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«Las pequeñas cosas» de la vida son cada vez más problemáticas para mi madre. Quiere que alguien venga a casa a hacerle la pedicura. Keltum fue a comprar un cortaúñas que ha resultado inservible. Quiere que Keltum le rasque la espalda con delicadeza y sin protestar, ir al cuarto de baño sin necesidad de apoyarse en su brazo, tener dinero a mano para tirarlo al váter, ponerse sus alhajas como si fuera un día de fiesta, salir a la calle, caminar e incluso correr.

Hace más de veinte años que mi madre no ayuna durante el mes de ramadán; a los médicos les costó convencerla. Le entra culpabilidad y dice que «devolverá» su deuda a Dios cuando esté curada. Me pregunta cómo me las arreglo en Francia para hacer el ramadán. Le digo que en ese país no hay el ambiente religioso y espiritual necesario para ayunar. No se extraña. A veces, yo no cumplía las reglas estrictas del ayuno. Ella no me hacía reproches, me decía: «Es algo entre tú y Dios». Me gustaba su tolerancia. Mis padres nunca nos obligaron a practicar la religión. Recuerdo los inviernos rudos de Fez. Teníamos que levantarnos temprano y sacar agua del pozo. Hacer las abluciones con agua fría era un auténtico calvario. Recuerdo esas mañanas frías como si fuera una pesadilla. Un día mi padre nos convocó a mi hermano y a mí y nos dijo: «La oración es uno de los pilares del islam. Hay que hacer las cinco oraciones diarias. Podéis incluso acumular todas al final del día. No es un castigo. Si no sentís la necesidad de rezar, no recéis, pero no finjáis, no sirve de nada, el día del Juicio Final estaréis solos ante vuestra conciencia y ante Dios. Responderéis de vuestros actos ante el Supremo. Es una decisión vuestra. Nunca os obligaré a ser creyentes. He cumplido con mi deber al mostraros el camino. El islam es sencillo, para ser un buen musulmán, basta con creer en un Dios único y en su enviado, Mohamed, el último de los profetas revelados; basta con no mentir, no robar, no matar, no hacer daño intencionadamente, comportarse correctamente con los padres y con las personas mayores. El resto, vosotros sabréis: rezar, ayunar, hacer la peregrinación a La Meca son manifestaciones externas. Yo, por ejemplo, no tengo intención de ir a La Meca y que unos saudíes sin escrúpulos se aprovechen de mí o unos gigantes africanos me pisoteen en mitad de la muchedumbre. ¡Y, sin embargo, soy musulmán y no tengo nada que reprocharme! Vosotros veréis, no cabe coacción en religión, el Profeta lo dijo, haced lo que vuestra conciencia os dicte».

Con aquellas palabras, pronunciadas en tono sereno, me sentí liberado. Nunca agradeceré bastante a mi padre que me hubiese hablado como a un adulto. Debía de tener entonces siete u ocho años, todavía vivíamos en Fez. Mi madre no se enteró de lo que mi padre nos había dicho. Pero ella era igual de tolerante que él.

No sé de dónde viene, pero el preocuparse por todo es una constante en nuestra familia. Se transmite de padres a hijos desde hace varias generaciones. El miedo, la pérdida, la obsesión por los accidentes. Nuestra vida está carcomida por la angustia. No sé quién de los dos se preocupaba más, si mi padre o mi madre. Creo que fue mi padre quien transmitió esa forma de ser a mi madre. Le daban palpitaciones y se ponía pálida si yo llegaba a comer con una hora de retraso. Enseguida se imaginaba lo peor. Acechaba desde la ventana mi llegada y, a veces, se ponía la chilaba y salía a la puerta de la calle, esperando que así yo apareciera antes. Todas las madres mediterráneas son obsesivas. La mía debía de serlo algo más que el resto. Yo no toleraba esas manifestaciones de afecto atosigante. Me ponía nervioso, protestaba, luego me arrepentía por haber hecho daño a mi madre. Ella me contestaba, aliviada: «Ya verás, cuando tengas tus hijos, tus entrañas no soportarán lo que las mías han soportado». Luego, cuando recuperaba su estado normal, es decir, tranquilizada y serena, añadía: «Ya lo sé, te irrita, pero Dios me ha hecho así, él es el que me ha dado un corazón tan frágil, no puedo evitarlo, y no creo que cambie algún día, no puedo dormir si alguno de mis hijos aún no ha llegado y no sé dónde se encuentra ni qué hace, así es, tengo el corazón loco, enfermo de locura, no es lógico, late más fuerte cuando pienso en vosotros, la vida está llena de imprevistos y de accidentes, así que tenéis que hacer el esfuerzo de comprenderme, con el tiempo lo entenderás».

