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A menudo me he preguntado si entre mis padres existía amor. Afecto, sí. Amor apasionado con declaraciones románticas, regalos, flores y palabras cariñosas, no. Discutían sin cesar. Mi padre decía que su mujer no lo entendía, que le llevaba la contraria, lo enfadaba y no lo respetaba. Mi madre, menos rencorosa, le echaba en cara su falta de generosidad y de cariño, su agresividad. Se peleaban a menudo, muy a menudo. Mi madre lloraba, nos tomaba por testigos, nos pedía nuestro apoyo, incluso nuestra protección. Mi padre se ponía a gritar y decía que estaba solo, y que nosotros estábamos del lado de nuestra madre. No había maldad ni violencia física, sino incompatibilidad de caracteres. Demasiada diferencia entre ambos. Él la trataba de ignorante, de analfabeta. Ella no sabía leer ni escribir. Había aprendido dos números de teléfono, uno de ellos el de la tienda de mi padre. Lo marcaba automáticamente. Él se burlaba de ella. Era muy sarcástico. Ella caía en sus trampas y a él le divertía. Entonces ella lo ignoraba. Él no entendía por qué ella había dejado de hablar con él. Hacía lo imposible para volver a poner las cosas en su sitio. El silencio era el arma de mi madre. En cuanto él enfermaba, con gripe o con una mala digestión, ella enloquecía, nos llamaba. Se preocupaba por nada. Tras la muerte de mi padre, cumplió rigurosamente el luto. Yo sospechaba que para ella había sido en cierto modo un alivio. Ella por supuesto no hablaba de ello. De vez en cuando, evocaba su memoria, y recordaba que era un buen hombre que no había tenido suerte en su vida profesional.
Mis padres eran gente sencilla, en serena armonía con las tradiciones ancestrales que imponen que públicamente no se manifiesten emociones ni sentimientos. Ambos eran pudorosos y no acostumbraban a poner cariño en sus palabras.
Mi padre tenía tendencia a ser anarquista, provocador, odiaba la hipocresía social o religiosa. Mi madre era más diplomática. Se pasaba el tiempo reparando los estropicios que causaba mi padre con sus comentarios. La gente la apreciaba por eso, y la respetaba por su sentido de la mesura. Nunca hablaba mal de los demás. Incluso cuando la traicionaban las mujeres que trabajaban en casa o cuando tenía algún roce con sus primas o vecinas, se encomendaba a Dios y le pedía que él hiciese justicia. Ese sentido de la fatalidad, su serenidad y bondad la ponían a salvo de las maledicencias. Nadie hablaba mal de ella. Decían que había heredado la bondad de su padre. No así mi padre, que no tenía pelos en la lengua. No se andaba con chiquitas con nadie, ni con los vivos o los muertos, ni con los próximos o los lejanos. Nada se le escapaba, para él era una distracción. Tenía un cuaderno grande donde anotaba todo: los nacimientos, los bautizos, las circuncisiones, las bodas, las muertes y lo principal: el precio de las cosas. Hojeándolo, se aprendía la historia de la familia y de la época. Algunos primos y tíos temían ese cuaderno, rico en detalles y comentarios, a veces, odiosos. Las mujeres no podían ocultar su fecha de nacimiento ni exagerar el precio de compra de sus alhajas. Sabía todo y no se privaba de escribirlo. Así fue como me enteré de que mi padre había hecho lo imposible por tener hijos con su primera mujer. En aquella época no había médicos en la medina, sólo un enfermero que hacía las funciones de doctor. Cuidaba a todo el mundo. Tenían confianza en él y, cuando las cosas se ponían graves, se encomendaban a Dios. El enfermero Drissi le había dicho que Dios no quería esa relación, el matrimonio aquel había sido un error, podía repudiar a aquella mujer y darle su oportunidad. Fue entonces cuando habló de ello con Sidi Abdeslam.
