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18

Hoy lleva un chamir blanco, una especie de túnica larga que le sirve de camisón de dormir. A ella no le gusta. Quiere ponerse sus bellos caftanes, sus mansurías y sus pañuelos. «No me los voy a llevar a la tumba, más vale ponérmelos ahora». Keltum le dice que se los dará después del baño, y luego se olvida.

Mi madre ya no se gusta a sí misma. No quiere mirarse al espejo. Se ajusta con las manos el pañuelo que lleva en la cabeza y suspira como si estuviera condenada a no vestirse bien jamás. Le tiendo el espejito que lleva en su bolso, se observa lentamente, busca su imagen, agacha la cabeza como si fuera a llorar. Vuelvo a colocar el espejo en su bolso. Se queja ante mí mientras Keltum me hace gestos con los ojos para indicarme que está desvariando. Me ha contado que ha tirado al váter en varias ocasiones billetes de banco y alhajas, que se rasga el chamir y que se niega a llevar pañales. A mí no me habla de ello. En medio de sus incoherencias, es digna, discreta y pudorosa, aunque se queja mucho. No es nada nuevo. Es una forma de entretenerse, de decir algo.

El otro día, cuando le besé la mano, se quedó apretando la mía y se la llevó a sus labios para besarla. Me resistí y luego cedí. La mantuvo apretada en la suya. Hasta sus manos se han vuelto pequeñas. Habla en un tono pausado y suave: «Soy una mendiga; recojo la hojas secas del tiempo, un día por aquí, una semana por allá, hace tiempo que cosecho las horas y las dejo allá, en un rincón del cuarto; es como si la habitación hubiera encogido, ¿verdad?, se diría una tumba, quizá sea eso la muerte, el cuarto donde vivo va a cubrirme y rodearme con sus paredes hasta sepultarme; te decía que mendigaba el tiempo, aunque a veces no quiero aceptar el que me ofrece Dios. Ya no recojo nada. Me agacho y ya no hay horas tiradas por el suelo. He perdido vista. Ya no veo las cosas ni las horas. O las veo borrosas y lejanas, extrañas. Es el aburrimiento, me juega malas pasadas, me miente, me hace anhelar unos días llenos de fastos y de luz, y, en realidad, no existen. No hay derecho, no soy una niña para que se burle de mí, ¿ves, hijo?, digo tonterías y luego dejo de pensar en ellas. Dime, ¿empezó ayer el ramadán? yo no ayuno, el médico me lo ha prohibido, pero rezo y pido a Dios perdón, aunque no como mucho; tengo poco apetito. No te olvides de comprar el cordero para el Aid».

Confunde la Pascua Menor, la que celebra el fin del ramadán, con el Aid El Kebir, la Mayor, la del sacrificio del cordero que viene setenta días después. Claro que compraré un cordero y repartiremos la carne entre los pobres. Keltum me mira con aire de pobre. Ella tendrá su cordero que comerá con sus hijos.

Tengo por costumbre regalar a mi madre un ejemplar de cada libro que publico. Se lo llevo, se lo coloco entre las manos y le hago un resumen de la historia. Ella lo abre, lo hojea al revés o al derecho y reza una oración. Lo bendice. A menudo comenta lo que le ha llamado la atención del resumen que le he hecho. Para ella, un libro es como la realidad, no hay que deformarla.

El otro día fue a verla una de sus sobrinas, Sumaya, casada con un millonario. Me había telefoneado en una ocasión para darme lecciones de literatura: «Deja ya de escribir libros que no tienen nada de marroquí, que hablan de nuestra religión con descaro, Dios te castigará por tomarte esas libertades con nuestra bella religión, deberías poner tu pluma al servicio del islam y de la nación musulmana, deja de escribir historias sin interés para Marruecos, con esos libros que gustan a los cristianos traicionas a nuestra patria y a tu religión, y, para colmo, ni siquiera escribes en árabe, tendrías que ponerte a aprender la lengua del Corán y a favor de causas que merezcan la pena, causas justas, las que defienden el islam y marginan a los infieles, das una mala imagen de nuestro país, deberías sentir vergüenza, etcétera…».

