uno un hombre. Aunque apenas se midiera metro y medio y la cara fuera un campo de batalla contra el acné ensombrecido por un poco de pelusa adolescente; aunque se caminara dando bandazos, cargado con una pesada bolsa de deporte en estado deplorable, repleta de camisetas de rugby casi podridas y unas botas apestosas; mientras se llevara paraguas, siempre cabía la remota posibilidad de lograr que alguien te llamase «señor», algo que significaba una verdadera borrachera de placer.
Todos los lunes por la mañana, Toni y yo nos preguntábamos lo mismo.
– ¿Algún ecras?
– Me temo que no.
– ¿Epat?
– No exactamente…
– ¿Elevado a la categoría de señor?
Una sonrisa burlona de asentimiento significaba que el fin de semana había valido la pena.
Contábamos el número de veces que nos llamaban señor. Recordábamos las mejores anécdotas y nos las contábamos, el uno al otro, con el tono que dos viejos rouésemplearían para rememorar sus conquistas amorosas. Por supuesto, nunca habíamos olvidado la primera vez.
Mi primera vez, con la cual todavía me regodeo de felicidad, fue el día en que me tomaron medidas para mis primeros pantalones largos. Fue en Harrow, en una tiendecita alargada, como un pasillo, cuyas paredes estaban ocultas por montones enormes de cajas de ropa. Hileras de cazadoras de camuflaje y pantalones de pana, tan rígidos como el cartón, la convertían en una pista para carreras de obstáculos. Fuese cual fuese el color de la ropa que uno llevara antes de entrar en la tienda, siempre salía de gris o de verde botella. También vendían prendas marrones, pero nadie, me aseguró mi madre, usaba el marrón antes de jubilarse. En aquella ocasión, yo iba a salir de gris.
Mi madre, aunque tímida en la vida social y familiar, era siempre muy autoritaria y precisa en las tiendas. Algún instinto profundamente arraigado le decía que allí existía una jerarquía inamovible.
– Por favor, Mr. Forster, un par de pantalones -ordenó con inusitada resolución -. Grises y largos.
– En seguida, señora -dijo con amabilidad excesiva Mr. Forster. Y luego, mirándome a mí -: Largos. En seguida, señor.
Podía haberme desmayado; podía, por lo menos, haber sonreído. En cambio me quedé quieto, indefenso de pura felicidad, mientras Mr. Forster, para mayor honor, se arrodillaba a mis pies.
– Será un momento, señor. Mire hacia adelante. Póngase derecho. Por favor, separe las piernas, señor. Eso es.
Tiró de una cinta métrica que llevaba colgada al cuello, ciento ochenta centímetros que terminaban en una plaquita de latón. La sujetó por el ciento cincuenta, más o menos (presumiblemente para no quedarse corto) y me aguijoneó con ella tres veces en la entrepierna.
– No se mueva, señor -dijo con una zalamería dedicada sobre todo a mi madre, no fuera ella a preguntarse por qué tardaba tanto. Pero era imposible que me moviera. El miedo que se puede sentir por los genitales, el miedo, incluso, a ser arrastrado al interior del probador para ser brutalmente violado, no es nada comparado con el hecho de ser reconocido como un hombre. Era tal ese placer desconcertante, que ni siquiera se me ocurrió susurrar, a modo de alarmante alivio, el grito del colegio: ¡Perdición!
– Perdiciiiiición…
Era el grito de guerra del colegio. Lo lanzábamos modulándolo tal y como imaginábamos los aullidos de las hienas. Gilchrist producía la versión más chirriante y aterradora; Leigh, una especie de sollozo desgarrador durante la parte vocálica del alarido; pero todos éramos capaces de hacerlo, al menos, aceptablemente. El grito voceaba, aunque fuera en broma, el obsesivo miedo de la persona virgen a la castración. Lo soltábamos en toda ocasión adecuada: cuando se caía una silla, cuando se le pisaba un pie a alguien, cuando se perdía un estuche de lápices. Llegó a formar parte, incluso, de un paródico inicio de nuestras peleas: los combatientes avanzaban apretándose la ingle para protegerla con la mano izquierda y alargaban el brazo derecho, con la palma de la mano hacia arriba, moviendo los dedos como si fuesen garras. Los espectadores, mientras, dejaban escapar vicarios chillidos en pequeña escala de «perdiciiiiión».
Pero la parodia no excluía el escalofrío. Todos habíamos leído algo sobre las castraciones que los nazis realizaron con rayos X, y nos mofábamos unos de otros con la posibilidad de que eso sucediera. Porque de ocurrir, todo habría terminado: la literatura demostraba que uno engordaba y acababa con un papel de figurante en la vida, cuya única opción era hacer que los demás lo pasaran bien. A no ser que las circunstancias económicas lo forzaran a uno a convertirse en un cantante de ópera en Italia. No estábamos del todo seguros de cómo comenzaba este terrible proceso, pero tenía algo que ver con vestuarios, lavabos públicos y viajes en metro a altas horas de la noche.
Si por casualidad -una casualidad más bien imposible- uno sobrevivía intacto, estaba claro que algo agradable sucedía, si no la información no sería tan difícil de conseguir. Pero ¿qué era exactamente? ¿Y cómo averiguarlo?
Como era obvio, no se podía contar con los padres: eran agentes dobles que ya habíamos desenmascarado cuando, deliberadamente, habían intentado desinformarnos. A los míos les había lanzado una pregunta bastante fácil -cuya contestación, naturalmente, yo ya sabía- y sólo me habían dado una respuesta chapucera. Una noche estaba leyendo la Biblia para hacer los deberes e hice que mi madre levantara la cabeza de la página de pasatiempos de la revista Shepreguntándole:
– Mamá, ¿qué es un «éunuco»?
– Oh, no estoy segura, querido -respondió en voz baja (hasta aquí era posible que ella no lo supiese)-. Preguntémosle a tu padre. Jack, Christopher quiere saber qué es un eunuco…
(Buena jugada esta, corrigiendo la pronunciación pero ocultando el saber.) Mi padre miró por encima de su revista de contabilidad (¿es que no tenía suficiente material en el trabajo?), vaciló, se pasó la mano sobre la calva, vaciló, se quitó las gafas y vaciló. Durante todo ese tiempo estuvo mirando a mi madre (¿habría llegado el Gran Momento?); mientras, yo hacía como que estaba absorto en la Biblia, como si un examen minucioso del contexto fuera a responder a mi pregunta. Mi padre empezaba a abrir la boca cuando mi madre exclamó, con la voz que ponía cuando iba de compras:
– …es un tipo de criado abisinio, creo, ¿no, querido?
Me di cuenta de la tensión que había en sus miradas.
Una vez confirmada la sospecha, me escabullí lo más deprisa posible:
– Ah, sí, eso cuadra con el contexto…, gracias.
Otro callejón sin salida. El colegio, donde en teoría uno aprende cosas, no servía de mucho. El coronel Lowson, asustadizo profesor de biología a quien despreciábamos por haberse disculpado después de pegarle a un niño, tenía en cualquier caso la cara roja; pero estábamos seguros de que se le habrían subido los colores, si es que era posible, cuando dos veces a la semana durante un trimestre entero respondíamos a su automático «¿Alguna pregunta?» al terminar la clase con:
– ¿Cuándo daremos la reproducción humana, profesor? Está en el programa.
Sabíamos que por ahí lo teníamos cogido. Gilchrist, uno de los más gamberros de la clase, se había hecho con el programa de las materias que entraban en el examen y descubierto la innegable verdad. El final del curso de ciencias naturales (biología) era: reproducción: plantas, conejos, seres humanos. Seguimos, paso a paso, el progreso pedestre de Lowson durante el curso, como exploradores indios contemplando el predecible suicidio de una tropa del Séptimo de caballería. Al final, de todo el programa, sólo quedaban dos puntos sin tratar -conejos, seres humanos- y dos días de clase. Lowson se había adentrado en un desfiladero sin salida.
– La semana que viene -comenzó Lowson la primera de las dos clases finales -, empezaremos el repaso…
– Perdición -dejó escapar Gilchrist con suavidad, y un murmullo de desaprobación se extendió por toda la clase.
– …pero hoy voy a explicar la reproducción de los mamíferos.
Silencio total. Ante esa perspectiva a uno o dos de nosotros se nos puso tiesa. Lowson sabía que no tendría ningún problema ese día; y, al tiempo que tomábamos más apuntes que nunca, nos explicó la reproducción de los conejos, casi todo en latín. La cosa, para ser sincero, no parecía un Gran Asunto. Era obvio que no podía ser lo mismo exactamente. Seguro que cuando… Pero entonces nos dimos cuenta de que Lowson se estaba yendo por las tangentes. La clase estaba casi a punto de concluir. Nuestro creciente descontento era evidente. Al final, cuando quedaba sólo un minuto:
– Bueno, ¿alguna pregunta?
– Profesor, ¿cuándomosadar reprodción humana profesor? Stanprograma.
– Ah -contestó (¿y no detectamos ahí una sonrisa de satisfacción?) -. Es muy simple. Es el mismo principio para todos los mamíferos.
Y luego salió del aula.
En otras partes del colegio, la información era igualmente difícil de obtener, al menos a través de los canales oficiales. El artículo sobre planificación familiar del volumen «Hogar» de la enciclopedia había sido arrancado del ejemplar de la biblioteca del colegio. La otra única fuente de conocimiento posible era demasiado arriesgada: las clases de confirmación que daba el director. Estas incluían un breve curso sobre el matrimonio, «cosa que no vais a necesitar por ahora, pero que no os hará daño saber». Desde luego no nos iba a hacer ningún daño: la frase más excitante que utilizaba el severo y receloso regente de nuestras vidas era «consuelo y compañerismo mutuos». Al final del curso señaló un montón de impresos que había en un rincón de su mesa.
– El que desee saber más que tome prestado uno de estos cuando salga.
También podría haber dicho: «Manos arriba todos los que abusen de su cuerpo más de seis veces al día.» Nunca vi que nadie cogiera un impreso. Nunca supe de nadie que lo hubiese cogido. Nunca supe de nadie que supiese de alguien que lo hubiese cogido. Con toda probabilidad, el mero hecho de aminorar el paso cuando uno se acercaba a la mesa del director era una ofensa punible con azotes.
Nos abandonaban, como decía Toni frecuentemente, a nuestros resabios; y lo que descubríamos era bastante incoherente. Tampoco se podía contar con preguntar a los demás chicos -por ejemplo, a John Pepper, quien presumía de haberse tirado a una mujer casada, ni a Fuzz Woolley, cuya agenda estaba llena de cruces rojas que supuestamente representaban las fechas de los periodos de sus novias -. No se podía preguntar porque todos los chistes y conversaciones sobre el tema implicaban un conocimiento mutuo e idéntico: admitir ignorancia al respecto hubiera traído imprecisas pero terribles consecuencias -parecidas a las de la interrupción de una de esas cartas que circulan en cadena.
Teníamos una ligera idea del acontecimiento principal -incluso el insuficiente resumen de Lowson nos había dejado en la cabeza el concepto de penetración-; pero la logística concreta del asunto seguía siendo confusa. Cómo era, en realidad, el cuerpo de la mujer era nuestra preocupación más básica e inmediata. Nos fiábamos mucho del National Geographic, lectura imprescindible para todos los intelectuales del colegio: aunque a veces era difícil inferir algo de una pigmea con taparrabos, recubierta de tatuajes y pinturas rituales. Los anuncios de sostenes y corsés, los posters de las películas X y la Historia del Arte de Sir William Orpen eran bastante insatisfactorios. Cuando Brian Stiles nos mostró su ejemplar de Span-una revista nudista de bolsillo (de la misma calaña que Spick)- las cosas se aclararon un poco más. O sea que así es, pensamos, contemplando el bajo vientre de una volatinera expuesto al viento.
Aunque incansablemente carnales, también éramos profundamente idealistas. Parecía una buena mezcla. No podíamos soportar a Racine porque, aunque la intensidad de los sentimientos que experimentaban sus personajes era, calculábamos nosotros, probablemente los mismos que alguna vez sentiríamos, el encadenamiento de emociones con que se desarrollaban sus argumentos nos hastiaba. Nuestro hombre era Corneille. O mejor dicho, sus mujeres eran nuestras mujeres. Apasionadas pero obedientes, fieles y virginales. Toni y yo discutíamos muchísimo sobre mujeres; aunque siempre dentro de una eventual perspectiva familiar.
– Así que tenemos que casarnos con vírgenes. -(No importaba quién iniciara el tema).
– Bueno, no es obligatorio, pero si te casas con una que no es virgen, a lo mejor resulta ninfómana.
– Pero si te casas con una virgen puede salirte frígida.
– Bueno, si es frígida, siempre te puedes divorciar y empezar de nuevo.
– Pero si…
– Pero si es ninfómana, no puedes ir al juez y decirle que no te deja en paz. Tienes que cargar con ella. Estás…
– …Perdiciiiiión. Sin duda.
Pensábamos en Shakespeare, Moliere y otras autoridades. Todos ellos estaban de acuerdo en que no había que reírse de un marido burlado.
– Entonces, tendrá que ser virgen.
– Exacto.
Y nos dábamos la mano en señal de acuerdo.
Sin embargo, nuestro acercamiento práctico a las chicas era más lento que nuestras declaraciones de principios. ¿Cómo podía descubrirse si una era ninfómana? ¿Cómo saber cuál era virgen? ¿Cómo hacer -y esto era lo más difícil- para escoger esposa? ¿Buscar una con pinta de ninfómana pero que fuese virgen?
