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19

En el verano de 1953, la medina de Fez perdió parte de su esplendor, de su vida. Los comerciantes estaban en huelga. En las mezquitas se organizaban mítines políticos seguidos de manifestaciones por las calles, exigiendo la independencia del país. Marruecos no podía vivir sin Mohamed V a quien los franceses habían depuesto y exiliado a Madagascar. Fez cambiaba de rostro y de destino. Se hablaba de resistencia y de lucha armada. Había que interrumpir cualquier actividad en señal de protesta. Algunos se aprovechaban de la situación, vendían artículos a escondidas y eran soplones de la policía francesa. Comerciantes y artesanos se habían unido para doblegar a Francia. Recuerdo una reunión en casa del marido de mi tía. El líder Al-tal El Fassi había llegado acompañado de varias personas. Estaba también el marido de mi hermana, un artesano ceramista, modesto y animoso. Yo oía hablar de la patria en peligro, de la libertad, del istiqlal, la independencia. Mi tío me había prohibido jugar con una peonza, y me la había quitado. Me había regañado. Incluso me dio un tirón de orejas que me hizo daño. ¿Crees que es el momento de divertirse, de jugar? ¡El país se subleva y tú juegas con la peonza! Yo no entendía en qué mi peonza iba a impedir la liberación del país. Las calles estaban desiertas. Fez ya no era la misma. La ciudad se había envuelto en una sábana arrugada, ya no tenía derecho a celebrar fiestas, ni a la alegría, ni siquiera a la luz. Languidecía mientras se convertía en el centro del nacionalismo marroquí. Yo sentía que mi padre no estaba a gusto, dividido entre su deseo de luchar contra los franceses y la voluntad de no perder su negocio. Al cabo de un mes de huelga y de manifestaciones, ya no tenía con qué alimentar a su familia.

