39131.fb2
Este collar tiene mucho valor. Mi madre lo llevaba puesto en su noche de bodas. Larga, interminable. Ella esperaba, adornada con sus alhajas, rodeada de las negaffas, las damas de compañía que dirigen el protocolo de la ceremonia. La fiesta se celebraba en las dos casas. La familia de la novia esperaba. La del novio se preparaba para ir a raptar a la novia. El tiempo se estaba haciendo muy largo. La novia tenía sueño, se le cerraban los ojos. El cansancio del hamam, la tensión en el ambiente, además del miedo, miedo y curiosidad por descubrir al hombre, su hombre para toda la vida, pues en esas familias no existe el divorcio, uno se casaba para toda la vida, se llevara bien o no el matrimonio.
La novia espera y cuenta sus años, sus meses. Hace el cálculo varias veces. Quince años y siete meses o bien dieciséis años y algunas semanas. Le han dicho que ella tiene cinco años más que su hermano, entonces tengo quince años y medio, la regla me vino hace cinco, me dijeron que me había llegado demasiado pronto, tenía diez años, así que ahora tengo quince…
Hace la cuenta para no quedarse dormida. Las alhajas alquiladas a las negaffas pesan mucho, el caftán bordado pesa mucho, el maquillaje también le pesa, el aire que respira le pesa, el ruido que llega de la fiesta la tranquiliza. Ella está lista. Lista para tomar la mano de su hombre, ese desconocido, ese joven de buena familia, ese hombre del que no conoce ni la cara ni la estatura, un hombre hecho para ella, elegido por los padres, por consenso entre gente de bien, ella espera, incómoda en sus flamantes zaragüelles, envuelta en todos esos atuendos de gala, espera sin saber qué va a pasar. Imagina, hace un esfuerzo para ver a ese hombre en una desnudez que se inventa, no se atreve a ir más lejos, tiene miedo, tiene sed, no tiene hambre, necesita hablar con alguna amiga casada para que le cuente qué va a pasar.
Hacia las tres de la madrugada, llega la mayor de las negaffas, una mujer que impone por su peso, por su autoridad natural y por su mirada que hace bajar la de las jovencitas: «Hija mía, sabes lo que te espera, es mi deber iniciarte y darte algunos consejos precisos y prácticos; tu hombre entrará a la dajxuxa, a la alcoba nupcial, tú te levantarás, avanzarás hacia él, con los ojos bajos, nunca levantes la mirada ante él, y le besarás la mano derecha; no se la agarres, la sueltas y regresas a sentarte en la cama. Mientras él se quita la chilaba, el yabador y los zaragüelles, tú esperas a que él te dé la orden de desnudarte, en una esquina del cuarto poco iluminada te retiras las alhajas, luego el caftán, te quedas con el chamir blanco y también con tus zaragüelles, tu hombre será quien te los quite. Y ojo, nada de gritos, nada de llanto, es un momento histórico en tu vida, por primera vez un hombre va a tocar tu piel, deja que lo haga, sé obediente y dulce, no tienes que estar tensa. No temas, él intentará penetrarte, tú debes abrir bien las piernas, no pensar en nada, al principio duele, si le cuesta entrar en ti, toma esta pomada, escóndela bajo la almohada, te untas un poco en los labios de la vulva para facilitar que te penetre, cuando él esté en ti, retenlo con los pies que apretarás contra sus nalgas, déjalo moverse, no pienses que esta noche vas a tener placer, olvídalo, hija mía, necesitamos la mancha de sangre en tus zaragüelles blancos, si te duele, no grites, domínate, toma, acepta y, sobre todo, demuéstranos que eres virgen, una hija de una gran familia, una hija que lleva la honra de esta familia y enrojece de orgullo sus mejillas, eso es todo, hija, la primera vez cuesta, pero después, cuando la herida se calme, cicatrice, no dejarás más a tu hombre».
La fanfarria, los gritos de alegría y las albórbolas anuncian la llegada de la familia del novio. Todo el mundo canta: «¡Él ha llegado, la ha raptado y no la ha dejado, os juro que no la ha dejado, la ha raptado y no la ha dejado…!».
En ese momento, las negaffas presentan a la novia adornada con alhajas brillantes y reclaman dinero para que su familia la entregue. Las negaffas dicen en el mismo tono: ¡aquí la tenéis como rehén, venid a liberarla, aquí está, hermosa y bella, pero os necesita para cambiar de estado, aquí está el encanto, la hermosura y la prudencia, los dátiles adornados de misterio, la finura y la elegancia, la dulzura de las palomas, la fragilidad de los juncos, el encanto y la hermosura…!