Muchas tardes, de regreso a casa, Toni y yo nos encontrábamos con un par de chiquillas del colegio femenino que esperaban el mismo tren que nosotros en la parada de Temple. Vestían uniformes de color magenta, las dos eran morenas y llevaban medias de verdad. Su colegio estaba justo enfrente del nuestro, pero no estaba bien visto que se relacionaran con nosotros. Incluso salían quince minutos antes, para librarlas de… ¿qué? ¿Y de qué pensaban las chicas que se libraban? Ergo, todas las chicas que viajaban en el mismo tren que nosotros se habían quedado, obviamente, esperando a fin de poder viajar en el mismo tren. Ergo, querían que les dijésemos algo. Ergo, eran ninfómanas en potencia. Ergo, Toni y yo nos negábamos a devolverles sus tímidas sonrisas.
Los miércoles por la tarde no teníamos clase. A las 12:30 unos cuantos niños salían, metiendo sus gorras en la cartera, por la entrada lateral de un edificio Victoriano del Embankment. Minutos después aparecía un grupo más tranquilo de alumnos sin gorra del último curso, que bajaban lentamente las escaleras de la entrada principal balanceando sus paraguas despreocupadamente. Los miércoles, la Sociedad de Historia del colegio organizaba excursiones de estudio a Hatfield House; los fanáticos del ejército engrasaban sus bayonetas para una suerte de prácticas militares; otros chicos salían disparados llevando bajo el brazo, según fuese su deporte favorito, la toalla, enrollada como si fuera un brazo de gitano, los floretes, las bolsas de criquet, los enormes y pestilentes guantes. Los más tímidos se dirigían a sus casas, con la razonable convicción de que violadores y castradores todavía no se habían lanzado al metro.
Toni y yo nos abandonábamos al Callejeo Provechoso. Habíamos leído en algún sitio que Londres ofrecía todo lo que uno podía desear. También, por supuesto, lo ofrecía Viajar, y teníamos la intención de dedicarnos a eso más adelante (aunque ambos habíamos estado ya en el campo, y lo encontrábamos decepcionantemente vacío), porque todos aquellos que ejercían influencia sobre nosotros estaban de acuerdo en que era bueno para la mente. Pero se empezaba en Londres; y era a Londres adonde uno regresaba, finalmente, repleto ya de sabiduría. La forma de desvelar los secretos de Londres estaba en el Haraganeo. Il vaut mieux gâcher sa jeunesse que de n'en rien faire.
Fue Toni quien desarrolló primero el concepto de Callejeo Provechoso. Según él, perdíamos el tiempo saturándonos obligatoriamente de conocimiento o bien divirtiéndonos obligatoriamente. Su teoría consistía en que paseando por ahí, sin hacer nada, adoptando de forma correcta las maneras del insouciantpero manteniendo todo el rato los ojos abiertos, uno podía adueñarse de los secretos de la vida. Se podía recolectar todo el aperçusdel flâneur. Asimismo nos gustaba haraganear al tiempo que observábamos cómo la gente se cansaba trabajando. íbamos a las callejuelas que dan a Fleet Street para ver descargar los enormes paquetes de periódicos. Rondábamos mercados y tribunales, merodeábamos por la entrada de las tabernas y las lencerías. Visitábamos San Pablo armados con los prismáticos, aparentemente para examinar los frescos mosaicos de la cúpula, pero en realidad para mirar a los que rezaban. Buscábamos prostitutas -la única otra clase de Callejeo Provechoso que existía, pensábamos con sarcasmo-, que, en aquellos días, eran todavía fácilmente identificables por una delicada cadena de oro que llevaban alrededor de uno de los tobillos. Nos preguntábamos el uno al otro:
– ¿Crees que ahora está ejerciendo el oficio?
No hacíamos sino observar, aunque una tarde húmeda y neblinosa Toni fue asaltado por una puta miope (o desesperada).
A la fórmula profesional con que ella lo abordó, "¿Te vienes conmigo, guapo?", él respondió con mucho desparpajo, pero voz un poco aflautada:
– Depende de lo que me pagues…
Y pretendió haberla epatado.
– No vale.
– ¿Por qué?
– No se puede épater la Bohème. Es ridículo.
– ¿Por qué no? Las putas son parte integral de la vida burguesa. Recuerda a tu querido Maupassant. Son como los perros, siguen a sus amos: las putas adoptan las mezquindades y represiones de sus clientes.
– Eso es una falsa analogía. Los clientes son los perros, las putas los amos…
– No importa mientras admitas el principio de mutua influencia…
Entonces nos dimos cuenta de que no habíamos observado la reacción de esa golfa, que había desaparecido hacía ya rato. Si el chiste le había gustado, no era un épat.
Este tipo de contactos, sin embargo, no nos compensaba demasiado. Preferíamos no hablar con la gente para no entorpecer la observación. Si nos hubiesen preguntado qué buscábamos exactamente, habríamos respondido con toda probabilidad, la musique savante de la ville de la que hablaba Rimbaud. Queríamos descubrir ambientes, cosas, gentes, como si estuviésemos rellenando un cuaderno de pasatiempos. Pero nuestro libro aún no había sido escrito, porque sólo cuando veíamos lo que veíamos, sabíamos que lo buscábamos. Algunas cosas eran ideales e inalcanzables -como caminar bajo una luz de gas espectral cruzando húmedas calles empedradas y escuchando el llanto distante de un organillo-, pero perseguíamos ansiosamente lo original, lo pintoresco, lo auténtico.
Buscábamos emociones. Las terminales ferroviarias nos proporcionaban despedidas bañadas en llanto y torpes reencuentros. Eso era fácil. Las iglesias nos ofrecían las vividas decepciones de la fe, aunque teníamos que proceder con sumo cuidado a la hora de la observación. En los aledaños de Harley Street, una calle atestada de dispensarios médicos, creíamos descubrir la cobardía del hombre ante la muerte. Y la National Gallery, nuestro coto más frecuentado, nos daba ejemplos de puro placer estético (aunque, para ser sincero, no tan frecuentes, tan puros o tan sensibles como esperábamos al principio). Con escandalosa frecuencia, pensábamos, la escena habría sido más apropiada para las estaciones de Waterloo o Victoria: la gente saludaba a Monet, Seurat y Goya como si estos acabasen de descender del tren: «¡Hombre, qué sorpresa tan agradable! Sabía que estarías aquí, claro, pero es una bonita sorpresa de todas formas. Y se te ve estupendamente. No has envejecido nada. Nada en absoluto…».
La razón para visitar el museo tan a menudo era bien clara. Pensábamos -realmente, ninguno de nuestros amigos se habría atrevido, en su sano juicio, a discutirlo- que el Arte era lo más importante del mundo, la constante a la cual uno podía entregarse incansablemente sin temor a no hallar recompensa; y, desde luego, lo único capaz de mejorar a aquellos a quienes les era revelado. No sólo hacía a la gente más apta para la amistad o más civilizada (eso lo constatábamos), sino mejor, más amable, sabia, simpática, serena, activa, sensible. Si no fuera así ¿que mérito tendría? ¿Por qué no dedicarse a chupetear helados de cucurucho? Ex hypothesi (como deberíamos de haber dicho), o ex vero, (como dijimos en realidad), cuando alguien comprende una obra de arte está, de algún modo, superándose a sí mismo. Nos parecía razonable que este proceso se pudiera observar.
Para ser francos, después de unos cuantos miércoles en el museo nos sentíamos un poco como aquellos médicos dieciochescos que rastreaban minuciosamente los campos de batalla, para diseccionar cadáveres frescos en busca del habitáculo del alma. Algunos, incluso, creían lograr resultados positivos. Y se había dado el caso de aquel doctor sueco que pesaba a sus pacientes terminales, con la cama del hospital y todo, justo antes y después de la muerte. Veintiún gramos, aparentemente, conformaban la diferencia vital. No es que esperásemos cambios de peso en el museo, pero creíamos merecer algo. Tiene que ser posible notar algo. Y, a veces, se notaba. Pero en la mayoría de los casos nos descubríamos advirtiendo reacciones extrínsecas. Poseíamos ya un aburridísimo archivo de acopiadores de firmas, escarnecedores de escuelas, entusiastas de marcos, quejicas del color, inservibles de la restauración, y acotadores apiñados al azar. Había que saberse la pose burlona de la mano en la barbilla; la actitud defensiva y masculina de las manos en las caderas; la posición ojos-leyendo-folleto-informativo; la vista cansada que se hacía evidente en la sala número XII, más o menos, y que presagiaba un trote ligero en la XIV. A veces nos preguntábamos si nosotros mismos nos enterábamos de algo.
Eventualmente, y de mala gana, nos veíamos obligados a examinarnos el uno al otro. Lo hacíamos en casa de Toni con una serie de condiciones que juzgábamos de laboratorio. Eso quería decir que, si se trataba de pintura, nos tapábamos los oídos; si de música, nos vendábamos los ojos con un calcetín de rugby. Al sujeto del experimento se lo exponía durante cinco minutos, por ejemplo, a la Catedral de Rouen de Monet o al scherzo del Concierto para piano n.° 2, de Brahms. Después, se consideraba su reacción. Fruncía los labios como un catador de vinos y hacía una pausa para reflexionar. Había que prescindir, sobre todo, de cualquier método de análisis que, por su forma y contenido, tuviera algo que ver con las pamplinas aprendidas en el colegio. Buscábamos algo más sencillo, auténtico, profundo y elemental. Algo así como ¿qué has notado? y ¿qué cambios se producirían de continuar con la misma disposición de ánimo?
Toni siempre respondía con los ojos cerrados, incluso después de ver un cuadro. Fruncía la frente hasta juntar las cejas, dejaba fluir por la boca con extrema lentitud un «Mmmmmmmmmm» durante un rato, y luego soltaba:
– Tensión en la piel, principalmente en brazos y piernas. Cosquilleo en los muslos. Optimismo general. Sí, creo que era esto. Ganas de llenar el tórax. Confianza en mí mismo. Pero sin presunción. Más bien una sólida bienaventuranza. Por lo menos, como dispuesto a un epat amistoso.
Yo anotaba todo esto en nuestro libro capital, en la página de la derecha. En la izquierda ya estaba escrita la fuente de inspiración: «Glinka, Ov. Reiner / Ruskan & Ludmilla / Orq. Sinf. Chicago / RCA Victrola; 9-12-63.»
Todo formaba parte de nuestro deseo de ayudar al mundo a entenderse a sí mismo.
– Desarraigado.
– Sans racines.
– ¿Sans Racine?
¿El camino abierto? ¿El vagabundo espiritual?
¿El manojo de ideas envuelto en un pañuelo de lunares rojos?
– L'adieu suprême d'un mouchoir?
Toni y yo nos enorgullecíamos de no tener raíces. Aspirábamos también a una condición futura de desarraigo, y no veíamos contradicción alguna entre los dos estados mentales; ni en el hecho de que ambos viviéramos con nuestros padres, que eran, precisamente, dueños absolutos de nuestros hogares respectivos.
Toni me llevaba ventaja en el asunto este del desarraigo. Sus padres eran judíos polacos y, aunque no lo sabíamos con seguridad, dábamos por sentado que habían escapado del guetto de Varsovia en el último momento. Esto le había dado a Toni el deslumbrante apellido extranjero de Barbarowski, dos idiomas, tres culturas y (me había asegurado) un sentido atávico de la angustia: mucha clase, en resumen. Físicamente, además, parecía un exiliado: moreno, nariz bulbosa, labios gruesos, encantadoramente bajo, enérgico y peludo; hasta tenía que afeitarse todos los días.
A pesar de la desventaja de ser inglés y no judío, yo intentaba explotar al máximo mi origen provinciano. Nuestra familia era escasa, pero lo bastante desapegada como para una justificada diáspora. Los Lloyds (bueno, los Lloyds de los que descendía mi padre al menos) provenían de Basingstoke y la familia de mi madre de Lincoln. Algunos de nuestros parientes permanecían incomunicados en distintas provincias, ocultándose durante las navidades y apareciendo, con mohína regularidad, en los funerales y, si se los presionaba, en las bodas. Aparte del tío Arthur, que vivía a una distancia que podía cubrirse perfectamente los domingos por la tarde, todos los demás eran inaccesibles. Cosa que me venía de perilla, pues podía dejar suponer que todos ellos eran rústicos pintorescos, artesanos gruñones o excéntricos homicidas. Todo su cometido se resumía en aparecer durante las navidades y desembolsar algo de dinero o, al menos, algo que fuese convertible en él.
Yo era moreno como Toni, pero algunos centímetros más alto. No faltaría quien dijera que estaba demasiado delgado, pero prefería pensar que tenía la fuerza restallante de un joven brote. Yo esperaba que mi nariz aún creciera un poco más. No tenía manchas en las mejillas, aunque, de vez en cuando, una indiferente avanzadilla de acné me invadía la frente. Lo mejor que tenía, creía yo, eran mis ojos: profundos, lóbregos, llenos de secretos aprendidos y por aprender (al menos, así era como yo los veía).
Era un rostro inglés muy poco llamativo, que encajaba bien con ese ligero aire de expatriación común a todos los que vivían en Eastwick. Todos los de esa barriada de unos dos mil habitantes parecían venir de otra parte; atraídos, quizá, por la solidez de sus casas, la seguridad del servicio ferroviario y la buena calidad del terreno para la jardinería. Me parecía tranquilizador el acogedor y confortable desarraigo del lugar; aunque solía quejarme a Toni diciendo que prefería algo…
– …más radical. Me gustaría, cómo decirlo, algo más rústico, más despojado.