«¡Fez! ¡Ay, mi hombre, mi marido tan joven! -me dice ella de pronto-. Fez, la ciudad de las ciudades, la más bella de todas, la ciudad de la civilización, de la religión musulmana, de la moral y de las buenas familias. ¡Ay, mi hombre! ¡Qué equivocación haberse ido de Fez! Todo el mundo la ha abandonado, todos los que tienen allí raíces y antepasados en El Guebeb, el más bello cementerio del mundo. Han traicionado a Fez, ¡se han ido a Casablanca para hacer fortuna! Y tú también te mudaste, pero ahora lo lamentas. Ni tú ni tu negocio ibais bien, así que una tarde llegaste y me dijiste: "Mujer, nos vamos a Tánger, mi hermano me ha propuesto montar un negocio con él, aquí ya no hay nada que hacer, nada funciona, la crisis no ha cesado desde que han exiliado a nuestro rey". Te lo dije, esperemos un poco, el rey regresará y los negocios volverán a funcionar, tú te pusiste a gritar: "¡No tienes por qué darme consejos!" Yo te seguí en silencio, no decía nada, como de costumbre, consentía porque no tenía más remedio y además estaba mi otro hijo, el que tú nunca aceptaste, el hijo que tuve de mi primer marido, ¿del primero o del segundo? No me acuerdo, en todo caso, no era el tuyo, venía con nosotros para ayudarte pero todo salió mal. Y ahora estoy lejos de Fez, lejos del cementerio más hermoso del mundo, lejos de Muley Idriss, el santo de la ciudad y estoy sola, hablo sola ¿Y tú quién eres? ¿Por qué me sonríes? ¡Ah, has vuelto! ¿Por qué no dices nada? Has rejuvenecido, tienes la piel lisa, sin arrugas, pero ya no tienes ojos, ¿qué son esas bolas blancas en lugar de ojos? ¡Responde, di algo! Antes, eras un charlatán, hablabas sin parar y nunca me dejabas hablar a mí. Ahora voy a aprovecharme, te voy a decir todo lo que llevo dentro desde hace tiempo. Escúchame bien, yo no soy mala, aunque de vez en cuando proteste, pero ahora te voy a hablar con todo el respeto que una esposa debe a su marido: no fui feliz contigo; no vi el sol en tu compañía; nunca me llamabas por mi nombre, no podías decir Lal-la Fatma o, en todo caso, Fatma, ¡me habría contentado con que me llamaras por mi nombre, lo del título Lal-la se lo dejo a las princesas! Siempre me faltó dinero, ya lo sé, tú no tenías mucho, pero eras un avaro, perdóname si soy algo dura contigo, pero siento el deber de decirte todo, quizá la palabra "avaro" no sea la conveniente, eras ahorrativo, tenías miedo de que te faltase dinero y verte obligado a pedírselo prestado a tu hermano, que era rico y más avaro que tú, nunca hiciste fortuna, no nos faltaba de nada, teníamos lo justo, no nos moríamos de hambre, pero yo no tenía para comprarme caftanes ni joyas. Cuando había alguna fiesta, pedía a mi hermana pequeña que me prestase ropa. Yo lloraba por ello y tú, indiferente, nervioso, siempre con la mano en la cabeza caliente porque sufrías de migrañas, ni siquiera me mirabas. Yo era tu esposa y también tu criada. Te gustaba que te sirvieran y yo te besaba la mano derecha como solía hacer con mi padre. Te gustaba esa sumisión y no te mostrabas cariñoso conmigo. Cuando veía cómo vivían mis hermanos con sus mujeres y mis hermanas con sus maridos, no podía impedir que se me saltasen las lágrimas al pensar en mi condición. Dime hoy la verdad: ¿me querías? Nunca me mostraste el menor gesto de amor. Te molestabas cuando te hablaba de nuestra vida en común, cambiabas de conversación. Te gustaba tener invitados en casa y sobre todo reírte de los ausentes. Eso no estaba bien, pero mi familia apreciaba tu humor, tu ironía. Les hacías reír, a mí nunca me hacías reír. Me hubiera gustado tanto que me hicieras reír, que te divirtieras conmigo, que bromearas… sí, ya lo sé, decías que no entendía tu sentido del humor, que no era capaz de entender todo… Ahora que estamos casi en igualdad, tú en el cementerio, yo tumbada en esta cama esperando la muerte, podemos decirnos todo sin tapujos, pero ya no puedes hablar, sólo eres una apariencia, una bella figura, una bella