Entonces, la madre se adelanta y desliza un billete en el cinturón de la decana de las negaffa, seguida por el padre que deja otro billete, luego, el resto de la familia, hasta que ellas consideran que el precio del rescate es suficiente.
La despedida. Mi madre llora. Su madre llora. Las criadas lloran. El ruido se hace insoportable. Hay que detenerlo, la noche pesa en el corazón de esta joven alaroza, raptada por un hombre, un forastero, alguien que va a poseerla, hacerla su esposa y quizá, feliz.
El cortejo abandona la casa. Mi madre sigue con los ojos bajos. Cree que se va a desmayar en medio de tanto estruendo. El hombre la coge de la mano. Sólo hay que recorrer dos calles. Ella camina, apoyándose en él. Es la primera vez que la mano de un hombre aprieta la suya. Ella no piensa, no piensa en nada, sigue caminando, presa de miedo. Aún siente en sus oídos la música andalusí que ha sonado durante la tarde, interpretada por la orquesta del maestro El Bhiri; recuerda a los alfajemes, los barberos que hacen también las veces de camareros; oye ruidos de todo tipo; sigue caminando sin saber qué le espera.
Está aturdida, siente un nudo en la garganta, las manos húmedas, ¿y si le da un ataque de pánico y sale huyendo como le ocurrió a su prima hermana, que se escapó cuando el hombre le había quitado sus zaragüelles y su sexo había avanzado hacia ella como un palo? Es una historia que la familia cuenta entre risas. Su madre la alcanzó, le dio un cachete y la devolvió a la alcoba nupcial custodiada por las negaffas.
No, ella no saldrá huyendo, se someterá, dejará que pase todo, en cuanto la sangre manche la sábana, se levantará y se esconderá detrás de las cortinas. Sueña con sus muñecas hechas con trapos y cajas de cerillas. Sueña con las vacaciones en la montaña, en Ifrán, en casa de su tío, piensa en Alí, el primo que le gasta bromas, con el que jugó a los novios cuando tenía siete años, piensa en sus padres, en lo que dirá la gente. Cierra los ojos y abre con esfuerzo los muslos. Aprieta las mandíbulas. Ni una palabra, ni un grito. Se desmaya. Se ausenta. Ya no está allí, en esa alcoba perfumada con agua de azahar y almizcle, custodiada por las negaffas, está lejos, en los campos de trigo, salta de una azotea a otra, vuela por encima de Fez hacia el azul del cielo; siente como una mordedura, un escozor, y luego un líquido caliente deslizarse por sus muslos.
Al día siguiente se celebra el sbohi. Todo ha transcurrido bien. Es lo que dicen. El marido ha mandado a su familia política unas bandejas repletas de frutos secos: señal de satisfacción.
Mi madre no me contó su boda. Mantuvo el misterio; esas cosas no se cuentan a los hijos; mi abuela me había comentado algo cuando yo era pequeño.
El día después del sbohi, tras la segunda noche, a mi madre, como a todas las jóvenes recién casadas, la puso a prueba su suegra: un chico de los recados le llevó tres grandes sábalos, esos peces migratorios que nadan río arriba por el Sebú en primavera, de mil y una espinas, con un sabor especial, conocido por lo difícil que es guisarlo.
Mi madre se remangó y se instaló en la cocina donde nadie debía ayudarla. Pasó toda la mañana limpiando los tres pescados y luego los puso a marinar en una salsa a base de cilantro, comino, pimentón dulce y una pizca de pimentón picante, ajo, sal y pimienta. Una parte del pescado la guisó en un tayín y otra la frió.
Hacia la una de la tarde, las dos fuentes fueron enviadas a la familia política, acompañadas de una gran bandeja de dátiles carnosos y una cesta de fruta.
Ese día, mi madre no comió. No tenía apetito. Esperaba el regreso de las fuentes. Hacia el final de la tarde, una negaffa entró en la casa entonando la invocación al Profeta seguida de albórbolas. Las fuentes habían regresado con regalos. Por fin mi madre había aprobado el examen. Su suegra ya no debía preocuparse: su hijo estaría bien alimentado.
Al séptimo día, las dos familias se reunieron, en confianza y contentas. El marido se llevó a su esposa a vivir a una casita junto a la de sus padres.