– Querrás decir algo más rústico y viciado.
Bueno, sí, eso también, supongo. Al menos es lo que creo.
– Où habites-tu? -nos preguntaban año tras año en las prácticas de francés oral. Y yo siempre respondía satisfecho:
– J'habite Metrolandia.
Sonaba mejor que Eastwick, más extraño que Middle-sex; era, sobre todo, un concepto mental más que un lugar donde se pudiera ir de compras. En efecto, cuando el ferrocarril metropolitano se extendió hacia el oeste en la década de 1880, quedó abierta una estrecha franja de tierra sin ninguna unidad geográfica ni ideológica: se vivía allí porque era un área de la que era fácil salir. El nombre de Metrolandia -adoptado durante la Primera Guerra Mundial tanto por los agentes de la propiedad como por la misma empresa del ferrocarril- dio a ese cordón de barrios suburbanos una falsa integridad.
A principios de los años sesenta, ya en este siglo, la línea Metropolitana (término, naturalmente, adjudicado por los puristas, a las ramificaciones de Watford, Chesham y Amersham) todavía mantenía parte de sus características originales. El material rodante, pintado de un típico color marrón, había continuado siendo el mismo durante sesenta años. Algunas de estas antiguallas, según mi libro sobre locomotoras de Ian Allen, llevaban funcionando desde 1890. Los vagones eran altos y cuadrados, con anchos paneles corredizos de madera. Los compartimientos eran lujosos y amplios comparados con los actuales, y la separación entre los asientos le hacía maravillarse a uno del desarrollo del fémur durante el reinado de Eduardo. Los respaldos de los asientos estaban inclinados en un determinado ángulo, lo cual significaba que, antiguamente, los trenes pasaban más tiempo en las estaciones.
Sobre los asientos había fotografías color sepia de los lugares más bonitos recorridos por la línea: el campo de golf de Sandy Lodge, Pinner Hill, Moor Park, Chorleywood. La mayor parte de los accesorios originales seguían allí: amplias rejillas para poner el equipaje dispuestas irregularmente; para los abrigos, colgadores tan gastados que ya estaban torcidos; anchas correas de cuero para abrir y cerrar las ventanas e impedir portazos; un número dorado y grandote en las puertas, el 1 o el 3; y en cada una de ellas, un tirador de cobre sobre un disco del mismo metal; grabada en el disco, en tono de orden o seductora invitación, la leyenda «Viva en Metrolandia».
Con los años fui conociendo los trenes. Desde el andén podía distinguir, de un solo vistazo, un compartimiento ancho de uno extraancho. Me sabía todos los anuncios de memoria, y las distintas decoraciones de sus techos abovedados como un barril. También conocía hasta dónde llegaba la imaginación de la gente que retocaba los NO FUMAR de los adhesivos de las ventanas con nuevas consignas: NO RONCAR era la variante más popular de todas, NO FOLLAR una incógnita durante años, NO ENGATUSAR la idea más caprichosa. Una tarde oscura me colé en un vagón de primera clase, y me senté, bien erguido, sobre uno de los mullidos asientos, demasiado asustado para mirar a mi alrededor. Otra vez, llegué a introducirme por error en el compartimiento especial y único que iba a la cabeza de cada tren y que estaba protegido por un letrero verde: SOLO DAMAS. Había cogido el tren por los pelos, después de cruzar corriendo los pasillos y sentía cómo mi respiración se hacía omnipresente por encima de la silenciosa desaprobación de tres señoras vestidas de tweed, aunque mi miedo se aplacó no tanto por su silencio como por mi desilusión al comprobar que el compartimiento no tenía ningún accesorio especial indicativo, aunque sólo fuera indirecto, de lo que hacía diferentes a las mujeres.
Cierta tarde en que ya había terminado los deberes y tenía la mente en blanco, volvía a casa desde Baker Street en el tren de las 4:13, mirando las líneas color rojo subido del mapa del metro, que ocupaba la parte central bajo la rejilla de los equipajes. Iba leyendo los nombres de las estaciones como si fuesen las cuentas de un rosario, cuando una voz a mi derecha anunció:
– Verney Junction.
Será un viejo maricón, pensé: un burgués degenerado. Los arabescos que los reflejos del sol bordaban en sus escarpines eran lo más próximo al vigor y a la vida que él podría conocer, pensé. Seguro que estaba syphilisé. Qué pena que no fuese belga. Aunque quizá lo fuera, después de todo. ¿Qué me había dicho?
– Verney Junction -repitió-, Quainton Road. Winslow Road. Grandborough Road. Waddesdon. Nunca has oído hablar de ellas -dijo, seguro de sí mismo.
Puto maricón. La verdad es que era demasiado viejo para odiarlo. Llevaba el uniforme de los que viajan con abono: paraguas con una anilla de oro al final de la empuñadura, maletín, zapatos brillantes como espejos. El maletín contenía probablemente un equipo portátil nazi de rayos X.
– No.
– Antes era una línea magnífica. Tenía… ambición. ¿Has oído hablar alguna vez de la Línea Brill?
¿Qué era lo que buscaba? ¿Violarme, secuestrarme? Lo mejor era seguirle la corriente, no fuera que dentro de seis meses me viese en Turquía gordo y sin cojones.
– No.
– La Línea Brill que venía de Quainton Road. Todas las dobleuves. Waddesdon Road. Wescott. Wotton. Wood Siding. Brill. La hizo construir el duque de Buckingham. Imagínate. La había construido para su propia finca. Desde hace ya treinta años todo esto ha pasado a formar parte de la Línea Metropolitana. Sabes, yo fui en el último tren. En mil novecientos treinta y cinco o treinta y seis, algo así. El último tren de Brill a Verney Junction. Suena como el título de una película, ¿verdad?
Ninguna que yo hubiese visto. Y menos si él me lo preguntaba. Tenía que ser un violador. Cualquiera que hablase con niños en los trenes obviamente lo era, ex hypothesi. Pero este era un viejo raquítico hijo de puta, y yo estaba más cerca de la puerta. Además, tenía el paraguas. Mejor que se lo hiciese notar mientras le hablaba. A veces, esta gente se pone violenta si no les diriges la palabra.
– ¿Y qué tal la primera clase? -¿Debería decirle «señor»?
– Era una línea magnífica. La llamaban «Línea de la Prolongación» -(¿estaba empezando ya a decir guarradas?)-. Iba de Baker Street a Verney Junction. Estuvo funcionando con un vagón Pullman -(¿acaso intentaba evadir mi pregunta?)- hasta el comienzo de la guerra contra Hitler. En realidad, dos vagones Pullman. Imagínate. Imagínate un vagón Pullman en la Línea Bakerloo.
Se rió desdeñosamente, yo con adulación.
– Pues había dos. A uno lo llamaban el Mayflower. ¿Te imaginas? No puedo acordarme de cómo se llamaba el otro.
Se dio una palmada en el muslo; pero no le sirvió de mucho. ¿Iba a comenzar otra vez con las guarradas?
– No, pero uno de ellos seguro que se llamaba Mayflower. Los primeros vagones Pullman de Europa arrastrados por electricidad.
– ¿En serio? ¿Los primeros de Europa? -Estaba casi tan interesado como aparentaba.
– Sí, señor. Esta línea tiene mucha historia. ¿Conoces a John Stuart Mill?
– Sí -(por supuesto que no).
– ¿Sabes acerca de qué trató su último discurso en el Parlamento?
Creo que debo de haber dejado traslucir que no lo sabía.
– Su último discurso en la Cámara de los Comunes fue sobre el metro. ¿Te imaginas? La Ley de Regulación Ferroviaria de 1868. Se aprobó una enmienda a la ley que hacía obligatorio un vagón de fumadores en todos los trenes. Mill fue quien lo logró. Pronunció un gran discurso. Se metió a la audiencia en el bolsillo.
Estupendo. Era estupendo.
– Pero adivina qué pasó: una línea, sólo una línea, quedaba exenta. Precisamente la Metropolitana.
Se diría que había estado votando allí, personalmente, en mil ochocientos no sé cuántos.
– ¿Por qué?
– Oh. Debido al humo en los túneles. Siempre ha sido un poco especial.
Quizá no fuese tan mala persona. En todo caso, sólo quedaban cuatro paradas más. Quizá fuera una persona interesante.
– ¿Y las demás estaciones? Quinton no sé qué…
– Quainton Road. Todas estaban mucho más allá de Aylesbury. Waddesdon, Quainton Road, y luego, Grandborough, Winslow Road, Verney Junction. -(Si continúa me pongo a gritar.)- Noventa kilómetros desde Verney Junction a Baker Street; vaya línea. ¿Te lo imaginas? Incluso tenían previsto enlazarla con Northampton y Birmingham. Nuevos enlaces ferroviarios con Yorkshire y Lancashire, pasando por Quainton Road, atravesando Londres, enlazando con la vieja línea del Sudeste y, luego, unirla a Europa haciendo un túnel bajo el Canal. ¡Menuda línea!
Aquí se detuvo. Pasamos junto al patio vacío de un colegio; un tiovivo adornado con la colada puesta a secar; el reflejo de un parabrisas.
– Pero no llegaron ni a construir los enlaces para las afueras.
No cabía duda, era un cabrón elegiaco. Me habló de los salarios de los obreros y de las instalaciones eléctricas; de Lord's Station, estación que se cerró al comenzar la guerra, de alguien llamado Sir Edward Watkin y un complicado plan suyo; algún mierda ambicioso que, sin duda, no hubiera sabido distinguir un Tissot de un Tiziano.
– No era sólo ambición. También fe. Fe «en» la ambición… Hoy en día…
Advirtió el gesto involuntario de desprecio que me cruzaba el rostro cada vez que pronunciaba las últimas palabras.
– No te mofes de los Victorianos, chico -dijo severamente. De pronto, me pareció que se estaba poniendo otra vez desagradable. Quizá fuese un violador. Quizá notara que era más listo que él-. Mira lo que se ha hecho después.
¿Cómo? ¿Mofarme yo de los Victorianos? ¡No tenía otra cosa que hacer! Cuando ya me había mofado de los imbéciles, los directores de colegio, los profesores, los padres, mi hermana y mi hermano, la tercera división regional de fútbol, Moliere, Dios, la burguesía y la gente corriente, no me quedaban fuerzas más que para esbozar una triste mueca dedicada a la historia. Miré al desgraciado maricón intentando poner cara de profunda indignación moral; pero no era esa mi expresión más lograda.
– Verás, no se trata tan sólo de la gente que hizo construir y dirigió el ferrocarril. Eran también todos los demás. Quizá no te interese -(Dios, era capaz de seguir enrollándose)-, pero cuando se inauguró el primer tren de Baker Street a Farringdon Street, los pasajeros devoraron, en diez minutos exactos, todo lo que había en el buffet del restaurante de Farringdon Street. -(Quizá tuvieran hambre porque estaban asustados.)- Diez minutos exactos. Como una plaga de langostas.
Ahora parecía hablar consigo mismo, pero pensé que era más seguro colarle otra pregunta, sólo para seguir a salvo.
– ¿Fue entonces cuando se le dio el nombre de Metrolandia? -pregunté, sin estar seguro de a cuándo me refería, pero esforzándome por ocultar mi desprecio.
– ¿Metrolandia? Qué disparate. -Me dedicó su atención otra vez-. Eso fue el principio del fin. No, eso fue mucho más tarde, durante la Primera Gran Guerra. Todo fue para contentar a las inmobiliarias. Para que sonara más acogedora. Casas acogedoras para héroes acogedores. A veinticinco minutos de Baker Street y una pensión al final de la línea -dijo inesperadamente-. Hizo que se convirtiese en lo que es ahora, una ciudad dormitorio para burgueses.
Fue como si alguien arrojase una bolsa repleta de cubertería dentro de mi cabeza. Eh. Dios mío. Tú no puedes decir esto. No está permitido. Mírate a ti mismo. Yo puedo llamarte burgués a ti; bueno, eso creo, al menos. Tú no puedes. No es… ¡vaya!… Quiero decir que va contra todas las reglas conocidas. Es como un profesor que admite conocer su propio mote. Era… bueno, supongo que sólo podía contestarle con una respuesta no convencional.
– Entonces, ¿usted no es un burgués?
Repasé mentalmente sus ropas, su manera de hablar, su maletín.
– Ja. Claro que lo soy -dijo con ligereza, casi amablemente.
Su tono me devolvió la seguridad; pero sus palabras continuaban siendo un rompecabezas.
Toni y yo nos empeñábamos con todo ahínco en evitar cualquier posible influencia en nuestra educación. Después de una estudiada sesión de Bruckner («Disminución del pulso; vago estirón dentro del pecho; movimientos ocasionales de los hombros, temblequeo de los pies. ¿Salir y pegarle a un marica? Bruckner, 4.a Sinf. / Orq. Philh / Columbia / Klemperer»), o cuando estábamos demasiado cansados para un ligero épat, volvíamos a menudo al mismo tema.
– Una cosa es segura sobre los padres. Te joden.
¿Crees que lo hacen a propósito?
Puede que no. Pero lo hacen.
Sí, pero no tienen la culpa.
– Quieres decir como en Zola… porque sus padres los jodieron a su vez.
– Buena observación. Pero hay que echarles algo de culpa. Al menos, por no darse cuenta de que a ellos los jodieron y por continuar jodiéndonos a nosotros.
– Ah, claro, no estoy sugiriendo que no debamos castigarlos.