silueta, y yo estoy diciendo tonterías, venga, dame de beber, no, leche, no, dame agua, sabes perfectamente que me cae mal la leche por la mañana, gracias, ayúdame a incorporarme, si no, me puedo atragantar, y eso es desagradable, cuantas veces estuviste a punto de morirte por haber bebido deprisa y tragar del otro lado, es de familia, el pánico, la impaciencia, queréis tener todo enseguida, no, mi hombre, yo tengo cuidado, voy a beber lentamente, bueno, ¿te das prisa?». «Ya, yemma, ya voy, aprovecha para tomar tu medicina, es para la tensión, sí, eres hipertensa, como tu hijo, la sangre presiona las arterias, hay que calmarla». «¡De acuerdo! Estoy cansada, sí, a ti te lo puedo decir: espero el viaje definitivo, tú eres mi hijo, ¿no es verdad?, hace un rato estuvo aquí tu padre que vino a ver si ya estaba lista, olvidé decirle que estaba cansada y que tenía ganas de irme con él, hice mal, no dejé de hacerle reproches, aproveché la ocasión para decirle todo lo que tenía dentro, así que a ti te lo digo, estoy harta de esperar, es como si alguien me hubiera depositado en el andén de una estación y estuviera esperando un tren, pero esa estación ya no está en uso, ya no circula ningún tren por ella, está cubierta de mala hierba, hace frío, hay corrientes de aire, gente extraña que pasa y se cae al suelo, ni siquiera los recogen, los abandonan allí, es una estación porque veo las vías del tren, hay incluso un vagón abandonado en una de ellas, creo que se ha convertido en refugio de los mendigos, de gente sin hogar, pero yo estoy en mi casa, qué hacer, estoy aquí y veo la pared de enfrente, la pared no es más que un montón de piedras, no me responde, no es un espejo, observo a mi alrededor y pienso en el porvenir, pero no en el gran porvenir de mis nietos, sino en el mío, partir, dejaros y no ser ya una carga para nadie, ya sé que tú eres paciente, no te pones nervioso, vienes a verme porque me quieres, y el amor que yo siento por ti ha invadido mi corazón y desborda por todos lados, así es, no lo he elegido, cuando pienso en ti, el corazón me late muy rápido y se llena de amor hasta ahogarse. Sí, mi cariño es una inundación, perdóname, pero sé que eso te agobia, ya me lo dijiste una vez. Espero, y veo esa luz resplandeciente, es el rostro de nuestro Profeta, una luz cegadora, eso es la muerte, me iré, acompañada por los rayos de esa luz y me sentiré aliviada, ya no sufriré, estaré serena, sólo con pensarlo ya lo estoy, sosegada, ¡vaya!, me ha entrado sueño, voy a dormir un poco, quizá ya no despierte más, como mi madre, se fue en mitad de su sueño, ella tenía bien la cabeza, nunca dijo tonterías como yo, ya sabes que deliro, así que no finjas tranquilizarme, te dije hace un rato que tu padre estaba por aquí, pues eso es delirio, ¡tu padre murió hace diez años, dos meses y tres días! Los muertos no viajan, quizá lo que veo no existe, es eso, tengo visiones, como los enfermos con fiebre, veo fantasmas, espectros, hablo con ellos. Pero ¿qué digo?, a tu padre no le hubiera gustado que lo comparasen con un espectro, menos aún con un fantasma, quizá es por lo de la estación de tren desierta y por el efecto de las medicinas, sobre todo las que me provocan sueño, un sueño lento y extraño, me calman los nervios y me hacen viajar… No tengo miedo de nada en esos paseos, olvido el dolor y me ausento. ¿Ves, hijo? Así es como uno se va y no vuelve. Tienes que estar ahí, tus hermanos y tu hermana tienen que estar presentes, para mí es importante y para vosotros, también, porque cuando yo muera, me olvidaréis, es normal, conservaréis de mí una imagen serena y pacífica. El viernes, dad limosna a los pobres, leed algunos versículos del Corán en mi tumba, ya lo sé, a ti no te gusta visitar las tumbas, pues no vengas, sé que estoy en tu corazón y no te necesito en el cementerio. Yo tampoco he ido muy a menudo a la tumba de mis padres, están enterrados en… No recuerdo si están enterrados aquí en Fez o allí en Tánger.