Con el tiempo, ni entendí ni admití ese vínculo asfixiante. Intento no reproducir ese comportamiento con mis propios hijos. Pero confieso que mis padres me inocularon el virus de la intranquilidad y la impaciencia.

Tenía dieciséis años cuando asistí a mi primera reunión política. Estábamos reunidos en casa de un amigo para formar un sindicato de alumnos de secundaria e intentar luchar contra la represión en Marruecos. Había regresado a casa hacia las dos de la madrugada. Mis padres estaban en la puerta de la calle, mi padre amenazante, mi madre llorando. Antes de oír los reproches de mi padre, besé las manos de mi madre pidiéndole perdón: «¡Estaba en una reunión, vamos a hacer huelga para que la policía deje de maltratarnos!». Mis padres estaban estupefactos. «¡Se acabaron las reuniones! ¡Se acabó la política!», gritaba mi padre. Él sabía de qué era capaz la policía marroquí. Un verano, cuando estábamos pasando unas vacaciones en casa de mis primos de Casablanca, habían entrado ladrones. Mi padre, tranquilo y decidido, nos pidió que no tocásemos nada. La policía vendrá a recoger las huellas dactilares y levantar acta del robo. ¡Pobre infeliz, se creía que estaba en una película de polis americanos! La policía había venido y se había llevado a mi padre en un furgón. Estaba avergonzado. Todos los vecinos habían asistido a la escena. La policía lo trató como si él fuera el ladrón. En la comisaría lo habían dejado esperar en un pasillo. Después de varias horas, lo interrogaron como si fuera un bandido, pidiéndole tanta información sobre sus hijos, su negocio, sus costumbres, que se levantó y, con ese humor que la policía ni remotamente podía apreciar, dijo: «Lo siento mucho, señores, les juro que esto no se volverá a repetir, es la primera y la última vez. Y ahora, déjenme marchar».

Mi padre no puso ninguna denuncia y nos dijo en un tono grave: «En este país el que denuncia es al que atacan, roban y juzgan, no al ladrón, seguro que éste se reparte el botín con sus compinches de la policía. Haced lo imposible por no caer nunca en manos de la policía. Son gente sin principios, sin educación. ¡Es así, no estamos en Suecia!».

Aquella noche, al oírme mencionar una reunión política, vieron el espectro de la policía abatirse sobre nuestra casa.

Esa escena presagiaba unos acontecimientos que marcarían su vida. Mi madre fecha la aparición de su hipertensión arterial y su diabetes en aquella época. La llegada a casa una mañana temprano de un jeep de la gendarmería para llevarme a un campo disciplinario del ejército fue para ella un trauma. Yo tenía veintidós años y no había terminado la carrera. Los dieciocho meses de campo agravaron su enfermedad. Aún lo dice hoy y piensa que estaba escrito, pero que Dios se lo podría haber evitado. Su vacilante memoria confunde este episodio con otros igual de desafortunados. Sí recuerda que se llevaron a su hijo durante varios meses. Confunde los meses y los años. «Los yendarmía, hijo, esos salvajes me fastidiaron la salud, tú decías que no pasaba nada, pero ellos tenían mirada de asesinos, te llevaron y yo no sabía qué hacer en casa, daba vueltas como una loca, me había vuelto loca, tu padre, también; no teníamos ninguna información, yo pensaba en ti, y sabía que padecías hambre e injusticias, en fin, Dios, sólo Dios es capaz de hacer justicia. Pensaba en el hijo de nuestro vecino, el pobre, a él también se lo llevaron en un jeep pero los padres no volvieron a verlo jamás, la policía les decía: "Su hijo se ha escapado, debe de vivir en Argelia o en España, algo tendrá que reprocharse". Sus padres enfermaron y su hijo no apareció jamás».

No recuerdo haber dicho nunca a mi madre palabras halagadoras, ni por su forma de cocinar ni por su elegancia. A menudo, nos lo reprochaba a mis hermanos y a mí, sobre todo, en la mesa. Le hubiera gustado oírnos decir: «¡Que Dios te dé salud y que te guarde para que tus manos sigan ofreciéndonos esas delicias!». O bien: «Eres la mejor cocinera del mundo».

Cuando a mi hermano y a mí nos invitaban a casa de mi tío o de algún amigo, mi madre quería saber con detalle el menú y nuestra opinión sobre lo que habíamos comido. Buscaba así que estableciésemos comparaciones y la halagásemos. Pero nosotros éramos muy parcos en palabras afectuosas. Ésa era más bien la regla: uno no manifiesta públicamente sus sentimientos, no se habla de ellos y se evitan las efusiones de afecto. No recuerdo haber oído a mi padre ni a mi madre hablar de amor. No decimos «te quiero», no nos besamos en público, no exhibimos nuestra vida íntima ante los hijos. Pudor y respeto.