– Ya me estabas preocupando.
Todas las mañanas, a la hora del desayuno, miraba incrédulamente a mi familia. Para empezar, todos estaban allí todavía; esa era la primera sorpresa. ¿Por qué no se habían escapado durante la noche, incapaces ya de soportar las heridas que les infligía la vacuidad que yo adivinaba en sus vidas? ¿Por qué seguían sentados en el mismo sitio que el día anterior, dando la impresión de estar perfectamente satisfechos con la idea de volver a estar allí dentro de otras veinticuatro horas?
Delante de mí se sentaba mi hermano mayor, Nigel, mirando por encima de sus tostadas una revista de ciencia-ficción. (Quizá era así como controlaba su angustia existencial: escapándose a Nuevas Galaxias, Nuevos Mundos y Realidades Asombrosas. No es que yo le hubiera preguntado alguna vez si sufría angustia existencial; la verdad, prefería que no la hubiera sentido… estas cosas pueden ponerse de moda.) A su lado, mi hermana Mary también miraba por encima de su desayuno, para leer las etiquetas de la pimienta y la sal. No es que no estuviese totalmente despierta aún: a la hora de la cena leía las inscripciones de cuchillos y tenedores. Algún día obtendría un título de experta en las partes posteriores de los paquetes de cereales. Tenía trece años y no hablaba mucho. Yo pensaba que se parecía más a Nigel que a mí: ambos tenían rostros suaves, de rasgos poco marcados, que no mostraban resentimiento alguno.
A mi derecha, mi padre tenía el Times abierto en la página de las cotizaciones de bolsa, e iba murmurando algo mientras las leía. Tampoco se parecía a mí. Para empezar era calvo. Supongo que era cierto que la forma de su mandíbula tenía un aire a la mía, pero, sin duda alguna, él no poseía mis ojos profundos e interrogadores. De vez en cuando le dirigía a mi madre una deferente pregunta sobre el jardín. Ella se sentaba a mi izquierda, traía el desayuno, respondía a todas las preguntas y no nos dejaba en paz con su dulzura durante el larga y silenciosa comida. Tampoco me parecía a ella. Algunas personas decían que yo tenía sus mismos ojos; aunque así fuera, no teníamos nada más en común.
¿Cómo podía estar emparentado con ellos? ¿Y cómo podía yo no señalar esas diferencias obvias?
– Mamá, ¿soy un hijo ilegítimo? -(Tono de conversación normal.)
Oí un ligero crujido de papeles a mi izquierda. Mis dos hermanos continuaron leyendo.
– No, querido. ¿Tienes ya el bocadillo?
– Sí. ¿Estás segura de que no hay ninguna posibilidad de que sea ilegítimo?
Levanté la mano señalando a Nigel y a Mary a modo de explicación. Mi padre se aclaró la garganta silenciosamente.
– Al colegio, Christopher.
Bueno, podían estar mintiéndome.
La paternidad, para Toni y para mí, era un delito de rigurosa responsabilidad. No existía la necesidad de mens rea, sólo el actus reus del nacimiento. La sentencia que pronunciábamos, después de considerar una a una todas las circunstancias en relación con el caso y la extracción social de los ofensores, era la de libertad condicional perpetua. En cuanto a nosotros, las víctimas, los malaimés, nos dábamos cuenta de que una existencia independiente sólo podía lograrse evitando estrictamente toda influencia educativa. Camus se desmadró con su Aujourd'hui Maman est morte. Ou peutêtre hier. «Desmadrarse», como decíamos nosotros, saboreando el juego de palabras, era el deber de todo adolescente que se respetase a sí mismo.
Pero resultaba más difícil de lo que imaginábamos. Había, según averiguamos, dos estadios diferenciados. Primero venía Tierra Arrasada; rechazo sistemático, deliberada contradicción, un definitivo y anárquico barrido total. Después de todo, formábamos parte de la generación de los Jóvenes Airados.
¿Te das cuenta -le dije a Toni una vez a la hora de comer, mientras callejeábamos sin ton ni son por la zona de recreo de los mayores- de que formamos parte de la generación de los Jóvenes Airados?
Sí, y me da cien patadas en la boca del estómago. -Se le cruzaron los ojos como siempre que algo le disgustaba.
¿Y que cuando seamos viejos y tengamos… sobrinas o sobrinos, nos preguntarán qué hicimos durante la Gran Ira?
– Bueno, estamos metidos en ella, ¿no?
– ¿Pero no te parece contradictorio estar leyendo a Osborne en el colegio con el carcamal de Runcaster? O sea, ¿no crees que se está poniendo en marcha una especie de institucionalización?
– ¿Qué quieres decir?
– Bueno, que decapitan la revuelta de la intelligentsia intentando institucionalizarla.
– ¿Y…?
– Pues acaba de ocurrírseme que tal vez lo mejor sea la autosatisfacción.
– La escolástica. -Toni sonrió aliviado-. Eres un ángel.
El problema era que a Toni le resultaba mucho más cómodo ser un Joven Airado. Sus padres (en parte, imaginábamos, debido a sus experiencias en el ghetto) eran: a) religiosos, b) rigurosos, c) posesivamente cariñosos y d) pobres. El no tenía más que ser ocioso, agnóstico y manirroto, y ya estaba: Airado. El año anterior, por ejemplo, se había cargado el picaporte de la puerta de su casa, y su padre dejó de darle la paga semanal durante tres semanas. Gestos como ese eran provechosos. Mientras que, cuando yo me mostraba dañino, petulante u obstinado, mis padres, vergonzosamente tolerantes, se limitaban a identificar mi condición («Ay, querido Christopher, qué difícil es siempre crecer»). Esa identificación era lo más próximo a la reprimenda que lograba conseguir de ellos. Podía coger un cuchillo y blandido de un lado a otro hasta cortarme una vez, y ¿qué es lo que haría mi madre? Ir por el yodo y vendarme hasta los nudillos.
Por supuesto, Tierra Arrasada nunca llegaba hasta el límite. Con una perspicacia impropia de nuestra edad, nos dábamos cuenta de que el mero rechazo o alteración de los puntos de vista y la moralidad de nuestros padres, no era más que un amargo acto reflejo. Igual que blasfemia implica religión, decíamos, un borrón general y cuenta nueva de las imposiciones de la infancia representa la asunción de algunas de ellas. Y eso no podíamos aceptarlo. Así que, sin llegar a poner en peligro nuestros principios, acordamos seguir viviendo en casa.
Tierra Arrasada era la primera parte; la segunda era Reconstrucción. Eso estaba en el programa; aunque muy buenas razones -y buenas metáforas- apoyaban nuestra renuencia a examinar muy de cerca ese tipo de asuntos.
– ¿Qué hay de Reconstrucción?
– ¿Por qué?
– ¿No crees que deberíamos empezar a planear alguna cosa al respecto?
– Ya lo estamos haciendo. En eso está T. A.
– Hum…
– Pienso que, a estas alturas, no deberíamos comprometernos demasiado con ninguna línea de acción en particular. Sólo tenemos dieciséis años.
Eso no tenía vuelta de hoja. La vida no comenzaba de verdad hasta que se abandonaba el colegio. Éramos lo bastante maduros como para darnos cuenta de ello. Cuando uno salía al mundo empezaba:
«…a tomar Decisiones Morales…»
«…a tener Relaciones Sentimentales…»
«…a hacerse Famoso…»
«…a escoger Su Ropa Personalmente…»
De momento, todo lo que se podía hacer en ese terreno era juzgar a los padres, asociarse con los confidentes de tus odios, intentar ser muy popular entre los chicos menores sin hablar nunca con ellos, y decidir si nos abotonábamos o no el último botón del cuello de la camisa. No era gran cosa.
El domingo había sido creado para Metrolandia. Los domingos por la mañana, todavía en la cama pensando en cómo matar el día, dos ruidos invadían el silencioso y satisfecho barrio: el de las campanas de la iglesia y el del tren. Las campanas nos despertaban con su persistencia, sonando con un vigor, por demás irritante, para detenerse con un medio repique desganado. Los trenes hacían un estruendo mayor que el usual al entrar en la estación de Eastwick, como si celebraran la carencia de pasajeros. Hasta el mediodía -debido a una especie de acuerdo tácito pero indiscutible- no comenzaba un tercer ruido: el monótono bramido de los motores de las cortadoras de césped, acelerando, frenando, girando, acelerando, frenando, girando. Acalladas las máquinas, se oía el modesto cerrar de las tijeras podadoras y, finalmente -un sonido perceptible de modo subliminal-, el gentil frotar de las gamuzas sobre portaequipajes y capós.
Era el día de las mangueras en los jardines (todos pagábamos un impuesto de más por tener grifos al aire libre); de niños cretinos gritando como dementes a varios jardines de distancia; de pelotas hinchables apareciendo por encima del cercado; de conductores principiantes causando pánico en la curva de la carretera que rodeaba la casa; de jóvenes conduciendo los coches de sus padres hasta The Stile para tomar una copa antes de comer, y dejar caer los sobrecitos azules de la sal por entre las tablillas de madera de las mesas de la terraza. Parecía que los domingos eran siempre pacíficos y siempre soleados.
Yo los odiaba, con toda la rabia de quien continuamente se siente defraudado al descubrir que no es autosuficiente. Odiaba los periódicos del domingo, que procuraban llenarte la mente amodorrada de ideas que rechazabas; odiaba la radio dominical, desbordante de áridas críticas; odiaba los programas de televisión del domingo, donde un montón de intelectuales discutían temas de actualidad, y esas obras serias sobre personas maduras, crisis emocionales, guerras nucleares y demás fruslerías. Odiaba quedarme dentro de la casa mientras el sol se deslizaba furtivamente por la habitación, hasta golpearme certera y repentinamente en los ojos; y odiaba salir a sentarme donde el mismo sol te derretía el cerebro haciéndolo chapotear en el interior del cráneo. Odiaba las tareas dominicales: limpiar el coche, una y otra vez, hasta que el agua jabonosa chorreaba hacia arriba (¿cómo era posible?) empapándote hasta los sobacos, restregar las uñas contra el fondo de la carretilla de metal intentando deshacerme de los montones de césped cortado. Odiaba trabajar y no trabajar. Odiaba pasar por el campo de golf y encontrarme con otra gente paseándose por el campo de golf. Y odiaba hacer lo que más se hace el domingo: esperar la llegada del lunes.
La única fisura en la rutina dominical se producía cuando mi madre anunciaba:
– Esta tarde vamos a ir a ver al tío Arthur.
– ¿Por qué?
La ritual objeción siempre merecía ser contestada. Nunca servía de nada ni a mí me importaba que no sirviera. Sólo pensaba que Nigel y Mary podían beneficiarse con el ejemplo de un pensamiento independiente.
– Porque es tu tío.
– Seguirá siendo mi tío el fin de semana que viene, y el siguiente.
– Eso no tiene nada que ver. No hemos ido a verlo una sola vez en las últimas ocho semanas.
– ¿Cómo sabes que tiene ganas de vernos?
– Por supuesto que tiene ganas de vernos. No hemos ido a verlo durante dos meses.
– ¿Ha telefoneado para decir que fuéramos?
– Claro que no. Ya sabes que nunca lo hace. -(Era demasiado tacaño.)
– Entonces, ¿cómo sabes que quiere vernos?
– Porque siempre quiere vernos después de cierto tiempo. No seas pesado, Christopher.
– Pero puede que esté leyendo un libro o haciendo algo interesante.
– Bueno, yo abandonaría el libro para estar con alguien de la familia a quien no he visto durante dos meses.
– Yo no.
– Bueno, no se trata de eso, Christopher.
– ¿De qué se trata? -(Para entonces Nigel bostezaba ya ostentosamente).
– La cuestión es que vamos a ir a verlo esta tarde. Y ahora ve a lavarte las manos para comer.
¿Puedo llevar un libro?
Si quieres puedes llevar uno para leer durante el trayecto, pero tendrás que dejarlo en el coche cuando lleguemos. Es una grosería ir de visita llevando un libro.
– ¿Y no es una grosería ir de visita cuando no tienes ganas de ir?
Christopher, a lavarte las manos.
¿Puedo llevarme el libro al lavabo?
Y así una y otra vez. Era capaz de prolongar estas conversaciones indefinidamente sin acabar con la paciencia de mi madre. La única muestra de disgusto era el llamarme por mi nombre completo. Ella sabía que entonces me iría. Yo también.
Una vez lavados los platos, nos metíamos en nuestro resistente Morris Oxford, negro y con tapicería color ciruela. Mary miraba bobamente por la ventana, dejando que el viento le echara todo el pelo a la cara sin recogérselo. Nigel se enfrascaba en la lectura de cualquier revista. Yo solía canturrear o silbar algo, empezando siempre con una canción de Guy Béart que había escuchado por onda larga, y cuya primera estrofa era Cerceuil à roulettes, tombeau à moteur. Lo hacía, en parte, para ponerme de mal humor y, además, para protestar contra la negativa de Los De Delante a poner la radio. Te la daban con el coche y era, en mi opinión, la principal atracción a la hora de comprarlo, puesto que no era extranjero, aerodinámico, rojo ni deportivo. Incluso un adhesivo en el cristal trasero, que había resistido ya varios baños de agua y jabón, anunciaba la radio; decía: HE ESTADO EXPUESTO A LA RADIO ACTIVIDAD. No nos la dejaban usar por carretera porque, según decían Los De Delante, podía distraer al conductor (y no la podíamos utilizar en el garaje porque consumía batería).