Esa mujer a quien mi tío casó muy joven porque era un poco alocada, hoy se dedica a hacer proselitismo. Siempre que va a ver a mi madre, le regala un Corán en una edición de lujo, y le pide que me convenza para que cambie los temas de mis novelas. Mi madre le contesta que no dejará de pasarme el recado. «¿Sabes, hijo?, tu prima Sumaya me ha vuelto a regalar un libro santo, mira qué bonito es, deberías escribir un libro como éste, ella tiene razón, ¡si escribes un libro como éste, serás un hombre santo y tus enemigos ya no tendrán nada que reprocharte!».

«¡Escribir el Corán! -no sé si mi madre bromea o delira-. El Corán es el Libro de Dios, yemma, nadie puede reescribirlo, ni decir que lo ha escrito, es un libro milagro, inimitable, sagrado y eterno, ¿cómo quieres que tu hijo le haga la competencia a Dios?». «¡Hijo, pide perdón al Creador! Yo no te he pedido que escribas el Corán, sino una obra que vaya en el sentido del Corán, eso es lo que Sumaya te pide, y tiene razón. Pero haz lo que quieras. Eres adulto y responsable, aunque a veces tengo miedo de la gente que quiere hacerte daño, son unos envidiosos y tienen unos ojos que perforan todo lo que alcanza su vista, son malvados y deberías desconfiar de algunos que dicen ser tus amigos, el mal llega de los más cercanos; la gente lejana, la que sólo te conoce superficialmente, no puede lastimarte, hace comentarios pero no tienen el peso de la gente cercana, a éstos los creen, y tú deberías ser más desconfiado, el éxito es como una luz muy potente, ciega a las personas que no triunfan, las vuelve frágiles y las lleva hacia el rencor, la envidia, la capacidad de echar el mal de ojo, eso es lo peor, creen que tú no mereces el éxito. Pero Dios te ha puesto por encima de los que te desean el mal, créeme, sé lo que me digo, mi padre era un santo, una aureola de luz rodeaba su rostro, él me enseñó que la bondad natural es un don de Dios, yo soy buena, nunca he deseado el mal a nadie, ni siquiera a los que te envidian, los dejo en manos de Dios. Tu padre no siempre era bueno, envidiaba a los demás comerciantes, a los que les iba bien el negocio. Yo le decía que renunciase a la envidia, pero se ponía fuera de sí y me gritaba. Por cierto, ayer vino a verme, llevaba una chilaba blanca, un fez rojo fuerte y olía a incienso, al perfume del paraíso. Estaba sonriente. Parecía más joven». «¡Mi padre murió hace más de diez años, yemma!». «Ah, ¿sí? ¡Se ha muerto y no me han dicho nada! Pues yo lo he visto, y la muerte le sienta bien, tiene la tez clara y los ojos serenos. La muerte pone las cosas en su sitio. El alma de tu padre viaja. Lo que vi fue su alma. Y olía a perfume. Tu padre no vestía bien. Siempre llevaba chilabas de color marrón oscuro que yo odiaba; no le gustaba cambiarse de camisa todos los días; decía que las apariencias no importaban. Era limpio pero no le gustaba la ropa bonita. Tú no te pareces a él. Vistes bien, eso también molesta a la gente, no toleran la elegancia de los demás. ¡Qué envidiosa es la gente! Me preocupo cuando te veo en la televisión, porque tu imagen va a todos los lugares, penetra en todas las casas, no me gusta que se te vea tanto, eso despierta la maldad de los enemigos, hablan mal de ti en cuanto les das la espalda, a todos les gustaría estar en tu lugar, desconfía de las sonrisas, de las adulaciones, de los que te dicen que eres el mejor, ésos, hijo mío, intentan que bajes la guardia, son como aquel amigo de tu padre, el empresario que pretendía jugar con los millones, ya sabes, el que había conseguido de tu padre todos sus ahorros para colocárselos en una cuenta fantástica y que tu padre jamás recuperó, cuánto recé a Dios para que se ocupara de su destino y lo alejara de las personas confiadas e impidiera que les robase. ¡Ten cuidado! ¿Qué pasa ahora? ¡No veo nada! ¿Dónde están mis gafas? Veo todo negro, ayúdame a buscarlas, quizá se han caído, mira debajo de la cama…». «Las llevas puestas, yemma, lo que pasa es que se ha ido la luz, debe de ser una avería, no tardará mucho en volver, ¡toma, cógeme la mano y recemos juntos para que vuelva la luz!». «¿Qué estaba diciendo? Recuérdame qué te estaba contando, las cosas recientes se me olvidan pero recuerdo las antiguas, qué curioso, los viejos recuerdos son fieles, no nos abandonan, mientras que los de esta mañana ya los he perdido, no sé qué he hecho con ellos, quizá se cayeron al suelo, como mis gafas. Los viejos recuerdos nos acompañan hasta la tumba. ¿Qué pasa con ellos después? ¡Quién sabe! A veces imagino un local enorme, una especie de cobertizo por donde los muertos pasan antes de que los entierren, depositan sus viejos recuerdos y parten ligeros hacia la casa de Dios. Estoy ansiosa por ir allí. Te hablo en serio, estoy cansada, agotada, ya no soporto a esas dos que merodean a mi alrededor, me observan con mirada de hiena, esperan que me llegue la hora para apoderarse de mis cosas. Sé leer en sus miradas. ¿Recuerdas a nuestros vecinos, aquel viejo matrimonio francés? El marido murió primero. La criada se aprovechó de la enfermedad de la dueña de la casa para robarle todo, incluso contrató un camión para llevarse los muebles. La mujer murió por la mañana temprano, la criada no dijo nada y se aprovechó para vaciar la casa. Los policías se presentaron y la mujer se puso de acuerdo con ellos. Temo que estas dos me roben lo poco que me queda. Por eso hay que estar alerta. Ya sé, tú no das importancia a esas cosas, dices que no hay que aferrarse a los objetos, pero eso es todo lo que poseo y no quiero que me desvalijen ni ahora ni después de mi muerte. Coge un lápiz y una hoja de papel y anota:

»Siete caftanes bordados en mis siete colores preferidos: blanco, beige, amarillo claro, azul celeste, malva, verde pálido, rosa, azul noche, blanco roto». «Pero, yemma, ya llevas dichos más de siete…». «No importa, tengo una decena de caftanes, algunos de ellos sin estrenar, añade dos pañuelos por cada uno, haciendo juego por supuesto, cinco mansurías y cuatro cinturones bordados en Fez por el maestro Bennis… Luego, las chilabas para las grandes ocasiones, pues no te hablo de las chilabas de diario, ésas no cuentan. Tengo, pues, cinco chilabas de seda, con pasamanería bordada por el maestro Bennis. Apunta también dos pañuelos de nariz bordados, para las fiestas y ceremonias. No hace falta que anotes la ropa interior y los camisones. Ahora apunta en tu cuaderno la lista de alhajas…». «Ya repartiste tus alhajas entre tus nietas, yemma, o se las diste a sus madres, no te quedan joyas, o casi ninguna». «Ah, ¿sí? ¡Ya no me quedan joyas! ¡Ves! Te he dicho que estoy rodeada de enemigos y de ladrones. Me han robado mis joyas, eso es. Keltum y la otra gorda se las han llevado mientras dormía o cuando estuve en la clínica». «No, yemma, me las diste a mí para que te las guardara y luego yo las repartí según tus instrucciones». «¿Estás seguro? ¿O lo dices para tranquilizarme? Bueno, da igual, digamos que las alhajas han desaparecido, apunta los demás objetos que poseo: los muebles del salón, en particular, la lana de las colchonetas; es una lana comprada en Fez con mis ahorros, tu padre se negaba a renovar la casa. Esa lana pesa una tonelada o quizá menos, unos cuatrocientos kilos, llévatela a tu casa, es de muy buena calidad, es lana auténtica, por eso las colchonetas son tan cómodas. Luego están las alfombras, la rabatí, y la que está hecha en Fez. Son antiguas y de buena calidad. No hay que liquidarlas de mala manera. También tienes el juego para el té, fabricado en Londres, hay que cuidarlo…». «Pero, yemma, se lo diste a mi hermano, el día de su boda, de esto hace treinta años…». «Apunta, te digo, no me líes, no estoy loca, sé perfectamente que ese juego de té está en casa de tu hermano, pero no es motivo para no apuntarlo, ya veremos luego… La televisión me da igual, tampoco anotes la radio, hace veinte años que no funciona, pero a tu padre le gustaba guardar todo, las llaves, las cerraduras oxidadas, las pilas gastadas, las bombillas fundidas, todo, y la radio también, un trasto más. Tampoco anotes las cortinas, las odio, si quieres hacerme un favor, descuélgalas y dáselas a Keltum, sabrá qué hacer con ellas. ¡Ah!, y el viejo armario, ese armatoste hay que dejarlo en su sitio, sirve como despensa, la madera está carcomida, ya no cierran bien las puertas, pero forma parte de la casa. El espejo, el enorme espejo del pasillo, ya no brilla, llévatelo también. A tu padre le gustaba mucho. Está colgado demasiado alto, yo me he vuelto pequeñita, ya no puedo verme en él, así que no sirve para nada… ¿Sabes? Tu primo, el que se quedó viudo el año pasado, el que tiene más de ochenta años, se acaba de volver a casar, la soledad lo destrozó, el otro día