¿Dónde estoy? Recuérdame dónde estamos -la otra grita desde la cocina: "¡En Tánger!"-, ella oye todo lo que decimos, debe de trabajar para la policía, pero ya no tengo miedo, ningún miedo, de qué estaba hablando, de mis alhajas robadas o de la circuncisión de tu hijo, lo vas a circuncidar, si no, no será musulmán…

»Hablo demasiado. El vacío me hace hablar. Cuando estás aquí, hablo sin parar, te cuento por décima vez la misma historia, me repito, sí, digo y repito las mismas cosas. Perdóname, hijo, tú me entiendes, los demás, no. Mi hija me pone nerviosa y me reprocha que repita las mismas cosas, me dice que pierdo la cabeza, luego se va a la cocina y me deja sola. Así que sigo hablando como si estuviese aquí, no estoy loca, sólo algo cansada».

El otro día me preguntó por qué no voy nunca a visitar la tumba de mi padre. Porque no logro concentrarme delante de un trozo de mármol. Leo y releo la lápida y pienso en otra cosa. Prefiero llevar en mí la imagen de ese hombre en el que pienso y con el que sueño a menudo, comprobando que cada vez me parezco más a él. Tengo sus mismas manías, los mismos ataques de rabia. No soporto, como él, la deslealtad, la traición, la injusticia y la hipocresía. «Yo tampoco -me dice mi madre-. Pero él exageraba, has olvidado, hijo, cómo se enfadaba por cualquier cosa, una comida demasiado salada, una ventana que cerraba mal. Yo padecía sus cambios de humor, sí, me callaba, dejaba pasar la tormenta. Pero en una ocasión, sobrepasó los límites, tú estabas allí, yo me sentía protegida por ti, me sentía fuerte, así que le dije todo lo que pensaba de él y de su mal carácter, y me amenazó, creo que levantó la mano para pegarme, salí de casa como una loca, sin ponerme la chilaba, ya no podía más, estaba en la calle sin saber adónde ir. Llegaste tú con tu hermano y me llevasteis a casa. Recuerdo que tú tenías una invitada en casa, una europea y yo me sentí avergonzada. Él nunca me golpeó, pero tenía una lengua que golpeaba más que sus manos, no sabía contener sus palabras resentidas y rencorosas. No era feliz, y envidiaba a la gente que tenía más éxito que él en los negocios, solía recordar que un conocido millonario había trabajado de aprendiz en su tienda de Fez. No me gustaba su acritud. Espero que no te parezcas a él en ese aspecto. Mi bendición y mis oraciones te protegerán contra el mal que intenten hacerte. Pero nunca se sabe, la gente cambia, el que hoy te abraza mañana te amenazará con un cuchillo por la espalda, que Dios nos proteja de la gente mala, debo rezar por ti y por tus hermanos. Siento que lo necesitas, veo sombras a tu alrededor, pero no temas, estás entre las manos de Dios, bajo la mirada de Dios, en mis ojos, en mis entrañas, en mi corazón, en mis pensamientos más hondos, los que van de mi corazón a Dios el Altísimo, Él, que guía nuestros pasos y aleja de nosotros a los descarriados, a los seres sin escrúpulos, a los que se aprovechan de nuestra bondad, de nuestra confianza, a los que no están llenos de vida, de cielo, de Dios. Tu corazón es blanco como la seda, no tienes nada que temer, Dios te pondrá por encima de los que tienen los ojos llenos de envidia… ¡Vaya, no me he tomado las medicinas! Por culpa de Keltum, me quiere fastidiar. Tiene ganas de quitarme de en medio. Me dijo ayer que la farmacia ya no quiere vendernos a crédito porque tiene muchas facturas pendientes de pago. ¿Te lo puedes creer? El farmacéutico no puede hacer eso, ella es la que se inventa esa historia para no darme las medicinas. Es una ignorante. Tu padre odiaba la ignorancia. Decía que todo el mal proviene de ella. ¿Qué se puede hacer, hijo? Has hablado con el farmacéutico, muy bien, estaba convencida de que lo harías. Estoy indignada contra Keltum, pero no soportaría verla marchar. Lo sabe y me hace chantaje, me hace llorar, se pone la chilaba y me dice que se va para siempre, ¿te das cuenta de mi calvario? Ella es la única que sabe qué medicinas debo tomar, la única que me acompaña al cuarto de baño y me asea, pero no es cariñosa, me grita a menudo y me asusta. Pero mi propia hija no quiere lavarme. Así que aguanto el mal carácter de Keltum. A veces, me digo que es mi cuarto marido, una tirana, colérica, nunca está contenta, salvo cuando tú estás aquí y le das dinero además de su paga. ¿Por qué no te vienes a vivir aquí, cerca de mí, te vería todos los días y ya no tendría miedo de Keltum? Ven a vivir a esta casa, es grande, sigues teniendo aquí tu cuarto. Ah, ya, se me olvidaba, estás casado y tienes hijos, vives lejos, ¿cómo se llaman tus hijos y cuántos tienes? Déjame adivinarlo… ¡Ay, el olvido, el endiablado olvido, el enemigo, el que me roba todo, llega de pronto y se apodera de mis recuerdos! ¿Con qué derecho? Dime, tú, que has estudiado, ¿por qué nos olvidamos? Te estaba diciendo que tu padre no ha venido a verme esta semana y mi hermano menor no ha dejado de cantar en el patio sin atreverse a empujar la puerta y venir a hacerme compañía, ya lo sé, su mujer se lo prohíbe, dame de beber, tengo sed y debo hacer mis oraciones. ¿Que ya las hice? ¿Me has visto rezar? Pues no me acuerdo, no estoy bien, hijo, así que apaga la tele y ven a recitar el Corán a mi lado. Prefieres que lo haga tu hermano mayor. Conoce mejor que tú el Corán… Sin embargo tú fuiste al msid, a la madraza coránica de Bouajarra en Fez, ¿te has olvidado?, no creo, uno no puede olvidarse del msid y del alfaquí Meftah, el que sólo tenía un ojo y veía todo… Era severo, siempre llevaba un palo para despertar a los que se quedaban dormidos. ¿No recuerdas al alfaquí… ¿cómo se llamaba? Ayúdame, acabo de decir su nombre… Fettah, Fel-lah… Meftuh… Fettuh… Ayer lo vi, me trajo un hermoso manojo de hierbabuena, es un buen hombre, ¿cómo se llama? Dijo que volvería para darme los bonos para ir a por aceite y harina; pronto terminará la guerra, espero, hijo, y espero que no hagan falta bonos para poder comer… ¿Cómo? ¿Tú no habías nacido en la época de los bonos? Claro que sí… tenías veinte años y te querías casar… ¿Cómo se llama aquella chica de melena larga?».

Mi madre se ha quedado dormida buscando el nombre del maestro de la madraza coránica. Tiene ausencias, momentos en los que se va, con los ojos entornados, la boca abierta, la cabeza inclinada. No me gusta verla en ese estado. Parece un objeto mal articulado, una cosa deslavazada que se abandona, se cae y se vuelve insignificante… mi madre respira… vigilo el movimiento de su pecho y espero.