Veinte minutos de prudente conducción, nos llevaban al chalet del tío Arthur, cerca de Chesham. Era un carcamal de lo más divertido: astuto, tacaño y un mentiroso inveterado. Mentía de un modo que siempre me pareció simpático. No lo hacía por conveniencia, ni siquiera para llamar la atención, sino simplemente porque le apasionaba. Toni y yo hicimos una vez un estudio piloto sobre la mentira y, después de un minucioso examen de todas las personas que conocíamos, ideamos una Curva de la Mendacidad sobre una hoja de papel cuadriculado. Parecía el corte horizontal de un par de tetas, con los pezones señalando las edades dieciséis y sesenta. Probablemente Arthur y yo estábamos llegando al mismo tiempo a los puntos máximos.
– Hola a todos -gritaba mientras aparcábamos.
Tenía el pelo blanco, iba más encorvado de lo que era para despertar una inmerecida compasión y se vestía deliberadamente con provocativo desaliño para que los demás se condolieran de su vida de soltero. Mi teoría era que no se había casado porque no existía mujer lo suficientemente rica como para retenerlo, que fuese a la vez tan estúpida como para no ver sus intenciones.
– ¿Habéis tenido buen viaje?
– Lo normal, Arthur -contestaba mi padre, subiendo el cristal de la ventanilla-. En Four Roads había retenciones, pero supongo que era de esperar.
– Sí, ese incordio de choferes domingueros. ¡Oh!, perdona mi francés -Arthur pretendía acabar de verme salir del coche-. ¿Y qué tal estás tú? Ya veo que has traído algo para leer.- Era una pequeña edición de bolsillo del Dictionnaire des Idées Reçues de Flaubert.
– Sí, tío, ya sabía que no te importaría -(contestaba yo con una mirada de reojo a mi madre).
– Claro que no, claro que no. Aunque necesito que me eches una mano.
Ajá.
Melodramáticamente, Arthur se toco la espalda con sus gruesos dedos y se enderezó. Entonces empezó a sobar el tejido de punto de su rebeca como si fueran las fibras de sus músculos entumecidos.
– Esta espalda tan desastrosa que tengo no ha dejado de dolerme. Ven y verás. Los demás podéis ir entrando -(Nigel siempre se salvaba de faenas como esta gracias a una difusa dolencia pectoral; Mary porque era una niña; mis padres porque eran padres).
A pesar de todo, yo admiraba al muy cabrón. Si la espalda le daba guerra sería porque el cojín de alguna butaca le estaría resultando incómodo. Sabía hacer cosas mejores que ponerse a cavar el domingo justo después de comer. Leer durante media hora la página de espectáculos del Sunday Express era el mayor esfuerzo que había hecho. Pero todo formaba parte de una complicada venganza contra mí en la que Arthur persistía año tras año. Un domingo, cuando yo todavía era un inocente, nos vino con el cuento de que se había caído extenuado en el jardín. Mientras aburría a mi padre hablándole de hortalizas, yo me metí de prisa en el salón para comprobar con la mano la temperatura de su asiento. Tal como me imaginaba, estaba tan caliente como la mierda reciente de una gallina. Cuando los demás entraron en la habitación, solté con toda naturalidad:
– Tío, no puedes haber estado cavando como dices; tu butaca todavía está caliente.
El me miró de arriba a abajo con una mirada de esas que no perdonan y, entonces, con una energía inusitada para alguien que hubiese estado cogiendo coles, se precipitó afuera.
– Ferdinand -le oímos gritar-, Ferdinand. ¡¡FERDINAND!!
En el recibidor se oyeron las pisadas amortiguadas de unas patas solícitas, el gorgoteo de una boca babeante y el ruido seco de una zapatilla golpeando a un perro labrador.
– Y que no te pesque otra vez en mi butaca.
Desde entonces, Arthur siempre me tenía reservado un pequeño pero desagradable trabajo, como darle vueltas a un inaccesible tornillo para dejar salir el aceite gastado de su coche («Ve con cuidado de no mancharte»), arrancar matojos de ortigas («Siento no tener unos guantes mejores, la verdad es que estos tienen bastantes agujeros») o tener que ir corriendo a echar una carta antes de la hora de recogida («Tienes que ir de prisa si quieres llegar a tiempo. ¿Sabes qué? Te voy a cronometrar.» Eso fue un error: me salí con la mía andando tranquilamente, para llegar tarde, y volví corriendo). Esta vez se trataba de un jodido tronco enorme. Arthur había empezado a cavar una zanja muy poco profunda a su alrededor, luego cortó unas cuantas raíces sin importancia y, deliberadamente, cubrió con un poco de tierra una raíz enorme, gruesa como una pierna.
– No creo que tengas problemas. A menos que te encuentres con una raíz central muy gorda, claro.
– Bueno, está la que tú has tapado un poco, ¿no? -dije yo. Cuando estábamos juntos y a solas hablábamos bastante claro. A mí me gustaba él.
– ¿Tapado? ¿Qué quieres decir? ¿Eso? ¿Hay una raíz allí debajo? Vaya, vaya. Quién se iba a imaginar que un tronquito como este tuviera tantas raíces, ¿no? De todas formas, estoy seguro de que un jovencito intelectual como tú será capaz de arreglárselas para arrancarlo todo. A propósito, el pico se sale del mango cada dos por tres. Nos veremos a la hora del té. Empieza a hacer demasiado frío para mí.
Y se largó.
Se me ocurrieron varias formas de demostrar mi incompetencia. Podría llenar-todo-el-lugar-de-tierra (por ejemplo, encima de las lechugas), en-un-arranque-de-entusiasmo. Podría romper-las-herramientas, aunque esto supondría problemas con mi padre. La mejor idea que se me ocurrió -aunque la tuve que abandonar, dado que no pude encontrar una sierra- fue cortar el tronco a nivel de tierra y taparlo otra vez («Oh, lo siento tío, no me dijiste que querías que cavase toda la zona. Pensaba que sólo querías evitar tropezar con él en la oscuridad»).
Finalmente, transigiendo un poco, me decidí por tácticas para ganar tiempo. Cavé un amplio círculo de un radio aproximado de un par de metros alrededor del tronco, al tiempo que cortaba, aquí y allá, algunas ramitas sin importancia, pero sin llegar a amenazar ni remotamente la solidez de la cosa. Trabajé, o hice ver que trabajaba, con el empeño de un maníaco, ignorando que ya eran las cuatro, hasta que finalmente mi tío salió al jardín otra vez.
– No cojas frío -le grité mientras se aproximaba-; si no estás trabajando aquí afuera hace un frío que pela.
– Sólo vengo a ver si ya has terminado. ¡Cristo Todopoderoso, qué coño estás haciendo, animal! -Por entonces había cavado ya una zanja muy ancha y profunda alrededor del tronco.
– Acabando con él, tío -expliqué con tono profesional-. Después de lo que dijiste de la raíz principal, pensé que sería mejor empezar cavando a su alrededor en un radio muy grande y bien hondo. Ya he arrancado todo esto -dije con orgullo, señalando un minúsculo montón de raicillas.
– Vaya Ruskin de mierda estás tú hecho -me gritó mi tío-, condenado intelectual de tres al cuarto. No sabrías ni hacer la o con un canuto ¿eh?
– ¿Está listo el té? -pregunté educadamente.
Después de tomar el té, tiempo que yo pasaba esperando que las galletas de jengibre con nueces que Arthur empapaba en exceso se derramasen sobre su rebeca, iba siempre al garaje para hojear, tranquilamente, lo que yo llamaba material de erección. En aquella época, no sólo soñabas con el sexo durante todo el día; también se te ponía tiesa a la más ligera provocación. A menudo, yendo al colegio, tenía que ponerme la maleta delante de las piernas y conjugar, frenéticamente y para mí, algún verbo latino, intentando aplacar el tumor mientras cruzaba Baker Street. Pequeños anuncios de corsetería para señora, historias apócrifas de circos romanos e, incluso, por el amor de Dios, las Demoiselles d'Avignon: todo funcionaba. Todo me obligaba a tener la mano en el bolsillo del pantalón para hacer reajustes.
La atracción principal del garaje de Arthur eran los montones, perfectamente ordenados y atados, de números atrasados del Daily Express. Arthur Lo Ahorraba Todo. Supongo que empezó durante la guerra, justificándolo con su habitual lógica indirecta. Probablemente pensaba que conservando los periódicos en paquetes ayudaba, de forma un poco más reposada, a colaborar en la victoria. Yo no me quejaba. Mientras los mayores se sentaban a discutir sobre hipotecas y jardinería y averías de coche, mientras a Nigel y a Mary se les «permitía» lavar las tazas, yo me repantigaba como un pachá en la tumbona del garaje de Arthur con tres docenas de ejemplares del Express. «Así es América» era, en mi opinión de connaisseur, la columna más jugosa, con su habitual historia de sexo. Luego venían las críticas de cine, la página de cotilleos sociales (los adulterios de lujo me calentaban bastante), alguna entrega ocasional de Ian Fleming, y los casos de violación, incesto, exhibicionismo o conducta inmoral. Yo absorbía estas versiones de la vida futura con las páginas abiertas encima de las rodillas. Uno no podía dejarse sorprender en situaciones como esta. En cualquier caso, la escena era más confortable que orgásmica. Eso también me proporcionaba un montón de material para cambiar con Gould, cuyo padre siempre le dejaba leer News of the World con la esperanza de evitar tener que explicarle a su hijo las cosas de la vida.
– ¿Qué, va todo bien? ¿Estás cómodo?
El muy cabrón había entrado en el garaje tratando de no hacer ruido. Pero no hay nada como una sorpresa para que pierdas la erección, y, la verdad, no tuve problemas al respecto.
– Perdona que te interrumpa, chico, pero he pensado que no te molestaría echarme una mano para bajar algunas cosas del altillo. Es bastante difícil localizar los clavos que están por el suelo y tú ves mejor que yo.
Una de las cosas que cambiaría cuando Viviéramos Por Nuestra Cuenta sería el tipo de diario que pudiéramos llevar. Uno no escribiría sobre las cosas que no le gusta hacer, sobre lo que quería hacer y no hacía ni sobre los planes para el futuro. En su lugar, escribiría sobre lo que hacía de verdad. Y como sólo se haría lo que uno quisiese hacer, el Libro de los Hechos se parecería al que por el momento era el Libro de las Fantasías, sólo que con un emocionantísimo cambio de tiempo verbal.
– Sabes -recuerdo que le dije a Toni una tarde, tras un poco de Vivaldi («disminución del pulso, aumento de la tolerancia y la benevolencia, sentido cívico, sensación de limpieza cerebral»)-, en realidad no está tan mal ser… comment le dire… joven.
– ¿Nnnooo?
– Bueno, no hay guerra. No hay servicio militar. Hay más mujeres que hombres. No hay policía secreta. Se pueden conseguir libros como El amante de Lady Chatterly. No está tan mal.
– Así que nunca te ha ido mejor, Christorpe. (A Toni le gustaba inventar erratas.)
– La verdad es que no. Creo que la vida por nuestra cuenta será estupenda.
– Puede que tengas razón. ¿Sabes que ya están llamando a esta década los Sexy Sesenta?
– Los descarados Sexy Sesenta. -Casi se te ponía tiesa de sólo oírlo.
– Supongo que todo sucede cíclicamente.
– ¿Qué?
– El sexo, para empezar. También hubo bastante sexo en los años veinte. Probablemente, todo sigue un ciclo. Algo así como: los años Veinte, Treinta, Cuarenta, Cincuenta igual a Sexo, Austeridad, Guerra, Austeridad; los Sesenta, Setenta, Ochenta, Noventa igual a Sexo, Austeridad, Guerra, Austeridad.
Toni arqueó una ceja. Dicho así, no parecía tan grave.
– Lo que nos da -interpreté-, ocho años de descaro y treinta de espera, con la posibilidad de que nos maten en el intervalo. Escalofriante.
– Aun así -dijo Toni, decidido a no darse por vencido-, ¿qué se puede hacer en ocho años?
– ¿A «quién» se le puede hacer en ocho años?
– Limítate a pensar que podría ser peor. Si hubieses
nacido en mil novecientos quince, cuando hubieras estado a punto habría llegado la Austeridad. Después, puede que te matasen. Para cuando consiguieras a alguien tendrías cuarenta y cinco.
– Habría que casarse ¿no?
– Había burdeles para el ejército.
– ¿Y si hubieras estado en la marina?
Nos pareció que la generación de nuestros padres había tenido muy mala suerte.
– Bueno, las cosas son como son.
– ¿Crees que deberíamos tratarlos mejor?
Pero la verdad, las cosas no tomaban el cariz que deseábamos. Cada año, como demostraba mi Libro de Reclamaciones, estaba repleto de los mismos deseos frustrados, los mismos resentimientos corrosivos, las mismas formas de inactividad. Se dice que la adolescencia es un período dinámico, durante el cual la mente y el cuerpo se lanzan, constantemente, a nuevos descubrimientos. Yo no la recuerdo así. Todo me parecía notoriamente estático. Cada año nos proporcionaba un nuevo plan de estudios que se parecía, enormemente, al plan anterior. Cada año más gente nos trataba de usted. Cada año nos permitían quedarnos levantados hasta más tarde los sábados por la noche. Pero ninguna estructura cambiaba. El poder y la irresponsabilidad seguían siendo los mismos. El amor, el temor y el resentimiento permanecían donde siempre habían estado.
– Ocho años, entonces.
Por alguna razón, no parecía mucho tiempo.