Todo estaba anotado en el gran cuaderno: la conversación con el tío de mi madre, las dudas, la condición principal…: «Esta mañana hablé con Sidi Abdeslam, es muy buena persona y lleno de buena voluntad. Le conté todo. Mi esposa es estéril. Hace más de dos años que nos casamos y su vientre sigue vacío. La vida no tiene sentido sin hijos. Yo soy de una familia de siete, cinco chicos y dos chicas. Sidi Abdeslam me ha hablado muy bien de Lal-la Fatma, su sobrina. No sé cómo es ella, si tendrá mal carácter, si será caprichosa o cariñosa y dócil. No aguanto a las mujeres rebeldes, es superior a mis fuerzas. Se lo he comentado, me ha tranquilizado. Lal-la Fatma es una mujer de muy buena familia, bien educada, su padre es un hombre respetado y querido por todos. No son gente rica. ¡Qué más da! Espero que lleguemos a un acuerdo pronto».
¡Cuántas veces he intentado saber cómo habían ocurrido las cosas! Imposible. Falta de memoria o rechazo a desvelar confidencias. Hoy, mi madre se ríe de aquella época. Prefiere hablarme de su primer marido, el que había muerto unos meses después de la boda. Y del segundo, al que ella llama «el viejo», cuenta sus escapadas, sus fugas: «Yo era una niña. Mi madre criaba a mi hija Turía al mismo tiempo que a mi hermana menor, Amina. Yo no me preocupaba de lo que pasaba en la casa. En cuanto se me presentaba la ocasión, me iba a la de mis padres. Mi padre me agarraba de la mano y me devolvía a la casa del viejo. No se atrevía a regañarme, sabiendo que la diferencia de edad era enorme. Tuve un hijo con él. Después de unos meses, se murió de viejo, y yo me encontraba de nuevo viuda y bastante aliviada. No le tenía rencor, pero no entendía qué hacía yo en casa de aquel hombre. Me quedé sola algunos años, o quizá sólo fue uno, ya no recuerdo, mi tío Sidi Abdeslam vino a proponerme que me casara de nuevo. Sabía que había sido iniciativa de mi padre. No podía negarme. En aquella época, tenías que obedecer. Me casé con tu padre sin haberlo visto nunca, como me había ocurrido con los dos maridos anteriores. Entonces la gente se casaba sin conocerse, sin haberse visto nunca. Era una especie de lotería, de sorpresa. Al principio, tu padre era todo miel, todo dulzura, más aún cuando se enteró de que estaba encinta. Repudió a la primera esposa, me encontré con un hombre lleno de atenciones y amabilidad. Así fue como ocurrió, sin problemas, sin alharacas. Luego, nuestra relación pasó por momentos difíciles. Tú asististe a ellos. ¡Pero olvidemos todo eso!».
Mi madre ha llamado a un fontanero y a un electricista. Les ha pedido que comprueben toda la instalación de la casa. El fontanero ha cambiado el grifo del lavabo. El electricista, las bombillas. Todo está en orden. La casa está limpia. Han vuelto a pintar las paredes. Una lámpara destartalada cuelga del techo del salón. Mi madre no se ha fijado que está cubierta de polvo y que las bombillas llevan fundidas desde hace tiempo. Uno acaba por no verlas. Es una reliquia de la época en que mi padre compraba objetos de segunda mano. Esa lámpara no tiene ningún valor. Podríamos desprendernos de ella, tirarla o regalársela a los basureros. Pero habría que bajarla del techo, encontrar una escalera, desconectar los cables, más vale olvidarse de ello.