Esto me recuerda el año 1977 en el que la operaron de cataratas en el hospital de Salé. Se quedó treinta días con los ojos vendados, y tendida en la cama boca arriba. Yo pasaba mucho tiempo con ella. Había que estar pendiente de que no se quitase la venda. Mi hermano llegaba después del trabajo, al final del día. Yo me quedaba más tiempo, al no tener jefes ni hijos. Un escritor es dueño de su tiempo. Hablaba con ella, me contaba historias de la familia y me pedía que no las escribiese o que no mencionase a la gente por sus nombres. En esa época, yo estaba escribiendo Moha le fou, Moha le sage. Tenía mucha rabia por dentro. Marruecos se había convertido en un Estado policial, con la complicidad de los que decían no meterse en política y se enriquecían descaradamente, haciendo de la corrupción un sistema de vida. Recuerdo esos momentos, en los que indignado por dentro, vigilaba con un ojo a mi madre mientras dormía, y con el otro, puesto en mi cuaderno, escribía sin parar. Mi madre no sabía lo que estaba escribiendo. Oía el roce de la pluma sobre el papel y me decía: «¡Ten cuidado, hijo, temo por ti!». Yo la tranquilizaba, luego me preguntaba si había aparecido el hijo de nuestros vecinos, si sus padres tenían noticias suyas. La desaparición del joven le preocupaba. Se ponía en el lugar de sus padres y no entendía cómo un joven que no había cometido nada malo había desaparecido de la noche a la mañana. Ella no hablaba del rey ni de sus ministros. Decía que la policía era cruel y que no tenía corazón. Pensaba en el hijo de los vecinos, arrancado a su familia por unos policías vestidos de paisano. Eso es un Estado policial: arbitrariedad, violencia y crueldad. ¡Cuántas madres sufrieron, y probablemente hayan muerto de dolor! ¡Una orden de la policía bastaba para hacer desparecer a unos adolescentes por haberse manifestado a favor de la justicia y de la democracia!

Marruecos padeció unos años negros en los que se reprimía cualquier oposición, incluso la más trivial, la no violenta, la de las ideas.

«Hijo mío, aléjate de la política, mantente al margen, ¿ves?, quisieron matar al rey y mataron a mucha gente en su fiesta de cumpleaños, pero Dios lo protegió, y volvieron a intentarlo al año siguiente, lo recuerdo como si fuera hoy, todos nos asustamos mucho, si lo hubieran conseguido, nos habrían matado a nosotros también, ya sé, no nos metemos en política, pero a ti te castigaron. ¡Así que con el ejército, ni rechistar! ¡Qué época! Miedo, por todos lados, miedo, los mendigos, los sirvientes espiaban a las familias, todos desconfiaban de todos. ¿Recuerdas a aquel cliente de tu padre? A él también lo detuvieron y lo encarcelaron porque su hermano estaba en el ejército y había participado en la matanza organizada por los militares contra el rey, se castigaba a toda la familia. Que Dios nos guarde del ejército y de sus métodos».