Existían unos cuantos temas privados que yo no le comentaba a Toni. Bueno, realmente, sólo uno: el de la muerte. Siempre nos reíamos de ella, excepto en las raras ocasiones en que conocíamos a la persona involucrada. A Lucas, por ejemplo, el que se ponía siempre detrás de la melé en el equipo de rugby de tercero, lo encontró su madre una mañana muerto por asfixia en la cocina. Pero aun así, nos interesaban más los rumores que el hecho mismo de la muerte. ¿Una novia? ¿Embarazada? ¿Incapaz de enfrentarse a sus padres?
Hubo, supongo, una conexión causal entre el origen de mi miedo a la Gran M y la partida de Dios. Pero si fue así, se produjo como un vago intercambio sin que interviniera un proceso formal de razonamiento. Dios, que se mezcló en mi vida sin pruebas ni discusiones una década antes, fue despedido por una larga serie de razones, ninguna de las cuales, sospecho, parecerá del todo suficiente: el aburrimiento de los domingos, los pelotas que se lo tomaban todo en serio en el colegio, Baudelaire y Rimbaud, el placer de blasfemar (arriesgada razón, esta), tener que cantar himnos religiosos, la música de órgano y el lenguaje de los rezos, la imposibilidad de creer por más tiempo que hacerse pajas es pecado y, como remache, un rechazo absoluto a la idea de que los parientes muertos observaban lo que yo hacía.
Así pues, había que deshacerse de todo eso, aunque su pérdida no disminuyera en absoluto el aburrimiento dominical ni la culpabilidad derivada de hacerse pajas. Al cabo de unas semanas, sin embargo, como si fuera un castigo, el poco frecuente pero paralizante horror a la Gran M invadió mi vida. No pretendo que la originalidad caracterice el momento ni el lugar en que se materializaban mis ataques de miedo (cuando estaba en la cama, sin poder dormir), pero sí cierta peculiaridad. Siempre sentía el miedo a la muerte tumbado sobre mi costado derecho, mirando por la ventana a la lejana vía ferroviaria. Nunca ocurría cuando estaba tumbado sobre el costado izquierdo, de cara a la librería y al resto de la habitación. Una vez que empezaba, el miedo no disminuía con el mero hecho de darme vuelta: había que soportarlo hasta el final. Todavía hoy conservo la preferencia de dormir sobre el lado izquierdo.
¿Cómo era ese miedo? ¿Les sucede lo mismo a los demás? No lo sé. Un repentino terror in crescendo que te pilla desprevenido; una imperiosa necesidad de gritar, prohibido en las reglas de la casa (siempre lo hacen), que te hace quedar tumbado ahí, con la boca abierta, temblando de pánico; una debilidad total, que tarda una hora por lo menos en desaparecer; y todo esto como telón de fondo y como síntoma de una imagen central -parte visual, parte intelectual- de la no-existencia. La imagen de unas estrellas en constante retirada, tomada, espero -con la torpe trivialidad del inconsciente-, de los títulos de crédito de una película de la Universal. Una sensación de soledad total dentro del temblequeante cuerpo envuelto en el pijama. Un darse cuenta de cómo el Tiempo (siempre en mayúscula) se perpetúa sin ti por los siglos de los siglos. Y una sensación paranoica de estar atrapado en la situación presente por mediación de una persona o personas desconocidas.
El miedo a morir no significaba, por supuesto, el miedo a morir sino el miedo a estar muerto. Pocas falacias me deprimen tanto como esta: «No me molesta estar muerto. Es exactamente igual que estar dormido. Es el acto de la muerte lo que no puedo enfrentar.» Nada me parecía tan claro, en mis temores nocturnos, como que la muerte no se parecía en absoluto al sueño. A mí no me molestaría en absoluto Morirme, pensaba, siempre y cuando no siguiera Muerto después.
Así como Toni y yo no hablábamos nunca sobre miedos básicos, el concepto de inmortalidad aparecían siempre, con naturalidad, en nuestras discusiones. Como cobayas con sentido de la dignidad, buscábamos salidas. Existía un tipo de supervivencia parcial digna de consideración -una penosa parte de esencia que, como una nube tormentosa, nos rodeaba con viscosidad huxleyana- pero que no nos atraía en exceso. Existía la inmortalidad a través de los hijos, pero observando cómo representábamos nosotros a nuestros padres no podíamos ser demasiado optimistas sobre nuestras posibilidades de supervivencia por sustitución cuando nos llegara el turno. En nuestros furtivos y quejumbrosos sueños sobre la inmortalidad, nos concentrábamos principalmente en el arte.
Tout passe. L'art robuste
Seul a l'éternité.
En ese último verso de Emaux et Carnées todo estaba perfectamente claro para nosotros. Gautier era un héroe, en cierta forma, reconfortante. No se andaba por las ramas. Además, nos parecía un tipo duro, como un jugador de rugby bregado. Tuvo también muchísimas mujeres. Y decía las cosas de forma que las entendíamos sin recurrir a las notas a pie de página.
Les dieux eux-mêmes meurent.
Mais les vers souverains
Demeurent
Plus forts que les airains.
La fe en el arte fue inicialmente una medicina efectiva contra el arraigado dolor de la Gran M. Pero, entonces, alguien me informó del concepto de muerte planetaria. Te podías acostumbrar a la idea de la extinción personal si pensabas que el mundo continuaría para siempre, con generaciones de niños pasmados con la espalda apoyada en los respaldos de sus sillas, murmurando un ahogado bravo mientras tu obra ocupaba la pantalla de una computadora. Pero, entonces, alguien de sexto curso de ciencias me explicó a la hora de comer, que la tierra flotaba inexorablemente dirigiéndose a su estallido final. Esto me hizo cambiar de opinión sobre la solidez del arte. Elepés derritiéndose, las obras completas de Dickens quemándose a 451 grados Fahrenheit, Donatellos reblandeciéndose como los relojes de Dalí. A ver cómo se huye de esa guerra.
O de esta otra. Suponiendo, sólo suponiendo, que alguien descubra una cura contra la muerte. No tendría por qué ser, necesariamente, más improbable que la desintegración del átomo o el descubrimiento de las ondas de la radio. Pero sería un proceso muy largo, como el de la cura contra el cáncer. Y, por el momento, no es eso precisamente lo que los apremia. De modo que se puede estar absolutamente seguro de que si se averigua la forma de retrasar la muerte, será demasiado tarde para nosotros…
O de esta otra. Supongamos que tras nuestra muerte descubren la forma de reconstituirnos. ¿Qué pasaría si una vez desenterrados nos encontraran en un ya excesivo estado de putrefacción…? ¿O si nos hubiesen quemado en un horno crematorio y no encontrasen todas las cenizas…? ¿O si el Comité Estatal de Revivificación decide que no somos suficientemente importantes para ello…? ¿O si durante el proceso de resurrección sucede que una enfermera idiota, vencida por la trascendencia de su tarea, deja caer el frasco de contenido vital y las esperanzas se desvanecen para siempre…? ¿Qué pasaría si…?
Una vez, imbécil de mí, le pregunté a mi hermano si le asustaba la muerte.
– Es un poco pronto, me parece.
El era práctico, lógico, miope. Además tenía dieciocho años y estaba a punto de ir a la Universidad de Leeds para estudiar económicas.
– Pero ¿acaso no te ha preocupado nunca intentar averiguar lo que pasará después?
– Es bastante obvio lo que pasará. Kaput, finito, telón, «the end». -Se pasó la mano rápida y horizontalmente por delante de la garganta-. En todo caso, en estos momentos me interesa más el estudio de la petite mort.
Hizo una mueca, a sabiendas de que no le entendería, aunque se suponía que yo era el lingüista de la familia. No le entendí.
Debí de sobresaltarme, sin embargo, ante su gesto, porque luego me sonsacó, demostrando compasión, todos mis miedos cósmicos personales. Extrañamente no tenían ningún sentido para él, pese a que sólo leía ciencia-ficción y, por tanto, absorbía diariamente historias sobre vidas de larga duración, reencarnaciones, transustanciaciones y cosas por el estilo. Mi propia imaginación, atribulada y exquisita, no podía competir con semejantes fruslerías. Ni con la prosa ni con las ideas. O Nigel tenía una imaginación menos sensible, o entendía el final de su existencia de forma más firme y menos angustiada. Parecía que la vida fuese para él una transacción o un negocio. Era, aseguraba, un viaje en taxi muy divertido pero que, eventualmente, había que pagar. Un juego que no tendría sentido sin un silbato que indicara el final; una fruta que una vez madura ha cumplido su función y debe, necesariamente, caer del árbol. Metáforas muy fáciles y engañosas, me parecía a mí, si las comparaba con una visión de oscuridad total retrocediendo infinitamente.
El descubrimiento de mis miedos le proporcionó a Nigel un enorme placer. De vez en cuando levantaba la vista del número de la revista de ciencia-ficción que estuviera leyendo y, con una expresión de absoluta seriedad, me daba ánimos.
– Aguanta, chico. Si sobrevives hasta el año dos mil cincuenta y siete podrás experimentar la Renovación Corporal.
O algo como Transfusión de Tiempo, Estabilización Molecular, Almacén de Cerebros, entre una docena de cosas que, sospechaba yo, inventaba para meterse conmigo. Nunca se me ocurrió comprobar lo que me decía leyendo las revistas. Después de todo, podría haber un pequeño porcentaje de verdad en todo aquello; o si no, algo distinto que alimentara mi imaginación y mis temores.
A menudo pensaba en Nigel y me preguntaba por qué él parecía tenerlo todo mucho más claro. ¿Se debía a una mayor o menor inteligencia; mayor o menor imaginación; o simplemente a una personalidad más estable? ¿Era, quizá, meramente una cuestión de tiempo y energía: que cuanto más industrioso se es (y él siempre estaba haciendo algo, aunque sólo fuera leer revistillas) se vuelve uno menos melancólico?
Cuando me acosaban las dudas, al menos podía contar con Mary para sentirme mejor. Ella era siempre como un reconfortante tazón de caldo. El recuerdo favorito de mi hermana es el de verla arrodillada en el suelo llorando a moco tendido con una de sus trenzas perfectamente peinada y la otra deshecha: se le había roto la goma y no había ninguna otra en la casa. Se había visto forzada a escoger entre la horrorosa posibilidad de ponerse un lazo, cosa que odiaba porque le parecía cursi, o utilizar la goma que le quedaba para peinarse con una sola trenza por detrás.
Sus arrebatos de llanto eran una de las constantes de mi infancia. El perro tenía una astilla en la pata, ella no entendía el subjuntivo, una amiga suya del colegio conocía a alguien cuya tía había resultado ligeramente herida en un accidente de circulación, el índice de precios subía… cualquier cosa la hacía estallar. A pesar de todo levantaba el ánimo verla desgañitarse llorando, era una manera ruidosa de sentirse mejor. Una vez, cometí el error de preguntarle qué creía que sucedía después de la muerte. Me miró con esa mirada de ayúdame, suplicante y lloriqueante, que ponía a veces. No le di tiempo a abandonar la habitación. Yo mismo salí corriendo.
La vida a los dieciséis estaba estupendamente delimitada y equilibrada. Por un lado, la obligación del colegio, aborrecida y disfrutada. Por otro, la obligación del hogar, también aborrecida y disfrutada. Aparte de esto, había algo vago y maravilloso como el Paraíso celestial: la Vida con mayúscula. A veces sucedían cosas -como las vacaciones- que parecían anticipar la vida aunque, al final, siempre resultaban ser parte de lo que contaba como hogar.
Pero existía un punto de equilibrio en la oscilación entre casa y colegio. El viaje. Una hora y cuarto para ir y una hora y cuarto para volver. Una metamorfosis dos veces al día. En un sitio solías dar la impresión de ser limpio, aseado, trabajador, conservador, responsablemente inquisitivo, partidario de una justa división de la vida entre juegos y trabajo, y de no preocuparte por el sexo ni estar enfermizamente interesado por el arte: el orgullo -aunque, en general, no tanto como la alegría- de tus padres. En otro, salías del vagón como un golfo, arrastrando los zapatos, con la corbata de lado, mordiéndote neuróticamente las uñas, las manos diestras en la masturbación, la cartera por delante para ocultar una erección en receso, gritando merdey maricón y cojones y coñazo, perezoso pero con una sonrisa afectada y confidente, zalamero y solapado, desdeñoso con la autoridad, loco por el arte, emocionalmente homosexual por falta de elección y obsesionado con la idea de los campos nudistas.
Es innecesario decir que uno mismo nunca notaba esa transformación. Ni tampoco la notaba un extraño: en lugar del cambio sólo se veía a un escolar corrientemente aseado, con la cartera sobre las rodillas, repasando una lista de palabras en francés y media página del libro tapada para no ver la solución y que, de vez en cuando, levantaba la cabeza para mirar por la ventana.
Aquellos trayectos diarios eran, ahora me doy cuenta, los únicos momentos en que estaba a mis anchas. Quizá por eso nunca los encontraba largos ni aburridos, a pesar de ir sentado durante años junto a los mismos hombres con trajes a rayas como dibujadas con tiza, mirando por las mismas ventanas las mismas cosas y las mismas paredes de los túneles, repletas de cables negros y polvorientos. Y, por supuesto, todos los días podía uno entretenerse con juegos que nunca fallaban.