Ha llamado al fontanero y al electricista para preparar la casa para recibir a toda la familia el día de sus funerales. Mi madre está obsesionada con esa ceremonia. Yo ya no me sorprendo cuando la oigo decir que la celebración deberá ser magnífica: «Será la última vez que invite a mi familia, y quiero que se haga con lujo y elegancia; no debéis escatimar en gastos, nada de ahorros miserables; comprad pollos de corral, pollos beldi, no esos que atiborran de medicamentos para engordarlos; comprad unos manteles blancos y tened previstas sábanas para los que se queden a dormir en casa; y si es invierno, mantas; todo el mundo tiene que estar satisfecho, haced como si yo estuviera presente, viva, con mi sonrisa, mi alegría. Me encantan las visitas y recibirlas bien. Sé que tú harás las cosas a lo grande; en ese aspecto, no me preocupo, pero os lo digo y repito: ¡no me hagáis pasar vergüenza desde el fondo de mi tumba!».
Hace tiempo que mi madre ha dejado de cocinar. Al principio de su enfermedad, se sentaba al lado de Keltum y le decía lo que tenía que preparar. Hoy ha renunciado por completo a preocuparse por la cocina. Pero en su mente, ella es la que guisa a través de Keltum. Cuesta decirle que el tayín no ha salido bien o que la carne picada lleva demasiadas especias. Le sienta mal, pues está convencida de que Keltum es una prolongación de su saber culinario. A mí no me gusta la comida de Keltum, pone mucho aceite y es poco refinada. Me niego a creer que ésa sea la comida de mi madre. Disimulo. Le pido cosas sencillas: carne a la plancha y ensaladas. Para mi madre, comer su comida era quererla a ella. Si por casualidad, no me terminaba el plato, lanzaba un suspiro y se preocupaba. Comer es celebrar un vínculo afectivo estrecho e infalible.
Hace ya algunos meses que mi madre no se fija en lo que come. Se alimenta sin convencimiento. Dice que come para poder digerir las medicinas que le han recetado. Keltum se sabe perfectamente su tratamiento. Analfabeta, tiene sus trucos para reconocer las cajas de medicinas y la hora en que toca dárselas. Dice: «La pildorita rosa es para el corazón, la toma por la mañana; las dos blancas son para la tensión, y se las doy antes de las comidas; por la noche, la caja verde y la azul, y medio comprimido rojo para dormir». Mi madre confía a ciegas en ella pero teme que Keltum enferme y se equivoque o se olvide de las dosis.
Mi madre pretende que ya no sueña. Lo que ocurre es que se olvida. En cambio, le gusta avivar sus alucinaciones.
Durante más de un mes, no ha cesado de contarnos la historia del gorrión que llegó por la noche a su ventana y se puso a invocar los distintos nombres de Alá. Cree que esta visita es una señal del cielo y que se tiene que preparar para partir. Dice que repetía tras él los nombres y los rezos que cantaba. Según ella, llamó a su ventana y se dirigió a ella. Mi hermana Turía confirmó esa visión y no tuvimos, pues, nada que añadir.
Desde que perdió a su marido en un accidente, a veces Turía se desvanece de pronto, cae al suelo y se queda como ausente, con los ojos abiertos. El médico ha hablado de histeria. Cuando vuelve en sí, nos tranquiliza: «No es nada, me ocurre a menudo, llega sin avisar de pronto, viene de arriba, de Dios, no se puede hacer nada. Incluso los médicos están de acuerdo, no se puede hacer nada, hay que dejar que pase la crisis. Al principio, mis hijos se asustaban, se creían que me estaba muriendo, luego se han ido acostumbrando, me caigo y ya no me hacen caso, así que no hay por qué alarmarse, sólo necesito reposo, quizá volver a hacer la peregrinación a La Meca, pero, cómo me las arreglaría sin él, no podré, siempre habíamos hecho todo juntos, de la mano, nunca nos hemos peleado, nunca nos hemos enfadado, yo hacía caso de lo que él decía y él, también. Nos entendíamos como si estuviéramos hechos de la misma materia. En realidad, no puedo vivir sin él, aunque mis hijos me rodeen de cariño y estén pendientes de mí. Pero bueno, debo olvidar y fingir que vivo».