Mi madre no se olvida de esa época, de cuando estuvo hospitalizada para operarse de los ojos. Aún habla de ello: «Sufrí, sobre todo por tener que estar tumbada boca arriba inmóvil, inmersa en la oscuridad, sin levantar la cabeza, recuerdo, tú estabas allí, escribías, y yo pensaba en el pobre de Milud, desaparecido. Tu padre protestaba porque se había quedado solo en Tánger, yo pensaba en él y confieso que el hecho de no verlo durante un mes me descansaba. El casamiento, hijo mío, significa también esa costumbre que se instala y se convierte en una tarea pesada o en un calvario. Yo pensaba en mi salud, él protestaba porque la criada no cocinaba tan bien como yo. ¡Tenía una extraña forma de homenajear mis artes culinarias! En fin, todo eso queda ya muy lejos, y tu libro, ¿qué fue de él? Dame mis gafas, anda, voy a ver la tele, es viernes y retransmiten la oración del mediodía». «Pero, yemma, hoy es lunes y la televisión no retransmite la oración sino un culebrón mexicano doblado en árabe clásico». «Ya sé, he perdido vista, pero mi oído es excelente, oigo el Corán, ¿no es el Corán lo que están recitando?». «No, yemma, nadie recita el Corán, está en tu mente, oyes rezos lejanos…». «Entonces, es que ha llegado mi hora, hay que arreglar el salón e invitar a los tolba para que reciten el Corán ante mi cuerpo presente, me iré durante el día, tienes que estar listo, quiero una bonita velada con los mejores recitadores de la ciudad, que reciten y entonen las bellas palabras de Dios, que los atiendan bien, que se les pague bien, y, sobre todo, que se vayan contentos y satisfechos, hay que darles bien de comer, quizá convendría que lo encargarais fuera, hay servicios rápidos y eficaces, que sirven banquetes a domicilio y solucionan muchos problemas, sobre todo en un funeral, ¿te imaginas?, los familiares del difunto están afectados por la desgracia y no tienen ni ganas ni tiempo para cocinar para toda la gente que llega para dar el pésame. Así que encargaréis la comida, luego la recitación de las palabras de Dios, no olvides el incienso del paraíso, acércate, te tengo que decir algo, he apartado un poco, lo tengo escondido precisamente para el día que me vaya, tienes que saber dónde lo he ocultado, dónde… ¡Ay! No consigo acordarme, qué disgusto, ¿te das cuenta?, mi memoria me abandona justo en el momento en que más la necesito, es un incienso que me trajo mi hija de La Meca, es extraordinario, muy intenso, muy perfumado, sublime, pero no consigo acordarme dónde lo escondí, tienes que buscarlo, no le preguntes a Keltum, es capaz de robarlo, ve a registrar su armario, sus cajones, ya verás, está envuelto en un pañuelo blanco, Dios mío, ayúdame a recordarlo…». «Yo te compraré más, yemma, lo principal es que haya incienso del paraíso, no te preocupes, te organizaremos una bonita ceremonia, te lo prometo, puedes dormir en paz, me ocuparé de todo con mis hermanos…».

En cuanto mi madre se aburre, habla de su funeral, se entretiene e insiste en los detalles de la ceremonia, para ella es una cuestión de elegancia y de dignidad, hay que irse con ligereza, evitar ser un peso para la familia, crearle problemas, hay que dejar un buen recuerdo, una buena impresión. Está convencida de que la muerte es lógica o, más bien, desea que lo sea: «No me queda mucho tiempo de vida, es normal, la muerte es un derecho, pero no tiene que equivocarse y llevarse antes a alguno de mis hijos, es una desgracia que no podría soportar, que Dios me llame a su lado en vuestra vida y no a la inversa…, bueno, es lo que deseo, rezo siempre para que esto suceda, pero quién conoce las intenciones de Dios, nadie se atreve a adivinarlas, en todo caso no yo, mi padre me había enseñado a pensar en Dios sólo a la hora de rezar, siempre he rezado, el problema ahora es que al estar inmóvil en la cama no puedo levantarme a lavarme con la frecuencia necesaria, hago el ritual de la abluciones sin agua, con la piedra pulida, ¿dónde la he puesto? La he vuelto a perder, ayúdame a buscarla, mira debajo de las sábanas, a veces se escurre debajo de la manta y se cae del otro lado de la cama, ¡ah! Esta piedra lisa que sustituye al agua, basta con pasarla por el brazo y las manos, es como si uno se lavase, bueno, ¿la has encontrado? Seguramente Keltum la ha guardado, ¡a saber dónde! Tu hermana se ha ido a su casa, se aburre aquí, dice que nuestra televisión no tiene buenos programas, en realidad, se ha marchado porque no se entiende bien con Keltum, se pelean a menudo, y yo estoy en medio, observo todo sin decir nada, pues mi hija no me perdonaría que me pusiera del lado de Keltum, y Keltum se irá de casa si le doy la razón a mi hija ¿te das cuenta del dilema? Bueno, ¿has encontrado la piedra negra? ¿Ves? Me acuerdo, no he perdido la memoria, pero con la edad los viejos recuerdos vuelven, ayer, por ejemplo, vi a mi madre, está muy elegante, me ha dicho que ya no toma medicinas porque el Profeta la ha curado, tiene suerte, tú, por ejemplo, eres mi medio hermano, te moriste en verano en la casa de la playa de tu hija, mientras pasabas las vacaciones, no temas, ahora estás vivo, te hablo y no me haces caso… Ya sé, vas a decirme que eres mi hijo, mi hijo pequeño, que te confundo con otra persona, pero no pasa nada, lo principal es no aburrirse. Está lloviendo, no me gusta la lluvia, no me gusta el viento, no me gusta el frío, no sé qué hacer, hablo demasiado, ya lo sé, marido mío, soy charlatana, voy a callarme, me voy a concentrar para rezar y luego te bendeciré, a ti y a tus hermanos».