El primero era conseguir un asiento: nada más lejos de ser una tarea fastidiosa. Francamente, nunca me preocupó mucho dónde sentarme en el tren, pero me encantaba sentarme donde querían sentarse los demás. Esta era la primera acción subversiva del día. Algunos de los viejos carcamales que se bajaban en Eastwick tenían, de verdad, sus sitios favoritos: vagones favoritos, lados favoritos y un lugar favorito en la rejilla de cuerdas para sus sombreros de hongo. Frustrar sus mezquinas esperanzas era un buen juego no demasiado difícil, ya que no era forzoso jugarlo con las reglas de los adultos. Llevasen trajes a rayitas o a rayotas, siempre se obligaban a sí mismos a conseguir el asiento favorito aparentando no importarles dónde se sentaban, aunque, de tanto en tanto, como por accidente, utilizaban sus anchas caderas y las esquinas metálicas de sus maletines como armas para lograr el sitio deseado. Un niño era, obviamente, una bestia sin normas a quien el autocontrol y las leyes de urbanidad no habían forzado aún a no arrebatar lo que quería (o, realmente en este caso, a no arrebatar lo que le daba lo mismo conseguir o no). Así que mientras esperabas el tren, estabas al acecho mostrando incertidumbre, caminando de un lado a otro del andén para desconcertar a los vejestorios. Entonces, cuando llegaba el tren te precipitabas hacia una puerta o, incluso, saltándote las normas, la abrías violentamente antes de que el tren se detuviera.
Lo mejor que se podía hacer -aunque para eso se necesitaba mucha desfachatez- era birlarle el asiento favorito a uno de esos carcamales para luego, mientras observabas con qué resentimiento se aseguraba otro, levantarte con cara de inocente y dejarte caer en cualquiera de los rincones menos buscados del vagón. Entonces lo mirabas dándote por enterado. Como los mayores rara vez confiesan sus deseos abiertamente, pero saben con absoluta certeza que tú los conoces, matabas dos pájaros de un tiro.
Todos los ardides del viaje se aprendían en seguida. Cómo doblar un periódico verticalmente para poder girar una página entera con comodidad. Cómo aparentar que no veías a la mujer a quien supuestamente debías ceder el asiento. Dónde quedarte de pie en un tren repleto para lograr un sitio apenas comenzara a vaciarse. A qué vagón subirte para bajar en tu parada lo más cerca posible de la salida. Cómo utilizar los túneles supuestamente sin salida como atajos. Cómo viajar con abonos ya vencidos.
Todas estas maquinaciones te mantenían en forma. Pero también se podían vivir experiencias más enriquecedoras.
– ¿No te aburres nunca? -me preguntó Toni una vez que calculábamos cuántos meses y años de nuestra vida habíamos pasado en el metro. El sólo viajaba diez paradas de la Circle Line: un trayecto sin incidentes notables, todo subterráneo, sin riesgo de violación o rapto.
– Que va. Pasan demasiadas cosas.
– ¿Túneles, puentes, postes telegráficos?
– No, otras cosas. Cosas como Kilburn. Es Doré, en serio.
La siguiente tarde que tuvimos libre, Toni vino a comprobarlo. Entre Finchley Road y Wembley Park, a la altura de Kilburn, el tren para sobre una extensa red de viaductos. Por debajo de ella, hasta donde llega la vista, se ven hileras entrecruzadas de decadentes casas victorianas. Sobre cada tejado, media docena de antenas de televisión entrelazadas sugerían una colmena de paredes revocadas. Por entonces pasaban pocos coches por esas zonas y no se venía ningún espacio verde. Un enorme edificio Victoriano de ladrillo rojo y lados regulares se alzaba en el centro del paisaje: si era una escuela gigantesca, un manicomio o un hospital nunca lo supe ni me interesé por saberlo con exactitud. El valor de Kilburn dependía de no conocer pormenores, porque cambiaba según la visión o la mentalidad de cada uno, del estado de ánimo o del día. En una tarde de invierno, al anochecer, cuando la luz blanca de las farolas empezaba apenas a advertirse, se convertía en una visión melancólica y atemorizante, el coto de caza de los asesinos que sumergían a las víctimas en bañeras llenas de ácido. En una mañana clara y soleada de verano, casi sin niebla y con mucha gente a la vista, era como un pequeño y valiente arrabal en plena guerra, casi se esperaba ver a Jorge VI removiendo con su paraguas los pocos restos que quedaban en los solares bombardeados. Kilburn podía sugerir masas pululantes de trabajadores que, como termitas, en cualquier momento pueden subir el viaducto y acabar con los de los trajes a rayas. De igual modo, podía ser la reconfortante demostración de que mucha gente podía vivir en paz aunque estuviera apiñada.
Toni y yo nos bajamos en Wembley Park, cambiamos de andén pasando por el mismo sitio. Luego, volvimos sobre nuestros pasos.
– Dios, hay gente a montones -fue el comentario definitivo de Toni-, allá abajo hay miles de personas, todas a unos cien metros de distancia; sin embargo, con toda seguridad, nunca conocerás a ninguna de ellas.
– Es un argumento contra Dios, ¿no?
– Sí, y en favor de una dictadura ilustrada.
– Y en favor del arte por el arte.
Espantado, se quedó callado un rato.
– Está bien, retiro lo dicho.
– Podrías haberlo pensado antes. Hay otras gentes, pero la mejor es esta.
Toni se subió silenciosamente al próximo tren en dirección a Baker Street para pasar por última vez sobre el puente.
A partir de entonces, no sólo me interesó el viaje sino que estaba orgulloso de él. El hormiguero de Kilburn; las mugrientas y perdidas estaciones entre Baker Street y Finchley Road; los campos de juegos igual que estepas de Northwick Park; la estación de Neasden, repleta de vagones viejos e inútiles; los rostros impasibles de los pasajeros, que se adivinaban tras las ventanillas de los rápidos trenes de Marylebone. De una manera u otra todo valía la pena, gratificaba y aguzaba la sensibilidad. Y ¿qué era la vida sino eso?
Para ti las cosas nunca cambiaban. Esa era una de las reglas principales. Hablabas de cómo serían las cosas cuan do cambiasen: te imaginabas el matrimonio y hacer el amor ocho veces cada noche, y educar a tus hijos de una forma que combinase flexibilidad, tolerancia, creatividad y grandes sumas de dinero. Pensabas tener una cuenta bancada, frecuentar cabarets de striptease, llevar camisas con botones en el cuello y gemelos en las mangas, y lucir pañuelos con tus iniciales bordadas. Pero cualquier amenaza real de cambio provocaba la aprensión y el descontento.
Mientras tanto, las cosas cambiaban sólo para los demás. Despidieron al profesor de natación del colegio por corromper a los chicos en el vestuario («Problemas de salud», nos dijeron a nosotros). A Holdsworth, un simpático bestia de 5.° B, lo expulsaron por verter azúcar en el depósito de gasolina del Humber Super Snipe de un profesor. Los hijos de los vecinos hacían cosas asombrosas, increíbles, como empezar a trabajar para la Shell en el extranjero, poner en marcha viejos cacharros o ir a fiestas en Nochevieja. El equivalente casero de semejantes trastornos fue la primera novia de mi hermano.
Los golpes psíquicos tienen, normalmente, otro origen ¿no es así? ¿Un hijo que crece hasta ser más alto que su padre; las tetas de una hija que desbordan los inciertos límites de las de su madre o dos hermanos que se desean mutuamente? O bien la envidia de pertenencias personales, falta de granos, buenas notas. En nuestra familia había muy poco de todo esto: nuestro padre era más alto y fuerte que ninguno de sus hijos; Mary incitaba más a la compasión que a la lujuria; y los tres hijos teníamos una equitativa cantidad de bienes y la misma mala suerte facial.
La verdad es que, cuando mi hermano consiguió novia, no fue envidia, exactamente, lo que sentí. Fue puro miedo, avivado por un poco de odio. Nigel la trajo a casa, por primera vez, sin que Los Que Se Sientan Enfrente me advirtieran. De pronto, media hora antes de la cena, estaba esa niña allí en medio…, con un vestido más bien llamativo, bolso, pelos, ojos, pintalabios. La verdad es que era igual que una mujer. ¡Y con mi hermano! ¿Tetas?, me pregunté con un pánico repentino. No se podían ver con aquel vestido. Pero aun así, ¡era una chica! Los ojos se me saltaban de las órbitas. También sabía que la timidez de mi reacción no iba a pasarle inadvertida a Nigel.
– Ginny: mi padre. -(Mi madre estaba como una esclava en la cocina para preparar «tan sólo una cena normalita») -. Esta es mi hermana menor, Mary. Este es el perro, esta la tele y esto la chimenea. Oh, y esta -(volviéndose hacia la silla donde yo estaba sentado)- es la silla en que te vas a sentar.
Me levanté, obediente y furioso, intentando esbozar una sonrisa.
– Oh, perdona chaval, no te había visto. Este es Chris. Chris Baudelaire. Es adoptado. No se levanta cuando entra en la habitación una chica que no conoce, pero probablemente no es más que un ataque de esplín.
Adelanté la mano e intenté recuperar el terreno perdido.
– ¿Cómo has dicho que se llama este primor que te has traído? -pregunté, pero en vez de una frase irónica o ingeniosa, me salió torpe y grosera.
– Para ti, Jeanne Duval -contestó él, a pesar de las miradas de advertencia de nuestro padre-. Y la próxima vez, Chris, no tiendas la mano hasta que te la ofrezcan, ¿de acuerdo?
Me volví a sentar en la silla, para dejar constancia de mi agresividad. Nigel «la» sentó a su lado en el sofá. Entonces, les ofrecieron a ambos un jerez. Yo miraba las piernas de la chica, pero no les encontré ningún fallo. No saber qué era lo que buscaba no me ayudó en absoluto. Sus medias también le quedaban perfectas, sin agujeros, con la costura en su sitio y, a pesar de que el sofá era muy bajo, como ella estaba inclinada hacia atrás, no había manera de ver nada (de aquello que yo anhelaba y anhelaba rechazar).
Me pasé toda la velada odiando a Ginny (para empezar qué nombre tan estúpido). La odiaba por lo que le estaba haciendo a mi hermano (algo así como ayudarle a crecer); la odiaba por los cambios que provocaría en mi relación con él (como acabar con los pocos juegos de chicos a los que todavía jugábamos); y la odiaba, más que nada, por ser ella misma. Una chica, un ser de una categoría distinta.
La velada estuvo llena de recuerdos humillantes de mi condición de niño. No me pusieron vino para cenar (tampoco me gustaba, pero eso no tiene nada que ver) y mi vaso de naranjada se burlaba de mí de una manera difícil de soportar. Al principio traté de ignorarlo, pero noté que su color se tornaba más chillón y despectivo a medida que transcurría la cena, hasta que, cuando trajeron un flan del mismo color naranja, parecía un anuncio luminoso diciendo I-N-F-A-N-T-I-L, así que me la bebí toda de un solo trago. Todos mis intentos de establecer lazos de adolescente con mi hermano quedaron sin respuesta. Hablé de las vacaciones, de bromas compartidas y, ¡Dios!, incluso de ciencia-ficción, pero todo fue olímpicamente ignorado. El momento culminante llegó cuando me volví hacia Nigel y empecé:
– ¿Recuerdas cuando nosotros… -Pero no llegué a decir más, pues me interrumpió con forzada ternura:
– Me temo que no, chaval.
Tras lo cual la chica, la Ginny esa, se rió bobamente. ¡Dios, qué detestable era! Apenas la miré en toda la noche y puedo asegurar que no escuché nada de lo que dijo. Hasta ese punto la aborrecí. No hacía más que reírse como una tonta con ojos bovinos, dedicar monerías y hacer la pelota a Los De Enfrente, y proferir artificiosos chillidos de placer en relación a la comida. Ya verás cuando se lo cuente a Toni. La íbamos a hacer picadillo.
– Anoche, mi hermano trajo a casa a su nueva adquisición -le solté a Toni como por casualidad, mientras nos bebíamos un vaso de leche en el recreo con nuestra habitual y afectada desaprobación de gourmets (nunca se sabía con seguridad si alguien estaba mirando). Frunció las cejas y parpadeó. Aquí empezaba el examen A.C.T.
– ¿Alma?
– No, carencia absoluta, creo. No más que la mayoría, vamos. Me pareció de lo más frívola.
– ¿Cuitas?
– Bueno, conseguí sonsacarle que su padre había muerto, pero cuando le pregunté si había sido un suicidio todos pretendieron sentirse exageradamente epatados y me hicieron callar. Le estuvo haciendo zalemas a mi madre como una perra en celo que, por supuesto, puede significar que la suya la zurraba mucho de niña.
– Sí, o tan sólo que quería darle jabón.
– De todas formas, ya sabrá lo que es la C.
– ¿Cómo?
– Saliendo con mi hermano.
– ¿Crees que ya se la ha tirado?
– Ella se sentó a su lado en el sofá.
– ¿Marcas de carmín en el cuello? ¿Cabellos en la americana? ¿Intercambio de miradas?
– Todo negativo. No teníamos la tele puesta, por desgracia. Intenté convencerlos de ver Wells Fargo, pero a nadie le apetecía.
Toni y yo habíamos ideado una infalible prueba televisiva. Nadie puede contemplar un beso -al menos un beso prolongado, untuoso y penetrante- sin demostrar, de alguna forma, lo que siente. No era una observación que pudiera hacerse directamente, pero sentándose cerca de la tele para ver los reflejos en la pantalla, por lo general, podías descubrir reacciones bastante torpes: mi hermano cruzaba las piernas, mi madre se ponía a contar puntos de ganchillo afanosamente. Si se quería mejorar el enfoque, había que confiar en ardides más peligrosos, como levantarse repentinamente a buscar un zumo de naranja, o acercarse a la mesa para coger el Telesemana. Luego, volviéndose súbitamente, era posible descubrir la palpitante nostalgia (de mi padre), el turbador hastío (de mi madre), el interés técnico (de Nigel), o la quejumbrosa perplejidad (de Mary). Los invitados, si los había, eran igualmente transparentes, a pesar de la obligada formalidad de las circunstancias.