Mi madre recuerda que su hija últimamente se comporta de un modo extraño: «Su estado se ha agravado desde la muerte de su pobre marido que me quería como a una madre. Era un buen hombre, generoso y honrado, algo inflexible. Cuando decía no, no había vuelta de hoja. ¡Qué catástrofe esa muerte brutal y tan cruel! Estaba escrito. Se murió de repente. Un camión se salió de la hilera de coches y se abalanzó sobre él. Si hubiera aceptado retrasar su viaje hasta el día siguiente, el camión se habría abalanzado sobre otro coche. Que Dios me perdone. Estaba escrito desde el día de su nacimiento. Era muy testarudo. Si me hubiera hecho caso, hoy no estaría muerto. ¡Dios mío, perdóname! Estoy delirando, todo está en tus manos, la vida, la muerte, la alegría, las lágrimas, todo, nosotros no somos nada en esta tierra. Tengo que rezar. No he hecho mis abluciones. ¿Dónde está la piedra pulida para mis abluciones? Me roban todo. Me despojan de mis cosas estando en vida. La otra también me ha quitado mis pendientes de oro y la cadena con el colgante. La rapiña de la gente es increíble. Que Dios nos dé algo de su bondad para no ser mezquinos. ¿Por dónde iba? Ah, sí, mi madre está en Fez y no quiere coger la carretera para venir a verme. Pero ¿dónde estamos? ¿En qué ciudad vivimos? ¿Dices que en Tánger? Pero lo de Tánger fue en otra época, aún no estaba casada, confundo todo. Mi madre me ha abandonado. No hay derecho, soy su hija y ella prefiere quedarse en casa de mi hermana menor. Siempre tuvo preferencia por Amina. Su marido es rico. A mí, que soy la mayor, no me hace caso. Eso no está bien».
Se ha pasado el día llamando a su hija yemma.
Mi madre me reconoce enseguida en el teléfono. Debe de ser que la voz se graba en la memoria mejor que un rostro, aunque a veces me suele confundir con uno de mis hermanos. El otro día me dijo que me había cambiado la voz: «Es la voz de un hombre, has crecido muy pronto, tú, mi pequeño, el último de mis hijos, los quiero a todos, pero tú tienes algo más, es así, no sé por qué, no me lo tienen que reprochar, ¿cuándo vienes a verme?, ten cuidado al andar, ¡no olvides que aún eres pequeño!».
Mi madre me ha devuelto a la infancia. Para ella, no he crecido. Sigo siendo el niño flacucho que ella mimaba en Fez cuando caía enfermo. Ha retrocedido a la época en la que temió perderme debido a una enfermedad desconocida. Le digo que tengo más de cincuenta años y cuatro hijos, y que me debe de confundir con alguno de sus nietos. Sólo me cree a medias: «Eso es, di que me he vuelto loca, que he perdido la cabeza, que tu madre delira, que dice tonterías, sí, quizá tengas razón, estoy desvariando, ya sabes, las medicinas no sólo benefician, también estropean lo que no curan. Así que no eres mi pequeño y no estamos en Fez. ¿Y esta nueva casa? No la conozco. Llévame a mi casa. No me vas a abandonar aquí, ¿verdad?».
Mi hermana ha regresado a su casa. No ha tenido paciencia para cuidar a mi madre. Perdió los nervios. La entiendo y le pido que cuide de su salud. Me contesta que todo está en manos de Dios. No la contradigo y bajo los ojos. ¿Qué hacer contra los que creen en la fatalidad, los que piensan que todo está escrito de antemano y que sólo estamos en la Tierra para vivir lo que nos ha sido trazado por Dios? Mi madre es menos fatalista que su hija. Está segura de que Dios dirige los actos de los seres humanos pero uno no debe quedarse de brazos cruzados esperando a que sucedan las cosas.