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Esta mañana está sonriente, ha pedido un espejo y carmín para los labios. «¡Date prisa, apúrate, Keltum, los tres vienen a comer! Se han conocido en Muley Idris, en la oración del viernes y decidieron venir a casa a comer un guiso de mruzía, es mi especialidad, date prisa, Keltum, tráeme la olla. ¿Has dejado marinar la carne? No te olvides las siete especias, se hace tarde…».

Keltum le pregunta por curiosidad quiénes son las personas invitadas a comer. «Pues mis tres maridos, sí, los tres están aquí, en Fez, después de la oración del mediodía van a venir a casa y no tengo nada listo, estoy preocupada, qué vergüenza, no hay nada preparado, ¿qué voy a hacer, qué les voy a decir?».

Por suerte, al rato se olvida. Recupera su rutina diaria, pide sus medicinas, protesta por la lentitud de Keltum, se coloca bien la ropa y evoca con nostalgia los tiempos en los que era elegante y guapa. Luego, azuzada por el demonio, vuelve a ser presa de la confusión:

– Ayer por la noche, antes de quedarme dormida, abrí la maleta y conté mis vestidos y mis caftanes. Tenía siete. Los puse aquí, junto a la almohada. Quería dormir sabiendo que mis bienes estaban cerca, al alcance de la mano. Por la mañana, habían desaparecido. Sí: desaparecido. Estoy rodeada de gente mala, de ladronas. No hay rastro de mis vestidos ni de mis caftanes. Keltum los ha debido de vender en el mercadillo de ropa usada, como hace con las medicinas, sobre todo, las que son caras, las roba y las revende. No tengo pruebas pero conozco la avaricia de estas campesinas. Nunca tienen bastante. Son envidiosas. ¿Ves, hijo? En cuanto te vas, hacen lo que les da la gana; me dejan sola, grito, grito y no me contestan. No puedo decirles nada. Por cualquier tontería son capaces de dejarme plantada y marcharse. Y eso me asusta. Tú, que me comprendes, haz algo para que no me abandonen. Bueno, ¿dónde estarán mis zapatos?

– Tienes el pie enfermo, yemma, llevas una venda, no te cabe en el zapato.

– No, lo que yo quiero es ver si no me han vendido los zapatos.

– Nadie te ha vendido nada.

– Ah, ¿sí? Estoy cansada. Dame algo de dinero para comprar… ¿qué tenía yo que comprar? Se me ha olvidado. ¡Dios mío, tengo la memoria perdida, olvido todo. Tu padre se metía conmigo y me decía que yo era incapaz de recordar lo que habíamos cenado la víspera. Exageraba, aunque a veces me olvidaba de las cosas.

Keltum no ha conseguido satisfacer su curiosidad. Por la tarde, a la hora del té, le pregunta: «¿Es verdad que tuviste tres maridos?». «No lo sé. Me duele el pie, necesito un calmante y tú me hablas de boda, no, ya he decidido que no me caso más.»No me caso más; no me caso más…».

El barrio del Diwán es el más activo de la medina de Fez. Allí están concentrados todos los comercios. Allí, Muley Abdeslam, el tío de mi madre, conoció a mi padre y se convirtió en su mejor amigo.

Mi padre se dedicaba a la importación de especias al por mayor, cajas y sacos de yute que llegaban al Diwán a lomos de mula. Semillas de cilantro, comino de África, azafrán de España, jengibre de Asia, pimentón dulce, pimentón picante, pimienta blanca, pimienta negra, té de China, té verde, té negro… A Muley Abdeslam, que vendía babuchas, le gustaba ir a su tienda a oler las especias; ayudaba a mi padre a colocar la mercancía mientras charlaban. Así fue como se enteró de que mi padre no era feliz con su mujer porque no le daba hijos.

– ¡Necesitas una mujer, una auténtica, una mujer que ya haya tenido hijos!

– No es fácil, Muley Abdeslam, ya no está mi madre que me hubiera podido buscar una nueva esposa, así que sufro en silencio.

– ¡Hay que encontrar una solución, querido amigo!

– ¿Cómo?

– Déjamelo a mí, no te diré nada por el momento, voy a informarme primero y te mantendré al corriente.

Así fue como Muley Abdeslam convenció a su hermano, que debía convencer a su mujer, que debía hablar con mi madre para que aceptase convertirse en la segunda esposa de un buen hombre, comerciante de especias y de buena familia.

No sé cuál de los cuatro tuvo la idea de plantear la principal condición para que tuviese lugar ese casamiento: ¡que se divorcie de la primera esposa en cuanto Lal-la Fatma se quede encinta!

Acuerdo concluido. Pequeña dote. Pequeña fiesta. Cohabitación con la primera esposa, que estaba convencida de que el estéril era el marido. Una noche con una, otra noche con otra, hasta el día en que se oyeron albórbolas en la casa: mi madre estaba encinta, había tenido las primeras náuseas, los primeros antojos, se había convertido en reina, y la otra esposa se fue por su propia voluntad, mi padre le entregó «su carta», es decir, el acta de repudio. La casa se volvió grande, inmensa, mi padre, pleno de atenciones, nunca llegaba con las manos vacías.

Los comerciantes del Diwán se enteraron de la noticia: Sidi Hassan espera un hijo y su primera mujer busca marido. Maalem Zituni, el carnicero del barrio Rsif estaba harto de su soltería. Una joven divorciada no será muy exigente. No es frecuente ni fácil aceptar el lecho de un carnicero que, haga lo que haga, siempre olerá a grasa y sangre. Muley Abdeslam aceptó hacer de intermediario. Gran boda, gran fiesta, buena dote.

Mientras tanto, mi madre daba a luz a un varón.

Fez padecía la Gran Guerra; el aceite, el azúcar, la harina estaban racionados; las especias se vendían mal; la vida diaria era difícil, pero mi padre era el más feliz de los hombres. Su joven esposa estaba encinta de nuevo. Decía: «¡Este hijo vendrá con la paz, ya no habrá guerra, estoy convencido de ello!».

Llegué al mundo unos meses antes del fin de la guerra.

La mujer del carnicero dio a luz gemelas.