me contó sus secretos, tenemos mucha complicidad entre los dos porque somos de la misma quinta, conoció a una señora de buena familia, de unos cincuenta años, pero a sus hijos le sentó muy mal que se volviera a casar, es normal, querían a su madre y no soportan que otra mujer ocupe su lugar, además a esa esposa le tocará una parte de la herencia… Al final de su vida, tu padre había intentado casarse con otra mujer, una muchacha joven como la que venía a ponerle las inyecciones, yo reaccioné, le dije que mientras yo estuviera en vida, ni lo soñara, ni hablar, después de mi muerte, cásate con quien quieras, lo hablarás con nuestros hijos, pero, mientras yo respire, no te dejaré cometer semejante barbaridad. No es que yo fuera celosa, no, es que no tolero la falta de respeto, tengo mi dignidad y mi honor, así que tu padre renunció a ese proyecto… ¿Te causa risa? ¡Tanto mejor! Cuando regrese de la calle, dile que te cuente ese episodio, era en la época en la que tú estabas estudiando en Francia, no vivías con nosotros, venías en verano y desaparecías el resto del año». «Papá está muerto, yemma, ¿lo has vuelto a olvidar?». «No, no lo he olvidado, pero los muertos nos visitan de vez en cuando, no hay que cerrarles la puerta, eso no se hace, y además trae mala suerte, los muertos son como los ángeles, pasan, dejan rastros de perfume y se van. Tu padre viene a menudo a ver qué pasa en casa, no siempre le gusta lo que ve, y protesta, pero como los muertos no hablan oigo suspiros aunque no sé de dónde provienen. Cuando me muera, yo también volveré, ten cuidado, deja siempre una abertura en la casa, no debes cerrar todo, aunque da igual, el alma atraviesa las paredes y los bosques, va haciendo su camino hasta llegar a nosotros mientras dormimos, se introduce en nuestros sueños y los hace más reales, más intensos. No temo a la muerte, es la voluntad de Dios, y el encuentro con los santos, con nuestro Profeta y con Dios del que nada temo, por el contrario, estoy encantada… Lo que sí temo es la muerte de los demás, no me gusta ver los cuerpos rígidos y fríos, ni dormir en el cuarto en el que han lavado al muerto, soy así, los olores extraños del cuerpo sin alma, la blancura de la mortaja, los dátiles partidos por la mitad en cada ojo, todo ese ritual me encoge el alma… No tengo hambre, ni sueño, la orina me sale sola, qué vergüenza, sí, me he hecho pis encima, como una niña chica, ¿ves?, tu madre se ha convertido en una cosa pequeñita que no se controla, digo tonterías, mezclo los recuerdos, confundo el tiempo, pero sigo sin perder la cabeza. La memoria, sí, a veces pierdo la memoria, incluso la gente sana la pierde. ¿Me oyes, hermanito? ¿Recuerdas cuando jugábamos en el jardín de los vecinos en Fez? ¿A ti te pillaban y yo me escondía? Por cierto, llevas mucho tiempo sin venir a verme, soy tu hermana mayor, tienes obligaciones que cumplir conmigo. ¿O acaso tu mujer te impide salir?». «Pero, yemma, no soy tu hermano menor, soy tu hijo, tu último hijo, tengo cincuenta y seis años y estoy vivo. Tu hermano menor murió hace veinte años y su mujer también».