39131.fb2
Mi madre fue siempre muy coqueta. Nunca se vistió con colores oscuros. Le encanta el blanco, el amarillo claro, el beige. Para ella, los colores deben ayudar al corazón a latir. No hay que ennegrecer las cosas. Un color suave es apertura hacia la vida. Dedicaba especial cuidado a elegir sus pañuelos. Tenía muchos. No recuerdo haber visto a mi madre con la cabeza descubierta, la melena al aire. En una ocasión, estando ella en la clínica, dormida, el pañuelo se le escurrió y dejó ver parte de sus canas. Miré para otro lado. Habría desaprobado que vieran su cabello.
No le gusta estar en una habitación poco iluminada. Reclama la luz. Dice: «La luz abre los corazones y los serena. Es señal de regocijo. Es señal de generosidad». Uno de mis tíos era muy ahorrativo, digamos avaro. Unas cuantas velas habrían bastado para iluminar su casa. Vivía escondido, su mujer también temía la claridad y la luz. No se mostraban a pleno día, obsesionados por el mal de ojo. Vivían, pues, en una semiclandestinidad. Para ellos, la mirada de los demás sólo podía ser dañina. Por ello: nada de luz. Mi madre evitaba ir a visitarlos a su casa, aunque respetaba sus rarezas y su tacañería. Cuando ellos venían a la nuestra, les sorprendía ver tanta luz. Mi tío decía: «¡Es un derroche, no hace falta tantas bombillas encendidas para verse!».
Aunque no le gustaran las personas avaras, mi madre nunca las juzgaba. Decía: «Que cada cual viva como quiera, aunque prefiero no codearme con gente que piensa que el dinero es más importante que las personas. Para nuestros antepasados, el dinero era desperdicios del tiempo, barreduras de la vida. ¡Los que lo amontonan deberían saber que en un ataúd no hay sitio para las cuentas bancarias!». No le daba importancia al dinero, sólo lamentaba no tener más para vivir mejor.
Es ingenua y no tiene sentido del humor. Le gusta reírse pero interpreta todo al pie de la letra. Mi padre se metía con ella. Él manejaba con destreza el humor y la ironía. Algunos miembros de la familia lo apreciaban por esa habilidad, otros lo temían y se alejaban de él. A mi madre no le gustaban las bromas de mi padre. Hoy las evoca y añora: «Tu padre no fue justo conmigo, me hizo sufrir, pero no era mala persona. Trabajó toda su vida y, a diferencia de sus amigos, no triunfó en los negocios. Estaba amargado y envidiaba la fortuna de los demás. No me gustaba esa actitud. A veces hería la sensibilidad de la gente, no se daba cuenta de que sus indirectas y su ironía podían ofender. Luego se sorprendía del mal humor de algunos o de la frialdad que le manifestaban. Decía en voz alta todo lo que pensaba. Nunca se quedaba callado. A mí eso me violentaba. Algunas personas venían a visitarme a casa cuando sabían que él estaba de viaje. Preferían no enfrentarse a él. ¡Qué lengua tenía, qué inteligencia! Pero ¿para qué sirve la inteligencia si es agresiva y sin sensibilidad?».
Mi hermano mayor va a verla dos veces por semana al caer la tarde. Es muy cariñoso. Como dice ella: «Me cubre de besos». Está pendiente de la salud de mi madre. Él también está enfermo. Le habla de sus males, de los problemas con sus hijos. Ella lo escucha y no lo juzga. Es un hombre delicado y culto. Un buen musulmán, moderado, no soporta el fanatismo y los integrismos. Vive retirado. A mi madre no le gusta el tipo de vida que lleva. Lo piensa pero no se lo dice. Hubiera deseado verlo feliz, generoso, abierto a los demás, menos angustiado. Pero su presencia la reconforta. A veces lo confunde conmigo o con mi otro hermano, pero en cuanto se da cuenta, le pide disculpas; sabe que sienta mal. Pero nadie le reprocha nada. Todos somos conscientes de que su enfermedad le juega malas pasadas. En sus momentos de lucidez, pone las cosas en claro: «¡No os creáis que me he vuelto loca! La culpa la tienen esas medicinas que llevo tomando desde hace treinta años, me han destrozado la mente. Calculad: casi diez píldoras diarias desde hace treinta años, ¿cuánto es? ¿Una tonelada? ¿Dos? ¡Como para destruir a un batallón! Por eso, si no os reconozco enseguida, no lo toméis a mal, es el efecto de mis amigos-enemigos, pues las medicinas me han salvado y al mismo tiempo han destruido algo en mí».
Cuando ella estaba en la clínica, y la muerte rondaba su habitación, un primo nuestro sugirió que la lleváramos a casa. «Es mejor que se apague en su casa». El comentario me recordó uno de sus deseos: «Si muero fuera de mi casa, os pido que no me hagáis pasar la noche en el frigorífico». Mi padre, que falleció por la tarde, pasó la noche en la morgue, y, a la mañana siguiente, hacia las ocho, una ambulancia trajo el cuerpo a casa. Aquella noche fría había roto el corazón de mi madre. Hablaba de ello a menudo. Una vez intenté explicarle que la muerte es la ausencia de sensibilidad, ella insistió en que no dejáramos que su cuerpo, incluso privado de sensibilidad, pasara la noche en un frigorífico. El día en que le anunciamos la muerte de nuestro padre, nos preguntó: «¿Dónde está?». Mi hermano le contestó: «En la clínica, en la morgue». «¿Quieres decir en el frigorífico?». «Sí, en el frigorífico, es lo normal». Pasó aquella noche en vela. Se vistió de luto blanco, cogió el rosario y no paró de rezar. Debió de pensar toda la noche en su marido. Creo incluso que nunca pensó tanto en él. Quizá se identificó con él, experimentó el frío en su lugar, en aquella cámara helada, y sintió escalofríos y náuseas. La muerte no es sólo la ausencia de sensibilidad, es también el pensamiento de la nada, de lo que ya no está y de lo que se nos acerca de manera inexorable. Desde aquella noche, su obsesión es que no la metan en el frigorífico.