– ¿Tetas?
La última parte de la tríada. Aquella a la que dedicábamos toda nuestra mundana capacidad de percepción.
– Ni rastro. Si acaso -y estoy siendo generoso- un par de verruguitas.
– Ah.
Toni desarrugó el ceño, satisfecho y aliviado. Después de todo, no se había perdido nada.
Toni y yo pasábamos mucho tiempo aburriéndonos juntos. No aburriéndonos el uno al otro, por supuesto (estábamos en esa edad irrecuperable en que los amigos pueden ser odiosos, pesados, desleales, estúpidos o tacaños, pero nunca aburridos). Los adultos eran aburridos, con su racionalidad, su deferencia, su negarse a castigarte tan severamente como sabías que te merecías. Los adultos eran útiles porque eran aburridos: constituían verdadera materia prima, sus reacciones eran predecibles. Podían ser sentimentales y bonachones, o avinagrados y malignos, pero siempre predecibles. Te hacían confiar de antemano en la entereza de carácter.
– ¿Qué te gustaría ser hoy? -nos preguntábamos a menudo Toni y yo.
Esto era una negación directa del estatus de adulto. Los adultos siempre eran ellos mismos. Nosotros, a fuerza de oírlo decir, todavía no habíamos crecido, aún no estábamos formados. Nadie sabía qué «llegaríamos a ser». Podíamos, al menos, intentar unas cuantas demostraciones por nuestra cuenta.
– ¿En qué vas a cuajar?
– ¿En jalea?
– ¿En luz?
– ¿En cadete de Sandhurst?
Todavía no nos habíamos convertido en nada. Ser proteínas era nuestra única forma de consistencia. Todo tenía justificación. Todo era posible.
– ¿En qué podemos convertirnos hoy?
– ¿Por qué no somos hinchas del equipo de rugby?
Era una idea seductora. Siempre estábamos buscando en nuestro interior distintas facetas de la personalidad, y por eso era divertido probar algo que nos resultara del todo ajeno. El director procuraba, continuamente, convencer a los niños para que perdieran su valiosa tarde del sábado yendo a apoyar al equipo de rugby. Especialmente en partidos que se disputaban en campo contrario, cuando la presión de siete u ocho padres del equipo local aullando por el triunfo de los suyos, más la desorientación que suponía el viaje en tren a un terreno desconocido, era más que suficiente para hundir la moral de nuestro inseguro equipo. En esta ocasión, Toni y yo nos dirigimos a presenciar el partido entre nuestro colegio y Merchant Taylors, cuyo campo estaba apenas a diez minutos en bici de Eastwick.
– ¿Cómo vamos a portarnos? -pregunté-. ¿Limpiamente o haciéndonos los listos?
– Vale más no pasarnos de listos por si Telford nos acusa.
– Cierto.
– Limpiamente, pero sin exagerar.
– No te preocupes.
Telford era el animal que dirigía el equipo; un tirano con gabardina de gángster, que conducía la furgoneta Singer Vogue cuando se jugaba lejos, y cuyos incansables alaridos: «¡Los pies, los pieeeees!» cruzarían el campo de juego, endurecido por la escarcha, de un extremo a otro. -Habrá que ponerse lejos de ese acusica.
– Sí. Creo que será mejor que nos portemos con toda lealtad al principio, exagerando el entusiasmo, corriendo de un lado a otro del campo, agitando pañuelos y gritando los resultados por si se les olvidan. Luego, cuando comiencen a perder, continuamos exactamente igual. De este modo, poco a poco, se convertirá en pitorreo, pero el acusica no podrá implicarnos.
Parecía un plan infalible. Nos colocamos en la línea de fondo donde había menos gente y empezamos a aullar y dar vivas, mientras nuestro equipo, incapaz de hacer un placaje, jugaba torpemente, perdía balones, se ponía fuera de juego, pasaba la pelota hacia adelante a unos centímetros de la línea de avance y, al mismo tiempo, empujaba la melé en dirección contraria.
– Mala suerte, muchachos.
¡No los dejéis pasar!
¡Duro y abajo, tíos, duro y abajo!
– ¡Al ataque, al ataque! ¡Adelante, adelante! ¡Pies, pies! ¡Oooooh, mala suerte! ¡Venga, ahora es la vuestra!
– Sólo os ganan por treinta puntos. ¡Ya os desquitaréis en el segundo tiempo!
– ¡A por todas! ¡A muerte!
Este último era el más ruin de todos los gritos. Cada vez que la pelota salía disparada por los aires y una débil tentativa desde el medio campo pretendía querer recogerla al rebote cuando, en realidad, lo que hacía era vigilar con recelo al pelotón de delanteros enemigos que venía avanzando, nos desgañitábamos más. Si el jugador no se lanzaba sobre la pelota era manifiestamente un cobarde. Si la recogía y chutaba al instante, antes de que el enemigo cargara sobre él, seguía siendo manifiestamente un cobarde. Si se lanzaba sobre ella tenía todos los números para que, con las técnicas primitivas de las melés que se aprendían en el colegio, lo dejaran cumplidamente lisiado. Lo mejor de todo era conseguir que se tirara al suelo demasiado pronto, contemplar cómo lo pisoteaban bien y ver cómo el árbitro señalaba falta porque no había soltado la pelota al tirarse.
A medida que transcurría el partido, mientras el viento a favor hacía que todos los pases del equipo del colegio resultaran excesivamente largos, el enemigo duplicó con facilidad su ventaja. Toni y yo pensamos que era una pena no tener a nadie del calibre de Camus o Henri en nuestras filas. Poco a poco nos dimos cuenta de que nuestro equipo empezaba a jugar en el otro lado del campo. Sus puntapiés se dirigían invariablemente donde no debían y lo mismo sucedía con los pases. En un momento dado, durante una de las escasas acciones a ciegas que sucedieron cerca de donde nosotros estábamos, el que sacaba de banda (N.J. Fischer, persona poco cultivada) decidió ignorar una clara oportunidad para chutar, y pateó la pelota desde muy cerca, contra nosotros. El balón pasó entre los dos, a una altura que podría haber sido nuestra perdición, para caer treinta metros más allá. Ni Toni ni yo nos ofrecimos para recoger el balón. Lo que hicimos fue quedarnos allí, a cinco metros de la alineación jadeante, ofreciéndoles contundentes y sesudos consejos.
– ¡A por ellos, muchachos!
– ¡A esta altura para qué vais a chutar!
¡Es el momento de apretar!
– A completar los ochenta minutos. ¡Es la última oportunidad!
– ¡A saco!
– Mala suerte, eh. Pero ahora duro con ellos, ¡duro!
¡Ahora es la vuestra!
¡Duro y abajo, duro y abajo!
¡No les deis respiro! ¡A rematarlos!
Cuando sólo quedaban cinco minutos pensamos sabiamente que ya habíamos visto lo mejor del partido. Tras un «¡Animo!» final nos largamos. Pasarían dos días antes de que viéramos a nadie del equipo.
Mientras volvíamos a casa en bicicleta, la tarde se iba cerrando. Jirones de neblina colgaban, prometedores, de los setos de laurel. A lo largo de Rickmansworth Road, una de cada tres farolas vacilaba y brillaba con renovado ardor. Al pasar bajo cada parche de luz anaranjada, evitábamos mirarnos el uno al otro; ya era bastante desagradable contemplar nuestros dedos marrones sobre el manillar.
– ¿Crees -reflexionó Toni-, crees que habría que llamar a lo de hoy un épat?
– Bueno, eran todos unos cochinos burgueses, de eso podemos estar seguros.
– ¿Pero crees que se dieron cuenta de que nos estábamos pitorreando?
– Me da la impresión de que sí.
– A mí también.
Yo siempre estaba dispuesto a proclamar tantos épats como fuera posible. Toni, por su lado, tendía a ser más escrupuloso.
– Aunque creo que es demasiado presumir pensar que se van a poner a reflexionar sobre lo que intentábamos enseñarles acerca de la ética del deporte.
– ¿Se puede hablar de «épat» cuando la víctima no se entera?
– No lo sé. -Yo tampoco.
Seguimos pedaleando. Ahora, dos de cada tres farolas arrojaban su luz irreal.
– ¿En qué crees que acabarán todos ellos?
– En unos pobres infelices. Serán todos directores de banco, supongo.
– Todos no serán directores de banco.
– No sé, qué quieres que te diga. No hay nada que asegure lo contrario.
– No, tienes razón. -Toni se entusiasmó-. ¡Eh! ¿Qué te parece? ¿Qué te parecería si todos los del colegio, menos nosotros, se hiciesen directores de banco de mayores? ¿No sería estupendo?
Sería magnífico. Sería perfecto.
– ¿Y cómo acabaremos nosotros?
Solía dejar que Toni opinase sobre los temas del futuro.
– Nos veo -contestó- como artistas becados en una colonia nudista.
Eso también sería magnífico. Perfecto.
Continuamos pedaleando hasta Eastwick. Nos quedaban muchos temas pendientes; la venda en los ojos y («Aguas cristalinas. ¿El laberinto de Hampton Court? Ganas de mover los hombros. Un cosquilleo, como si acabases de recibir una transfusión de sangre. Orq. de Cámara de Stuttgart/Münchinger») vamos con Bach.
Las cosas.
¿De qué forma se rememora más vividamente la adolescencia? ¿Qué es lo primero que se recuerda? Cómo eran los padres; una chica; el primer estremecimiento sexual; el éxito o el fracaso escolar; alguna humillación todavía inconfesada; felicidad; infelicidad; o, quizá, una acción trivial que, por primera vez, revela en qué se convertirá uno más adelante. Yo recuerdo cosas.
Cuando miro hacia atrás siempre me veo sentado sobre la cama al final del día, demasiado somnoliento para ponerme a leer, pero demasiado despierto para apagar la luz y enfrentarme a los tentaculares temores de la noche.
Las paredes de mi cuarto son de color gris ceniza, un color apropiado al Weltanschauunglocal. A la izquierda, la estantería con mis libros de bolsillo, todos ellos (Rimbaud y Baudelaire al alcance de la mano) forrados amorosamente con plástico transparente. Mi nombre está escrito en el extremo superior de la parte interior de todas las portadas, para que el forro, doblado varios centímetros, cubra las decisivas mayúsculas de CHRISTOPHER LLOYD.
Esta estratagema evita que se borre el nombre y, en teoría, el robo.
A continuación, mi mesa. Una alfombrilla de lana tejida; dos cepillos tan repletos de pelos que los tuve que abandonar en favor de un peine; calcetines limpios y una camisa blanca para el día siguiente; un caballero medieval de plástico azul, construido con un juego de piezas que me regaló Nigel unas navidades, dejado a medio pintar; y por último, una cajita de música que hago sonar continuamente, aunque no me guste su espantosa melodía suiza; sólo la pongo en marcha por la forma, fatigosa y difícil, con que suena cuando se termina la cuerda y las barritas percutoras se tensan para golpear el metal.
Una pared gris, con un póster de la versión más gris de la Catedral de Rouen de Monet que siempre se enrolla. Mi tocadiscos Dansette, con unos cuantos discos para los experimentos, a su lado.
A la derecha un armario, que se puede cerrar pero que nunca cierro. En el fondo, se amontonan a propósito papeles, sombreros para las vacaciones, pelotas de playa desinfladas, vaqueros antiguos que ya no me pongo y ficheros de segunda mano, todo amontonado para ocultar un par de cosas de gran valor (un ejemplar de Reveille-un semanario con fotos de mujeres semidesnudas- y una o dos cartas de Toni) que espero no sean descubiertas. También en el armario, las dos americanas del colegio, mis pantalones grises favoritos, mis segundos pantalones grises favoritos, mis terceros pantalones grises favoritos y mis pantalones de jugar al cricket. Cuando cierro la puerta, media docena de perchas metálicas campanillean, recordándome las distintas prendas que no tengo.
A continuación, una silla cubierta por un montón formado con la ropa que me he puesto ese día. Apoyada en la silla, una maleta sobre la cual, de vez en cuando, pego adhesivos mentalmente. Las pegatinas indican distintas generaciones de viajes, las hay mugrientas y hechas jirones. Todas implican l'adieu suprême des mouchoirs. Puedo irme. Me iré. Mientras la maleta no tenga etiquetas todo está por llegar. Un día, yo mismo pegaré las etiquetas de verdad. Todo llegará.
Por último, mi mesita de noche, sobre la cual está el único objeto que procede del extranjero: la lamparilla. Un grueso frasco de vino forrado de mimbre de plástico que un primo andariego nos trajo desde algún lugar de la costa portuguesa, y que me ha tocado a mí pues a mi hermana no le gustaba. Mi reloj de pulsera, que no me gusta porque no tiene segundero. Un libro forrado de plástico.
Objetos con el aroma de todo lo que sentía y esperaba. Y aun así, objetos que sólo a medias había deseado o planeado poseer a medias. Algunos los escogí yo, otros los escogieron por mí, otros recibieron mi aprobación. ¿Es eso tan extraño? ¿Qué otra cosa se es, a esa edad, sino una criatura que en parte desea, en parte consiente y para la que en parte se elige?